Epílogo

Mahiya siempre había sabido que Jason tendría que marcharse, ya que un jefe del espionaje no podía permanecer todo el tiempo en un mismo lugar. No obstante, él se las había apañado muy bien para recabar información en las dos semanas que habían tardado en establecerse en su hogar.

—Parece que Neha y Nivriti mantienen la tregua por el momento —le había dicho una semana antes—. Es imposible predecir qué harán. La suya es una batalla única.

—Sí —Mahiya había visto amor tras el odio, había visto la necesidad de contacto tras la de aniquilar—. Me pregunto si es posible que en el fondo no quisieran matarse, si esa fue la razón de que ambas acabaran heridas, pero vivas.

—Sí.

Ahora, siete días después de esa conversación, su amante estaba a punto de marcharse a un destino desconocido, y Mahiya no sabía cuánto tiempo estaría fuera.

—Quizá no pueda comunicarme contigo todos los días —dijo el hombre que la había despertado con un beso esa mañana y que ahora estaba enterrado bajo la acerada obsidiana del jefe de espías—, pero lo haré siempre que pueda. No podrás contactar conmigo, pero llama a Rafael o a cualquiera de los Siete. O, si te sientes más cómoda hablando con las mujeres, seguro que Elena y Jessamy podrán echarle mano a cualquier información relevante.

Aquel hombre, pensó Mahiya mientras él hablaba, jamás le diría que la amaba, jamás le regalaría flores o un bonito romance. Quizá ni siquiera llegara a admitir, ni ante ella ni ante sí mismo, que la relación que los unía no era simplemente sensual, sino una unión de corazones que a ella le llegaba al alma.

Pero ¿acaso necesitaba palabras y halagos? Había crecido rodeada de mentiras e ilusiones, de rumores e insinuaciones, de las miles de intrigas y romances presentes en una corte. Eris le había dicho a Neha que la amaba una y otra vez, y lo mismo le había dicho a Nivriti.

No, a Mahiya no le importaban las palabras, nunca le importarían.

—Lo sé —dijo—. Tengo los números de todo el mundo —le apoyó las manos en los hombros y se puso de puntillas para reclamar un beso que tendría que durarle hasta su regreso—. Te echaré de menos —le susurró contra los labios un momento después—. Y si no te cuidas bien, me enfadaré muchísimo.

Jason extendió los dedos en la parte baja de la espalda de ella e inclinó la cabeza.

—Volveré a casa tan pronto como pueda.

A Mahiya se le hizo un nudo de lágrimas en la garganta al ver que él aceptaba que aquel era su hogar ahora, su refugio. Dio un paso atrás y enlazó la mano con la de Jason.

—Te llevaré de paseo hasta mi colina.

Era una broma, porque el altozano no merecía ese nombre, pero ella había insistido en llamarlo así… hasta que despertó dos días atrás y encontró un cartel de madera en el que habían grabado: «LA COLINA DE MAHIYA».

Eso le había hecho sonreír y cada vez que veía ese cartel, se enamoraba aún más de Jason.

Las alas del espía acariciaron las suyas mientras atravesaban los jardines. Las rosas silvestres perfumaban el aire con su sofocante aroma, y la luz del sol le entibiaba la cara. Su madre estaba viva, y era una criatura letal a la que no entendía del todo. Neha aún podía iniciar una guerra en su territorio. Lijuan despertaba de nuevo, y la oscuridad llenaba el horizonte de sombras.

Pero, a pesar de todo, ese momento era perfecto.

Muy pronto, quizá demasiado, llegaron al pie de la absurda colina y Jason le soltó la mano. Ninguno de ellos dijo nada mientras el espía extendía las alas, que adquirieron el brillo de la tinta bajo la luz del sol, y despegaba haciendo gala de su magnífica fuerza. En lugar de alzarse por encima de la capa de nubes como solía hacer, Jason trazó un amplio círculo sobre ella… Y entonces Mahiya la oyó.

Escuchó una voz tan pura que no tenía rival. Tan clara y exquisita que los pájaros guardaron silencio y el viento suspiró, hechizado. Sintió que su corazón se encogía y se rompía antes de volver a formarse, presa de un dolor tan profundo que no tenía principio ni fin. No se dio cuenta de que se había arrodillado, de que estaba llorando, hasta que las lágrimas saladas le llegaron a la boca.

«Las únicas canciones que hay en mi corazón hacían que la gente del Refugio se ahogara en lágrimas. Así que dejé de cantar».

Aquella canción no era para el Refugio, sino para Mahiya. Y las lágrimas de la princesa no eran de tristeza, porque ella se había equivocado: su tormenta salvaje acababa de decirle que la amaba, y la lancinante alegría de su canción la había marcado tan indeleblemente como él.

Volveré pronto a casa, princesa.