Los otros me llaman loco. Como he dicho, puede que sea cierto.

43

La bruma se colaba en la habitación oscura, desplomándose alrededor de Vin como una cascada mientras ella permanecía en la puerta abierta del balcón. Elend era un bulto inmóvil que dormía en su cama un poco más allá.

Al parecer, ama, le había explicado OreSeur, fue él solo al campamento de los koloss. Tú estabas dormida, y ninguno de nosotros sabía sus intenciones. No creo que consiguiera persuadir a las criaturas de que no ataquen, pero regresó con información muy útil.

OreSeur estaba sentado sobre los cuartos traseros, a su lado. No había preguntado por qué Vin había acudido a las habitaciones de Elend, ni por qué estaba allí contemplando en silencio al antiguo rey.

No podía protegerlo. Lo había intentado con todas sus fuerzas, pero la imposibilidad de mantener a salvo, aunque fuera a una persona, le resultaba tan evidente, tan tangible, que se sentía enferma.

Elend había hecho bien al salir. Era dueño de sus actos, competente, regio. Sin embargo, sus acciones lo habían hecho correr más peligro todavía. El miedo había sido un compañero de Vin desde hacía tanto tiempo que se había acostumbrado a él, y rara vez le causaba ya ninguna reacción física. No obstante, al verlo allí dormido tranquilamente, notó que las manos le temblaban.

Lo salvé de los asesinos. Lo protegí. Soy una alomántica poderosa. ¿Por qué, entonces, me siento tan indefensa? Tan sola.

Dio un paso adelante, descalza y silenciosa para acercarse a la cama de Elend. Él no despertó. Vin se quedó allí un rato, mirándolo en su pacífico sueño.

OreSeur gruñó.

Vin se dio media vuelta. Había una silueta en el balcón, erguida y negra incluso para sus ojos amplificados por el estaño. La bruma caía ante ella remansándose en el suelo, extendiéndose como un moho etéreo.

—Zane —susurró Vin.

—No está a salvo —dijo él, entrando lentamente en la habitación, empujando una ola de niebla.

Ella miró a Elend.

—No lo estará nunca.

—He venido a decirte que hay un traidor en vuestras filas.

Vin alzó la cabeza.

—¿Quién?

—El hombre, Demoux —dijo Zane—. Contactó con mi padre poco antes del intento de asesinato, ofreciéndose a abrir las puertas y entregar la ciudad.

Vin frunció el ceño. Eso no tiene sentido.

Zane avanzó un paso.

—Es obra de Cett, Vin. Es una serpiente, incluso entre los altos señores. No sé cómo sobornó a uno de vuestros hombres, pero sí sé que Demoux trató de provocar a mi padre para que atacara la ciudad durante la votación.

Vin vaciló. Si Straff hubiera atacado en ese momento, habría reforzado la impresión de que había enviado a los asesinos con anterioridad.

—Elend y Penrod tenían que morir —continuó Zane—. Con la Asamblea sumida en el caos, Cett se habría hecho cargo de la situación, habría dirigido a sus fuerzas, junto con las vuestras, contra el ejército atacante de Straff. Se habría convertido en el salvador que protegió Luthadel de la tiranía de un invasor…

Vin permaneció en silencio. Que Zane lo dijera no significaba que fuese cierto. Sin embargo, sus investigaciones indicaban que Demoux era el traidor.

Había reconocido al asesino de la Asamblea, y era miembro del séquito de Cett, así que sabía que Zane estaba diciendo la verdad el menos en una cosa. Además, no era la primera vez que Cett enviaba asesinos alománticos: había enviado a los que meses atrás habían obligado a Vin a usar sus últimos restos de atium. Zane le había salvado la vida durante esa pelea.

Cerró los puños, notando la frustración que le roía el pecho. Si tiene razón, entonces Demoux está muerto y un enemigo kandra ha ocupado su lugar y se pasa los días muy cerca de Elend. Aunque Zane mienta, seguimos teniendo a un tirano en la ciudad y otro fuera. A una fuerza de koloss salivando por el pueblo. Y Elend no me necesita. Porque no hay nada que yo pueda hacer.

—Comprendo tu frustración —susurró Zane, acercándose a la cama de Elend y contemplando a su hermano dormido—. Sigues haciéndole caso. Quieres protegerle, pero él no te deja.

Zane alzó la cabeza y la miró a los ojos. Ella vio en su mirada lo que no le decía.

Había algo que podía hacer…, lo que una parte de ella había querido hacer desde el principio. Aquello para lo que había sido entrenada.

—Cett estuvo a punto de matar al hombre que amas —dijo Zane—. Tu Elend hace lo que quiere. Bueno, hagamos lo que tú quieres hacer. —La miró a los ojos—. Hemos sido los cuchillos de otra gente demasiado tiempo. Demostrémosle a Cett por qué debería temernos.

Su furia, su frustración por el asedio, la instaban a hacer lo que sugería Zane. Sin embargo, vaciló. Su cabeza era un torbellino. Había matado, y matado eficazmente, hacía muy poco, y eso la había aterrorizado. Sin embargo… Elend corría riesgos, riesgos demenciales. Iba por su cuenta al encuentro de un ejército de koloss. Era casi una traición. Vin trabajaba duro por protegerlo, esforzándose, exponiéndose. Y luego, apenas unos cuantos días después, él se internaba solo en un campamento lleno de monstruos.

Apretó los dientes. Si Elend no era razonable y se mantenía apartado del peligro, ella tendría que ir y asegurarse de que las amenazas contra él fueran eliminadas.

—Vamos —susurró.

Zane asintió.

—Ten en cuenta esto: no podemos asesinarlo. Otro señor de la guerra ocupará su lugar y liderará sus ejércitos. Tenemos que atacar con dureza. Tenemos que golpear al ejército con tanta fuerza que quien ocupe el lugar de Cett se asuste tanto que se bata en retirada.

Vin vaciló, apartando la mirada, las uñas clavadas en las palmas de las manos.

—Cuéntame. —Zane se acercó un paso—. ¿Qué te diría tu Kelsier que hicieras?

La respuesta era sencilla. Kelsier nunca se habría visto en aquella situación. Era un hombre duro, un hombre intolerante con cualquiera que amenazara a quienes amaba. Cett y Straff no habrían durado ni una sola noche en Luthadel sin sentir su cuchillo.

En parte la asombraba su implacable y expeditiva brutalidad.

Hay dos formas de que te mantengas a salvo, le susurró la voz de Reen. Estar callada y ser tan inofensiva que la gente te ignore, o ser tan peligrosa que te tenga miedo.

Miró a Zane a los ojos y asintió. Él sonrió, se puso en marcha y saltó por la ventana.

—OreSeur —susurró Vin—. Mi atium.

El perro vaciló, pero luego se acercó y se abrió el hombro.

—Ama… —dijo lentamente—. No lo hagas.

Vin miró a Elend. No podía protegerlo de todo. Pero podía hacer algo.

Cogió el atium de OreSeur. Sus manos ya no temblaban. Sintió frío.

—Cett amenaza todo lo que amo —susurró—. Pronto sabrá que hay algo en este mundo más terrible que sus asesinos. Algo más poderoso que su ejército. Algo más aterrador que el propio lord Legislador.

»Y voy a buscarlo.

Deber de la bruma, lo llamaban.

Cada soldado tenía que cumplir su turno y permanecer en la oscuridad con una antorcha chisporroteante. Alguien tenía que vigilar. Tenía que contemplar aquellas brumas revueltas y engañosas y preguntarse si había algo allí afuera. Observando.

Wellen sabía que lo había.

Lo sabía, pero nunca decía nada. Los soldados se reían de esas supersticiones. Tenían que salir a las brumas. Estaban acostumbrados a ellas. Sabían que no debían temerlas.

Supuestamente.

—Eh —dijo Jarloux, acercándose al borde de la muralla—. Wellen, ¿ves algo ahí fuera?

Naturalmente que no. Estaban junto a varias docenas de soldados más en el perímetro de la fortaleza Hasting, vigilando la muralla exterior, una fortificación baja de unos cinco metros de altura, que rodeaba el terreno. Su misión era buscar en las brumas cualquier cosa sospechosa.

«Sospechosa», esa era la palabra que empleaban. Todo era sospechoso. Era bruma. Aquella oscuridad cambiante, el vacío de caos y odio. Wellen nunca había confiado en ella. Estaban ahí fuera. Lo sabía.

Algo se movió en la oscuridad. Wellen retrocedió un paso, mirando el vacío, con el corazón en la garganta, y las manos le empezaron a sudar cuando alzó la lanza.

—Sí —dijo Jarloux, encogiendo los ojos—. Te juro que veo…

Llegó, como Wellen siempre había sabido que llegaría. Como un millar de mosquitos en un día de calor, como una andanada de flechas disparadas por un ejército entero. Las monedas se disgregaron en las almenas. Una muralla de muerte titilante, cientos de rastros zigzagueando a través de las brumas. El metal resonó contra la piedra, y los hombres gritaron de dolor.

Wellen retrocedió alzando la lanza, mientras Jarloux daba la alarma: murió a la mitad del grito, con una moneda en la garganta, escupiendo trozos de dientes mientras la moneda le salía por la nuca. Se desplomó, y Wellen se apartó del cadáver, sabiendo que era demasiado tarde para correr.

Las monedas se detuvieron. Silencio en el aire. Los hombres yacían moribundos o gimiendo a sus pies.

Entonces llegaron. Dos oscuras sombras de muerte en la noche. Cuervos en la bruma. Volaron por encima de Wellen con un crujido de tela negra.

Y lo dejaron atrás, solo entre los cadáveres de lo que antes fuera un escuadrón de cuarenta hombres.

Vin aterrizó agazapándose, con los pies descalzos sobre las frías piedras del patio de Hasting. Zane aterrizó erguido, de pie, como siempre, con su porte de confianza.

El peltre ardía dentro de Vin, dando a sus músculos la tensa energía de mil momentos de excitación. Ignoró sin dificultad el dolor de su herida. Su única perla de atium descansaba en su estómago, pero no la usó. Todavía no. No lo haría a menos que tuviera razón y Cett demostrara ser un nacido de la bruma.

—Iremos de abajo arriba —dijo Zane.

Vin asintió. La torre central de la fortaleza Hasting tenía muchos pisos de altura, y no podían saber dónde estaba Cett. Si empezaban por abajo, no podría escapar.

Además, subir sería más difícil. La energía de los miembros de Vin ansiaba ser liberada. Había esperado, contenida, demasiado tiempo. Estaba cansada de debilidades, cansada de ser contenida. Se había pasado meses siendo un cuchillo, sujeta inmóvil contra la garganta de alguien.

Era hora de cortar.

Los dos se abalanzaron hacia delante. Las antorchas empezaron a encenderse a su alrededor mientras los hombres de Cett, los que estaban acampados en el patio, respondían a la alarma. Las tiendas se abrieron y se cerraron, los hombres gritaron sorprendidos buscando el ejército que los atacaba. No tenían esa suerte.

Vin saltó y Zane giró, lanzando una bolsa de monedas a su alrededor. Cientos de trozos de cobre chispearon en el aire bajo ella, la fortuna de un campesino. Vin aterrizó con un susurro, y los dos empujaron, enviando con su poder las monedas hacia fuera. Los proyectiles iluminados por las antorchas atravesaron el campamento, derribando a los hombres adormilados y sorprendidos.

Vin y Zane continuaron hacia la torre central. Un escuadrón de soldados se había desplegado delante de ella. Todavía parecían desorientados, confusos y adormilados, pero iban armados. Con armadura de metal y armas de metal… Una opción inteligente para enfrentarse a un ejército enemigo.

Zane y Vin se metieron entre los soldados. Zane lanzó una moneda al aire entre ellos. Vin recurrió a su poder y la empujó, sintiendo el peso de Zane, que también la empujaba.

Equilibrados, los dos empujaron en direcciones opuestas, lanzando su peso contra los petos de los soldados a cada lado. Avivando peltre, sosteniendo firmemente al otro, sus empujones dispersaron a los soldados como si hubieran sido espantados por manos enormes. Las lanzas y espadas se retorcieron en la noche hasta caer al suelo. Los petos empujaron los cuerpos.

Vin apagó su acero cuando notó el peso de Zane abandonar la moneda. El chispeante trozo de metal cayó al suelo entre ambos, y Zane se giró, alzando la mano hacia el único soldado que quedaba en pie entre su posición y las puertas de la fortaleza.

Un escuadrón de soldados apareció detrás de él, pero se detuvo de golpe cuando los empujó y envió la transferencia de peso directamente contra el soldado solitario. El desgraciado quedó aplastado contra las puertas de la fortaleza.

Sus huesos crujieron. Las puertas se abrieron de golpe y el soldado cayó en el vestíbulo. Zane cruzó la puerta y Vin lo siguió rápidamente: sus pies descalzos pasaron del áspero empedrado al liso mármol.

Había soldados esperando dentro. No llevaban armadura sino grandes escudos de madera para bloquear las monedas. Iban armados con estacas o espadas de obsidiana. Eran mataneblinos, hombres entrenados específicamente para combatir a los alománticos. Había una cincuentena de ellos.

Ahora empieza lo bueno, pensó Vin, saltando y empujando las bisagras de la puerta.

Zane se abrió camino empujando al mismo hombre que había empleado para abrir las puertas, y arrojó el cadáver contra un grupo de mataneblinos. Cuando el soldado chocó con ellos, Vin aterrizó en el centro de un segundo grupo. Giró en el suelo, dando patadas y avivando peltre, y derribó a cuatro hombres. Cuando los otros se disponían a golpear, empujó una moneda de su bolsa, liberándola y lanzándose con ella hacia arriba. Giró en el aire y agarró el bastón caído de un soldado zancadilleado.

La obsidiana golpeó el blanco mármol donde había estado un instante antes. Vin cayó y golpeó, atacando más rápido de lo que nadie podía, alcanzando orejas, barbillas y gargantas. Los cráneos crujieron. Los huesos se rompieron. Vin apenas había tenido que esforzarse y ya tenía en el suelo a sus diez oponentes.

Diez hombres… ¿No me dijo Kelsier una vez que tenía problemas con media docena de mataneblinos?

No había tiempo para pensar. Un gran grupo de soldados la atacó. Gritó y saltó hacia ellos descargando el bastón en la cara del primero con el que se topó. Los otros alzaron el escudo, sorprendidos, pero Vin sacó un par de dagas de obsidiana mientras aterrizaba. Las clavó en los muslos de dos de los hombres que tenía delante, y luego giró avanzando, atacando la carne allá donde la veía.

Con el rabillo del ojo detectó un nuevo foco de ataque, y alzó un brazo, bloqueando el bastón de madera que buscaba su cabeza. La madera crujió y ella abatió al hombre con un amplio golpe de daga, casi decapitándolo. Saltó hacia atrás mientras los otros avanzaban, se preparó, y luego tiró del cadáver armado que Zane había utilizado antes, atrayéndolo hacia sí.

Los escudos sirvieron de poco contra un proyectil tan grande. Vin aplastó el cadáver contra sus oponentes, derribándolos. A un lado vio a los restantes mataneblinos que habían atacado a Zane, de pie entre ellos, una columna negra con los brazos abiertos. La miró a los ojos y luego hizo un gesto indicando la parte posterior de la cámara.

Vin ignoró a los pocos mataneblinos restantes. Empujó el cadáver y se impulsó por el suelo. Zane saltó, empujando a su vez, abriéndose paso hacia las brumas por la ventana. Vin registró rápidamente las habitaciones del fondo: Cett no estaba en ellas. Se volvió y abatió a un esforzado mataneblino mientras corría hacia el ascensor.

No lo necesitaba. Se impulsó con una moneda hasta el segundo piso. Zane se encargaría del primero.

Vin aterrizó silenciosamente en el suelo de mármol. Oyó pasos en la escalera. Reconoció esa gran sala diáfana: era la cámara donde Elend y ella habían cenado con Cett. Estaba vacía, e incluso habían sacado la mesa, pero reconoció las vidrieras en círculo.

Los mataneblinos salieron de la cocina. A docenas. Debe de haber otra escalera ahí detrás, pensó Vin, corriendo hacia el hueco que tenía al lado. Sin embargo, de allí surgieron docenas de hombres más, y los dos grupos se dispusieron a rodearla.

Cincuenta contra una debía de parecerles una proporción suficiente a los hombres, que atacaron confiados. Vin miró las puertas abiertas de la cocina y no vio a Cett allí tampoco. Esa planta estaba despejada.

Cett ha traído a un montón de mataneblinos, pensó, retrocediendo en silencio hacia el centro de la sala. A excepción hecha de la escalera, las cocinas y las columnas, la sala estaba casi completamente rodeada por las vidrieras.

Había previsto mi ataque. O al menos lo intentó.

Vin se agachó cuando las oleadas de hombres la rodeaban. Alzó la cabeza, los ojos cerrados, y quemó duralumín.

Entonces tiró.

Las vidrieras de toda la sala, sujetas por marcos de metal a los arcos, explotaron. Sintió los bastidores metálicos combarse hacia dentro, retorciéndose sobre sí mismos al antojo de su asombroso poder. Imaginó las tintineantes lascas de cristal multicolor en el aire. Oyó a los hombres gritar cuando el cristal y el metal los golpearon y se clavaron en su carne.

Solo el círculo exterior de hombres moriría por la explosión. Vin abrió los ojos y saltó mientras una docena de bastones de duelo caían a su alrededor. Pasó a través de la andanada de golpes. Algunos la alcanzaron. No importaba. No podía sentir dolor en este momento.

Se dio impulso en un marco de metal roto y, pasando por encima de las cabezas de los soldados, aterrizó fuera del gran círculo de atacantes. El círculo externo de hombres había caído, acribillados todos por los añicos de cristal y los trozos de metal retorcido. Vin alzó una mano y bajó la cabeza.

Duralumín y acero. Empujó. El mundo se sacudió.

Vin saltó a las brumas por una ventana rota y empujó la fila de cadáveres empalados por los marcos de metal. Los cuerpos salieron despedidos, golpeando a los hombres que aún estaban vivos en el centro.

Muertos, moribundos y desarmados fueron barridos de la sala, empujados por la ventana. Los cuerpos se retorcieron en las brumas, cincuenta hombres arrojados a la noche, dejando la sala vacía a excepción de las huellas de sangre y los trozos de cristal.

Vin tragó un frasco de metales mientras las brumas se arremolinaban a su alrededor; entonces se impulsó de vuelta hacia la fortaleza con la intención de entrar por una ventana del tercer piso. Cuando se acercaba un cuerpo cayó por el vano perdiéndose en la noche. Vio a Zane desaparecer por una ventana del otro lado. Aquel piso estaba despejado.

Había luces encendidas en el cuarto piso. Probablemente podrían haber ido allí directamente, pero ese no era el plan. Zane tenía razón. Necesitaban no solo matar a Cett. Tenían que aterrorizar a todo su ejército.

Vin empujó el cadáver que Zane había arrojado por la ventana, usando su armadura metálica como anclaje. Salió despedido, atravesó una ventana rota y Vin ascendió en ángulo, alejándose del edificio. Un rápido tirón la dirigió de vuelta cuando llegó a la altura que quería. Aterrizó en una ventana del cuarto piso y se agarró al alféizar de piedra, el corazón redoblando, respirando entrecortadamente. El viento invernal le helaba el sudor de la cara, a pesar del calor que ardía en su interior. Tragó saliva, con los ojos muy abiertos, y avivó peltre.

Nacida de la bruma.

Hizo añicos la ventana de golpe. Los soldados que había al otro lado saltaron hacia atrás, dándose la vuelta. Uno llevaba un cinturón con hebilla de metal. Murió el primero. Los otros veinte apenas supieron cómo reaccionar mientras la hebilla se abría paso zumbando entre sus filas, zigzagueando con los tirones y empujones de Vin. Habían sido entrenados, instruidos y tal vez incluso puestos a prueba contra alománticos.

Pero nunca habían luchado contra Vin.

Los hombres gritaron y cayeron, y Vin se cebó en ellos usando solamente la hebilla como arma. Dada la fuerza del peltre, el estaño, el acero y el hierro, el uso del atium parecía un despilfarro increíble. Incluso sin atium, Vin era un arma temible… un arma cuyo poder, hasta ese momento, ni siquiera ella había comprendido.

Nacida de la bruma.

El último hombre cayó. Vin se alzó entre ellos, experimentando una aturdidora sensación de satisfacción. Dejó que la hebilla del cinturón resbalara entre sus dedos. Golpeó la alfombra. Se hallaba en una habitación que, a diferencia del resto del edificio, estaba decorada: había en ella muebles y algunos pequeños adornos. Tal vez las cuadrillas de vaciado de Elend no habían llegado hasta allí antes de la llegada de Cett, o tal vez Cett había traído simplemente algunas de sus propiedades.

Tenía detrás la escalera y, delante, un hermoso panel de madera con una puerta: los apartamentos interiores. Avanzó en silencio, arrastrando la capa de bruma, y sacó de un tirón cuatro lámparas de sus apliques. Se abalanzaron hacia delante, y ella se apartó, dejando que chocaran contra la pared. El fuego se esparció por la pared, y la fuerza del impacto de las lámparas arrancó la puerta de sus goznes. Vin alzó una mano, empujándola para abrirla del todo.

El fuego se extendía a su alrededor mientras entraba en la otra habitación. La cámara, lujosamente decorada, estaba en silencio, el silencio espectral de dos figuras. Cett estaba sentado en una sencilla silla de madera, con la barba crecida, mal vestido y con aspecto muy, muy cansado. El joven hijo de Cett se interpuso entre Vin y su padre. El muchacho empuñaba un bastón de duelos.

¿Cuál es el nacido de la bruma?

El muchacho atacó. Vin agarró el arma y luego empujó al muchacho a un lado. Chocó contra la pared de madera y se desplomó. Vin lo miró.

—Deja a Gneorndin en paz, mujer —dijo Cett—. Haz lo que has venido a hacer.

Vin se volvió hacia el noble. Recordó su frustración, su furia, su fría y helada furia. Avanzó y agarró a Cett por la pechera del traje.

—Pelea conmigo —dijo, y lo empujó hacia atrás.

Cett se desplomó contra la pared y luego cayó al suelo. Vin preparó su atium, pero él no se levantó. Simplemente rodó de lado, tosiendo.

Vin se acercó y lo agarró por un brazo. Él cerró un puño, tratando de golpearla, pero era patéticamente débil. Vin dejó que los golpes la alcanzaran.

—Pelea conmigo —ordenó, empujándolo. Cett resbaló por el suelo y fue dando tumbos y golpeándose la cabeza hasta que se detuvo contra la pared en llamas. Un hilillo de sangre le corría por la frente. No se levantó.

Vin apretó los dientes y avanzó.

—¡Déjalo en paz! —El muchacho, Gneorndin, se plantó delante de Cett, alzando el bastón con mano temblorosa.

Vin se detuvo, ladeó la cabeza. La frente del muchacho estaba cubierta de sudor, y se tambaleaba. Lo miró a los ojos y vio en ellos un terror absoluto. Ese chico no era un nacido de la bruma. Sin embargo, le plantaba cara. Patéticamente, sin esperanza, protegía el cuerpo del caído Cett.

—Apártate, hijo —dijo Cett con voz cansada—. Aquí no puedes hacer nada.

El muchacho se puso a temblar y luego se echó a llorar.

Lágrimas, pensó Vin, notando una extraña sensación que le nublaba la mente. Alzó la mano y se sorprendió al encontrar huellas húmedas en sus propias mejillas.

—No eres un nacido de la bruma —susurró.

Cett, que había logrado incorporarse a medias en el suelo, la miró a los ojos.

—Esta noche no nos hemos enfrentado a ningún alomántico —dijo ella—. ¿Los utilizaste a todos en el intento de asesinato del Salón de la Asamblea?

—Los únicos alománticos que tenía los envié contra ti hace meses —dijo Cett con un suspiro—. Eran todo lo que tenía, mi única esperanza de matarte. Ni siquiera eran de mi propia familia. Todo mi linaje ha sido corrompido por sangre skaa… Allrianne es la única alomántica que ha nacido entre nosotros desde hace siglos.

—Viniste a Luthadel…

—Porque Straff me hubiese eliminado tarde o temprano —dijo Cett—. Mi mejor posibilidad, muchacha, era matarte antes. Por eso los envié a todos contra ti. Cuando fracasé, supe que tenía que intentar tomar esta maldita ciudad y su atium para poder comprar algunos alománticos. No funcionó.

—Podrías habernos ofrecido una alianza.

Cett se echó a reír, y logró sentarse.

—En la política de verdad las cosas no funcionan así. Tomas, o te toman. Además, siempre he sido jugador. —La miró a los ojos—. Haz lo que has venido a hacer —repitió.

Vin se estremeció. No podía sentir sus lágrimas. Apenas podía sentir nada.

¿Por qué? ¿Por qué ya no le encuentro sentido a nada?

La habitación empezó a temblar. Vin se volvió hacia la pared del fondo. La madera temblaba entre espasmos, como un animal herido. Los clavos empezaron a saltar, abriéndose paso por los paneles: luego toda la pared se apartó de Vin. Maderas en llamas, astillas, clavos y tablas volaron por los aires alrededor del hombre vestido de negro. Zane se encontraba en la habitación de al lado, rodeado de muerte, con las manos en los costados.

De las yemas de sus dedos goteaba un líquido rojo. Alzó la cabeza a través de los restos ardientes de la pared, sonriendo. Luego avanzó hacia la habitación de Cett.

—¡No! —dijo Vin, corriendo hacia él.

Zane se detuvo, sorprendido. Se desvió, esquivando fácilmente a Vin y yendo hacia Cett y el muchacho.

—¡Zane, déjalos! —dijo Vin, volviéndose y empujándose para cruzar la habitación. Intentó agarrarlo del brazo. La tela negra brillaba empapada de su propia sangre.

Zane la esquivó. Se volvió a mirarla, con curiosidad. Ella le tendió la mano, pero él se apartó con sobrenatural habilidad, evitándola como el maestro espadachín cuando se enfrenta a un chiquillo.

Atium, pensó Vin. Probablemente lo ha estado quemando todo el tiempo. Pero no lo necesitaba para luchar con esos hombres… No tenían ninguna posibilidad contra nosotros de todas formas.

—Por favor —le pidió—. Déjalo.

Zane se volvió hacia Cett, que estaba sentado, expectante. El muchacho, a su lado, trataba de tirar de su padre.

Zane la volvió a mirar, la cabeza ladeada.

—Por favor —repitió Vin.

Zane frunció el ceño.

—Él sigue controlándote, entonces —dijo, decepcionado—. Pensé que, si podías luchar y ver lo poderosa que eras, te librarías del yugo de Elend. Supongo que me equivoqué.

Le dio la espalda a Cett y atravesó el agujero que había abierto. Vin lo siguió en silencio, aplastando con los pies las astillas de madera mientras se marchaba despacio, dejando atrás una fortaleza rota, un ejército destrozado y a un lord humillado.