Pero lo hago ahora. Que se sepa que yo, Kwaan, forjamundos de Terris, soy un fraude.

35

Parecía que iba a un baile.

El precioso vestido marrón hubiese encajado a la perfección en una de las fiestas a las que había asistido en los meses anteriores al Colapso. No era tradicional, pero tampoco pasado de moda. Los cambios tan solo hacían que resultara llamativo.

Las modificaciones le dejaban mayor libertad de movimientos, podía caminar con más gracia, girarse con más naturalidad. Eso, a su vez, la hacía sentirse aún más hermosa.

Ante el espejo, Vin pensó en lo que habría significado llevar el vestido en un baile de verdad. Ser ella misma, no Valette, la molesta muchacha de la nobleza campesina. Ni siquiera Vin, la ladrona skaa. Ser ella misma.

O, al menos, ser como se imaginaba. Confiada porque aceptaba su lugar como nacida de la bruma. Confiada porque aceptaba su lugar como la que había abatido al lord Legislador. Confiada porque sabía que el rey la amaba.

Tal vez podría ser ambas, pensó Vin, pasando las manos por el vestido, sintiendo el suave satén.

—Estás preciosa, niña —dijo Tindwyl.

Vin se volvió, sonriendo vacilante.

—No tengo ninguna joya. Le di las últimas a Elend para ayudar a alimentar a los refugiados. Además, no eran del color adecuado para este vestido.

—Muchas mujeres usan joyas para ocultar su propia simpleza —dijo Tindwyl—. Tú no tienes esa necesidad.

La terrisana estaba de pie en su postura habitual, con las manos unidas, los anillos y pendientes chispeando. Ninguna de sus joyas, sin embargo, tenía gemas; de hecho, la mayoría estaba hecha de materiales sencillos. Hierro, cobre, peltre. Metales ferruquímicos.

—No has ido a ver a Elend últimamente —dijo Vin, volviéndose hacia el espejo y usando unos cuantos pasadores de madera para recogerse el pelo.

—El rey se aproxima rápidamente al punto en que ya no necesita mi instrucción.

—¿Tan cerca está ya de ser como los hombres de tus biografías? —preguntó Vin.

Tindwyl se echó a reír.

—Cielos, no, niña. Está muy lejos de eso.

—Pero…

—He dicho que ya no necesitaría mi instrucción. Está aprendiendo que solo puede basarse hasta cierto punto en las palabras de los demás, y ha llegado el momento en que tendrá que aprender más por su cuenta. Te sorprendería, niña, las cosas que un buen líder sabe simplemente por experiencia.

—Me parece muy distinto —dijo Vin en voz baja.

—Lo es —respondió Tindwyl, avanzando hasta ponerle una mano sobre el hombro—. Se está convirtiendo en el hombre que siempre supo que tendría que ser… Lo que pasa es que no conocía el camino. Aunque soy dura con él, creo que lo habría encontrado aunque yo no hubiera venido. Un hombre solo puede dar tumbos durante un tiempo hasta que se cae o se endereza.

Vin se miró en el espejo, hermosa con su vestido marrón.

—Y yo tengo que convertirme en esto. Por él.

—Por él —reconoció Tindwyl—. Y por ti misma. Hacia ahí te encaminabas antes de distraerte.

Vin se volvió.

—¿Vas a venir con nosotros esta noche?

Tindwyl negó con la cabeza.

—No es mi lugar. Ahora ve a reunirte con tu rey.

Esta vez, Elend no quiso entrar en el cubil de su enemigo sin una escolta adecuada. Doscientos soldados formaban en el patio para acompañarlo a la cena de Cett, y Ham, armado de pies a cabeza, haría de guardaespaldas personal. Fantasma sería el cochero. Eso dejaba solo a Brisa, quien comprensiblemente estaba un poco nervioso ante la perspectiva de acudir a la cena.

—No tienes por qué venir —le dijo Elend al hombretón mientras se reunían en el patio.

—¿No? Bueno, entonces me quedaré aquí. ¡Que disfrutes de la cena!

Elend vaciló, frunciendo el ceño.

Ham le dio una palmada en el hombro.

—¡Tendrías que saber que no se puede confiar en este cobardica, Elend!

—Bueno, lo he dicho en serio —dijo Elend—. Nos vendría bien un aplacador, pero no tiene que venir si no quiere.

Brisa pareció aliviado.

—Ni siquiera te sientes un poco culpable, ¿eh? —preguntó Ham.

—¿Culpable? —replicó Brisa, con la mano apoyada en su bastón—. Mi querido Hammond, ¿me has visto alguna vez expresar emociones tan aburridas y poco inspiradas? Además, tengo la sensación de que Cett será más amistoso si no me tiene cerca.

Probablemente tiene razón, pensó Elend mientras el carruaje se detenía.

—Elend —dijo Ham—. ¿No crees que llevar a doscientos soldados con nosotros es…, bueno, un poco obvio?

—Fue Cett quien dijo que deberíamos ser sinceros con nuestras amenazas —contestó Elend—. Bueno, yo diría que doscientos hombres son una muestra conservadora de cuánto me fío de él. Seguirá superándonos cinco a uno.

—Pero tendrás a una nacida de la bruma sentada cerca de él —dijo una suave voz desde detrás.

Elend se volvió hacia Vin, sonriente.

—¿Cómo puedes moverte tan silenciosamente llevando un vestido así?

—He estado practicando —dijo ella, cogiéndolo del brazo.

Lo curioso es que posiblemente así ha sido, pensó él, inhalando su perfume, e imaginó a Vin recorriendo los pasillos del palacio con aquel ampuloso vestido de baile.

—Bueno, deberíamos ponernos en marcha —dijo Ham. Les indicó a Vin y Elend que subieran al carruaje, y dejaron a Brisa en las escalinatas del palacio.

Después de un año de pasar de noche ante la fortaleza Hasting, con sus ventanas a oscuras, verlas de nuevo iluminadas le pareció buena cosa.

—Nunca llegamos a asistir juntos a ningún baile —dijo Elend, a su lado.

Vin dejó de contemplar la fortaleza. El carruaje se bamboleaba al compás de varios cientos de pies y empezaba a oscurecer.

—Nos encontramos en los bailes varias veces —continuó Elend—, pero nunca asistimos juntos a ninguno de manera oficial. Nunca tuve oportunidad de recogerte en mi carroza.

—¿Realmente es tan importante? —preguntó Vin.

Elend se encogió de hombros.

—Todo es parte de la experiencia. O lo era. Había una cómoda formalidad en todo aquello: el caballero que llegaba para acompañar a la dama, y luego todo el mundo viéndolos entrar y evaluando el aspecto de la pareja. Lo hice docenas de veces con docenas de mujeres, pero nunca con la que habría hecho especial la experiencia.

Vin sonrió.

—¿Crees que volveremos a celebrar bailes alguna vez?

—No lo sé, Vin. Aunque sobrevivamos a todo esto…, bueno, ¿podrías bailar mientras tanta gente pasa hambre?

Probablemente estaba pensando en los cientos de refugiados agotados del viaje, a quienes los soldados de Straff habían despojado de alimento y equipo, amontonados en el almacén que Elend había encontrado para ellos.

Antes bailabas, pensó ella. Y la gente también pasaba hambre entonces. Pero era una época distinta: Elend no era rey. De hecho, ahora que lo pensaba, él nunca bailaba en aquellas fiestas. Estudiaba y se reunía con sus amigos, planeando cómo hacer del Imperio Final un lugar mejor.

—Tiene que haber un modo de que sean posibles ambas cosas —dijo Vin—. Tal vez podamos celebrar bailes y pedir a los nobles que asistan que donen dinero para alimentar a la gente.

Elend sonrió.

—Probablemente gastaríamos el doble en la fiesta que lo que obtendríamos con las donaciones.

—Y el dinero que gastáramos sería para los mercaderes skaa.

Elend se quedó pensativo, y Vin sonrió para sí. Qué extraño que yo haya acabado con el único noble comedido de la ciudad. Qué pareja formaban: una nacida de la bruma que se sentía culpable por arrojar monedas y un noble que pensaba que los bailes eran demasiado caros. Era asombroso que Dockson pudiera sacarles dinero a ambos para mantener la ciudad en marcha.

—Nos preocuparemos por eso más tarde —dijo Elend mientras las puertas de la fortaleza Hasting se abrían, revelando a un destacamento de soldados en formación.

Puedes traer a tus soldados si quieres, parecía querer decir la exhibición. Yo tengo más. En realidad, era una extraña alegoría de la propia Luthadel. Los doscientos hombres de Elend estaban rodeados por los mil de Cett…, quienes, a su vez, estaban rodeados por los veinte mil de Luthadel. La ciudad, naturalmente, estaba a su vez rodeada por casi cien mil soldados. Capa tras capa de soldados, todos esperando en tensión a que se iniciara el combate. Los bailes y fiestas escaparon de la mente de Vin.

Cett no los recibió en la puerta. De eso se ocupó un simple soldado de uniforme.

—Tus soldados pueden quedarse aquí —dijo el hombre mientras se acercaban a la entrada principal. En otra época la gran sala de columnas estaba decorada con hermosos tapices y alfombras, pero Elend los había requisado para subvencionar su gobierno. Cett, obviamente, no había traído recambios y el interior de la fortaleza era un poco austero. Parecía más un castillo del frente de batalla que una mansión.

Elend se volvió e hizo una seña a Demoux. El capitán ordenó a sus hombres que esperaran fuera. Vin esperó un instante, esforzándose por no mirar a Demoux. Si era el kandra, como le decía su instinto, era peligroso tenerlo demasiado cerca. Ansiaba arrojarlo a una mazmorra.

Y, sin embargo, un kandra no podía hacer daño a los humanos, así que no era una amenaza directa. Estaba allí simplemente para transmitir información. Además, ya sabía sus secretos más delicados; tenía poco sentido que actuara ahora, que mostrara las cartas tan rápidamente. Si esperaba, vería adónde iba cuando saliera de la ciudad, y entonces tal vez descubriera a qué ejército o a qué facción de la ciudad entregaba sus informes. Y descubrir qué datos había entregado.

Y por eso se controló, esperando. Ya llegaría el momento de intervenir.

Ham y Demoux destacaron a sus hombres, y luego una pequeña guardia de honor de la que formaban parte Ham, Fantasma y Demoux se congregó para quedarse con Vin y Elend. El soldado de Cett, tras un gesto de Elend, los condujo por un pasillo lateral.

No vamos hacia los ascensores, pensó Vin.

El salón de baile de Hasting se encontraba en el piso superior de la torre central de la fortaleza; siempre que había asistido a fiestas en el edificio había subido en uno de los cuatro ascensores tirados por humanos. O bien Hasting no quería desperdiciar mano de obra o…

Escogió la fortaleza más alta de la ciudad, pensó Vin. Es la que tiene menos ventanas también. Si Cett retiraba todos los ascensores y los dejaba arriba, sería muy difícil para una fuerza invasora hacerse con la fortaleza.

Por fortuna, no parecía que esa noche fueran a subir del todo. Después de dos tramos de escaleras de piedra de caracol (Vin tuvo que subirse la falda para que no rozara los escalones), su guía los condujo hasta una gran sala circular rodeada de ventanales, cuyo espacio solo interrumpían las columnas de sostén del techo. La habitación era tan ancha como la torre misma.

¿Un salón de baile secundario, tal vez?, se preguntó Vin, admirando su belleza. El cristal no estaba iluminado, aunque sospechaba que había huecos para las candilejas del exterior. Cett no parecía preocuparse por ese tipo de cosas. Había ordenado disponer una gran mesa en el centro de la sala, a cuya cabecera estaba sentado. Ya estaba comiendo.

—Llegáis tarde —le dijo a Elend—, así que he empezado sin vosotros.

Elend frunció el ceño. Al ver este gesto de enojo, Cett soltó una carcajada y alzó un muslito de pollo.

—¡Pareces más molesto por mi falta de etiqueta que por el hecho de haber traído un ejército para conquistarte, muchacho! Pero supongo que así es la gente de Luthadel. Siéntate antes de que me coma todo esto yo solo.

Elend tendió un brazo hacia Vin para guiarla hasta la mesa. Fantasma se colocó junto a la escalera, sus oídos de ojo de estaño atentos al peligro. Ham situó a sus diez hombres en una posición desde donde pudieran vigilar las únicas entradas a la sala: la de las escaleras y la puerta que usaban los criados.

Cett ignoró a los soldados. Tenía un grupo de guardaespaldas situados en la pared del fondo, pero parecía no preocuparle que los hombres de Ham los superaran ligeramente en número. Su hijo, el joven que lo había ayudado en la reunión de la Asamblea, estaba a su lado, esperando en silencio.

Uno de los dos tiene que ser un nacido de la bruma, pensó Vin. Y sigo creyendo que es Cett.

Elend la ayudó a sentarse y luego ocupó el asiento contiguo, de modo que ambos estaban directamente frente a Cett, quien apenas dejó de comer mientras los criados traían los platos de Vin y Elend.

Muslitos de pollo y verdura en salsa, pensó Vin. Quiere que sea una comida pringosa…, quiere que Elend se sienta incómodo.

Elend no empezó a comer de inmediato. Permaneció en silencio, observando a Cett con expresión pensativa.

—Maldita sea —dijo Cett—. Es una buena comida. ¡No tienes ni idea de lo difícil que es comer bien cuando se está de viaje!

—¿Por qué querías hablar conmigo? —preguntó Elend—. Sabes que no me convencerás de que vote por ti.

Cett se encogió de hombros.

—Pensé que podría ser interesante.

—¿Se trata de tu hija?

—¡Lord Legislador, no! —dijo Cett con una carcajada—. Quédate con esa tonta, si quieres. El día que se escapó fue una de las pocas alegrías que he tenido este último mes.

—¿Y si amenazo con hacerle daño? —preguntó Elend.

—No lo harás.

—¿Estás seguro?

Cett sonrió a través de su tupida barba y se inclinó hacia Elend.

—Te conozco, Venture. Te he estado observando, vigilando, durante meses. Y encima fuiste lo suficientemente amable para enviar a uno de tus amigos a espiarme. ¡Aprendí un montón sobre ti gracias a él!

Elend pareció preocupado.

Cett se rio.

—Sinceramente, ¿creías que no iba a reconocer a uno de los miembros de la banda del Superviviente? ¡Los nobles de Luthadel parece que pensáis que todos los que no son de esta ciudad somos tontos!

—Y, sin embargo, escuchaste a Brisa —dijo Elend—. Le dejaste unirse a ti, escuchaste su consejo. Y luego lo perseguiste cuando descubriste que había intimado con tu hija…, esa por la que dices no sentir ningún afecto.

—¿Te dijo que abandonó el campamento por eso? —preguntó Cett, riendo—. ¿Porque lo pillé con Allrianne? Cielos, ¿qué me importa a mí si la muchacha lo sedujo?

—¿Crees que ella lo sedujo a él? —preguntó Vin.

—Por supuesto. Sinceramente, solo pasé unas semanas con él, pero incluso yo sé lo inútil que es con las mujeres.

Elend asimiló toda la información de golpe. Observó a Cett con los ojos entornados.

—Entonces, ¿por qué lo perseguiste?

Cett se arrellanó.

—Intenté que cambiara de bando. Se negó. Supuse que matarlo sería preferible a dejarlo regresar contigo. Pero es notablemente ágil para un hombre de su tamaño.

Si Cett es de verdad un nacido de la bruma, es imposible que Brisa escapara sin que él se lo impidiera, pensó Vin.

—Así que ya ves, Venture —dijo Cett—. Te conozco. Te conozco mejor, tal vez, de lo que tú te conoces… porque sé lo que tus amigos piensan de ti. Hace falta ser un hombre extraordinario para ganarse la lealtad de una comadreja como Brisa.

—Así que piensas que no le haré daño a tu hija —dijo Elend.

—Sé que no se lo harás. Eres sincero… y eso me gusta de ti. Por desgracia, la sinceridad es muy fácil de explotar… Sabía, por ejemplo, que admitirías que Brisa estaba aplacando a la multitud. —Cett sacudió la cabeza—. Los hombres sinceros no están hechos para ser reyes, muchacho. Es una lástima, pero es así. Por eso tengo que quitarte el trono.

Elend guardó silencio un momento. Finalmente, miró a Vin. Ella tomó su plato y lo olfateó con sus sentidos alománticos.

Cett se echó a reír.

—¿Crees que voy a envenenarte?

—La verdad es que no —dijo Elend mientras Vin soltaba el plato. No era tan buena como algunos, pero había aprendido a notar los olores obvios.

—No usarías veneno —dijo Elend—. No es tu forma de ser. Parece que eres un hombre bastante sincero.

—Solo soy tosco. Ahí está la diferencia.

—No te he oído decir una mentira todavía.

—Es porque no me conoces lo suficientemente bien para discernir las mentiras que digo —dijo Cett. Alzó varios dedos manchados de grasa—. Ya te he dicho tres esta noche, muchacho. Buena suerte a la hora de averiguar cuáles.

Elend se detuvo a estudiarlo.

—Estás jugando conmigo.

—¡Pues claro que sí! —dijo Cett—. No lo ves, muchacho. Por eso no deberías ser rey. Deja el trabajo para hombres que comprenden su propia corrupción: no dejes que te destruya.

—¿Por qué te importa? —preguntó Elend.

—Porque preferiría no matarte.

—Entonces no lo hagas.

Cett sacudió la cabeza.

—Las cosas no funcionan así, muchacho. Si tienes una oportunidad para consolidar tu poder, o para conseguir más, mejor que la aproveches. Y yo lo haré.

La mesa volvió a quedar en silencio. Cett miró a Vin.

—¿Ningún comentario de la nacida de la bruma?

—Maldices mucho —dijo Vin—. Se supone que eso no puede hacerse delante de las damas.

Cett se echó a reír.

—Eso es lo gracioso que tiene Luthadel, muchacha. Les preocupa lo que es «adecuado» cuando la gente puede verlos… pero no les parece mal ir a violar a un par de mujeres skaa cuando se acaba la fiesta. Al menos yo maldigo en la cara.

Elend seguía sin tocar la comida.

—¿Qué pasará si ganas la votación al trono?

Cett se encogió de hombros.

—¿Quieres una respuesta sincera?

—Siempre.

—Primero, te haré asesinar —dijo Cett—. No puedo permitir que los antiguos reyes estén dando la lata.

—¿Y si me retiro? Si me abstengo de votar.

—Retírate, vota por mí y luego sal de la ciudad, y te permitiré vivir.

—¿Y la Asamblea? —preguntó Elend.

—Será disuelta. Es un incordio. En el momento en que das poder a una comisión, acabas en un lío.

—La Asamblea da poder al pueblo —dijo Elend—. Eso es lo que debería proporcionar un gobierno.

Sorprendentemente, Cett no se rio del comentario. En cambio, se inclinó de nuevo hacia delante, apoyando un brazo sobre la mesa y descartando un muslito de pollo a medio comer.

—Esa es la cuestión, muchacho. Dejar que el pueblo se gobierne a sí mismo está bien cuando todo es felicidad y brillantez; pero ¿qué haces cuando tienes dos ejércitos a las puertas? ¿Qué haces cuando hay una banda de koloss enloquecidos destruyendo aldeas en tu frontera? No vivimos tiempos en que puedas tener una Asamblea que te deponga. —Cett sacudió la cabeza—. El precio es demasiado alto. Cuando no puedes tener a la vez libertad y seguridad, muchacho, ¿qué eliges?

Elend guardó silencio.

—Tomo mi propia decisión —dijo por fin—. Y dejo que los demás tomen también la suya.

Cett sonrió, como si esperara esa respuesta. Empezó a comer otro muslito de pollo.

—Pongamos que me marcho —dijo Elend—. Y pongamos que tú ocupas el trono, proteges la ciudad y disuelves la Asamblea. ¿Luego qué? ¿Qué pasará con el pueblo?

—¿Por qué te importa tanto?

—¿Tienes que preguntarlo? —dijo Elend—. Creía que me «comprendías».

Cett sonrió.

—Volveré a poner a los skaa a trabajar, como hacía el lord Legislador. Sin paga, nada de una clase de campesinos emancipados.

—No puedo aceptar eso.

—¿Por qué no? Es lo que quieren. Les diste una oportunidad… y decidieron expulsarte. Ahora van a elegir ponerme a mí en el trono. Saben que el gobierno del lord Legislador era lo mejor. Un grupo debe gobernar, y otro debe servir. Alguien tiene que cultivar la comida y trabajar en las fraguas, muchacho.

—Tal vez —dijo Elend—. Pero te equivocas en una cosa.

—¿En cuál?

—No van a votar por ti —dijo Elend, poniéndose en pie—. Van a elegirme a mí. Entre la libertad y la esclavitud, elegirán la libertad. Los hombres de la Asamblea son los mejores de esta ciudad y tomarán la mejor decisión para su pueblo.

Cett hizo una pausa y luego se echó a reír.

—¡Lo mejor que tienes, muchacho, es que puedes decir una cosa así en serio!

—Me marcho, Cett —dijo Elend, haciendo un gesto con la cabeza a Vin.

—Oh, siéntate, Venture —dijo Cett, señalando la silla de Elend—. No te hagas el indignado porque esté siendo sincero contigo. Todavía tenemos cosas que discutir.

—¿Como cuáles?

—El atium.

Elend se quedó callado un momento, como tragándose su malestar. Cett no habló inmediatamente, así que Elend finalmente se sentó y empezó a comer. Vin picoteó en silencio su comida. Sin embargo, mientras lo hacía, estudió los rostros de los soldados y criados de Cett. Tenía que haber alománticos entre ellos. Descubrir cuántos podría darle ventaja a Elend.

—Tu pueblo pasa hambre —dijo Cett—. Y, si mis espías valen su precio, acaba de llegarte otro montón de bocas. No puedes durar mucho bajo este asedio.

—¿Y? —preguntó Elend.

—Yo tengo comida. Un montón: más de la que mi ejército necesita. Artículos envasados, empaquetados con el nuevo método que desarrolló el lord Legislador. De larga duración. Nada se estropea. Realmente, una maravilla de la tecnología. Estaría dispuesto a cambiar un poco…

Elend vaciló, el tenedor a medio camino de sus labios. Entonces lo bajó y se echó a reír.

—¿Sigues creyendo que tengo el atium del lord Legislador?

—Pues claro que lo tienes —dijo Cett, frunciendo el ceño—. ¿Dónde si no podría estar?

Elend sacudió la cabeza y dio un bocado a una patata empapada en salsa.

—Aquí no, desde luego.

—Pero… los rumores…

—Brisa difundió esos rumores —dijo Elend—. Creía que habías descubierto por qué se unió a tu grupo. Quería que vinieras a Luthadel para impedir que Straff tomara la ciudad.

—Pero Brisa hizo todo lo que pudo para impedir que yo viniera aquí —dijo Cett—. Descartó los rumores, trató de distraerme, le… —Cett guardó silencio, y luego soltó una carcajada—. ¡Creía que había ido solo a espiar! Parece que los dos nos subestimamos mutuamente.

—A mi pueblo seguiría viniéndole bien esa comida —dijo Elend.

—Y la tendrá… siempre y cuando yo sea rey.

—Está pasando hambre ahora.

—Y su sufrimiento será tu carga —dijo Cett, con expresión dura—. Veo que ya me has juzgado, Elend Venture. Me consideras un buen hombre. Te equivocas. La sinceridad no me hace menos tirano. Maté a millares para asegurar mi gobierno. Impuse cargas a los skaa que harían que incluso la mano del lord Legislador pareciera amable. Me aseguré de permanecer en el poder. Haré lo mismo aquí.

Los hombres guardaron silencio. Elend comió, pero Vin solo jugueteó con la comida. Si había pasado por alto un veneno, quería que uno de ellos permaneciera alerta. Todavía quería descubrir a aquellos alománticos, y solo había un modo de asegurarse. Apagó su cobre y quemó bronce.

No había ninguna nube de cobre ardiendo; al parecer, a Cett no le importaba si alguien reconocía a sus hombres como alománticos. Dos de los suyos quemaban peltre. Sin embargo, no eran soldados: ambos fingían ser miembros del servicio. También había un ojo de estaño pulsando en la otra sala, escuchando.

¿Por qué esconder a violentos como criados y no usar cobre para ocultar sus pulsos? Además, no había aplacadores ni encendedores. Nadie intentaba influir en las emociones de Elend. Ni Cett ni su joven ayudante estaban quemando ningún metal. O no eran alománticos, o temían quedar al descubierto. Solo para asegurarse, Vin avivó su bronce, buscando penetrar alguna nube de cobre oculta que pudiera haber cerca. Era comprensible que Cett hubiera emplazado algunos alománticos como distracción y luego ocultado a otros dentro de una nube.

No encontró nada. Satisfecha por fin, continuó picoteando su comida. ¿Cuántas veces ha demostrado ser útil esta habilidad mía, la habilidad de penetrar nubes de cobre? Había olvidado lo que era estar bloqueada a los pulsos alománticos. Esa pequeña habilidad, por pequeña que pareciera, proporcionaba una ventaja enorme. Y el lord Legislador y sus inquisidores probablemente habían podido hacerlo desde el principio. ¿Qué otros trucos desconocía, qué otros secretos habían muerto con el lord Legislador?

Sabía la verdad sobre la Profundidad, pensó Vin. Debía saberla. Trató de advertirnos, al final

Elend y Cett hablaban de nuevo. ¿Por qué no podía concentrarse en los problemas de la ciudad?

—Así que no tenéis atium —dijo Cett.

—No que estemos dispuestos a vender.

—¿Habéis registrado la ciudad?

—Una docena de veces.

—Las estatuas —dijo Cett—. Tal vez el lord Legislador ocultó el metal fundiéndolo y luego modelándolo.

Elend negó con la cabeza.

—Lo pensamos. Las estatuas no son de atium ni están huecas…, lo que habría sido un buen sitio para ocultar metal a ojos alománticos. Pensamos que a lo mejor estaba escondido en algún lugar del palacio, pero incluso las agujas de las torres son de simple hierro.

—Cuevas, túneles…

—Nada que hayamos podido encontrar. Hemos tenido patrullas de alománticos buscando grandes fuentes de metal. Hemos hecho todo lo que se nos ha ocurrido, Cett, hasta abrir agujeros en la tierra. Confía en mí. Llevamos trabajando bastante tiempo en este problema.

Cett asintió, suspirando.

—Bueno, supongo que retenerte para pedir rescate sería inútil.

Elend sonrió.

—Ni siquiera soy rey, Cett. Lo único que conseguirías sería que la Asamblea no te votara.

Cett se echó a reír.

—Supongo entonces que tendré que dejarte marchar.