Y yo soy el que traicionó a Alendi, pues ahora sé que no debe permitírsele que lleve a cabo su misión.
5
Vin podía ver los signos de ansiedad en la ciudad. Los obreros deambulaban inquietos y en los mercados se notaba la preocupación, la misma aprensión que en un roedor acorralado. Estaban asustados, pero sin saber qué hacer; condenados sin ningún sitio adonde huir.
Muchos habían dejado la ciudad durante el año anterior: nobles que huían, mercaderes que buscaban otros sitios para establecer sus negocios. Sin embargo, al mismo tiempo, la ciudad había crecido con la llegada de los skaa. De algún modo se habían enterado de la proclamación de libertad de Elend y habían acudido con optimismo… o, al menos, con tanto optimismo como podía esperarse de un populacho agotado, mal alimentado, repetidamente sometido.
Y así, a pesar de las predicciones de que Luthadel caería pronto, a pesar de las habladurías de que su ejército era pequeño y débil, la gente se había quedado. Trabajaba. Vivía. Como había hecho siempre. La vida de un skaa nunca había sido muy segura.
A Vin todavía le extrañaba ver el mercado tan concurrido. Recorrió la calle Kenton, vestida con sus pantalones y su camisa abotonada de costumbre, pensando en la época en que visitaba esa calle durante los días anteriores al Colapso. La calle había sido el silencioso hogar de algunas de las sastrerías más exclusivas.
Cuando Elend abolió las restricciones a los mercaderes skaa, la calle Kenton cambió. Se convirtió en un salvaje bazar de tiendas, carritos de mano y tenderetes. Para llegar a los recién llegados trabajadores skaa, los dueños de las tiendas habían cambiado sus métodos de venta. Si antes atraían a los ricos con lujosos escaparates, ahora llamaban a la gente usando voceadores, vendedores e incluso malabaristas para tratar de aumentar las ventas.
La calle estaba tan abarrotada que Vin normalmente la evitaba, y aquel día era peor que nunca. La llegada del ejército había provocado prisas de última hora por comprar y vender, pues la gente intentaba prepararse para lo que fuera a venir. Había una atmósfera ominosa en el aire. Menos actuaciones callejeras, más gritos. Elend había ordenado cerrar las ocho puertas de la ciudad, así que la huida ya no era una opción. Vin se preguntó cuánta gente lamentaría su decisión de quedarse.
Recorrió las calles presurosa, con las manos unidas para que no se notara su nerviosismo. Ni siquiera de niña, cuando era una ladronzuela callejera en una docena de ciudades diferentes, le habían gustado las multitudes. Era difícil controlar a tanta gente, concentrarse en tantas cosas a la vez. De niña, se mantenía cerca del tumulto, aventurándose de vez en cuando para conseguir una moneda caída o un pedazo ignorado de comida.
Ahora era diferente. Se obligó a caminar con la espalda recta y a no mirar al suelo ni buscar lugares donde esconderse. Estaba mejorando mucho, pero ver a la multitud le recordó lo que había sido en otros tiempos. Lo que sería siempre, al menos en parte.
Como en respuesta a sus pensamientos, un par de ladronzuelos callejeros se abrieron paso entre la multitud mientras un hombretón con delantal de panadero les gritaba. Todavía había ladrones callejeros en el nuevo mundo de Elend. De hecho, le parecía que pagar a la población skaa probablemente mejoraba la vida callejera de los ladronzuelos. Había más bolsillos donde meter mano, más gente para distraer a los dueños de las tiendas, más migajas que repartir y más manos para alimentar a los mendigos.
Era difícil reconciliar su infancia con esa vida. Para ella, un niño en la calle era alguien que aprendía a estar callado y esconderse, alguien que salía de noche a rebuscar en la basura. Solo los ladronzuelos más valientes se atrevían con las faltriqueras; la vida de los skaa había carecido de valor alguno para muchos nobles. Durante su infancia, Vin había conocido a varios ladronzuelos que habían muerto o habían perdido un miembro porque algún noble de paso en la ciudad los encontraba ofensivos.
Las leyes de Elend tal vez no hubieran eliminado la pobreza como él pretendía, pero habían mejorado la vida incluso de los ladronzuelos callejeros. Por eso, entre otras cosas, Vin lo amaba.
Todavía había algunos nobles entre la multitud, hombres a quienes Elend o las circunstancias habían persuadido de que sus fortunas estarían más seguras dentro de la ciudad que fuera de ella. Estaban desesperados, eran débiles o aventureros. Vin vio pasar a un hombre rodeado por un grupo de guardias. El hombre ni la miró: para él, la sencilla ropa de Vin era motivo suficiente para ignorarla. Ninguna noble se vestiría como lo hacía ella.
¿Es eso lo que soy?, se preguntó, deteniéndose junto a un escaparate y mirando los libros expuestos, cuya venta siempre había sido un mercado pequeño, pero beneficioso, para los ociosos nobles imperiales. También usó el reflejo del cristal para asegurarse de que nadie la seguía. ¿Soy una noble?
Podía argumentarse que era noble simplemente por asociación. El mismísimo rey la amaba (le había pedido que se casara con él), y había sido entrenada por el Superviviente de Hathsin. En efecto, su padre había sido noble, aunque su madre hubiera sido una skaa. Vin alzó una mano y acarició el pendiente de cobre que era el único recuerdo que tenía de ella.
No era mucho. Pero, claro, Vin no estaba segura de querer pensar demasiado en su madre. La mujer, después de todo, había intentado matarla. De hecho, había matado a la hermana de Vin. Solo la intervención de Reen, su hermanastro, la había salvado. Había arrancado a Vin, ensangrentada, de los brazos de una mujer que le había clavado el pendiente en la oreja apenas unos momentos antes.
Y, sin embargo, Vin todavía lo conservaba. Como una especie de recordatorio. La verdad era que no se sentía noble. En ocasiones, pensaba que tenía más en común con su madre loca que con la aristocracia del mundo de Elend. Los bailes y fiestas a los que había asistido antes del Colapso habían sido una charada. Un recuerdo parecido a un sueño. No se celebraban en el mundo de gobiernos que se tambaleaban y asesinos nocturnos. Además, la participación de Vin en los bailes, fingiendo ser Valette Renoux, había sido siempre un engaño.
Todavía seguía fingiendo. Fingía no ser la muchacha que había crecido muerta de hambre en las calles, una muchacha que había recibido más palizas que atenciones amistosas. Vin suspiró, apartándose del escaparate. La siguiente tienda, sin embargo, atrajo su atención a su pesar.
Era de vestidos de baile.
La tienda estaba vacía: poca gente pensaba en vestidos cuando una invasión era inminente. Vin se detuvo ante la puerta abierta, inmóvil casi, como metal del que se tira. Dentro, los maniquíes posaban con majestuosos vestidos. Vin los contempló, con sus estrechas cinturas y sus faldas acampanadas. Se imaginó en un baile, con la suave música de fondo, las mesas con manteles de un blanco perfecto, y a Elend, de pie en su balcón, hojeando un libro…
Casi estuvo a punto de entrar. Pero ¿para qué molestarse? La ciudad estaba a punto de ser atacada. Además, los vestidos eran caros. Cuando gastaba el dinero de Kelsier no era lo mismo. Ahora gastaba el dinero de Elend… y el dinero de Elend era el dinero del reino.
Dejó atrás los vestidos y regresó a la calle. Ya no tienen nada que ver conmigo. Valette es inútil para Elend… Él necesita una nacida de la bruma, no una chica aparatosa con un vestido que no sabe llenar del todo. Los golpes recibidos la noche anterior, ya oscuros cardenales, eran un recordatorio de cuál era su sitio. Estaba sanando bien (llevaba todo el día quemando peltre), pero seguiría magullada una semana.
Vin avivó el paso, dirigiéndose a los corrales. Sin embargo, mientras caminaba se dio cuenta de que alguien la seguía disimuladamente.
Bien, tal vez «disimuladamente» era decir mucho: el hombre no hacía un buen trabajo a la hora de pasar inadvertido. Tenía la coronilla calva, pero llevaba el pelo largo. Vestía una simple saya de skaa: una única pieza manchada de ceniza.
Magnífico, pensó Vin. Aquel era otro motivo por el que evitaba el mercado, o cualquier lugar donde se congregaran los skaa.
Aceleró de nuevo, pero el hombre se apresuró también. Pronto sus torpes movimientos llamaron la atención… pero en vez de maldecirlo, la mayoría de la gente se detuvo, reverente. Pronto otros se le unieron y Vin tuvo a una pequeña multitud siguiéndola.
Una parte de ella quiso lanzar una moneda y salir volando. Sí, pensó Vin, desabrida. Usa la alomancia a plena luz del día. Así no llamarás la atención.
Con un suspiro, se volvió para enfrentarse al grupo. Ninguno de los que la seguían parecía particularmente amenazador. Los hombres llevaban pantalones y camisas sucias; las mujeres, vestidos cómodos de una sola pieza. Varios hombres llevaban sayas manchadas de ceniza.
Sacerdotes del Superviviente.
—Dama Heredera —dijo uno de ellos, aproximándose y poniéndose de rodillas.
—No me llames así —respondió Vin en voz baja.
El sacerdote la miró.
—Por favor. Necesitamos orientación. Hemos derrocado al lord Legislador. ¿Qué hacemos ahora?
Vin dio un paso atrás. ¿Había comprendido Kelsier lo que hacía? Había logrado que los skaa creyeran en él y luego había muerto como un mártir para que en su furia se volvieran contra el Imperio Final. ¿Qué había pensado que sucedería después? ¿Había previsto la fundación de la Iglesia del Superviviente? ¿Había sabido que sustituirían al lord Legislador por el propio Kelsier como dios?
El problema era que Kelsier no había dejado a sus seguidores ninguna doctrina. Su único objetivo había sido derrocar al lord Legislador; en parte para conseguir venganza, en parte para sellar su legado, y, en parte, o eso esperaba Vin, porque quería liberar a los skaa.
Pero ¿ahora qué? Esa gente debía de sentirse igual que ella. A la deriva, sin ninguna luz que los guiara.
Vin no podía ser esa luz.
—Yo no soy Kelsier —dijo en voz baja, dando un paso atrás.
—Lo sabemos —respondió uno de los hombres—. Eres su heredera. Él murió y, esta vez, tú sobreviviste.
—Por favor —dijo una mujer, dando un paso adelante, con un niño pequeño en brazos—. Dama Heredera. Si la mano que abatió al lord Legislador pudiera tocar a mi hijo…
Vin trató de retroceder más, pero se dio cuenta de que la multitud la rodeaba. La mujer se acercó más y, Vin, finalmente, acercó una mano insegura a la frente del bebé.
—Gracias —dijo la mujer.
—Nos protegerás, ¿verdad, Dama Heredera? —preguntó una mujer joven, no mucho mayor que Elend, de rostro sucio pero ojos honrados—. Los sacerdotes dicen que detendrás al ejército que hay ahí fuera, que sus soldados no podrán entrar en la ciudad mientras tú estés aquí.
Eso fue demasiado para ella. Vin murmuró una respuesta apenas inteligible, se volvió y se abrió paso entre la muchedumbre. El grupo de creyentes, afortunadamente, no la siguió.
Cuando se detuvo respiraba con dificultad, pero no debido al cansancio. Se metió en un callejón, entre dos tiendas, y se abrazó en la oscuridad. Se había pasado toda la vida aprendiendo a pasar inadvertida, a ser silenciosa y poco importante. Ya no podía ser ninguna de esas cosas.
¿Qué esperaba la gente de ella? ¿De verdad pensaban que podría detener a un ejército sola? Esa era una lección que había aprendido muy pronto en su entrenamiento: los nacidos de la bruma no eran invencibles. Podía matar a un hombre. Diez hombres le crearían problemas. Un ejército…
Vin se controló e inspiró, tratando de calmarse. Al cabo de un rato, regresó a la calle. Estaba ya cerca de su destino, una pequeña tienda abierta rodeada por cuatro corrales. El mercader esperaba a un lado. Era un hombre sucio con pelo solo en un lado de la cabeza, el derecho. Vin se quedó un instante tratando de decidir si el extraño peinado se debía a una enfermedad, a alguna herida o a algún tipo de preferencia.
El hombre se irguió cuando la vio de pie. Se cepilló, levantando una pequeña cantidad de polvo. Luego se dirigió a ella, sonriendo con los dientes que todavía le quedaban, actuando como si no hubiera oído, o no le importara, que había un ejército a las puertas de la ciudad.
—Ah, joven dama —dijo—. ¿Buscando un cachorrito? Tengo algunos chuchos que encantarían a cualquier muchacha. Espera, deja que te traiga uno. Estarás de acuerdo en que es la cosa más preciosa que has visto en tu vida.
Vin se cruzó de brazos mientras el hombre se agachaba para recoger a un cachorrillo de uno de los corrales.
—La verdad es que estaba buscando un sabueso.
El mercader alzó la cabeza.
—¿Un sabueso, señorita? No es animal de compañía para una muchacha como tú. Son unos brutos. Deja que te busque un perrito agradable. Son bonitos, esos chuchos…, y listos, también.
—No —dijo Vin, atrayéndolo—. Me traerás un sabueso.
El hombre se paró a mirarla rascándose en varios lugares indignos.
—Bueno, veré qué puedo hacer…
Se marchó al corral más alejado de la calle. Vin esperó en silencio, tratando de no percibir los olores mientras el mercader gritaba a algunos de sus animales y seleccionaba el adecuado. Al cabo de un rato le trajo un perro atado con una correa. Era un sabueso pequeño, pero tenía unos grandes ojos dulces y dóciles, y, obviamente, un temperamento agradable.
—El más pequeño de la camada —dijo el mercader—. Un buen animal para una chica joven, diría yo. Probablemente también será un cazador excelente. Estos perros lobo tienen mejor olfato que ninguna otra bestia que hayas visto.
Vin echó mano del monedero, pero se detuvo y contempló el rostro jadeante del perro. Casi parecía estar sonriéndole.
—Oh, por el amor del lord Legislador —exclamó, y dejó atrás al perro y al amo camino de los corrales del fondo.
—¿Joven dama? —preguntó el mercader, siguiéndola inseguro.
Vin estudió los perros. Casi al fondo, localizó una enorme bestia negra y gris. Estaba encadenada a un poste y la miraba retadora, con un grave rugido en su garganta.
Vin señaló.
—¿Cuánto por ese de ahí atrás?
—¿Ese? —preguntó el mercader—. Buena señora, ese es una bestia. ¡Su misión iba a ser estar suelto en los terrenos de un lord para atacar a todo el que entrara! ¡Es uno de los bichos más terribles que verás jamás!
—Perfecto —dijo Vin, sacando unas monedas.
—Buena señora, no podría venderte esa bestia. Desde luego que no. Cielos, apuesto a que pesa la mitad que tú.
Vin asintió, y luego abrió la puerta del corral y entró. El mercader dejó escapar un grito, pero Vin se encaminó directamente hacia el perro, que empezó a ladrar salvajemente, babeando.
Lo siento, pensó Vin. Luego, quemando peltre, se agachó y descargó un puñetazo en la cabeza del animal.
El perro se quedó quieto, se tambaleó y cayó inconsciente al suelo. El mercader se detuvo con la boca abierta.
—Una correa —ordenó Vin.
Se la entregó. Vin la usó para atar los pies del sabueso y, luego, quemando peltre, se cargó el animal sobre los hombros. Se resintió levemente del dolor en el costado.
Será mejor que este bicho no me manche la camisa de baba, pensó. Entregó al mercader algunas monedas y regresó al palacio.
Vin dejó caer al suelo al perro inconsciente. Los guardias la habían mirado con extrañeza a su llegada al palacio, pero ya estaba acostumbrada. Se sacudió las manos.
—¿Qué es eso? —preguntó OreSeur. Había vuelto a sus habitaciones del palacio, pero su cuerpo actual estaba claramente inservible. Había tenido que formar músculos en lugares donde los hombres normalmente no los tenían, para mantener unido el esqueleto, y mientras sanaba de todas sus heridas el cuerpo realmente no parecía natural. Todavía llevaba la ropa manchada de sangre de la noche anterior.
—Esto es tu nuevo cuerpo —dijo Vin, señalando el sabueso.
OreSeur se quedó quieto.
—¿Eso? Ama, eso es un perro.
—Sí —dijo Vin.
—Y yo soy un hombre.
—Tú eres un kandra —dijo Vin—. Puedes imitar la carne y el músculo. ¿Qué tal el pelaje?
El kandra no parecía nada contento.
—No puedo imitarlo —dijo—, pero sí que puedo usar el pelaje de la bestia, igual que uso sus huesos. No obstante, sin duda que hay…
—No voy a matar por eso, kandra —dijo Vin—. Y aunque mate a alguien, no dejaré que tú… te lo comas. Además, esto no llamará la atención. La gente empezará a hablar si sigo sustituyendo a mis criados por hombres desconocidos. Llevo meses diciendo que pienso despedirte. Bueno, diré que lo hice por fin. A nadie se le ocurrirá pensar que mi nuevo perro sabueso es mi kandra.
Se volvió señalando al animal.
—Será muy útil. La gente presta menos atención a los perros que a los humanos y podrás escuchar sus conversaciones.
OreSeur frunció aún más el ceño.
—No haré esto voluntariamente. Tendrás que obligarme, en virtud del Contrato.
—Bien —dijo Vin—. Es una orden. ¿Cuánto tardarás?
—Con un cuerpo normal tardaría unas pocas horas —dijo OreSeur—. Con este puede que tarde un poco más. Imitar esa piel será un desafío.
—Entonces, empieza —dijo Vin, volviéndose hacia la puerta. De camino, sin embargo, vio un paquetito sobre la mesa. Frunció el ceño, se acercó y lo abrió. Había una nota dentro.
Lady Vin:
Aquí está la aleación que pediste. El aluminio es muy difícil de conseguir, pero una familia noble abandonó recientemente la ciudad y pude comprar parte de su cubertería.
No sé si esto funcionará, pero creo que merece la pena intentarlo. He mezclado el aluminio con cobre al cuatro por ciento y el resultado me parece bastante prometedor. He leído su composición: se llama duralumín.
Tu servidor,
TERION
Vin sonrió, dejó la nota y sacó el resto del contenido de la caja: una bolsita de polvo de metal y una fina barra plateada, ambas presumiblemente de aquel «duralumín». Terion era un maestro metalúrgico alomántico. Aunque él mismo no era alomántico, llevaba toda la vida creando aleaciones y polvos para nacidos de la bruma y brumosos.
Vin se guardó la bolsa y la barra, y luego se volvió hacia OreSeur. El kandra la miró inexpresivamente.
—¿Ha llegado esto para mí? —preguntó Vin, mirando la caja.
—Sí, ama —dijo OreSeur—. Hace unas horas.
—¿Y no me lo has dicho?
—Lo siento, ama —dijo OreSeur con voz átona—, pero no me ordenaste que te avisara si llegaban paquetes.
Vin apretó los dientes. OreSeur sabía lo ansiosamente que estaba esperando otra aleación de Terion. Todas las aleaciones de aluminio habían resultado un fracaso. Le molestaba saber que había otro metal alomántico en alguna parte, esperando ser descubierto. No quedaría satisfecha hasta encontrarlo.
OreSeur se quedó donde estaba, con una expresión amorfa en el rostro, y el perro inconsciente en el suelo, a sus pies.
—Ponte a trabajar en ese cuerpo —dijo Vin, dándose la vuelta, y salió de la habitación en busca de Elend.
Vin encontró finalmente a Elend en su estudio, repasando algunos libros con una figura conocida.
—¡Dox! —dijo Vin. Él se había retirado a sus habitaciones poco después de su llegada, el día anterior, y no le había visto.
Dockson alzó la cabeza y sonrió. Fornido sin ser gordo, tenía el pelo oscuro y corto y seguía llevando su barba de costumbre.
—Hola, Vin.
—¿Qué tal por Terris? —preguntó ella.
—Frío —respondió Dockson—. Me alegro de estar de vuelta. Aunque desearía no haber encontrado a ese ejército aquí.
—Sea como sea, nos alegramos de que hayas vuelto, Dockson —dijo Elend—. El reino prácticamente se caía a pedazos sin ti.
—No parece el caso —dijo Dockson, cerrando el libro y colocándolo en el montón—. Tal como están las cosas, y los ejércitos, parece que la burocracia real ha aguantado bastante bien en mi ausencia. ¡Casi no me necesitáis ya!
—¡Tonterías! —dijo Elend.
Vin se apoyó en la puerta y se quedó mirando a los dos hombres mientras ellos continuaban su conversación. Mantenían su aire de forzada jovialidad. Ambos estaban decididos a conseguir que el nuevo reino funcionara, aunque eso significara fingir que se caían bien. Dockson señalaba los libros de cuentas, hablando de finanzas y lo que había descubierto en las poblaciones cercanas que estaban bajo el control de Elend.
Vin suspiró y contempló la habitación. La luz del sol se filtraba por la vidriera, tiñendo de colores los libros y la mesa. Vin no se había acostumbrado a la riqueza de una fortaleza noble. La ventana, roja y lavanda, era una obra de intrincada belleza. Sin embargo, los nobles al parecer consideraban las vidrieras tan corrientes que habían puesto esa en una de las habitaciones traseras, en la pequeña cámara que Elend usaba como estudio.
Como cabía esperar, la habitación estaba repleta de libros. Los estantes cubrían las paredes del suelo al techo, pero no podían con el enorme volumen de la creciente colección de Elend. A ella nunca le había interesado mucho el gusto de Elend por los libros. Eran casi todos obras políticas o históricas, sobre temas tan ajados como sus viejas páginas. Muchos de ellos habían sido prohibidos por el Ministerio de Acero, pero de algún modo los antiguos filósofos conseguían que incluso los temas más jugosos se transformaran en aburridos.
—Muy bien —dijo Dockson, cerrando por fin sus libros—. Tengo que hacer algunas cosas antes de tu discurso de mañana, Majestad. ¿No dijo Ham que había también esta tarde una reunión para la defensa de la ciudad?
Elend asintió.
—Suponiendo que pueda conseguir que la Asamblea acuerde no entregar la ciudad a mi padre, tendremos que elaborar una estrategia para enfrentarnos a este ejército. Enviaré a alguien a buscarte mañana por la noche.
—Bien —dijo Dockson. Inclinó la cabeza ante Elend, le hizo un guiño a Vin y salió de la abarrotada habitación.
Ella se acercó.
—Es un buen hombre, Elend.
—Oh, soy consciente de eso. Pero ser un buen hombre no siempre hace que uno sea agradable.
—También es agradable —dijo Vin—. Tozudo, tranquilo, estable. La banda confiaba en él.
Aunque no era alomántico, Dockson era la mano derecha de Kelsier.
—No le gusto, Vin —dijo Elend—. Es… muy difícil llevarse bien con alguien que te mira así.
—No le das ninguna oportunidad —se quejó Vin, deteniéndose al lado de la silla de Elend.
Él la miró, sonriendo débilmente, con el chaleco desabrochado, el pelo convertido en un caos absoluto.
—Vaya —dijo ociosamente, tomando su mano—. Me gusta esa camisa. El rojo te sienta bien.
Vin puso los ojos en blanco, dejando que él la atrajera suavemente hasta la silla y la besara. Hubo pasión en el beso, tal vez una necesidad de algo estable. Vin se lo devolvió, relajándose abrazada contra él. Unos minutos más tarde suspiró y se dejó caer en la silla de al lado. Él la atrajo, acercando la silla a la luz del ventanal.
Sonrió y la miró.
—Llevas… un perfume nuevo.
Vin bufó, apoyando la cabeza en su pecho.
—No es perfume, Elend. Es olor a perro.
—Ah, bien —dijo Elend—. Me preocupaba que hubieras perdido el olfato. Ahora bien, ¿hay algún motivo concreto para que huelas a perro?
—He ido al mercado a comprar uno, lo he traído y se lo he dado a OreSeur para que sea su nuevo cuerpo.
Elend se quedó quieto.
—Vaya, Vin. ¡Es brillante! Nadie sospechará que un perro sea un espía. Me pregunto si alguien lo habrá hecho antes…
—Alguien debe de haberlo hecho —respondió Vin—. Es lógico. Pero sospecho que quienes lo hicieron no compartieron sus descubrimientos.
—Buen argumento —dijo Elend, relajándose. Sin embargo, por muy tranquilos que estuvieran, ella todavía podía sentir la tensión en él.
El discurso de mañana, pensó Vin. Está preocupado por eso.
—Sin embargo, he de decir que me parece un poco decepcionante que no lleves perfume con olor a perro —dijo Elend tranquilamente—. Dada tu posición social, ya estoy viendo a algunas nobles locales tratando de imitarte. Podría ser divertido.
Ella se inclinó hacia delante y lo miró a la cara sonriente.
—¿Sabes, Elend? A veces es terriblemente difícil saber si estás de guasa o si te comportas como un tonto.
—Eso me hace más misterioso, ¿eh?
—Algo así —dijo ella, acurrucándose de nuevo contra él.
—Es que no comprendes lo inteligente que soy —dijo Elend—. Si la gente no puede distinguir cuándo estoy siendo un idiota y cuándo un genio, tal vez dé por sentado que mis meteduras de pata son brillantes maniobras políticas.
—Mientras no confundan tus maniobras brillantes con meteduras de pata…
—Eso va a ser difícil —dijo Elend—. Me temo que llevo acumuladas unas cuantas para que la gente se confunda.
Vin notó su tono de preocupación. Sin embargo, él sonrió, cambiando de tema.
—Así que OreSeur el perro. ¿Seguirá pudiendo salir contigo por las noches?
Vin se encogió de hombros.
—Supongo. En realidad, planeaba no llevarlo durante una temporada.
—Me gustaría que lo llevaras —dijo Elend—. Me preocupa que estés ahí fuera, todas las noches, esforzándote tanto.
—Puedo apañármelas. Alguien tiene que cuidar de ti.
—Sí —dijo Elend—. Pero ¿quién cuida de ti?
Kelsier. Incluso entonces esa seguía siendo su reacción inmediata. Hacía menos de un año que Vin lo había conocido, pero aquel año había sido el primero de su vida en que se había sentido protegida.
Kelsier estaba muerto. Como el resto del mundo, Vin tenía que vivir sin él.
—Sé que te lastimaste luchando contra esos alománticos la otra noche —dijo Elend—. Me quedaría más tranquilo si supiera que te acompaña alguien.
—Los kandras no son guardaespaldas de nadie.
—Lo sé. Pero son increíblemente leales…, nunca he oído hablar de ninguno que haya roto su Contrato. Él te vigilará. Me preocupo por ti, Vin. ¿Sabes por qué estoy despierto hasta tarde garabateando mis propuestas? No puedo dormir sabiendo que podrías estar ahí fuera luchando… o, peor, tirada en alguna calle, agonizando porque no hay nadie para ayudarte.
—A veces OreSeur va conmigo.
—Sí —dijo Elend—, pero sé que buscas excusas para dejarlo atrás. Kelsier te compró los servicios de un sirviente increíblemente valioso. No puedo comprender por qué te esfuerzas tanto por evitarlo.
Vin cerró los ojos.
—Elend. Él se comió a Kelsier.
—¿Y? —preguntó Elend—. Kelsier ya estaba muerto. Además, él mismo dio esa orden.
Vin suspiró y abrió los ojos.
—Es que… no me fío de esa cosa, Elend. La criatura es antinatural.
—Lo sé —dijo Elend—. Mi padre siempre tuvo un kandra. Pero contar con OreSeur es al menos algo. Por favor. Prométeme que lo llevarás contigo.
—Muy bien. Pero no creo que vaya a gustarle mucho el acuerdo. Él y yo no nos llevábamos muy bien ni siquiera cuando estaba haciendo de Renoux y yo de su sobrina.
Elend se encogió de hombros.
—Cumplirá su Contrato. Eso es lo que importa.
—Cumple el Contrato, pero a regañadientes. Te juro que disfruta frustrándome.
Elend la miró.
—Vin, los kandra son servidores excelentes. No hacen esas cosas.
—No, Elend —dijo Vin—. Sazed era un servidor excelente. Disfrutaba estando con la gente, ayudándola. Nunca sentí que lamentara estar conmigo. OreSeur tal vez haga todo lo que le ordeno, pero no le gusto; no le he gustado nunca. Lo noto.
Elend suspiró y le acarició el hombro.
—¿No crees que puedes estar comportándote de un modo un poco irracional? No hay ningún motivo de peso para odiarlo.
—¿No? —preguntó Vin—. ¿Igual que no hay ningún motivo para que tú no te lleves bien con Dockson?
Elend vaciló. Luego suspiró.
—Supongo que tienes razón —dijo. Continuó acariciando los hombros de Vin mientras miraba el techo, pensativo.
—¿Qué? —preguntó Vin.
—No estoy haciendo un buen trabajo con todo esto, ¿verdad?
—No seas tonto. Eres un rey maravilloso.
—Podría ser un rey pasable, Vin, pero no soy él.
—¿Quién?
—Kelsier —dijo Elend en voz baja.
—Nadie espera que seas Kelsier.
—¿No? Por eso no le caigo bien a Dockson. Odia a los nobles; está claro por la forma en que habla, por la forma en que actúa. No sé si puedo reprochárselo, dada la vida que ha llevado. De todas formas, no cree que yo deba ser rey. Cree que un skaa debería estar en mi lugar… o, aún mejor, Kelsier. Todos lo piensan.
—Eso es una tontería, Elend.
—¿De veras? Y si Kelsier aún viviera, ¿sería yo rey?
Vin no respondió.
—¿Ves? Me aceptan… el pueblo, los mercaderes, incluso los nobles. Pero en el fondo, desearían tener a Kelsier.
—Yo no lo deseo.
—¿No?
Vin frunció el ceño. Entonces se incorporó en el asiento, volviéndose, de modo que quedó arrodillada sobre Elend en la silla reclinable, sus caras a escasos centímetros.
—No pongas nunca eso en duda, Elend. Kelsier era mi maestro, pero yo no lo amaba. No como te amo a ti.
Elend la miró a los ojos, luego asintió. Vin lo besó largamente y luego volvió a acurrucarse contra él.
—¿Por qué no? —preguntó Elend al cabo de un rato.
—Bueno, para empezar, era viejo.
Elend se echó a reír.
—Creo recordar que te burlaste también de mi edad.
—Eso es diferente —dijo Vin—. Solo eres unos pocos años mayor que yo. Kelsier era un anciano.
—Vin, tener treinta y ocho años no es ser anciano.
—Casi.
Elend volvió a reírse, pero ella notó que no estaba satisfecho. ¿Por qué había elegido a Elend en vez de a Kelsier? Kelsier era el visionario, el héroe, el nacido de la bruma.
—Kelsier era un gran hombre —dijo Vin en voz baja mientras Elend empezaba a acariciarle el pelo—. Pero… había algo en él, Elend. Cosas que daban miedo. Era decidido, intrépido, incluso un poco cruel. Implacable. Mataba a la gente sin sentir culpa ni preocupación, solo porque apoyaban al Imperio Final o trabajaban para el lord Legislador.
»Yo podía quererlo como maestro y amigo. Pero no creo que hubiera podido amar nunca a un hombre así, no amarlo de verdad. No se lo reprocho: él pertenecía a las calles, igual que yo. Cuando luchas tan duro por tu vida, te haces fuerte… pero también te vuelves implacable. Fuera culpa suya o no, Kelsier me recordaba demasiado a hombres que… conocí cuando era más joven. Kell era mejor persona que ellos. Podía ser amable, y sacrificó su vida por los skaa. Sin embargo, era muy duro. —Cerró los ojos, sintiendo el calor de Elend—. Tú, Elend Venture, eres un buen hombre. Un verdadero buen hombre.
—Los hombres buenos no se convierten en leyenda —dijo él en voz baja.
—Los hombres buenos no necesitan convertirse en leyenda. —Vin abrió los ojos para mirarlo—. Hacen lo que está bien de todas formas.
Elend sonrió. Le besó la coronilla y se echó hacia atrás. Permanecieron allí un rato, relajándose en la habitación iluminada.
—Me salvó la vida, una vez —dijo Elend por fin.
—¿Quién? —preguntó Vin, sorprendida—. ¿Kelsier?
Elend asintió.
—El día después de que capturaran a Fantasma y OreSeur, el día que murió Kelsier. Hubo una batalla en la plaza y Ham y algunos soldados trataron de liberar a los cautivos.
—Yo estaba allí —dijo Vin—. Escondida en uno de los callejones, con Brisa y Dox.
—¿De veras? —preguntó Elend, divertido—. Porque yo había ido a buscarte. Creía que te habían arrestado, junto con OreSeur… que entonces se hacía pasar por tu tío. Traté de llegar a las jaulas para rescatarte.
—¿Hiciste qué? ¡Elend, esa plaza era un campo de batalla! ¡Había un inquisidor allí, por el amor del lord Legislador!
—Lo sé —dijo Elend, sonriendo débilmente—. Verás, ese inquisidor es el que trató de matarme. Había levantado su hacha y todo. Y entonces… apareció Kelsier. Chocó contra el inquisidor y lo arrojó al suelo.
—Probablemente fuera solo una coincidencia.
—No. Lo hizo adrede, Vin. Me miró mientras luchaba contra el inquisidor, y lo vi en sus ojos. Siempre me he preguntado por ese momento: todo el mundo me dice que Kelsier odiaba a los nobles aún más que Dox.
Vin vaciló.
—Él… empezó a cambiar un poco al final, creo.
—¿Cambió tanto como para arriesgarse a proteger a un noble al azar?
—Sabía que yo te amaba —dijo Vin, sonriendo débilmente—. Supongo que, en el fondo, eso fue más fuerte que su odio.
—No me di cuenta…
Guardó silencio cuando Vin se volvió, porque había oído algo. Como pasos acercándose. Ella se incorporó y, un segundo más tarde, Ham asomó la cabeza. Se detuvo al ver a Vin sentada en el regazo de Elend.
—Oh —dijo Ham—. Lo siento.
—No, espera —respondió Vin. Ham volvió a asomar la cabeza, y Vin se volvió hacia Elend—. Casi se me había olvidado por qué he venido a verte. He recibido un paquete nuevo de Terion.
—¿Otro? —preguntó Elend—. Vin, ¿cuándo vas a dejarlo?
—No puedo permitírmelo.
—No puede ser tan importante. Quiero decir que, si todo el mundo ha olvidado lo que hace ese último metal, entonces no debe de ser muy poderoso.
—O eso, o es tan sorprendentemente poderoso que el Ministerio se tomó la molestia de mantenerlo en secreto.
Vin se levantó de la silla y se sacó del bolsillo la bolsita y la fina barra. Le entregó la barra a Elend, que permanecía sentado.
Plateado y brillante, el metal (como el aluminio del que estaba hecho) parecía demasiado liviano para ser real. Cualquier alomántico que accidentalmente quemara aluminio se quedaba sin sus otras reservas de metal, y sin poderes. El Ministerio de Acero había mantenido en secreto el aluminio; Vin solo había descubierto su existencia la noche de su captura por los inquisidores, la misma noche que había matado al lord Legislador.
Nunca habían podido descubrir cuál era la pareja alomántica adecuada para el aluminio. Los metales alománticos siempre iban de dos en dos: hierro y acero, estaño y peltre, cobre y bronce, cinc y latón. Aluminio y… algo. Algo poderoso, posiblemente. A ella se le había terminado el atium. Necesitaba alguna ventaja.
Elend suspiró y le devolvió la barra.
—La última vez que intentaste quemar uno de estos estuviste enferma dos días, Vin. Fue aterrador.
—No puede matarme —dijo Vin—. Kelsier me prometió que quemar una mala aleación solo me enfermaría.
Elend sacudió la cabeza.
—Incluso Kelsier se equivocaba de vez en cuando, Vin. ¿No dices que malinterpretó cómo funcionaba el bronce?
Vin no respondió. La preocupación de Elend era tan auténtica que casi se dejó persuadir. Sin embargo…
Cuando ese ejército ataque, Elend morirá. Los skaa de la ciudad tal vez sobrevivan: ningún gobernante sería tan tonto como para masacrar a la población de una ciudad tan productiva. El rey, sin embargo, sería ejecutado. Ella no podía combatir contra todo un ejército bien pertrechado y podía hacer poco para contribuir a los preparativos.
No obstante, tenía la alomancia. Cuanto mejor fuera con ella, mejor protegería al hombre que amaba.
—Tengo que intentarlo, Elend —dijo en voz baja—. Clubs dice que Straff no atacará hasta dentro de unos cuantos días: necesitará ese tiempo para que sus hombres descansen tras la marcha y para estudiar cómo atacar la ciudad. Eso significa que yo no puedo esperar. Si este metal me hace enfermar, estaré mejor a tiempo de ayudar a combatir… pero solo si lo intento ahora.
El rostro de Elend se ensombreció, pero no le prohibió nada. Había aprendido a no hacerlo. En cambio, se levantó.
—Ham, ¿crees que es buena idea?
Ham asintió. Era un guerrero: para él, su estrategia tenía sentido. Vin le había pedido que se quedara porque necesitaría que alguien la llevara de vuelta a su cama, si algo salía mal.
—Muy bien —dijo Elend, dándole la espalda a Vin con aspecto resignado.
Vin se sentó en el sillón y luego tomó una pizca de polvo de duralumín y lo tragó. Cerró los ojos y repasó sus reservas alománticas. Las ocho comunes estaban allí, bien almacenadas. No tenía atium ni oro, ni ninguna de sus aleaciones. Aunque hubiera tenido atium, era demasiado precioso para usarlo excepto en una emergencia, y los otros tres solo tenían una utilidad marginal.
Una nueva reserva apareció, igual que en los cuatro intentos precedentes. Cada vez que quemaba una aleación de aluminio, inmediatamente sentía un dolor de cabeza cegador. Ya tendría que haber aprendido… pensó, apretando los dientes. Rebuscó en su interior y quemó la nueva aleación.
No sucedió nada.
—¿Lo has intentado ya? —preguntó Elend, aprensivo.
Vin asintió lentamente.
—No me duele la cabeza. Pero… no estoy segura de si la aleación está haciendo algo o no.
—Pero ¿se está quemando? —preguntó Ham.
Vin asintió. Sentía el calor familiar dentro, el fuego diminuto que le decía que un metal estaba ardiendo. Trató de moverse un poco, pero no pudo distinguir ningún cambio en su organismo. Finalmente, alzó la cabeza y se encogió de hombros.
Ham frunció el ceño.
—Si no te ha hecho enfermar, entonces has encontrado la aleación adecuada. Cada metal solo tiene una aleación válida.
—O eso os han dicho siempre.
Ham asintió.
—¿Qué aleación era?
—Aluminio y cobre —dijo Vin.
—Interesante. ¿No sientes nada?
Vin negó con la cabeza.
—Tendrás que practicar un poco más.
—Parece que estoy de suerte —dijo Vin, apagando su aluminio—. Terion dio con cuarenta aleaciones distintas que pensó que podíamos probar cuando tuviéramos suficiente aluminio. Esta era solo la quinta.
—¿Cuarenta? —preguntó Elend, incrédulo—. ¡No sabía que había tantos metales con los que se pueden fabricar aleaciones!
—No necesitas dos metales para obtener una aleación —dijo Vin, ausente—. Solo metal y algo más. Mira el acero: es hierro y carbono.
—Cuarenta… —repitió Elend—. ¿Y las habrías probado todas?
Vin se encogió de hombros.
—Parecía un buen comienzo.
A Elend la idea no le hizo ninguna gracia, pero no dijo nada más. En cambio, se volvió hacia Ham.
—Por cierto, Ham, ¿había algo más por lo que querías vernos?
—Nada importante —contestó Ham—. Solo quería saber si a Vin le apetecía entrenar un poco. Ese ejército me ha puesto nervioso y he supuesto que a Vin le gustaría entrenar un poco con el bastón.
Vin se encogió de hombros.
—Claro. ¿Por qué no?
—¿Quieres venir, El? —preguntó Ham—. ¿Y practicar un poco?
Elend se echó a reír.
—¿Y enfrentarme a uno de vosotros dos? ¡Tengo que pensar en mi dignidad real!
Vin frunció levemente el ceño, mirándolo.
—Tendrías que practicar más, Elend. Apenas sabes empuñar una espada, y eres terrible con el bastón de duelos.
—Pero ¿por qué voy a preocuparme por eso cuando te tengo a ti para protegerme?
La preocupación de Vin aumentó.
—No podemos estar siempre cerca de ti, Elend. Me sentiría mucho más tranquila si te defendieras mejor.
Él sonrió y la ayudó a levantarse.
—Me pondré a practicar tarde o temprano, lo prometo. Pero hoy no… Tengo muchas cosas en qué pensar. ¿Qué os parece si voy a veros? Tal vez observando aprenda algo…, que es, por cierto, el método preferible para entrenarse con las armas, ya que no te arriesgas a que una chica te dé una paliza.
Vin suspiró, pero no insistió más.