Se vio obligado a ir a la guerra por error… y siempre dijo que no era un soldado, pero llegó a combatir tan bien como cualquiera.
26
—Esto no es una buena idea, ama. —OreSeur estaba sentado sobre sus cuartos traseros, viendo cómo Vin abría una caja grande y plana.
—Elend piensa que es el único modo —dijo ella, levantando la tapa. Dentro estaba el lujoso vestido azul. Lo sacó, advirtiendo su peso relativamente liviano. Se acercó al biombo y empezó a desnudarse.
—¿Y el ataque a las murallas de ayer? —preguntó OreSeur.
—Eso fue una advertencia —contestó ella, mientras se desabrochaba la camisa—, no un ataque en serio.
Aunque, al parecer, había inquietado bastante a la Asamblea. Tal vez ese era el objetivo. Clubs podía decir lo que quisiera sobre estrategia y poner a prueba las murallas, pero desde el punto de vista de Vin lo que Straff había conseguido era provocar aún más miedo y caos dentro de Luthadel.
Solo unas pocas semanas de asedio, y la ciudad estaba ya a punto de venirse abajo. La comida era terriblemente cara y Elend se había visto obligado a abrir los silos de la ciudad. La gente estaba nerviosa. Algunos pensaban que el ataque había sido una victoria para Luthadel, considerando buena señal que el ejército hubiera sido «rechazado». La mayoría, sin embargo, estaba todavía más asustada que antes.
Pero, de nuevo, Vin se encontró ante un dilema. ¿Cómo reaccionar ante una fuerza tan abrumadora? ¿Acobardarse, o seguir luchando por la vida? Straff había puesto a prueba las murallas, cierto, pero había mantenido a la mayor parte de su ejército replegado y en posición, por si Cett intentaba aprovecharse y atacarlo al mismo tiempo. Lo que quería era información, e intimidar a la ciudad.
—Sigo sin saber si esta reunión es una buena idea —dijo OreSeur—. Dejando aparte el ataque, Straff no es un hombre en quien se pueda confiar. Kelsier me hizo estudiar a todos los nobles importantes de la ciudad cuando me estaba preparando para convertirme en lord Renoux. Straff es traicionero y duro, incluso para ser un humano.
Vin suspiró, quitándose los pantalones, y luego tiró de la enagua del vestido. No era tan ajustada como otras y le dejaba mucho espacio para mover muslos y piernas. De momento, muy bien.
La objeción de OreSeur era lógica. Una de las primeras cosas que Vin había aprendido en la calle era a evitar situaciones de las que fuera difícil huir. Se rebelaba instintivamente contra la idea de entrar en el campamento de Straff.
Sin embargo, Elend había tomado su decisión. Y Vin comprendía que tenía que apoyarlo. De hecho, incluso estaba de acuerdo con el gesto. Straff quería intimidar a toda la ciudad, pero en realidad no era tan amenazador como creía. No mientras tuviera que preocuparse por Cett.
A Vin ya la habían intimidado lo suficiente a lo largo de su vida. En cierto modo, el ataque de Straff a las murallas la hacía sentirse aún más decidida a manipularlo para sus propios fines. Ir a su campamento parecía una locura a primera vista, pero cuanto más lo pensaba, más se daba cuenta de que era la única forma de llegar a Straff. Tenía que verlos débiles, tenía que sentir que sus tácticas amedrentadoras habían funcionado. Era la única forma de que ellos pudieran ganar.
Eso implicaba hacer algo que no le gustaba. Significaba estar rodeada, entrar en el cubil del enemigo. No obstante, si Elend conseguía salir del campamento a salvo, sería un espaldarazo para la moral de la ciudad. Aparte de eso, Ham y el resto de la banda confiarían más en él. Nadie hubiese cuestionado la idea de que Kelsier entrara a negociar en un campamento enemigo; de hecho, probablemente hubiesen esperado que regresara de las negociaciones tras haber convencido de algún modo a Straff para que se rindiera.
Solo tengo que asegurarme de que vuelva sano y salvo, pensó Vin, poniéndose el vestido. Straff puede hacer gala de toda la fuerza que quiera: nada de eso importará si somos nosotros quienes dirigen sus ataques.
Asintió para sí, alisándose el vestido. Luego salió de detrás del biombo y se estudió en el espejo. Aunque el sastre obviamente había seguido un modelo tradicional, la falda no formaba una campana perfecta desde el talle, sino que se acampanaba a partir de las rodillas y, aunque las mangas eran ajustadas con bocamangas anchas, llevaba aberturas en los hombros y podía doblar la cintura, lo que le permitía una amplia gama de movimientos.
Vin se estiró un poco, saltando, torciéndose. Le sorprendió lo liviano que era el vestido y lo bien que se movía con él. Naturalmente, ninguna falda era ideal para combatir, pero aquella suponía una notable mejora en comparación con las abultadas creaciones que había llevado en las fiestas un año antes.
—¿Bien? —preguntó, dándose la vuelta.
OreSeur alzó una ceja perruna.
—¿Qué?
—¿Qué te parece?
OreSeur ladeó la cabeza.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Porque me importa tu opinión.
—El vestido es muy bonito, ama. Aunque, para ser sincero, siempre he pensado que ese tipo de ropa es un poco ridícula. Toda esa tela y esos colores no parecen muy prácticos.
—Sí, lo sé —dijo Vin, usando un par de pasadores de zafiros para apartarse el pelo del rostro y sujetárselo—. Pero… bueno, me había olvidado de lo divertido que puede ser vestir estos atuendos.
—No comprendo por qué, ama.
—Eso es porque eres un hombre.
—En realidad, soy un kandra.
—Pero eres un kandra varón.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó OreSeur—. No es fácil distinguir el género en mi pueblo, ya que nuestras formas son fluidas.
Vin lo miró, alzando una ceja.
—Lo noto.
Luego se volvió hacia su joyero. No tenía muchas joyas. Aunque la banda le había proporcionado un buen montón durante sus días como Valette, había entregado la mayoría a Elend para contribuir a sufragar sus proyectos. Sin embargo, se había quedado con unas cuantas de sus favoritas, como si supiera que algún día iba a necesitar que adornaran un vestido.
Solo voy a ponérmelas una vez, pensó. Esta no soy yo.
Se puso un brazalete de zafiros. Como los pasadores, no contenía metal alguno: las gemas estaban montadas sobre una gruesa pieza de madera que se ajustaba con un cierre de madera. Lo único metálico que llevaría encima, por tanto, serían sus monedas, su frasquito de metales y su único pendiente. Lo conservaba, por sugerencia de Kelsier, como un trozo de metal para empujar en una emergencia.
—Ama —dijo OreSeur, sacando con la pata algo de debajo de la cama. Una hoja de papel—. Eso se ha caído de la caja cuando la has abierto.
La sujetó con dos dedos, sorprendentemente diestros, y se la tendió.
Vin tomó el papel. Decía:
Dama Heredera:
He reforzado el corpiño y la pechera para darte apoyo, y el corte de la falda es para que no aletee, por si necesitas saltar. Llevas bolsillos para los frascos de metal en ambas mangas, además de pliegues de tela para esconder una daga atada a cada antebrazo. Espero que las modificaciones te parezcan las adecuadas.
FELDEU, sastre
Vin estudió las mangas. Eran gruesas y anchas, y la manera en que apuntaban hacia los lados las convertía en escondites perfectos. Aunque le quedaban ajustadas en los brazos, en los antebrazos eran más holgadas, y localizó dónde podría guardar las dagas.
—Parece que ya había hecho vestidos para nacidas de la bruma —comentó OreSeur.
—Probablemente —dijo Vin. Se acercó al espejo para aplicarse un poco de maquillaje, y descubrió que varios de sus afeites se habían secado. Supongo que hace demasiado tiempo que no hago esto…
—¿A qué hora nos marcharemos, ama? —preguntó OreSeur.
Vin vaciló.
—Lo cierto es que no pensaba llevarte. Sigo queriendo mantenerte oculto a la gente de palacio, y creo que parecería muy sospechoso si llevo a mi perro en este viaje.
OreSeur guardó silencio un instante.
—Oh —dijo—. Naturalmente. Buena suerte entonces, ama.
Vin sintió una pequeña punzada de decepción; esperaba que pusiera más pegas. Daba igual. ¿Por qué iba a reprochárselo? Había sido él quien le había señalado los peligros de ir al campamento.
OreSeur simplemente se tumbó, apoyando la cabeza sobre las patas mientras ella seguía maquillándose.
—Pero, El —dijo Ham—, al menos deberías permitirnos enviarte en tu propio carruaje.
Elend negó con la cabeza, enderezándose la chaqueta mientras se miraba en el espejo.
—Para eso haría falta un cochero, Ham.
—Eso es. Y sería yo.
—Un solo hombre no supondría ninguna diferencia a la hora de sacarnos de ese campamento. Y cuanta menos gente me acompañe, de menos gente tendremos que preocuparnos Vin y yo.
Ham sacudió la cabeza.
—El, yo…
Elend le puso una mano en el hombro.
—Agradezco tu preocupación, Ham. Pero puedo hacer esto. Si hay un hombre en el mundo a quien pueda manipular es mi padre. Saldré de esto haciendo que crea que tiene la ciudad en el bolsillo.
Ham suspiró.
—Está bien.
—Ah, una cosa más —dijo Elend, dubitativo.
—¿Sí?
—¿Te importaría llamarme Elend en vez de solo «El»?
Ham se echó a reír.
—No creo que me cueste.
Elend sonrió agradecido. No es lo que Tindwyl quería, pero es un comienzo. Nos ocuparemos del «Majestad» más adelante.
La puerta se abrió y entró Dockson.
—Elend —dijo—. Esto acaba de llegar para ti.
Le enseñó una hoja de papel.
—¿De la Asamblea?
Dockson asintió.
—No les ha hecho ninguna gracia que faltaras a la reunión de esta tarde.
—Bueno, no puedo cambiar la cita con Straff solo porque ellos quieran reunirse a diario —dijo Elend—. Diles que intentaré visitarlos cuando vuelva.
Dockson asintió y luego se dio media vuelta cuando escuchó un roce. Se apartó con una extraña expresión en el rostro al ver a Vin entrar por la puerta.
Llevaba un vestido… un precioso vestido azul más estilizado de lo que era común en la corte. En su pelo negro chispeaban un par de pasadores de zafiros y ella parecía… distinta. Más femenina… o más bien, más segura de su feminidad.
Cuánto ha cambiado desde la primera vez que la vi, pensó Elend, sonriendo. Habían pasado de eso casi dos años. Entonces ella era una muchacha, aunque con las experiencias de alguien mucho mayor. Ahora era una mujer, una mujer muy peligrosa, pero que aún lo miraba con ojos un poco inseguros.
—Preciosa —susurró Elend. Ella sonrió.
—¡Vin! —dijo Ham, volviéndose—. ¡Llevas un vestido!
Vin se ruborizó.
—¿Qué esperabas, Ham? ¿Que fuera a conocer al rey del Dominio Septentrional vistiendo pantalones?
—Bueno… La verdad es que sí.
Elend se echó a reír.
—Solo porque tú insistas en ir a todas partes vestido con ropa informal, Ham, no significa que todo el mundo lo haga. Sinceramente, ¿no te cansas de esos chalecos?
Ham se encogió de hombros.
—Son cómodos. Y sencillos.
—Y fríos —dijo Vin, frotándose los brazos—. Me alegro de haber pedido un vestido con mangas.
—Dale gracias al tiempo —dijo Ham—. Cualquier escalofrío que tengas les parecerá mucho peor a los soldados de esos ejércitos.
Elend asintió. El invierno había empezado oficialmente. El clima probablemente no empeoraría lo suficiente para ser más que una leve incomodidad (rara vez nevaba en el Dominio Central), pero las noches de frío sin duda no mejorarían la moral.
—Bueno, vámonos —dijo Vin—. Cuanto antes acabemos con esto, mejor.
Elend dio un paso hacia delante, sonriendo, y tomó a Vin de las manos.
—Te lo agradezco, Vin —dijo en voz baja—. Y estás preciosa de verdad. Si no fuéramos de cabeza a la perdición, me sentiría tentado a ordenar que celebraran un baile esta misma noche para tener la oportunidad de lucirte.
Vin sonrió.
—¿Ir de cabeza a la perdición te complace?
—Supongo que he pasado demasiado tiempo con la banda.
Se inclinó para besarla, pero ella soltó un grito y dio un salto atrás.
—Me he pasado casi una hora maquillándome —exclamó—. ¡Nada de besos!
Elend se echó a reír mientras el capitán Demoux asomaba la cabeza por la puerta.
—Majestad, el carruaje ha llegado.
Elend miró a Vin. Ella asintió.
—Vamos.
Desde el carruaje que Straff había enviado a recogerlos, Elend distinguió a un solemne grupo en la muralla viéndolos alejarse. El sol empezaba a ponerse.
Nos ordena que vayamos a verlo por la tarde; tendremos que regresar cuando hayan salido las brumas, pensó Elend. Una forma astuta de señalar cuánto poder tiene sobre nosotros.
Era la manera de ser de su padre. Un movimiento similar al ataque a la muralla del día anterior. Para Straff, todo era cuestión de imagen. Elend había visto a su padre en la corte, y lo había visto manipular incluso a los obligadores. Al asegurarse el contrato para gestionar la mina de atium del lord Legislador, Straff Venture había jugado a un juego aún más peligroso que sus amigos nobles. Y había jugado muy bien a ese juego. No había tenido en cuenta que Kelsier desataría el caos, pero ¿quién lo había hecho?
Desde el Colapso, Straff se había asegurado el reino más estable y poderoso del Imperio Final. Era un hombre diestro y cuidadoso que sabía planificar durante años para conseguir lo que quería. Y ese era el hombre al que Elend tenía que manipular.
—Pareces preocupado —dijo Vin. Estaba sentada frente a él en una recatada postura digna de una dama. Era como si ponerse un vestido, de algún modo, imbuyera en ella nuevos modales. O solo despertara los antiguos: en su momento, había sido capaz de hacerse pasar por noble lo bastante bien como para engañar a Elend.
—No pasará nada —dijo—. Straff no te hará ningún daño. Incluso si las cosas salen mal, no se atreverá a convertirte en un mártir.
—Oh, no me preocupa mi seguridad —admitió Elend.
Vin alzó una ceja.
—¿Por?
—Porque te tengo a ti —dijo Elend con una sonrisa—. Vales por un ejército, Vin.
Eso, sin embargo, no pareció consolarla.
—Ven aquí —dijo, haciéndose a un lado y señalando el asiento.
Ella se levantó y se cambió de sitio, pero se detuvo a mirarlo.
—El maquillaje.
—Tendré cuidado —prometió Elend.
Ella asintió, se sentó y dejó que la abrazara.
—Ten cuidado también con el pelo. Y con tu chaqueta…, no te la vayas a arrugar.
—¿Desde cuándo eres tan consciente de la moda?
—Es el vestido —dijo Vin con un suspiro—. En cuanto me lo he puesto me he acordado de todas las lecciones de Sazed.
—Me gusta cómo te sienta este vestido.
Vin negó con la cabeza.
—¿Qué? —preguntó Elend mientras el carruaje daba un brinco y la acercaba un poco más. Otro nuevo perfume, pensó. Al menos esa es una costumbre que no ha perdido.
—Esta no soy yo, Elend —dijo en voz baja—. Este vestido, estos modales. Son mentira.
Elend no dijo nada.
—¿Alguna objeción? —dijo Vin—. Todo el mundo piensa que digo tonterías.
—No lo sé —respondió Elend con sinceridad—. Usar esta nueva ropa me hizo sentir diferente, así que lo que dices tiene sentido. Si llevar vestidos te parece mal, entonces no los lleves. Quiero que seas feliz, Vin.
Ella sonrió y lo miró. Entonces alzó la cabeza y lo besó.
—Creía que habías dicho que nada de besos.
—Tuyos —dijo ella—. Yo soy una nacida de la bruma: los nacidos de la bruma somos más precisos.
Elend sonrió, aunque no tenía motivos para estar alegre. La conversación, sin embargo, le permitía no sentirse apurado.
—A veces me siento incómodo con esta ropa. Todo el mundo espera mucho más de mí cuando la llevo. Esperan un rey.
—Cuando yo llevo este vestido, esperan una dama. Se llevan una decepción cuando me encuentran a mí.
—Si alguien se siente decepcionado contigo es demasiado obtuso para ser tenido en cuenta —dijo Elend—. No quiero que seas como ellos, Vin. No son sinceros. No les importa. Me gusta cómo eres.
—Tindwyl cree que puedo ser ambas cosas. Mujer y nacida de la bruma.
—Tindwyl es sabia. Un poco brutal pero sabia. Deberías escucharla.
—Acabas de decirme que te gusto como soy.
—Y es así. Pero me gustarías de todas formas, Vin. Te amo. La cuestión es ¿cómo te gustas a ti misma?
Esto la hizo vacilar.
—La ropa no cambia realmente a nadie —dijo Elend—. Pero cambia el modo en que los demás reaccionan ante ti. Son palabras de Tindwyl. Creo… creo que el truco está en convencerse a uno mismo de que te mereces las reacciones que obtienes. Puedes llevar los vestidos de la corte, Vin, pero haz que sean tuyos. No te preocupes si no das a la gente lo que quiere. Dale quien eres, y que eso sea suficiente. —Hizo una pausa, sonriente—. A mí me funcionó.
Ella le devolvió la sonrisa y se apoyó con cuidado en él.
—Muy bien —dijo—. Ya basta de inseguridad por el momento. Repasemos. Háblame más de la forma de ser de tu padre.
—Es un perfecto noble imperial. Implacable, astuto y enamorado del poder. ¿Recuerdas mi… experiencia cuando tenía trece años?
Vin asintió.
—Bien, mi padre es muy aficionado a los burdeles skaa. Creo que le gustaba lo fuerte que se sentía al poseer a una muchacha sabiendo que la matarían por su pasión. Tiene varias docenas de amantes y, si no lo satisfacen, las elimina.
Vin murmuró algo en respuesta.
—Es igual con sus aliados políticos. Nadie se alía con la Casa Venture: acceden a dejarse dominar por la Casa Venture. Si no estabas dispuesto a ser nuestro esclavo, entonces no conseguías ningún contrato con nosotros.
Vin asintió.
—He conocido a jefes de banda así.
—¿Y cómo sobreviviste cuando repararon en ti?
—Procurando no llamar la atención. Arrastrándome por el suelo cuando pasaban y sin darles nunca un motivo para desafiarme. Exactamente lo mismo que tú planeas hacer esta noche.
Elend asintió.
—Ten cuidado —dijo Vin—. No dejes que Straff piense que te estás burlando de él.
—Muy bien.
—Y no prometas demasiado. Actúa como si intentaras parecer duro. Deja que piense que te obliga a hacer lo que quieres: le gustará.
—Veo que tienes experiencia en esto.
—Demasiada —dijo Vin—. Pero ya lo has oído otras veces.
Elend asintió. Habían planeado aquel encuentro una y otra vez. Simplemente tenían que hacer lo que la banda les había enseñado. Que Straff piense que somos débiles, dar a entender que le entregaremos la ciudad… pero solo si nos ayuda contra Cett primero.
Elend había esperado, tal vez, que la falta de experiencia militar de su padre se tradujera en un ejército pobremente dirigido. Sin embargo, las tiendas estaban colocadas siguiendo un trazado cuidadoso y los soldados llevaban el uniforme bien cuidado. Vin se acercó a su ventana y observó con ojos ávidos, demostrando mucho más interés del que se habría atrevido a demostrar una noble imperial.
—Mira —señaló.
—¿Qué? —preguntó Elend, inclinándose.
—Un obligador.
Elend miró por encima del hombro de ella y divisó al antiguo sacerdote imperial, con la piel alrededor de sus ojos tatuada en una amplia pauta, dirigiendo a una fila de soldados ante una de las tiendas.
—Así que es eso. Está usando a obligadores para dirigir su ejército.
Vin se encogió de hombros.
—Tiene sentido. Ellos sabrán cómo manejar grandes grupos de gente.
—Y cómo abastecerlos —dijo Elend—. Sí, es una buena idea… pero no deja de ser sorprendente. Implica que todavía necesita a los obligadores… y que todavía está sujeto a la autoridad del lord Legislador. La mayoría de los otros reyes expulsaron a los obligadores en cuanto pudieron.
Vin frunció el ceño.
—¿No dijiste que a tu padre le gustaba el poder?
—Y así es. Pero también le gusta tener herramientas poderosas. Siempre tiene un kandra y una historia de asociaciones con alománticos peligrosos. Cree que puede controlarlos… y probablemente cree lo mismo de los obligadores.
El carruaje frenó y se detuvo ante una gran tienda. Straff Venture salió de ella unos momentos más tarde.
El padre de Elend siempre había sido un hombre corpulento, robusto y de porte imponente. La barba acentuaba esa imagen y efecto. Llevaba un traje ajustado y de buen corte, como los que había intentado que Elend llevara de niño. Había sido entonces cuando Elend había empezado a vestir con desaliño, los botones desabrochados, las chaquetas demasiado grandes: cualquier cosa que lo diferenciara de su padre.
El desafío de Elend nunca había dado frutos. Había molestado a Straff con pequeñas travesuras y actuado como un necio cuando sabía que podía librarse. Nada de todo aquello había supuesto ninguna diferencia.
No hasta aquella última noche. Luthadel en llamas, la rebelión skaa escapando al control, amenazando con derribar todo el imperio. Una noche de caos y destrucción, con Vin atrapada en algún lugar.
Entonces Elend se había enfrentado a Straff Venture.
No soy el mismo niño al que dabas órdenes, padre. Vin le dio un apretón en el brazo, y Elend bajó del carruaje cuando el cochero abrió la puerta. Straff esperaba en silencio, con una extraña expresión en el rostro cuando Elend extendió una mano para ayudar a bajar a Vin.
—Has venido —dijo Straff.
—Pareces sorprendido, padre.
Straff sacudió la cabeza.
—Veo que sigues siendo tan idiota como siempre, muchacho. Ahora estás en mi poder…, podría matarte con un gesto. —Alzó el brazo, como para hacerlo.
Ahora es el momento, pensó Elend, con el corazón desbocado.
—Siempre he estado en tu poder, padre. Podrías haberme matado hace meses, podrías haber tomado mi ciudad por puro capricho. No veo que el hecho de haber venido aquí cambie nada.
Straff vaciló.
—Hemos venido a cenar —dijo Elend—. Esperaba tener la oportunidad de que conocieras a Vin, y esperaba poder discutir ciertos… asuntos de particular importancia para ti.
Straff frunció el ceño.
Eso es, pensó Elend. Pregúntate si tengo alguna oferta que hacer. Sabes que el primero que descubra sus cartas pierde.
Straff no desaprovecharía la oportunidad de ganar, ni siquiera una oportunidad dudosa como la que Elend representaba. Probablemente calculaba que no había nada verdaderamente importante que Elend pudiera decir. Pero ¿cómo podía estar seguro? ¿Qué tenía que perder?
—Ve y confírmale a mi cocinero que seremos tres para cenar —le dijo Straff a un criado.
Elend dejó escapar un suspiro contenido.
—¿Esa muchacha es tu nacida de la bruma, entonces? —preguntó Straff.
Elend asintió.
—Bonita —dijo Straff—. Dile que deje de aplacar mis emociones.
Vin se ruborizó.
Straff indicó la tienda con un gesto. Elend guio a Vin, aunque ella miró por encima del hombro, pues no le gustaba la idea de darle la espalda a Straff.
Demasiado tarde para eso, pensó Elend.
El interior de la tienda era lo que Elend esperaba de su padre: repleta de cojines y muebles elegantes, muy pocos de los cuales Straff usaba. Amueblaba para dar impresión de poder. Como las enormes fortalezas de Luthadel, lo que rodeaba a un noble era una expresión de su importancia.
Vin esperó junto a Elend en silencio, tensa, en el centro de la sala.
—Es bueno —susurró—. He sido tan sutil como he podido y sin embargo ha advertido mi contacto.
Elend asintió.
—También es un ojo de estaño —dijo con voz normal—. Así que probablemente nos está escuchando.
Elend miró hacia la puerta. Straff entró al cabo de un momento, sin dar ninguna muestra de haber oído a Vin ni de lo contrario. Un grupo de sirvientes entró poco después, cargando con una gran mesa para cenar.
Vin inhaló profundamente. Los sirvientes eran skaa, skaa imperiales, según la vieja tradición. Vestían harapos y tenían moratones de una paliza reciente. Cumplían su tarea con la mirada gacha.
—¿Por qué la reacción, muchacha? —preguntó Straff—. Oh, claro. Eres skaa, ¿verdad? A pesar del bonito vestido. Elend es muy amable. Yo no te dejaría llevar algo así.
Ni ninguna otra cosa, implicaba su tono.
Vin dirigió una mirada a Straff, pero se acercó un poco más a Elend y lo agarró del brazo. Una vez más, las palabras de Straff eran solo una pose; Straff era cruel, pero solo si le servía de algo. Quería que Vin se sintiera incómoda.
Cosa que parecía estar consiguiendo. Elend frunció el ceño, bajó la cabeza y captó el atisbo de una leve sonrisa en sus labios.
Brisa me dijo que Vin es más sutil con la alomancia que la mayoría de los aplacadores, recordó. Mi padre es bueno, pero que detecte su contacto… Ella lo ha permitido, claro.
Elend miró a Straff, que golpeó a uno de los criados skaa cuando salía.
—Espero que ninguno sea pariente tuyo —le dijo a Vin—. No han sido muy diligentes últimamente. Puede que tenga que ejecutar a unos cuantos.
—Ya no soy skaa —dijo Vin en voz baja—. Soy noble.
Straff se echó a reír. Ya había descartado a Vin como amenaza. Sabía que era una nacida de la bruma, tenía que haber oído que era peligrosa, y, sin embargo, la consideraba débil y sin importancia.
Es buena en esto, pensó Elend, asombrado. Los criados empezaron a traer un festín impresionante, dadas las circunstancias. Mientras esperaban, Straff se volvió hacia un ayuda de cámara.
—Llama a Hoselle —ordenó—. Y dile que sea rápida.
Parece menos reservado de lo que recuerdo, pensó Elend. En los días del lord Legislador, un buen noble se mantenía serio y controlado en público, aunque muchos se dedicaran a extravagancias en privado. Bailaban y tenían una tranquila conversación cenando en un baile, por ejemplo, pero disfrutaban de las putas y se emborrachaban a altas horas de la noche.
—¿Por qué la barba, padre? —preguntó Elend—. La última vez que lo consulté, no estaban de moda.
—Yo impongo ahora la moda, muchacho —dijo Straff—. Siéntate.
Elend advirtió que Vin esperaba respetuosamente a que él se sentara antes de ocupar su lugar. Consiguió parecer ligeramente nerviosa: miraba a Straff a los ojos, pero siempre hacía un gesto instintivo, como si una parte de ella quisiera apartar la mirada.
—Ahora dime por qué estás aquí —dijo Straff.
—Creía que era obvio, padre. He venido a discutir sobre nuestra alianza.
Straff alzó una ceja.
—¿Alianza? Acabamos de reconocer ambos que tu vida es mía. No veo ninguna necesidad de aliarme contigo.
—Tal vez —dijo Elend—. Pero hay otros factores en juego. Supongo que no esperabas la llegada de Cett.
—Cett tiene muy poca importancia —respondió Straff, concentrándose en la cena: grandes trozos de carne poco hecha. Vin arrugó la nariz, aunque Elend no hubiese sabido decir si aquello formaba parte de su actuación o no.
Elend cortó su filete.
—Un hombre con un ejército casi tan grande como el tuyo no puede tener poca importancia, padre.
Straff se encogió de hombros.
—No será ningún problema para mí cuando tome las murallas de la ciudad. Me las entregarás como parte de nuestra alianza, supongo.
—¿E invitar a Cett a atacarnos? —dijo Elend—. Sí, tú y yo juntos podríamos con él, pero ¿por qué seguir a la defensiva? ¿Por qué dejar que debilite nuestras fortificaciones y, posiblemente, continúe con este asedio hasta que nuestros dos ejércitos pasen hambre? Tenemos que atacarlo, padre.
Straff hizo una mueca.
—¿Crees que necesito tu ayuda para hacerlo?
—La necesitas si quieres derrotarlo con cierta garantía de éxito —dijo Elend—. Podemos derrotarlo fácilmente juntos… pero nunca solos. Nos necesitamos mutuamente. Ataquemos, tú dirigiendo tu ejército, yo dirigiendo el mío.
—¿Por qué estás tan ansioso? —preguntó Straff, entornando los ojos.
—Porque quiero demostrar algo. Mira, los dos sabemos que vas a arrebatarme Luthadel. Pero si antes cabalgamos juntos contra Cett, parecerá que yo quería aliarme contigo desde el principio. Podré entregarte la ciudad sin parecer un completo bufón. Podré alegar que traje a mi padre para ayudarnos contra el ejército que sabía que venía. Te entrego la ciudad y vuelvo a convertirme en tu heredero. Ambos conseguimos lo que queremos. Pero solo después de que Cett haya muerto.
Straff vaciló. Elend veía que sus palabras estaban surtiendo efecto. Sí, pensó. Crees que soy el mismo muchacho que dejaste… excéntrico, ansioso por oponerse a ti por razones tontas. Y guardar las apariencias es muy típico de los Venture.
—No —dijo Straff.
Elend se sobresaltó.
—No —repitió Straff, volviendo a su comida—. No vamos a hacerlo así, muchacho. Yo decidiré cuándo ataco a Cett… si lo hago.
¡Esto tendría que haber funcionado!, pensó Elend. Estudió a Straff, tratando de juzgar qué iba mal. Su padre no parecía del todo decidido.
Necesito más información, pensó. Miró a Vin, que hacía girar algo entre los dedos. El tenedor. Lo miró a los ojos y dio un golpecito con el cubierto.
Metal, pensó Elend. Buena idea. Miró a Straff.
—Has venido por el atium —dijo—. No tienes que conquistar mi ciudad para conseguirlo.
Straff se inclinó hacia delante.
—¿Por qué no lo has gastado?
—Nada atrae más rápido a los tiburones que la sangre fresca, padre. Gastar grandes cantidades de atium solo indicaría con toda seguridad que lo tengo…, una mala idea, considerando lo mucho que nos costó acallar esos rumores.
Hubo un súbito movimiento en la puerta de la tienda y entró una joven azorada. Llevaba un vestido de baile rojo, y el pelo largo recogido en una larga trenza. Tendría unos quince años.
—Hoselle —dijo Straff, señalando la silla que tenía a su lado.
La muchacha asintió, obediente, y corrió a sentarse junto a Straff. Iba muy maquillada y el vestido era escotado. Elend tuvo pocas dudas sobre su relación con Straff.
Straff sonrió y masticó su comida, tranquilo, con modales de caballero. La muchacha se parecía un poco a Vin: el mismo rostro almendrado, el mismo cabello oscuro, los mismos finos rasgos y la delgada constitución. Era una declaración. Tengo una como la tuya, solo que más joven y más bonita. Aparentando otra vez.
Fue ese momento, aquella chispa en los ojos de Straff, lo que le recordó a Elend por qué más que nada odiaba a su padre.
—Tal vez podamos hacer un trato, muchacho. Entrégame el atium, y yo me encargaré de Cett.
—Traértelo llevará tiempo —dijo Elend.
—¿Por qué? El atium no es pesado.
—Hay mucho.
—No tanto para no poder meterlo en una carreta y enviármelo —dijo Straff.
—Es más complicado que eso.
—No creo que lo sea —dijo Straff, sonriendo—. Es que no quieres dármelo.
Elend frunció el ceño.
—No lo tenemos —susurró Vin.
Straff se volvió.
—No lo hemos encontrado —dijo ella—. Kelsier derrocó al lord Legislador para poder conseguir ese atium. Pero nunca pudimos averiguar dónde estaba el metal. Probablemente ni siquiera estaba en la ciudad.
No me esperaba esto…, pensó Elend. Naturalmente, Vin tendía a hacer las cosas por instinto, como decían que hacía Kelsier. Toda la planificación del mundo podía irse al traste estando Vin cerca… pero normalmente lo hacía mejor.
Straff permaneció en silencio un momento. Parecía creer a Vin.
—Así que en realidad no tienes nada que ofrecerme.
Tengo que hacerme el débil, recordó Elend. Necesito que piense que puede tomar la ciudad cuando quiera, pero también que no merece la pena hacerlo ahora. Empezó a dar golpecitos en la mesa con el índice, tratando de parecer nervioso. Si Straff piensa que no tenemos el atium… entonces será mucho menos probable que se arriesgue a atacar la ciudad. Menos ganancia. Por eso lo ha dicho Vin.
—Vin no sabe de qué habla —dijo Elend—. He escondido el atium, incluso de ella. Estoy seguro de que podemos acordar algo, padre.
—No —dijo Straff, y ahora parecía divertido—. Es verdad que no lo tienes. Zane dijo…, pero, bueno, no creí…
Straff sacudió la cabeza, volviéndose hacia su comida. La muchacha que tenía al lado no comió; permaneció callada, como el adorno que se suponía que era. Straff dio un largo sorbo de vino y dejó escapar un suspiro de satisfacción. Miró a su niña amante.
—Déjanos —dijo.
Ella inmediatamente hizo lo que le ordenaban.
—Tú también —le dijo a Vin.
Vin se envaró un poco. Miró a Elend.
—No pasa nada —dijo él, lentamente.
Ella vaciló antes de asentir. Straff suponía poco peligro para Elend, y ella era una nacida de la bruma. Si algo salía mal, llegaría a Elend rápidamente. Y, si se marchaba, conseguirían lo que querían: que Elend pareciera menos poderoso. Así estaría en mejor situación para negociar con Straff. O eso esperaban.
—Esperaré fuera —dijo Vin en voz baja, retirándose.