No me cabe duda de que, si Alendi llega al Pozo de la Ascensión, tomará el poder y entonces, en nombre de un supuesto bien mayor, renunciará a él.

50

¿Es esta la gente que buscas, lady Cett?

Allrianne oteó el valle y el ejército, y luego miró al bandido, Hobart. Él sonrió ansiosamente, o más bien lo intentó. Hobart tenía menos dientes que dedos, y de estos le faltaban un par.

Allrianne le sonrió sin desmontar de su caballo. Montaba como una amazona, sujetando levemente las riendas con las manos.

—Sí, creo que sí, maese Hobart.

Hobart miró su banda de ladrones, sonriendo. Allrianne los encendió a todos un poco, recordándoles cuánto querían la recompensa prometida. El ejército de su padre se extendía ante ellos en la distancia. Había deambulado un día entero, viajando hacia el oeste, buscándolo. Pero se había encaminado en la dirección equivocada. De no haberse topado con la pequeña banda de Hobart, se habría visto obligada a dormir al raso.

Y eso habría sido bastante desagradable.

—Vamos, maese Hobart —dijo, haciendo avanzar su caballo—, vayamos a reunirnos con mi padre.

El grupo la siguió alegremente; uno de los hombres guiaba el caballo de carga. Había cierto encanto en la gente sencilla como los hombres de la banda de Hobart. En realidad solo querían tres cosas: dinero, comida y sexo. Y, normalmente, podían servirse de la primera para conseguir las otras dos. Cuando se topó con el grupo, Allrianne bendijo su fortuna, a pesar de que ellos le habían tendido una emboscada en una colina, con la intención de robarle y violarla. Otro encanto de hombres como aquellos era que tenían muy poca experiencia con la alomancia.

Allrianne mantuvo una firme tenaza sobre sus emociones mientras cabalgaban hacia el campamento. No quería que llegaran a ninguna conclusión decepcionante, como «los rescates suelen ser mayores que las recompensas». No podía controlarlos por completo, por supuesto, solo influir en ellos. Sin embargo, era bastante fácil leer lo que se les pasaba por la cabeza a hombres tan elementales. Era divertido lo rápido que una promesa de riqueza podía convertir a unos brutos prácticamente en unos caballeros.

Naturalmente, tampoco suponía un gran desafío tratar con hombres como Hobart. No… ningún desafío, como había pasado con Brisi. Eso sí que había resultado divertido. Y gratificante también. Dudaba que fuera a volver a encontrar a un hombre tan consciente de sus emociones, y tan consciente de las emociones de los demás, como Brisi. Conseguir que la amara un hombre como él, tan experto en la alomancia, tan convencido de que su edad lo hacía inadecuado para ella… bueno, eso había sido un verdadero logro.

Ah, Brisi, pensó mientras dejaban atrás el bosque y se acercaban al ejército. ¿Comprende alguno de tus amigos lo noble que eres?

Lo cierto era que no lo trataban muy bien. Naturalmente, era de esperar. Eso era lo que Brisi quería. Es más fácil manipular a la gente que te subestima. Sí, Allrianne comprendía eso bastante bien, pues había pocas cosas que se rechazaran más rápidamente que una muchacha joven y tonta.

—¡Alto! —manifestó un soldado que se acercó cabalgando con una guardia de honor. Tenían las espadas desenvainadas—. ¡Apartaos de ella!

Oh, venga ya, pensó Allrianne, poniendo los ojos en blanco. Aplacó al grupo de soldados para que mantuvieran la calma. No quería ningún accidente.

—Por favor, capitán —dijo mientras Hobart y los de su banda desenvainaban, agrupados a su alrededor, algo inseguros—. Estos hombres me han rescatado de la salvaje maleza y me han traído a salvo a casa, con gran riesgo y coste personal.

Hobart asintió firmemente, un gesto que estropeó un poco cuando se limpió la nariz en la manga. El capitán miró al grupo de bandidos, harapientos y manchados de ceniza, y luego frunció el ceño.

—Encárgate de que estos hombres reciban una buena comida, capitán —dijo ella con magnanimidad, espoleando su caballo—. Y búscales un sitio para que pasen la noche. Hobart, te enviaré tu recompensa en cuanto me reúna con mi padre.

Bandidos y soldados avanzaron tras ella, y Allrianne se aseguró de aplacar a ambos grupos, aumentando su sensación de confianza. Resultó difícil con los soldados, sobre todo cuando el viento cambió y les llevó el hedor de los bandidos. Con todo, llegaron al campamento sin incidentes.

Los grupos se separaron, Allrianne entregó sus caballos a un sirviente y pidió a un paje que avisara a su padre de su regreso. Se sacudió el vestido de montar y luego recorrió el campamento, sonriendo amablemente y anhelando un baño y las otras comodidades, por llamarlas de alguna manera, que el ejército podía proporcionar. Sin embargo, antes tenía asuntos que atender.

A su padre le gustaba pasar las tardes en el pabellón abierto, y allí estaba sentado en aquel momento, discutiendo con un mensajero. Volvió la cabeza cuando Allrianne entró, sonriendo dulcemente a los lores Galivan y Detor, los generales de su padre.

Cett estaba sentado en una silla alta para ver bien la mesa y sus mapas.

—Bueno, maldición —dijo—. Has vuelto.

Allrianne sonrió, se acercó a la mesa y le echó un vistazo al mapa. Detallaba las líneas de suministros hasta el Dominio Occidental. Lo que vio no era bueno.

—¿Rebeliones en casa, padre?

—Y rufianes atacando mis carros de suministros —dijo Cett—. Ese muchacho Venture los sobornó, estoy seguro.

—Sí que lo ha hecho. Pero eso ahora no tiene importancia. ¿Me has echado de menos? —dijo Allrianne, asegurándose de empujar con fuerza su sentido de la devoción.

Cett bufó, mesándose la barba.

—Chiquilla idiota. Tendría que haberte dejado en casa.

—¿Para que hubiera caído presa de tus enemigos cuando iniciaron la rebelión? —preguntó ella—. Ambos sabemos que lord Yomen iba a actuar en el mismo instante en que retiraras tus ejércitos del dominio.

—¡Y yo tendría que haber dejado que ese maldito obligador se quedara contigo!

Allrianne abrió mucho la boca.

—¡Padre! Yomen me habría hecho prisionera para pedir rescate por mí. Ya sabes cómo me marchito cuando estoy encerrada.

Cett la miró, y luego, aparentemente a su pesar, se echó a reír.

—Le habrías hecho darte comidas exquisitas desde el primer día. Tal vez tendría que haberte dejado atrás. Así, al menos, habría sabido dónde estabas en vez de preocuparme por dónde estarías. No habrás traído a ese idiota de Brisa contigo, ¿verdad?

—¡Padre! Brisi es un buen hombre.

—Los hombres buenos mueren rápido en este mundo, Allrianne —dijo Cett—. Lo sé bien: he matado a un montón de ellos.

—Oh, sí, eres muy sabio. Y adoptar una postura agresiva contra Luthadel ha tenido un resultado enormemente positivo, ¿verdad? ¿Cuándo tuviste que huir con el rabo entre las piernas? Si la querida Vin tuviera tan poca conciencia como tú, estarías muerto.

—Esa «conciencia» no le impidió matar a trescientos de mis hombres.

—Es una joven muy confundida —dijo Allrianne—. Sea como sea, me siento obligada a recordarte que yo tenía razón. Tendrías que haberte aliado con el muchacho Venture en vez de amenazarlo. ¡Eso significa que me debes cinco vestidos nuevos!

Cett se frotó la frente.

—Esto no es un maldito juego, niña.

—La moda, padre, no es ningún juego —dijo Allrianne con firmeza—. No puedo encandilar a las tropas de bandidos para que me traigan de vuelta a casa si parezco una rata callejera, ¿no?

—¿Más bandidos, Allrianne? —preguntó Cett con un suspiro—. ¿Sabes cuánto tardamos en deshacernos del último grupo?

—Hobart es un hombre maravilloso —dijo Allrianne, picada—. Por no mencionar que tiene buenos contactos en la comunidad local de ladrones. Dale un poco de oro y unas cuantas prostitutas, y puede que le convenzas para que te ayude con todos esos malnacidos que están atacando tus líneas de suministros.

Cett vaciló, mirando el mapa. Luego se mesó la barba, pensativo.

—Bueno, has vuelto —dijo por fin—. Supongo que tendremos que cuidar de ti. Imagino que querrás que alguien cargue con una litera mientras volvemos a casa…

—Lo cierto es que no vamos a regresar al dominio —dijo Allrianne—. Vamos a volver a Luthadel.

Cett no rechazó de inmediato el comentario; solía darse cuenta de cuándo ella hablaba en serio. Sacudió la cabeza.

—Luthadel no tiene nada para nosotros, Allrianne.

—Tampoco podemos volver al dominio. Nuestros enemigos son demasiado fuertes, y algunos de ellos tienen alománticos. Por eso tuvimos que venir aquí, para empezar. No podemos dejar la zona hasta que tengamos dinero o aliados.

—No hay dinero en Luthadel —dijo Cett—. Creo a Venture cuando dice que el atium no está allí.

—Estoy de acuerdo. Registré bien el palacio y no encontré ni pizca. Eso significa que tenemos que salir de aquí con amigos en vez de con dinero. Volver, esperar a que empiece una batalla y ayudar al bando que parezca que va a ganar. Se sentirán en deuda con nosotros…, puede que incluso decidan dejarnos vivir.

Cett tardó un rato en hablar.

—Eso no va a ayudar a salvar a tu amigo Brisa, Allrianne. Su facción es la más débil, con diferencia… Incluso aliándonos con el muchacho Venture, dudo que pudiéramos derrotar a Straff o a los koloss. No si no podemos acceder a las murallas de la ciudad ni tenemos tiempo de sobra para prepararnos. Si volvemos, será para ayudar a los enemigos de tu Brisa.

Allrianne se encogió de hombros. No puedes ayudarle si no estás allí, padre, pensó. Van a perder de todas formas: si estás en la zona, cabe la posibilidad de que acabes ayudando a Luthadel.

Una posibilidad muy pequeña, Brisa. Es lo mejor que puedo ofrecerte. Lo siento.

Elend Venture despertó en su tercer día fuera de Luthadel, sorprendido de lo descansado que podía sentirse tras una noche en una tienda en medio de la nada. Naturalmente, en parte podía deberse a la compañía.

Vin yacía acurrucada junto a él en su petate, con la cabeza apoyada sobre su pecho. Él había esperado que tuviera el sueño ligero, dado lo nerviosa que era, pero parecía sentirse cómoda durmiendo con él. Incluso pareció un poco menos ansiosa cuando la rodeó con sus brazos.

La miró amorosamente, admirando la forma de su rostro, los suaves rizos de su pelo negro. El corte en la mejilla era casi invisible ya, y se había quitado los puntos. Quemando lenta y constantemente peltre su cuerpo adquiría fuerzas para recuperarse. Ni siquiera le dolía ya el brazo izquierdo, a pesar del corte en el hombro, y su debilidad, fruto de la pelea, parecía desaparecida por completo.

Todavía no le había dado muchas explicaciones sobre aquella noche. Había combatido contra Zane (que al parecer era hermanastro de él), y TenSoon el kandra se había marchado. Sin embargo, ninguna de aquellas cosas podía haber causado la desazón que había sentido en ella cuando acudió a verlo a sus habitaciones.

No sabía que alguna vez obtendría las respuestas que quería. No obstante, empezaba a darse cuenta de que podía amarla, aunque no la entendiera del todo. Se inclinó y la besó en la coronilla.

Ella se puso tensa de inmediato, abriendo los ojos. Se sentó, exponiendo el torso desnudo, y luego miró alrededor. La tienda estaba tenuemente iluminada por la luz del amanecer. Finalmente, sacudió la cabeza, mirándolo.

—Ejerces una mala influencia sobre mí.

—¿Ah, sí? —preguntó él, sonriente, apoyado sobre un brazo.

Vin asintió, pasándose una mano por el pelo.

—Estás haciendo que me acostumbre a dormir por la noche. Además, ya no duermo vestida.

—Si lo hicieras, sería un poco incómodo.

—Sí, pero ¿y si nos atacaran durante la noche? Tendría que luchar desnuda.

—No me importaría ver eso.

Ella lo miró con reproche y luego echó mano a una camisa.

—Tú también eres una mala influencia para mí —dijo él, mientras la contemplaba vestirse.

Ella alzó una ceja.

—Haces que me relaje —dijo Elend—. Y que deje de preocuparme. He estado tan liado con los asuntos de la ciudad últimamente que había olvidado lo que es ser un recluso maleducado. Por desgracia, durante nuestro viaje he tenido tiempo para leer no solo uno, sino los tres volúmenes de El arte de la erudición, de Troubeld.

Vin bufó, arrodillada, mientras se ajustaba el cinturón. Luego se arrastró hacia él.

—No sé cómo puedes leer mientras cabalgas.

—Oh, es bastante fácil…, si no les tienes miedo a los caballos.

—No les tengo miedo —dijo Vin—. Es que no les gusto. Saben que puedo correr más que ellos y eso les molesta.

—Oh, ¿es eso? —preguntó Elend, sonriendo, acercándola para que se colocara a horcajadas sobre él.

Ella asintió y se inclinó para besarlo. Sin embargo, se levantó un instante después. Apartó su mano cuando él intentó atraerla de nuevo.

—¿Después de todas las molestias que me he tomado para vestirme? Además, tengo hambre.

Elend suspiró y volvió a recostarse mientras ella salía de la tienda a la roja luz de la mañana. Se quedó allí un momento, apreciando en silencio su buena fortuna. Todavía no estaba seguro de cómo había funcionado su relación, ni de por qué le hacía tan feliz, pero estaba más que dispuesto a disfrutar de la experiencia.

Al cabo de un rato, buscó la ropa. Solo había traído un uniforme de los bonitos y el de montar, y no quería llevarlos demasiado a menudo. Ya no tenía criados que le lavaran la ceniza de la ropa; de hecho, a pesar de la doble puerta de lona de la tienda, un poco de ceniza había logrado colarse en el interior durante la noche. Estaban lejos de la ciudad y no había obreros que barrieran la ceniza, que se colaba por todas partes.

Se puso por tanto un atuendo más sencillo: un par de pantalones de montar, no muy diferentes a los que Vin llevaba a menudo, con una camisa gris abotonada y una casaca oscura. Nunca se había visto obligado hasta entonces a recorrer grandes distancias a caballo (prefería los carruajes), pero Vin y él se estaban tomando el viaje con relativa calma. No había ninguna prisa, en realidad. Los exploradores de Straff no los habían seguido mucho trecho, y nada los esperaba en su destino. Tuvieron tiempo para cabalgar a placer, descansar, e incluso caminar para no agotarse demasiado a caballo.

En el exterior, encontró a Vin preparando la hoguera y a Fantasma cuidando de los caballos. El joven había viajado bastante, y sabía cómo atenderlos…, algo que Elend, y eso le avergonzaba, no había aprendido nunca.

Elend se reunió con Vin junto a la hoguera. Permanecieron en silencio unos instantes mientras Vin agitaba las brasas. Parecía pensativa.

—¿Qué te ocurre?

Ella miró hacia el sur.

—Yo… —Sacudió la cabeza—. No es nada. Vamos a necesitar más madera.

Miró hacia un lado, donde se encontraba el hacha, junto a la tienda. El arma voló disparada hacia ella, tirada de la hoja. Vin se apartó y agarró el mango cuando pasaba entre Elend y ella. Luego se acercó a un árbol caído. Le dio dos golpes, lo abrió fácilmente y lo partió en dos.

—Tiene el don de hacer que los demás parezcamos un poco superfluos, ¿verdad? —dijo Fantasma, acercándose a Elend.

—A veces —sonrió Elend.

Fantasma sacudió la cabeza.

—Todo lo que yo oigo o veo, ella lo percibe mejor… y puede luchar con lo que encuentre. Cada vez que regreso a Luthadel, me siento… inútil.

—Pues imagina a una persona corriente. Tú al menos eres alomántico.

—Tal vez —dijo Fantasma, mientras Vin seguía cortando leña—. Pero la gente te respeta, El. A mí me ignora.

—Yo no te ignoro, Fantasma.

—¿No? —preguntó el joven—. ¿Cuándo fue la última vez que hice algo importante para la banda?

—Hace tres días —respondió Elend—. Cuando accediste a venir con nosotros. No estás aquí solo para cuidar de los caballos, Fantasma: estás aquí por tus habilidades como explorador y ojo de estaño. ¿Sigues creyendo que nos siguen?

Fantasma vaciló, luego se encogió de hombros.

—No estoy seguro. Creo que los exploradores de Straff se han dado la vuelta, pero veo algo allí atrás. Nunca logro verlo bien, lástima.

—Es el espíritu de la bruma —dijo Vin, dejando caer un haz de leña junto a la hoguera—. Nos persigue.

Fantasma y Elend compartieron una mirada. Luego Elend asintió, negándose a reaccionar a la incómoda mirada de Fantasma.

—Bueno, mientras se mantenga alejado, no es ningún problema, ¿no?

Vin se encogió de hombros.

—Espero que no. Pero si lo veis, llamadme. Los archivos dicen que puede ser peligroso.

—Muy bien —dijo Elend—. Eso haremos. Ahora, decidamos qué vamos a tomar para desayunar.

Straff despertó. Esa fue su primera sorpresa.

Yacía en la cama, en su tienda. Se sentía como si alguien lo hubiera levantado y lanzado contra la pared unas cuantas veces. Gimió al sentarse. No había magulladuras en su cuerpo, pero le dolía, y la cabeza le daba vueltas. Uno de los médicos del ejército, un joven barbudo de ojos saltones, estaba sentado junto a su cama. El hombre estudió a Straff un instante.

—Deberías estar muerto, mi señor —dijo el joven.

—No lo estoy —respondió Straff, sentándose—. Dame un poco de estaño.

Un soldado se acercó con un frasco de metal. Straff lo apuró e hizo una mueca por lo seca y dolorida que tenía la garganta. Quemó estaño levemente, lo que hizo que le dolieran más las heridas… pero había llegado a depender de la ligera excitación que le proporcionaban sus sentidos ampliados.

—¿Cuánto? —preguntó.

—Casi tres días, mi señor —dijo el médico—. Nosotros… no estábamos seguros de qué habías ingerido, ni por qué. Pensamos en darte algo para hacerte vomitar, pero parecía que habías tomado la dosis a propósito, así que…

—Hicisteis bien —dijo Straff, mirándose la mano. Todavía le temblaba un poco y no podía controlar el temblor—. ¿Quién está al mando del ejército?

—El general Janarle.

Straff asintió.

—¿Por qué no me ha mandado matar?

El médico parpadeó sorprendido y miró a los soldados.

—Mi señor —dijo Grent, el soldado—, ¿quién se atrevería a traicionarte? Quien lo intentara acabaría muerto en su tienda. El general Janarle estaba preocupadísimo por tu seguridad.

Naturalmente, advirtió Straff con sorpresa. No saben que Zane ya no está. Todos creen que si muero Zane tomará el control, o se vengará de aquellos que considere responsables. Straff soltó una risotada, sorprendiendo a los soldados que lo miraban. Zane había intentado matarlo, pero le había salvado accidentalmente la vida gracias a su reputación.

Te derroté. Te has ido, y yo estoy vivo. Eso, naturalmente, no significaba que Zane no fuera a regresar… pero, claro, tal vez no lo hiciera. Tal vez, solo tal vez, Straff se hubiera librado de él para siempre.

—La nacida de la bruma de Elend —dijo Straff de repente.

—Los seguimos durante un trecho, mi señor —contestó Grent—. Pero se alejaron demasiado del ejército y lord Janarle ordenó a los exploradores que regresaran. Parece que se dirige a Terris.

—¿Quién más iba con ella?

—Creemos que tu hijo Elend escapó también —dijo el soldado—. Pero puede que fuera un señuelo.

Zane lo logró, pensó Straff, atónito. Logró deshacerse de ella.

A menos que fuera algún tipo de truco. Pero, entonces…

—¿El ejército koloss? —preguntó Straff.

—Ha habido muchas luchas en sus filas últimamente, señor —informó Grent—. Las bestias parecen más inquietas.

—Ordena a nuestro ejército que levante el campamento —dijo Straff—. Inmediatamente. Nos retiramos al Dominio Septentrional.

—¿Mi señor? —preguntó Grent, sorprendido—. Creo que lord Janarle está planeando un asalto, esperando solo tu orden. La ciudad está débil y su nacida de la bruma se ha marchado.

—Vamos a retirarnos —contestó Straff, sonriendo—. Durante un tiempo, al menos.

Luego veremos si este plan tuyo funciona, Zane.

Sazed estaba sentado en una pequeña habitación de la cocina, con las manos sobre la mesa, un anillo metálico brillante en cada dedo. Eran pequeños, para ser mentes de metal, pero almacenar atributos ferruquímicos llevaba tiempo. Hacían falta semanas para llenar aunque fuera un anillo de metal, y apenas tenía días. De hecho, a Sazed le sorprendía que los koloss hubieran esperado tanto.

Tres días. No era mucho tiempo, pero sospechaba que necesitaría toda la ventaja posible en el conflicto que se avecinaba. Hasta el momento había podido almacenar una pequeña cantidad de cada atributo. Suficiente para impulsarse en una emergencia, cuando sus otras mentes de metal se agotaran.

Clubs entró cojeando en la cocina. Sazed lo veía borroso. Incluso con las gafas que llevaba para compensar la visión que estaba almacenando en una mentestaño le costaba trabajo verlo.

—Ya está —dijo Clubs, con voz apagada: otra mente de metal ocupaba el sentido del oído de Sazed—. Se han ido por fin.

Sazed vaciló un momento, tratando de descifrar el comentario. Sus pensamientos se movían como a través de una sopa densa y pegajosa, y tardó un instante en comprender lo que Clubs había dicho.

Se han ido. Las tropas de Straff. Se han retirado. Tosió suavemente antes de responder.

—¿Llegó a contestar a alguno de los mensajes de lord Penrod?

—No —contestó Clubs—. Pero ejecutó al último mensajero.

Bueno, eso no es buena señal, pensó Sazed lentamente. De todas formas, no había habido muchas buenas señales en los últimos días. La ciudad estaba al borde de la hambruna y la breve tregua del frío se había terminado. Nevaría esa noche, si Sazed no se equivocaba. Eso le hacía sentirse aún más culpable por estar sentado en el rinconcito de la cocina, junto a un cálido fuego, tomando caldo mientras sus mentes de metal sangraban su fuerza, salud, sentidos y poder de pensamiento. Rara vez había intentado llenar tantas a la vez.

—No tienes buen aspecto —comentó Clubs, sentándose.

Sazed parpadeó y reflexionó.

—Mi… menteoro —dijo lentamente— extrae mi salud y la almacena. —Miró el cuenco de caldo—. Debo comer para no quedarme sin fuerzas —dijo, preparándose mentalmente para dar un sorbo.

Era un proceso extraño. Sus pensamientos se movían tan despacio que tardaba un momento en decidir comer. Luego su cuerpo reaccionaba lentamente, y el brazo tardaba unos segundos en moverse. Incluso entonces, los músculos vacilaban, su fuerza extraída y almacenada en su mentepeltre. Finalmente pudo llevarse una cucharada a los labios y dar un silencioso sorbo. No sabía a nada: estaba llenando también la reserva de olfato y, sin él, el sabor perdía mucho.

Probablemente tendría que haberse acostado, pero de haberlo hecho se hubiese quedado dormido casi con toda seguridad. Y, mientras dormía, no podía llenar mentes de metal… o, al menos, solo podía llenar una. Una mentebronce, el metal que almacenaba capacidad para mantenerse en vela, lo obligaría a dormir más a cambio de permitirle pasarse más tiempo sin dormir en otra ocasión.

Sazed suspiró, soltó con cuidado la cuchara y tosió. Había hecho todo lo posible para evitar el conflicto. Su mejor plan había sido enviar una carta a lord Penrod, instándole a informar a Straff Venture de que Vin se había marchado de la ciudad. Tenía la esperanza de que Straff estuviera dispuesto a hacer un trato. Al parecer, esa táctica no había tenido éxito. Nadie sabía nada de Straff desde hacía días.

Su perdición se acercaba como el inevitable amanecer. Penrod había permitido que tres grupos distintos de ciudadanos, uno de ellos de nobles, trataran de huir de Luthadel. Los soldados de Straff, más atentos desde la huida de Elend, los habían capturado y masacrado a los tres. Penrod incluso había enviado un mensajero a lord Jastes Lekal con la esperanza de llegar a algún trato con el caudillo sureño, pero el mensajero no había vuelto del campamento koloss.

—Bueno, al menos lo hemos retrasado unos cuantos días —dijo Clubs.

Sazed pensó un momento.

—Me temo que simplemente hemos retrasado lo inevitable.

—Pues claro. Pero ha sido un retraso importante. Elend y Vin estarán ya casi a cuatro días de distancia. Si la lucha hubiera empezado demasiado pronto, puedes apostar a que la pequeña señorita nacida de la bruma habría vuelto y se habría hecho matar intentando salvarnos.

—Ah —dijo Sazed lentamente, obligándose a tomar otra cucharada de caldo. La cuchara era un peso muerto en sus dedos entumecidos; su sentido del tacto, naturalmente, había sido trasladado a una mentestaño—. ¿Cómo van las defensas de la ciudad? —preguntó mientras se esforzaba con la cuchara.

—Fatal —contestó Clubs—. Veinte mil soldados pueden parecer muchos… pero intenta repartirlos por una ciudad tan grande.

—Pero los koloss no tienen equipo de asedio —dijo Sazed, concentrado en su cuchara—. Ni arqueros.

—Sí. Pero nosotros tenemos ocho puertas que proteger… y al menos cinco están al alcance de los koloss. Ninguna de esas puertas fue construida para soportar un ataque. Y, tal como estamos, apenas puedo apostar a dos mil guardias en cada puerta, pues no sé cuál atacarán primero los koloss.

—Oh —dijo Sazed en voz baja.

—¿Qué esperabas, terrisano? ¿Buenas noticias? Los koloss son más grandes, más fuertes y están mucho más locos que nosotros. Y tienen ventaja numérica.

Sazed cerró los ojos, con la cuchara temblequeante a medio camino de los labios. De repente sintió una debilidad que no estaba relacionada con sus mentes de metal. ¿Por qué no se fue Tindwyl con ellos? ¿Por qué no escapó?

Al abrir los ojos, vio a Clubs llamando a una criada para que le trajera algo de comer. La muchachita regresó con un cuenco de sopa. Clubs lo miró con insatisfacción al principio, pero luego lo alzó con una mano nudosa y empezó a comer. Dirigió una mirada a Sazed.

—¿Esperas una disculpa por mi parte, terrisano? —preguntó entre cucharadas.

Sazed no respondió al instante.

—En absoluto, lord Cladent —dijo por fin.

—Bien. Eres una persona decente. Solo estás confundido.

Sazed sorbió su sopa, sonriendo.

—Es reconfortante oír eso. —Pensó un momento y dijo—: Lord Cladent, tengo una religión para ti.

Clubs frunció el ceño.

—No te rindes, ¿eh?

Sazed bajó la cabeza. Tardó un momento en recordar qué se le había ocurrido hacía un momento.

—Aquello que dijiste una vez, lord Cladent, sobre la ética de la situación, me hizo pensar en una fe conocida como Dadradah. Tenía seguidores de muchos pueblos y países; creían que solo había un Dios, y que solo había una forma de adorarlo.

Clubs bufó.

—En realidad no me interesa ninguna de tus religiones muertas, terrisano. Creo que…

—Eran artistas —dijo Sazed en voz baja.

Clubs vaciló.

—Pensaban que el arte acercaba a Dios. Les interesaban el color y sus tonalidades, y les gustaba escribir poemas para describir los colores que veían en el mundo a su alrededor.

Clubs guardó silencio.

—¿Por qué me hablas de esa religión? —preguntó—. ¿Por qué no has escogido una burda, como yo? ¿O una para adorar la guerra y a los soldados?

—Porque, lord Cladent —dijo Sazed. Parpadeó, recordando con esfuerzo con su mente nublada—, tú no eres así. Eso debes hacer, pero no eres así. Los otros olvidan, creo, que eras ebanista. Un artista. Cuando vivíamos en tu taller, a menudo te veía dando los últimos toques a las piezas que habían tallado tus aprendices. Veía el cuidado que ponías en ello. Ese taller no era una simple fachada para ti. Sé que lo echas de menos.

Clubs no respondió.

—Debes vivir como un soldado —continuó Sazed, sacando algo de su cinturón con mano débil—. Pero puedes seguir soñando como un artista. Toma. Hice esto para ti. Es un símbolo de la fe Dadradah. Para su pueblo, la llamada del arte era aún más elevada que la del sacerdocio.

Colocó sobre la mesa un disco de madera. Luego, con esfuerzo, le sonrió a Clubs. Hacía mucho que no predicaba una fe, y no estaba seguro de qué le había impulsado a ofrecerle esa a Clubs. Tal vez quería demostrarse que las religiones eran valiosas. Tal vez era por tozudez, una reacción contra las cosas que Clubs había dicho. Fuera como fuese, encontró satisfacción en la forma en que Clubs miró el sencillo disco de madera con la imagen tallada de un pincel.

La última vez que prediqué una fe, pensó, fue en aquella aldea del sur donde me encontró Marsh. ¿Qué habrá sido de él, por cierto? ¿Por qué no regresó a la ciudad?

—Tu mujer ha estado buscándote —dijo Clubs por fin, alzando la cabeza y dejando el disco sobre la mesa.

—¿Mi mujer? Oh, nosotros no…

Guardó silencio mientras Clubs lo miraba. El hosco general era muy hábil dirigiendo miradas significativas.

—Muy bien —dijo Sazed, suspirando. Se miró los dedos y los diez anillos brillantes que llevaba. Cuatro eran de estaño: vista, oído, olfato y tacto. Continuó llenándolos; no lo entorpecerían mucho. No obstante, liberó su mentepeltre, además de su menteacero y su mentezinc.

Inmediatamente recuperó las fuerzas. Sus músculos dejaron de aflojarse, pasando de abotargados a sanos. El zumbido desapareció de su mente, permitiéndole pensar con claridad, y la torpe lentitud se evaporó. Se puso en pie, fortalecido.

—Es fascinante —murmuró Clubs.

Sazed lo miró.

—He podido ver el cambio —dijo Clubs—. Tu cuerpo se ha fortalecido y has enfocado los ojos. Tus brazos han dejado de temblar. Supongo que no quieres enfrentarte a esa mujer sin estar en plenas facultades, ¿eh? No te lo reprocho.

Clubs rezongó para sí y luego continuó comiendo.

Sazed se despidió de él y salió de la cocina. Notaba las manos y los pies todavía como muñones inútiles. Sin embargo, sentía energía. No había nada como el simple contraste para despertar la veta indomable de un hombre.

Y no había nada que pudiera hacer desaparecer más rápido esa sensación que la perspectiva de reunirse con la mujer que amaba. ¿Por qué se había quedado Tindwyl? Y, si estaba decidida a no volver a Terris, ¿por qué lo evitaba desde hacía varios días? ¿Estaba enfadada con él porque había logrado que Elend se marchara? ¿Estaba decepcionada porque él insistía en quedarse para ayudar?

La encontró en el gran salón de baile de la fortaleza Venture. Se detuvo un instante, impresionado como siempre por la incuestionable majestuosidad de la sala. Liberó su mentestaño un instante, quitándose las gafas para contemplar el asombroso espacio.

Enormes vidrieras rectangulares llegaban hasta el techo en todas las paredes de aquella sala tan inmensa. Sazed se sentía empequeñecido por las enormes columnas que sostenían la estrecha galería que corría bajo las ventanas, a ambos lados de la cámara. Cada piedra de la sala estaba esculpida, cada losa formaba parte de un mosaico, cada fragmento de cristal de colores chispeaba a la luz de la tarde.

Ha pasado tanto tiempo… pensó. La primera vez que había visto aquella cámara escoltaba a Vin a su primer baile. Había sido entonces, mientras se hacía pasar por Valette Renoux, cuando conoció a Elend. Sazed la había reprendido por atraer la atención de un hombre tan poderoso.

Y ahora él mismo había oficiado su matrimonio. Sonrió, volvió a ponerse las gafas y llenó de nuevo su mente de metal de visión. Que los Dioses Olvidados os cuiden, hijos míos. Sacad partido de nuestro sacrificio, si podéis.

Tindwyl hablaba con Dockson y un grupito de funcionarios de Luthadel. Estaban reunidos en torno a una mesa grande y, cuando se acercó, Sazed vio lo que había desplegado sobre ella.

El mapa de Marsh, pensó. Era una representación extensa y detallada de Luthadel, con anotaciones de la actividad ministerial. Sazed tenía una imagen visual del mapa, además de una descripción minuciosa, en una de sus mentecobres, y había enviado una copia al Sínodo.

Tindwyl y los demás habían llenado el mapa de anotaciones propias. Sazed se aproximó lentamente. En cuanto Tindwyl lo vio, le indicó que se acercara.

—Ah, Sazed —dijo Dockson, serio, su voz apagada para los débiles oídos del terrisano—. Bien. Por favor, acércate aquí.

Sazed se reunió con ellos en la mesa.

—¿Disposición de tropas? —preguntó.

—Penrod ha tomado el mando de nuestros ejércitos —explicó Dockson—. Y ha puesto a los nobles al mando de los veinte batallones. No estamos seguros de que nos guste esa situación.

Sazed miró a los hombres reunidos en torno a la mesa. Eran un grupo de escribas que el propio Dockson había formado: todos skaa. ¡Dioses! No estará planeando una rebelión precisamente ahora, ¿no?

—No pongas esa cara de asustado, Sazed —dijo Dockson—. No vamos a hacer nada demasiado drástico. Penrod todavía permite que Clubs organice la defensa de la ciudad, y parece aceptar consejo de sus comandantes militares. Además, ya es demasiado tarde para intentar algo tan ambicioso. —Casi parecía decepcionado—. Sin embargo —continuó—, no me fío de esos comandantes que ha puesto al mando. No saben nada de la guerra… y mucho menos de supervivencia. Se han pasado la vida ordenando bebidas y celebrando fiestas.

¿Por qué los odias tanto?, pensó Sazed. Irónicamente, Dockson era el miembro de la banda que más parecía un noble. Se le veía más natural con un traje que a Brisa, más cómodo que a Clubs o a Fantasma. Solo su insistencia en llevar una media barba muy poco aristocrática le hacía destacar.

—Puede que la nobleza no sepa de guerras, pero creo que tiene experiencia de mando —dijo Sazed.

—Cierto. Pero nosotros también. Por eso quiero a uno de los nuestros cerca de cada puerta, por si las cosas salen mal y alguien realmente competente necesita tomar las riendas.

Dockson señaló una de las puertas indicadas en el mapa: la Puerta de Acero. Tenía una dotación de mil hombres en formación defensiva.

—Este es tu batallón, Sazed. La Puerta de Acero es la más alejada de los koloss, así que es probable que ni siquiera veas la lucha. Sin embargo, cuando comience la batalla, quiero que estés allí con un grupo de mensajeros para llevar informes a la fortaleza Venture si atacan tu puerta. Emplazaremos aquí, en el salón de baile, un puesto de mando: es de fácil acceso con esas puertas tan anchas, y puede soportar un montón de movimiento.

Y era una bofetada no demasiado sutil a la cara de Elend Venture, y a la nobleza en general, usar una cámara tan hermosa como escenario desde donde dirigir una guerra. No me extraña que me apoyara para enviar lejos a Elend y Vin. Sin ellos, se ha hecho con el control indiscutible de la banda de Kelsier.

No era mala cosa. Dockson era un genio organizador y un maestro a la hora de planear rápido. Sin embargo, tenía ciertos prejuicios.

—Sé que no te gusta luchar, Sazed —dijo Dockson, apoyándose en la mesa con ambas manos—. Pero te necesitamos.

—Creo que está preparado para la batalla, lord Dockson —dijo Tindwyl mirando a Sazed—. Esos anillos de sus dedos son un buen indicativo de sus intenciones.

Sazed la miró desde el otro lado de la mesa.

—¿Y cuál es tu lugar en esto, Tindwyl?

—Lord Dockson vino a pedirme consejo —dijo Tindwyl—. Tiene poca experiencia en la guerra y deseaba saber las cosas que he estudiado sobre los generales del pasado.

—Ah —dijo Sazed. Se volvió hacia Dockson, pensativo. Al cabo de un momento, asintió—. Muy bien. Formaré parte de vuestro proyecto… pero he de advertiros contra la dispersión. Por favor, di a tus hombres que no se salten la cadena de mando a menos que sea absolutamente necesario.

Dockson asintió.

—Ahora, lady Tindwyl —dijo Sazed—, ¿podemos hablar un momento en privado?

Ella asintió, y ambos se excusaron y se dirigieron hacia la galería más cercana. En la penumbra, detrás de una columna, Sazed se volvió hacia Tindwyl. Ella estaba radiante, tranquila, concentrada a pesar de lo apurado de la situación. ¿Cómo lo lograba?

—Estás almacenando gran cantidad de atributos, Sazed —comentó, mirando de nuevo sus dedos—. Y tendrás sin duda otras mentes de metal preparadas de antes.

—Agoté toda mi capacidad para mantenerme en vela y mi velocidad para llegar a Luthadel. Y ahora no tengo guardada salud: la agoté toda para superar una enfermedad cuando estaba enseñando en el sur. No he podido llenar otra reserva, siempre he estado muy ocupado. Tengo gran cantidad de fuerza y peso almacenadas, así como una buena colección de mentestaños. Pero uno nunca está demasiado bien preparado, creo.

—Tal vez —dijo Tindwyl. Miró al grupo de la mesa—. Si los preparativos nos permiten estar ocupados en vez de pensar en lo inevitable, entonces no han sido en balde, creo.

Sazed sintió un escalofrío.

—Tindwyl, ¿por qué te has quedado? Este no es lugar para ti.

—Tampoco para ti.

—Son mis amigos. No los abandonaré.

—Entonces, ¿por qué convenciste a sus líderes para que se marcharan?

—Para que huyeran y sobrevivieran.

—Sobrevivir no es un lujo que suelan permitirse los líderes —dijo Tindwyl—. Cuando aceptan la devoción de los demás, deben aceptar la responsabilidad que eso conlleva. Esta gente morirá… pero no tiene por qué morir sintiéndose traicionada.

—Ellos no…

—Esperan que los salven, Sazed —susurró Tindwyl—. Incluso esos hombres de ahí, incluso Dockson, el más práctico del grupo, piensa que sobrevivirán. ¿Y sabes por qué? Porque, en el fondo, creen que algo los salvará. Algo que los salvó antes, la única pieza del Superviviente que les queda. Ella representa ahora la esperanza. Y tú la enviaste lejos.

—Para vivir, Tindwyl. Habría sido un desperdicio perder aquí a Vin y a Elend.

—La esperanza no se desperdicia nunca —dijo Tindwyl, echando chispas por los ojos—. Creía que precisamente tú lo comprenderías. ¿Crees que fue la testarudez lo que me mantuvo viva todos esos años en manos de los reproductores?

—¿Y es testarudez o esperanza lo que te mantiene aquí en la ciudad?

Ella lo miró.

—Ni una cosa ni la otra.

Sazed la contempló largamente. Los hombres planificaban en el salón de baile y sus voces resonaban. Haces de luz que entraban por las ventanas se reflejaban en los suelos de mármol, tiñendo las paredes. Lenta, torpemente, Sazed rodeó a Tindwyl con sus brazos. Ella suspiró, dejando que la abrazara.

Él liberó sus mentestaños y dejó que sus sentidos regresaran en tropel.

La suavidad de su piel y el calor de su cuerpo lo recorrieron mientras ella se abandonaba más al abrazo, hasta apoyar la cabeza en su pecho. El aroma de su pelo (sin perfume, pero limpio y brillante) le invadió la nariz: era lo primero que Sazed olía en tres días. Con mano torpe, se quitó las gafas para verla con claridad. Cuando volvió a oír plenamente los sonidos escuchó la respiración de Tindwyl.

—¿Sabes por qué te quiero, Sazed? —preguntó ella en voz baja.

—No puedo ni imaginarlo —contestó él sinceramente.

—Porque nunca cedes. Otros hombres son fuertes como ladrillos, firmes, inflexibles, pero si los golpeas lo suficiente, se rompen. Tú… tú eres fuerte como el viento. Siempre ahí, dispuesto a doblarte, pero sin disculparte nunca por las veces que debías ser firme. Creo que ninguno de tus amigos comprende el poder que representabas para ellos.

Tenían, advirtió él. Ya piensa en todo esto en pasado. Y… parece lógico que lo haga.

—Fue suficiente salvar a tres —dijo Tindwyl—. Te equivocaste al enviarlos… pero tal vez acertaste también.

Sazed cerró los ojos y la abrazó, maldiciéndola por haberse quedado, y amándola al mismo tiempo.

En ese momento, los tambores de alarma de las murallas empezaron a sonar.