Tal vez ellos tengan razón. Tal vez estoy loco, o soy celoso, o un simple necio. Me llamo Kwaan. Filósofo, erudito, traidor. Soy quien descubrió a Alendi y quien lo proclamó Héroe de las Eras. Soy el que dio comienzo a todo esto.

4

El cadáver no mostraba heridas externas. Yacía donde había caído: los otros aldeanos habían temido moverlo. Tenía los brazos y las piernas torcidos en una postura imposible y la tierra que lo rodeaba estaba removida porque se había sacudido antes de la muerte.

Sazed pasó los dedos por una de las marcas. Aunque el suelo del Dominio Oriental era, a diferencia de en el norte, más barro que tierra, seguía siendo más marrón que negro. Las lluvias de ceniza caían incluso tan al sur. El suelo limpio de ceniza y fertilizado era un lujo, solo para las plantas ornamentales de los jardines de los nobles. El resto del mundo tenía que apañárselas con el suelo sin tratar.

—¿Decís que estaba solo cuando murió? —preguntó Sazed, volviéndose hacia el grupito de aldeanos que tenía detrás.

Un hombre de piel correosa asintió.

—Como decía, maese terrisano, estaba aquí de pie, sin nadie más. Se paró y luego cayó y se agitó en el suelo un poquito. Después… dejó de moverse.

Sazed se volvió hacia el cadáver, estudiando los músculos retorcidos, el rostro convertido en una máscara de dolor. Había traído su mentecobre médico (la abrazadera de metal que llevaba en el antebrazo derecho), y recurrió a él con la mente, extrayendo algunos de los libros memorizados que había almacenado en su interior. Sí, había algunas enfermedades que mataban con sacudidas y espasmos. Rara vez se llevaban a un hombre de manera tan súbita, pero sucedía a veces. De no ser por otras circunstancias, Sazed habría prestado poca atención a esa muerte.

—Por favor, repetidme de nuevo lo que habéis visto —pidió.

El hombre de piel correosa que encabezaba el grupo, Teur, palideció un poco. Se encontraba en una situación incómoda: su deseo natural de notoriedad le hacía querer chismorrear con su experiencia. Sin embargo, si lo hacía se ganaría la desconfianza de sus supersticiosos amigos.

—Yo solo pasaba por aquí, maese terrisano —dijo Teur—. Por el camino de allí, a unos cien metros. Vi al viejo Jed trabajando en su campo… Era un buen trabajador, sí que lo era. Algunos de nosotros nos tomamos un descanso cuando los lores se marcharon, pero el viejo Jed continuó trabajando. Supongo que sabía que necesitaría comida para el invierno, con lores o sin ellos. —Teur vaciló, y luego miró a un lado—. Sé lo que dice la gente, maese terrisano, pero he visto lo que he visto. Era de día cuando pasé, pero había bruma en el valle. Me detuve, porque nunca he estado fuera en la bruma… Mi esposa puede confirmarlo. Iba a darme la vuelta, y entonces vi al viejo Jed. Estaba trabajando y no había visto la bruma. Fui a llamarlo, pero, antes de que pudiera hacerlo, él…, bueno, lo que le he contado. Lo vi allí de pie, y luego se quedó quieto. Las brumas lo envolvieron y entonces empezó a sacudirse y agitarse, como si algo muy fuerte lo estuviera sujetando y sacudiendo. Cayó. No volvió a levantarse.

Todavía arrodillado, Sazed contempló el cadáver. Al parecer, Teur tenía fama de charlatán. Sin embargo, el cadáver era una gélida confirmación de sus palabras…, por no mencionar la experiencia que Sazed había vivido unas semanas antes.

Bruma de día.

Se incorporó y se volvió hacia los aldeanos.

—Por favor, traedme una pala.

Nadie le ayudó a cavar la tumba. Fue un trabajo lento y sucio debido al calor del sur, que era fuerte a pesar de la llegada del otoño. La tierra arcillosa era difícil de remover, pero por fortuna Sazed tenía fuerza acumulada dentro de su mentepeltre y recurrió a ella en busca de ayuda.

La necesitó, pues no era lo que se dice un hombre fuerte. Alto y de miembros largos, tenía la constitución de un erudito, y todavía vestía las pintorescas túnicas de los mayordomos de Terris. También llevaba la cabeza afeitada, como correspondía al cargo que había ostentado durante sus primeros cuarenta y tantos años de vida. No llevaba muchas joyas (no quería tentar a los salteadores de caminos), pero tenía los lóbulos de las orejas alargados y perforados con numerosos agujeros para pendientes.

Recurrir a la fuerza de su mentepeltre amplió levemente sus músculos, dándole la constitución de un hombre más fuerte. Sin embargo, pese a la fuerza añadida, su ropa de mayordomo estaba manchada de sudor y tierra cuando terminó de cavar. Empujó el cadáver a la tumba y permaneció en silencio un momento. El hombre había sido un granjero esforzado.

Sazed rebuscó en las religiones guardadas en su mentecobre. Empezó con un índice, uno de los muchos que había creado. Cuando localizaba una religión adecuada, liberaba los recuerdos detallados de su práctica. Los escritos entraban en su mente tan frescos como cuando había terminado de memorizarlos. Se desvanecerían con el tiempo, como todos los recuerdos; sin embargo, planeaba devolverlos a la mentecobre mucho antes de que eso sucediera. Así actuaban los guardadores, siguiendo el método por el que su pueblo conservaba enormes cantidades de información.

Ese día seleccionó los recuerdos de HaDah, una religión del sur que tenía una deidad agrícola. Como la mayoría de las religiones, oprimidas durante la época del lord Legislador, la fe HaDah hacía mil años que se había extinguido.

Siguiendo los dictados de la ceremonia funeraria HaDah, Sazed se acercó a un árbol cercano… o al menos a uno de los matorrales que pasaban por árboles en esta zona. Arrancó una rama larga (los campesinos lo observaron con curiosidad) y volvió a la tumba. Se agachó y la colocó en la tierra, en el fondo del agujero, junto a la cabeza del cadáver. Luego se incorporó y empezó a echar tierra en la fosa.

Los campesinos lo observaron con ojos apagados. Qué deprimidos, pensó Sazed. El Oriental era el más caótico y convulso de los cinco Dominios Interiores. Los hombres del grupito eran ya ancianos. El acoso de las levas había hecho bien su trabajo: los padres y maridos de aquella aldea probablemente habían muerto en algún campo de batalla que ya no importaba.

Era difícil creer que pudiera haber algo peor que la opresión del lord Legislador. Sazed se dijo que el dolor de aquella gente pasaría, que algún día conocerían la prosperidad gracias a lo que él y los demás habían hecho. Sin embargo, había visto a granjeros dedicados a matarse entre sí, había visto niños morir de hambre porque algún déspota había «requisado» las reservas de comida de una aldea. Había visto a ladrones matar a sus anchas porque las tropas del lord Legislador ya no patrullaban los canales. Había visto caos, muerte, odio y desorden. Y no podía dejar de reconocer que en parte era culpa suya.

Continuó llenando la fosa. Había recibido formación como erudito y asistente doméstico; era un mayordomo terrisano, el más útil, caro y prestigioso de los sirvientes del Imperio Final. Eso ya no significaba casi nada. Nunca había cavado una tumba, pero lo hizo lo mejor que pudo, tratando de ser reverente mientras acumulaba tierra sobre el cadáver. Sorprendentemente, mediada la faena, los campesinos empezaron a ayudarle y a echar también tierra en el agujero.

Tal vez haya todavía esperanza para ellos, pensó Sazed, dejando agradecido que uno de los hombres tomara la pala y terminara el trabajo. Cuando acabaron, la punta de la rama HaDah asomaba de la cabecera de la tumba.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Teur, señalando la rama.

Sazed sonrió.

—Es una ceremonia religiosa, mi buen Teur. Si quieres, hay una oración que debería acompañarla.

—¿Una oración? ¿Algo para el Ministerio de Acero?

Sazed negó con la cabeza.

—No, amigo mío. Es una oración de una época lejana, una época anterior al lord Legislador.

Los campesinos se miraron, el ceño fruncido. Teur se frotó la barbilla arrugada. Sin embargo, todos permanecieron en silencio mientras Sazed entonaba una breve oración HaDah. Cuando terminó, se volvió hacia los campesinos.

—Se llamaba la religión de HaDah. Algunos de vuestros antepasados tal vez la siguieron. Si alguno de vosotros lo desea, puedo enseñaros sus preceptos.

El grupo permaneció en silencio. No eran muchos, dos docenas o así, la mayoría mujeres de mediana edad y unos cuantos hombres viejos. Solo había un joven con una pierna de madera; a Sazed le sorprendió que hubiera vivido tanto tiempo en una plantación. La mayoría de los lores mataban a los inválidos para impedir que menguaran sus recursos.

—¿Cuándo va a volver el lord Legislador? —preguntó una mujer.

—No creo que vaya a hacerlo —dijo Sazed.

—¿Por qué nos ha abandonado?

—Es una época de cambios. Tal vez sea también una época para aprender otras verdades, otras costumbres.

El grupo se agitó en silencio. Sazed suspiró; esa gente asociaba la fe con el Ministerio de Acero y sus obligadores. La religión no era algo que preocupara a los skaa… excepto, tal vez, para evitarla en la medida de lo posible.

Los guardadores pasaron mil años recopilando y memorizando las religiones moribundas del mundo, pensó Sazed. ¿Quién habría pensado que ahora, desaparecido el lord Legislador, a la gente no le importaría lo suficiente para querer recuperar lo que había perdido?

Sin embargo, le resultaba difícil pensar mal de aquella gente. Se esforzaban por sobrevivir, y su mundo, ya de por sí difícil, se había vuelto impredecible. Estaban cansados. ¿Era extraño que hablar de creencias largamente olvidadas hubiera dejado de interesarles?

—Venid —dijo Sazed, volviéndose hacia la aldea—. Hay otras cosas, cosas prácticas, que puedo enseñaros.