Mis súplicas, mis enseñanzas, mis objeciones, ni siquiera mis traiciones surtieron efecto. Alendi tiene ahora otros consejeros que le dicen lo que quiere oír.

52

Brisa hacía cuanto podía para fingir que no se encontraba en medio de una guerra. No lo conseguía.

Montado a caballo, estaba en el borde del patio de la Puerta de Cinc. Los soldados se mantenían en formación ante las puertas, ruidosos y sudorosos, esperando sin dejar de mirar a sus compañeros de la muralla.

Las puertas resonaban. Brisa dio un respingo, pero continuó aplacando.

—Sed fuertes —susurró—. El miedo, la incertidumbre… no existen. La muerte puede atravesar esas puertas, pero podéis combatirla. Podéis ganar. Sed fuertes.

El latón ardía como una hoguera en su estómago. Hacía un buen rato que había agotado el contenido de sus frascos, y había tenido que acabar tomando puñados de polvo de latón y tragos de agua, que no le faltaban gracias a los mensajeros montados de Dockson.

¿Cuánto puede durar esto?, pensó, secándose la frente, sin dejar de aplacar. La alomancia era, por fortuna, poco exigente con el cuerpo: el poder alomántico procedía del interior de los metales mismos, no de quien los quemaba. Sin embargo, aplacar era mucho más complejo que otras habilidades alománticas y exigía una atención constante.

—Miedo, terror, ansiedad… —susurró—. El deseo de correr o rendirse. Lo retiro de vosotros…

No era necesario hablar, naturalmente, pero siempre había sido así: le ayudaba a mantenerse concentrado.

Pasados unos minutos consultó el reloj, volvió grupas y trotó hasta el otro lado del patio. Las puertas continuaron resonando y Brisa volvió a secarse la frente. Advirtió, con insatisfacción, que su pañuelo estaba demasiado empapado ya para servir de nada. Además, empezaba a nevar. La humedad haría que la ceniza se le pegara a la ropa y el traje se le estropearía completamente.

Es tu sangre la que estropeará este traje, Brisa, se dijo. El momento de las tonterías ya ha pasado. Esto es serio. Demasiado serio. ¿Cómo has acabado en esta situación?

Redobló sus esfuerzos, aplacando a un nuevo grupo de soldados. Brisa era uno de los alománticos más poderosos del Imperio Final, sobre todo cuando se trataba de alomancia emocional. Podía aplacar a cientos de hombres a la vez, suponiendo que estuvieran lo bastante cerca entre sí, y suponiendo que se concentrara en emociones sencillas. Ni siquiera Kelsier había conseguido manejar tales cifras.

Sin embargo, todo un ejército de soldados estaba por encima incluso de sus capacidades y tenía que actuar sobre ellos por secciones. Cuando empezó a trabajar en el nuevo grupo, vio que los que había dejado empezaban a agitarse, cediendo a la ansiedad.

Cuando esas puertas revienten, estos hombres van a echar a correr.

Las puertas resonaron. Los hombres de las murallas lanzaban piedras, disparaban flechas, luchaban con una frenética falta de disciplina. De vez en cuando un oficial se abría paso entre ellos, gritando órdenes, tratando de coordinar sus esfuerzos, pero Brisa estaba demasiado lejos para entender lo que decían. Solo veía el caos de hombres moviéndose, gritando y disparando.

Y, naturalmente, veía el contraataque. Algunas de las rocas que volaban desde abajo chocaban contra las almenas. Brisa trató de no pensar en lo que había al otro lado de la muralla, en los miles de bestiales koloss enfurecidos. De vez en cuando un soldado caía. La sangre manaba al patio desde varios puntos de los baluartes.

—Miedo, ansiedad, terror… —susurró Brisa.

Allrianne había escapado. Vin, Elend y Fantasma estaban a salvo. Tenía que continuar concentrándose en esos éxitos. Gracias, Sazed, por convencernos de que se marcharan, pensó.

Sonaron cascos tras él. Brisa continuó aplacando, pero se volvió para ver cómo se acercaba Clubs a caballo. El general montaba erguido, mirando a los soldados con un ojo abierto, el otro perpetuamente cerrado.

—Lo están haciendo bien —dijo.

—Mi querido amigo, están aterrorizados. Incluso los que tengo aplacados miran esas puertas como si fueran una especie de terrible vacío dispuesto a tragárselos.

Clubs miró a Brisa.

—Estamos poéticos hoy, ¿no?

—La muerte inminente tiene ese efecto sobre mí —dijo Brisa mientras las puertas se estremecían—. Sea como sea, dudo que lo estén haciendo «bien».

Clubs rezongó.

—Los hombres siempre se ponen nerviosos antes de un combate. Pero son buenos chicos. Aguantarán.

Las puertas se estremecieron y temblaron, y empezaron a astillarse por los bordes.

Esas bisagras están cediendo, pensó Brisa.

—¿No podrías aplacar a esos koloss? —preguntó Clubs—. Hacerlos menos feroces.

Brisa negó con la cabeza.

—Intentar aplacar a esas bestias es inútil. Lo he probado.

Volvieron a guardar silencio, escuchando el retumbar de las puertas. Al cabo de un rato, Brisa miró a Clubs, que continuaba a lomos de su caballo, imperturbable.

—Has combatido antes —dijo Brisa—. ¿Cuántas veces?

—De manera intermitente durante casi veinte años, cuando era más joven. Sofocando rebeliones en las dominaciones lejanas, luchando contra los nómadas de las tierras yermas. El lord Legislador era muy bueno aplastando esos conflictos.

—¿Y… cómo te iba? ¿Solías vencer?

—Siempre.

Brisa sonrió levemente.

—Por supuesto, éramos nosotros los que teníamos a los koloss de nuestra parte —dijo Clubs, mirando a Brisa—. Son difíciles de matar, esas bestias.

Magnífico, pensó Brisa.

Vin corría.

Solo había recurrido de esa forma al peltre una vez, con Kelsier, dos años antes. Cuando se quemaba peltre a ritmo constante, se podía correr a una velocidad increíble, como el corredor en el esfuerzo de aceleración final, sin cansarse jamás.

Sin embargo, el proceso afectaba al cuerpo. El peltre la mantenía en marcha, pero también embotaba su fatiga natural. Ambas cosas hacían que la mente se le nublara y se sumiera en un estado parecido al trance. Su mente quería descansar, pero su cuerpo seguía corriendo, y corriendo, y corriendo por la orilla del canal hacia el sur. Hacia Luthadel.

Vin estaba preparada para los efectos de recurrir al peltre de esa forma. Combatió el trance manteniendo su mente concentrada en el objetivo y no en los movimientos repetitivos de su cuerpo. Sin embargo, esa concentración la hizo tener pensamientos inquietantes.

¿Por qué estoy haciendo esto?, se preguntó. ¿Por qué me esfuerzo tanto? Fantasma lo ha dicho: Luthadel tiene que haber caído ya. No hay ninguna necesidad de correr tanto.

Y, sin embargo, corría.

Vio en su mente imágenes de muerte. Ham, Brisa, Dockson, Clubs y el querido, querido Sazed. Los primeros amigos de verdad que había conocido jamás. Amaba a Elend y bendecía a los demás por haberlo apartado del peligro. Sin embargo, estaba furiosa por eso mismo. Esa furia la guiaba.

Me dejaron abandonarlos. ¡Me obligaron a abandonarlos!

Kelsier se había pasado meses enseñándola a confiar. Sus últimas palabras dirigidas a ella en vida habían sido acusadoras, palabras de las que ella no había podido escapar. Todavía tienes mucho que aprender de la amistad, Vin.

Él había decidido arriesgar su vida para rescatar a Fantasma y OreSeur, luchando contra un inquisidor de Acero al que acabó matando. Lo había hecho a pesar de las protestas de Vin de que el riesgo era absurdo.

Ella estaba equivocada.

¡Cómo se atreven!, pensó, sintiendo las lágrimas en las mejillas mientras corría por el sendero junto al canal. El peltre le proporcionaba un equilibrio inhumano y la velocidad (que podría haber sido peligrosa para cualquiera) para ella era natural. No resbalaba ni tropezaba, aunque cualquiera hubiese considerado su ritmo temerario.

Los árboles pasaban zumbando. Vin saltaba charcos y hoyos del terreno. Corría como solo se había atrevido a hacerlo una vez, y se esforzaba aún más que aquel día. Entonces había corrido simplemente por seguir el ritmo de Kelsier. Ahora lo hacía por aquellos a quienes amaba.

¡Cómo se atreven!, pensó de nuevo. ¡Cómo se atreven a no darme la misma oportunidad que tuvo Kelsier! ¡Cómo se atreven a rechazar mi protección, mi ayuda! Cómo se atreven

El peltre se le estaba agotando y solo llevaba corriendo unas horas. Cierto, probablemente había cubierto un día entero de caminata en ese tiempo. Sin embargo, sabía que no sería suficiente. Ya estaban muertos. Iba a llegar demasiado tarde, igual que cuando había corrido de aquella forma años antes. Demasiado tarde para salvar a su ejército. Demasiado tarde para salvar a sus amigos.

Vin continuó corriendo. Y continuó llorando.

—¿Cómo hemos llegado a esto, Clubs? —preguntó tranquilamente Brisa, todavía a caballo en el patio ante la puerta que retumbaba, rodeado de una sucia mezcla de nieve y ceniza. Los suaves copos blancos y negros parecían negar los gritos de los hombres, la puerta que se quebraba y las rocas que caían.

Clubs lo miró, frunciendo el ceño. Brisa contempló la ceniza y la nieve. Blanca y negra. Perezosas.

—No somos hombres de principios —comentó Brisa—. Somos ladrones. Cínicos. Tú, un hombre cansado de obedecer los caprichos del lord Legislador, y decidido a tomar la iniciativa por una vez. Yo, un hombre de moral dudosa a quien le encanta jugar con los demás, hacer de sus emociones mi juego. ¿Cómo hemos acabado aquí, a la cabeza de un ejército, luchando por la causa de un idealista? Hombres como nosotros no deberían ser líderes.

Clubs observó a los soldados del patio.

—Supongo que somos idiotas —dijo por fin.

Brisa vaciló, y luego advirtió el brillo en los ojos de Clubs: esa chispa de humor, la chispa que era difícil de reconocer a menos que uno lo conociera muy bien. Esa chispa no mentía, demostraba que Clubs era un hombre de penetrante inteligencia.

Brisa sonrió.

—Supongo que así es. Como decíamos antes, es culpa de Kelsier. Nos convirtió en idiotas capaces de ponerse al frente de un ejército condenado.

—Ese hijo de puta —dijo Clubs.

—En efecto —convino Brisa.

La ceniza y la nieve continuaron cayendo. Los hombres gritaron alarmados.

Y las puertas se abrieron de golpe.

—¡Han derribado la puerta oriental, maese terrisano! —dijo el mensajero de Dockson, jadeando, inclinándose ante Sazed. Ambos se encontraban tras el parapeto de la muralla, escuchando a los koloss golpear su propia puerta. La que había caído tenía que ser la Puerta de Cinc, la que se hallaba en la zona más oriental de Luthadel.

—La Puerta de Cinc es la mejor defendida —dijo Sazed tranquilamente—. Creo que podrán aguantar.

El mensajero asintió. La ceniza revoloteó por encima del parapeto, acumulándose en las grietas y huecos de la piedra, los copos negros adulterados por el ocasional trocito de nieve blanca como el hueso.

—¿Hay algo que desees que le transmita a lord Dockson? —preguntó el mensajero.

Sazed contempló las defensas de su muralla. Había bajado de la torre de vigilancia para unirse a las filas de hombres. Los soldados se habían quedado sin piedras, aunque los arqueros seguían disparando. Se asomó y vio los cadáveres de koloss acumulados. Sin embargo, también vio la puerta astillada. Es sorprendente que puedan seguir iracundos tanto tiempo, pensó, echándose hacia atrás. Las criaturas continuaban aullando y gritando como perros salvajes.

Se sentó en la piedra húmeda, tiritando, con los dedos de los pies cada vez más entumecidos. Decantó su mentelatón, extrayendo el calor que había acumulado en ella, y su cuerpo se inundó de pronto de una agradable sensación de calidez.

—Dile a lord Dockson que temo por las defensas de esta puerta —dijo Sazed—. Los mejores hombres han sido enviados a las puertas orientales, y tengo poca confianza en nuestro líder. Si lord Dockson pudiera enviar a alguien para que se ponga al mando, sería lo mejor.

El mensajero vaciló.

—¿Qué? —preguntó Sazed.

—¿No te envió a ti para eso, maese terrisano?

Sazed frunció el ceño.

—Por favor, dile que tengo aún menos confianza en mis propias habilidades de liderazgo… o de combate, que en las de nuestro comandante.

El mensajero asintió y bajó corriendo los escalones hacia su caballo. Sazed dio un respingo cuando una roca golpeó la muralla justo encima de donde se encontraba. Las lascas volaron sobre la almena, dispersándose por el baluarte. Por los Dioses Olvidados…, pensó, retorciéndose las manos, ¿qué estoy haciendo aquí?

Advirtió movimiento en la muralla, y al volverse vio al joven capitán Bedes que se le acercaba, cuidando de mantener la cabeza gacha. Alto, de pelo hirsuto, era flaco incluso con la armadura. Los salones de baile parecían más apropiados para aquel joven que dirigir soldados en la batalla.

—¿Qué ha dicho el mensajero? —preguntó nervioso.

—La Puerta de Cinc ha caído, mi señor —respondió Sazed.

El joven capitán palideció.

—¿Qué… qué debemos hacer?

—¿Por qué me lo preguntas, mi señor? Tú estás al mando.

—Por favor —dijo el hombre, agarrando a Sazed por el brazo—. Yo no…

—Mi señor —respondió Sazed con severidad, controlando su propio nerviosismo—. Tú eres noble, ¿no es así?

—Sí…

—Entonces estás acostumbrado a dar órdenes. Dalas ahora.

—¿Qué órdenes?

—No importa. Que los hombres vean que estás al mando.

El joven vaciló, luego dejó escapar un grito y se agachó cuando una roca alcanzó en el hombro a uno de los arqueros cercanos y lo arrastró al patio. Los hombres de abajo se apartaron del cadáver, y Sazed advirtió algo extraño. Un grupo de personas se había congregado al fondo del patio. Civiles… skaa con la ropa cenicienta.

—¿Qué están haciendo aquí? —preguntó—. ¡Deberían estar ocultos, no esperando aquí para tentar a los koloss cuando las criaturas se abran paso!

—¿Cuando se abran paso? —preguntó el capitán Bedes.

Sazed ignoró al hombre. Podía ocuparse de los civiles. Estaba acostumbrado a estar al mando de los criados.

—Iré a hablar con ellos.

—Sí… —dijo Bedes—. Parece buena idea.

Sazed bajó las escaleras, que estaban resbaladizas y húmedas por la nieve caída, y se acercó al grupo. Era mucho más numeroso de lo que había supuesto: se extendía hasta la calle del fondo. Un centenar de personas permanecían apiñadas mirando las puertas, bajo la nieve, soportando el frío, y Sazed se sintió un poco culpable por el calor que le proporcionaba su mentelatón.

Varios skaa inclinaron la cabeza cuando Sazed se acercó.

—¿Por qué estáis aquí? —preguntó él—. Por favor, debéis buscar refugio. Si vuestros hogares están cerca del patio, id a ocultaros en el centro de la ciudad. Es probable que los koloss empiecen a saquear en cuanto acaben con el ejército, así que el extrarradio de la ciudad es la zona más peligrosa.

Ninguno se movió.

—¡Por favor! Tenéis que iros. ¡Si os quedáis, moriréis!

—No estamos aquí para morir, Sagrado Primer Testigo —dijo un anciano situado en primera fila—. Estamos aquí para ver caer a los koloss.

—¿Caer?

—La Dama Heredera nos protegerá —dijo otra mujer.

—¡La Dama Heredera se ha marchado de la ciudad! —dijo Sazed.

—Entonces te veremos a ti, Sagrado Primer Testigo —respondió el hombre, apoyando una mano en el hombro de un muchacho.

—¿Sagrado Primer Testigo? ¿Por qué me llamas de esa forma?

—Eres quien trajo la noticia de la muerte del lord Legislador. Le diste a la Dama Heredera la lanza que usó para matar a nuestro señor. Fuiste testigo de sus actos.

Sazed sacudió la cabeza.

—Puede que eso sea cierto, pero no soy digno de adoración. No soy un hombre santo, solo soy un…

—Un testigo —dijo el anciano—. Si la Heredera va a unirse a esta batalla, aparecerá cerca de ti.

—Yo… lo siento… —dijo Sazed, ruborizándose. Hice que se marchara. Envié a vuestro dios a lugar seguro.

La gente lo miraba con ojos reverentes. Era un error: no debían adorarlo. Él no era más que un observador.

Pero no lo era. Se había convertido en parte de todo aquello. Era tal como Tindwyl le había advertido. Había participado en los acontecimientos y se había convertido él mismo en objeto de adoración.

—No deberíais mirarme así —dijo.

—La Dama Heredera dice lo mismo —contestó el anciano, sonriendo; su aliento se condensó en el aire frío.

—Eso es diferente. Ella es…

Sazed se interrumpió y se dio la vuelta al escuchar gritos tras él. Los arqueros de la muralla daban la alarma, y el joven capitán Bedes corría hacia ellos. ¿Qué es…?

Una bestial criatura azul se encaramó de pronto a la muralla, con la piel agrietada de la que goteaba sangre escarlata. Empujó a un lado a un sorprendido arquero y luego agarró al capitán Bedes por el cuello y lo lanzó hacia atrás. El muchacho desapareció y cayó entre los koloss de abajo. Sazed oyó los gritos incluso desde la distancia. Un segundo koloss subió a la muralla, y luego un tercero. Los arqueros retrocedieron asustados, soltando sus armas, algunos empujando a otros de las almenas en su precipitación.

Los koloss están saltando, advirtió Sazed. Abajo deben de haberse amontonado suficientes cadáveres. Y, sin embargo, para saltar tan alto…

Más y más criaturas se encaramaban a la muralla. Eran los monstruos más grandes, los de más de tres metros, lo que les permitía apartar más fácilmente a los arqueros. Los hombres cayeron al patio, y los golpes en la puerta se duplicaron.

—¡Marchaos! —dijo Sazed, señalando a la gente que tenía detrás. Algunos retrocedieron. Muchos permanecieron donde estaban.

Sazed se volvió desesperado hacia las puertas. Las estructuras de metal empezaban a combarse y volaban astillas en el aire cargado de nieve y ceniza. Los soldados retrocedieron, asustados. Finalmente, con un chasquido, la barra se rompió y la puerta derecha se abrió de golpe. Una masa aullante y ensangrentada de koloss empezó a desplegarse por las piedras húmedas.

Los soldados soltaron las armas y echaron a correr. Algunos se quedaron petrificados de terror. Sazed se quedó atrás, entre los soldados horrorizados y la masa de skaa.

No soy un soldado, pensó. Le temblaban las manos mientras miraba a los monstruos. Ya le había resultado bastante difícil mantener la calma en su campamento. Al verlos gritar, enarbolando las enormes espadas, con la piel agrietada y ensangrentada, cayendo sobre los soldados humanos, Sazed sintió que su valor empezaba a flaquear.

Pero si yo no hago algo, no lo hará nadie.

Decantó peltre.

Sus músculos crecieron. Bebió profundamente de su menteacero mientras echaba a correr, tomando más fuerza que nunca. Se había pasado años almacenándola, sin haber tenido apenas ocasión de usarla, y recurrió a esa reserva.

Su cuerpo cambió, sus débiles brazos de estudioso se convirtieron en miembros enormes y abultados. Su pecho se ensanchó mucho y sus músculos se llenaron de poder. Los días que había pasado siendo frágil y débil se concentraron en este momento. Se abrió paso entre las filas de soldados, quitándose la túnica, que ya le apretaba demasiado, hasta quedar solo con un minúsculo taparrabos.

El jefe koloss se volvió y se encontró ante una criatura casi de su tamaño. A pesar de su furia, a pesar de su inhumanidad, la bestia se quedó quieta mientras la sorpresa asomaba en sus ojillos rojos.

Sazed golpeó al monstruo. No había practicado para la guerra, y no sabía casi nada de combatir. Sin embargo, en ese momento, su falta de habilidad no importó. El rostro de la criatura se plegó en torno a su puño y su cráneo crujió.

Sazed se volvió a mirar a los sorprendidos soldados. ¡Di algo valiente!, pensó.

—¡Luchad! —gritó, sorprendido por la súbita gravedad y la potencia de su voz.

Y, sorprendentemente, los hombres obedecieron.

Vin cayó de rodillas, agotada, en el camino embarrado y cubierto de ceniza. Sus rodillas golpearon la fría tierra, pero no le importó. Simplemente permaneció arrodillada, jadeando. No podía seguir corriendo. El peltre se le había agotado. Los pulmones le ardían y le dolían las piernas. Tosía. Quiso echarse y encogerse.

No es más que el sobreesfuerzo del peltre, pensó, aturdida. Había forzado su cuerpo, pero no había tenido que pagarlo hasta entonces.

Tosió un poco más, gimiendo, y luego se metió una mano mojada en el bolsillo y sacó sus dos últimos frasquitos. Contenían una mezcla de los ocho metales básicos, además de duralumín. El peltre le permitiría continuar un poquito más…

Pero no lo suficiente. Aún estaba a horas de distancia de Luthadel. Incluso con peltre, no llegaría hasta mucho después del ocaso. Suspiró, guardando los frascos, y se obligó a ponerse en pie.

¿Qué haré si llego?, pensó Vin. ¿Por qué me esfuerzo tanto? ¿Tan ansiosa estoy por volver a luchar? ¿Por matar?

Sabía que no llegaría a tiempo para la batalla. De hecho, los koloss probablemente habrían atacado hacía días. De todas formas, eso la preocupaba. Seguían asaltándola espantosas imágenes de su ataque a la fortaleza de Cett. De las cosas que había hecho. De la muerte que había causado.

Y, sin embargo, en aquel momento sentía algo diferente. Había aceptado su papel de cuchillo. Pero ¿qué era un cuchillo sino una herramienta? Podía ser usado para el bien o para el mal; podía matar o podía proteger.

Ese planteamiento era absurdo, considerando lo débil que se sentía. Le costó trabajo impedir que las piernas le temblaran mientras avivaba estaño y se despejaba. Se hallaba en el camino imperial, una carretera empapada y llena de baches que parecía extenderse eternamente bajo la nieve. Corría directamente junto al canal imperial, que era un corte serpentino en la tierra, ancho pero vacío.

Antes, con Elend, ese camino le había parecido luminoso y nuevo. Ahora se le antojaba oscuro y deprimente. El Pozo resonaba, sus pulsos se hacían más poderosos con cada paso que daba de regreso a Luthadel. Sin embargo, no volvía lo bastante rápido. No para impedir que los koloss tomaran la ciudad.

No para sus amigos.

Lo siento… pensó. Los dientes le castañeteaban mientras se arrebujaba en su capa, porque el peltre ya no la protegía del frío. Lamento mucho haberos fallado.

Vio una columna de humo en la distancia. Miró al este, luego al oeste, pero no detectó gran cosa. El llano paisaje estaba cubierto de nieve cenicienta.

Una aldea, pensó, todavía aturdida. Una de las muchas de la zona. Luthadel era con diferencia la población más numerosa del pequeño dominio, pero había otras. Elend no había podido librarlas a todas por completo del bandidaje, pero les había ido mejor que a otras ciudades de otras zonas del Imperio Final.

Vin avanzó a trompicones hacia la aldea pisando negros charcos de barro. Tras unos quince minutos de caminata, se desvió del camino principal por una trocha que llevaba hasta la aldea. Era pequeña incluso para ser skaa. Apenas unas cuantas chozas y un par de estructuras más bonitas.

No es una plantación, pensó. Esto fue en tiempos una aldea de paso, un lugar para que los nobles pasaran la noche. La pequeña mansión, que antes habría sido de un noble menor, estaba a oscuras. En dos de las chozas skaa, sin embargo, la luz asomaba por las rendijas. El mal tiempo debía de haber convencido a la gente para volver temprano del trabajo.

Vin se estremeció y se acercó a uno de los edificios. Sus oídos ampliados por el estaño captaron sonidos de charla en el interior. Se detuvo a escuchar. Unos niños reían y los hombres hablaban con placer. Olió lo que debía de ser el primer plato de la cena… una simple sopa de verduras.

Skaa… riendo, pensó. Una choza como esta antes habría sido un lugar de miedo y pesar durante los días del lord Legislador. Los skaa felices eran considerados skaa que no trabajaban lo suficiente. Hemos conseguido algo. Todo esto ha servido para algo.

Pero ¿merecía la pena la muerte de sus amigos? ¿La caída de Luthadel? Sin la protección de Elend, incluso esa pequeña aldea sería pronto tomada por un tirano u otro.

Se regocijó con las risas. Kelsier no se había rendido. Se había enfrentado al propio lord Legislador, y sus últimas palabras habían sido de desafío. Incluso aunque sus planes hubieran parecido desesperados y su cadáver yaciera en la calle, había vencido.

Me niego a rendirme, pensó Vin, irguiéndose. Me niego a aceptar su muerte hasta que abrace sus cadáveres.

Alzó una mano y llamó a la puerta. Inmediatamente los sonidos del interior cesaron. Vin apagó su estaño cuando la puerta se abrió. Los skaa, sobre todo los skaa de campo, eran tímidos. Probablemente tuviera que…

—¡Oh, pobrecilla! —exclamó la mujer, abriendo de par en par la puerta—. Ven a guarecerte de esa nieve. ¿Qué estás haciendo ahí a la intemperie?

Vin vaciló. La mujer vestía de manera sencilla, pero su ropa era adecuada para combatir el frío del invierno. La hoguera del centro de la habitación daba un calor agradable.

—Dime, criatura —insistió la mujer. Tras ella, un hombre barbudo y fornido se levantó para colocarle una mano en el hombro y estudiar a Vin.

—Peltre —dijo Vin en voz baja—. Necesito peltre.

La pareja se miró, frunciendo el ceño. Probablemente pensaban que estaba loca. Después de todo, ¿qué aspecto debía de tener, con la ropa mojada y llena de ceniza? Vestía ropa sencilla de montar: pantalones y una capa corriente.

—¿Por qué no pasas, hija? —sugirió el hombre—. Come algo. Luego podemos hablar de dónde vienes. ¿Dónde están tus padres?

¡Lord Legislador!, pensó Vin, molesta. ¿Tan joven parezco?

Aplacó a la pareja, suprimiendo su preocupación y su recelo. Luego avivó su disposición a ayudarla. No era tan buena como Brisa, pero tampoco carecía de práctica. La pareja se relajó de inmediato.

—No tengo mucho tiempo —dijo—. Necesito peltre.

—El señor tenía una buena cubertería en su casa —dijo el hombre lentamente—. Pero la cambiamos casi toda por ropa y aperos de labranza. Creo que quedan un par de copas. Maese Cled, nuestro jefe, las tiene en la otra choza…

—Eso podría valer —dijo Vin. Aunque el metal probablemente no estará mezclado al porcentaje alomántico preciso. Tendría quizá demasiada plata o no el suficiente estaño, lo que haría el peltre menos efectivo.

La pareja frunció el ceño y se volvió a mirar a los otros ocupantes de la choza.

Vin sintió que la desesperación volvía a adueñarse de ella. ¿En qué estaba pensando? Aunque la aleación de peltre fuera la adecuada, necesitaría tiempo para cortarlo y producir lo suficiente para usarlo corriendo. El peltre ardía relativamente rápido. Necesitaría mucho. Prepararlo llevaría casi el mismo tiempo que ir caminando hasta Luthadel.

Se volvió y miró al sur, al cielo oscuro y nevado. Incluso con peltre tardaría horas en llegar corriendo. Lo que realmente necesitaba era un camino de clavos…, un sendero marcado por clavos en el suelo contra los que los alománticos podían impulsarse al aire una y otra vez. Había viajado una vez por un camino así, de Luthadel a Fellise: un viaje en carruaje de una hora en menos de diez minutos.

Pero no había caminos de clavos desde esa aldea hasta Luthadel, ni siquiera los había a lo largo de las principales rutas del canal. Eran demasiado difíciles de trazar, su utilidad, demasiado restringida para molestarse en tenderlos para recorrer largas distancias.

Vin se volvió y la pareja de skaa dio un respingo. Tal vez habían visto las dagas que llevaba al cinto o tal vez fuera por la expresión de sus ojos, pero ya no parecían tan amistosos.

—¿Eso es un establo? —preguntó Vin, indicando con la cabeza uno de los edificios a oscuras.

—Sí —respondió el hombre, vacilante—. Pero no tenemos caballos. Solo un par de cabras y vacas. Seguro que no quieres…

—Herraduras —dijo Vin.

El hombre frunció el ceño.

—Necesito herraduras. Un montón.

—Sígueme —dijo el hombre, respondiendo a su aplacamiento. Ella lo siguió a la fría tarde. Los demás los acompañaron, y Vin advirtió que un par de hombres llevaban porra. Tal vez no era solo la protección de Elend lo que había permitido a esa gente vivir sin ser molestada.

El hombretón descargó su peso contra la puerta del establo, empujándola hacia un lado. Señaló un barril que había dentro.

—Se estaban oxidando de todas formas.

Vin se acercó al barril y sacó una herradura, probando su peso. Luego la lanzó ante sí y la empujó con una sólida llamarada de acero. Salió despedida por los aires hasta que cayó en un charco a unos metros de distancia.

Perfecto, pensó.

Los skaa la estaban mirando. Vin buscó en el bolsillo y sacó uno de los frascos de metal, apuró su contenido y restauró su peltre. No le quedaba mucho para lo que el peltre era, pero tenía bastante acero y hierro. Ambos ardían despacio. Podría empujar y tirar de los metales durante horas todavía.

—Preparad vuestra aldea —dijo, quemando peltre, y luego tomó diez herraduras—. Luthadel está siendo asediada… Puede que haya caído ya. Si os enteráis de que así ha sido, os sugiero que os trasladéis a Terris con los vuestros. Seguid el canal imperial directamente hasta el norte.

—¿Quién eres? —preguntó el hombre.

—Nadie importante.

Él vaciló.

—Eres «ella», ¿verdad?

Vin no tuvo que preguntar a qué se refería. Simplemente dejó caer una herradura al suelo.

—Sí —dijo en voz baja, y empujó la herradura.

Inmediatamente, dio un brinco. Mientras caía, soltó otra herradura. Sin embargo, esperó hasta estar cerca del suelo para empujarse contra esta: necesitaba avanzar, no ir hacia arriba.

Había hecho aquello antes. Se parecía bastante a usar monedas para saltar. El truco estaba en seguir avanzando. Mientras empujaba la segunda herradura, impulsándose de nuevo al aire nevado, tiró de la primera, que quedaba atrás.

La herradura no estaba unida a nada, así que voló hacia ella salvando la distancia mientras Vin lanzaba al suelo una tercera herradura. Soltó la primera, y su impulso la llevó por el aire por encima de su cabeza. Cayó al suelo cuando ella se empujaba contra la tercera herradura y tiraba de la segunda, que ahora había quedado muy atrás.

Esto va a ser difícil, pensó concentrada mientras pasaba por encima de la primera herradura y se empujaba contra ella. Sin embargo, no calculó bien el ángulo y cayó demasiado lejos. La herradura salió disparada tras ella y no le dio suficiente impulso vertical para mantenerse en el aire. Golpeó con fuerza el suelo, pero inmediatamente tiró de la herradura hacia sí y lo intentó de nuevo.

Los primeros intentos fueron torpes. El mayor problema era encontrar el ángulo. Tenía que golpear la herradura de forma adecuada, dándole suficiente fuerza hacia abajo para mantenerla en el suelo, pero el suficiente impulso hacia delante para seguir avanzando en la dirección adecuada. Tuvo que aterrizar frecuentemente durante la primera hora, para recoger las herraduras. Sin embargo, no tenía tiempo para hacer muchos experimentos, y estaba decidida a hacerlo.

Al cabo de un rato tenía tres herraduras funcionando bastante bien: le ayudaba que el suelo estuviera húmedo y que su peso hundiera las herraduras en el barro, lo que le daba más agarre para avanzar. Pronto pudo añadir una cuarta herradura. Cuanto más frecuentemente empujaba y más herraduras tenía para impulsarse, más rápido iba.

Una hora después de salir de la aldea, añadió una quinta herradura. El resultado fue un continuo fluir de oscilantes fragmentos metálicos. Vin tiraba, luego empujaba, después tiraba, luego empujaba, moviéndose con continuo tesón, lanzándose por los aires.

El suelo corría bajo ella y las herraduras volaban por el aire sobre su cabeza. El viento se convirtió en un rugido mientras se empujaba más y más rápido, hacia el sur. Era un borrón de metal y movimiento… como lo había sido Kelsier, casi al final, cuando mató al inquisidor.

Excepto que su metal no pretendía matar, sino salvar. Puede que no llegue a tiempo, pensó mientras el aire silbaba a su alrededor. Pero no voy a rendirme a mitad de camino.