Capítulo 23
Honor estaba sentada al sol, cuya luz era suave como la miel e igual de dulce, vestida con la cómoda camisa blanca de Dmitri y con un zumo de naranja en la mano. Se dedicaba a observar a su marido, que se paseaba de un lado a otro del amplio jardín que rodeaba su villa privada con el teléfono pegado a la oreja, impartiendo órdenes en un tono que dejaba claro que esperaba que se obedecieran.
Le había preguntado si deseaba explorar la campiña de los alrededores, pero lo único que Honor quería era estar con él. Habían hecho el amor en pleno día y en la oscuridad, habían practicado juegos de dormitorio que la hacían ruborizar y se habían alimentado el uno al otro con chucherías que les habían llevado desde una discreta tienda del pueblo cercano. Llevaban una vida de lo más perezosa, y Honor se alegraba de poder disfrutarla después de los horrores que habían padecido.
Por supuesto, Dmitri no podía desconectarse por completo de la Torre que había estado bajo su responsabilidad durante siglos, y ella no esperaba que lo hiciera. Lo más importante era que en el instante en que lo miró solicitando su atención, el teléfono desapareció. No le cabía ninguna duda de que ella era lo más importante en la vida de su esposo. Tan importante que estaba dispuesto a renunciar a su inmortalidad si ella decidía seguir con su existencia mortal. Porque sabía que su Dmitri no seguiría solo después de su muerte. Ya había sobrevivido una vez, y no volvería a hacerlo.
Dmitri se acercó y dejó el móvil sobre la mesa de hierro forjado, donde se encontraba la bandeja llena de rodajas de fruta que ella había cortado.
—¿En qué piensas? —preguntó su marido mientras apoyaba las manos en los brazos de su silla—. Estás tensa.
Y lo había adivinado cuando se encontraba a varios metros de distancia, mientras Honor lo creía inmerso en su conversación.
—Casi desearía —respondió al tiempo que dejaba el zumo y subía los pies a la silla— que no me hubieras dado tiempo para pensarme bien mi elección.
Dmitri agachó la cabeza, y Honor enredó los dedos en su cabello casi de manera instintiva.
—Soy un cabrón, Honor —dijo con una voz feroz y unos ojos que se clavaron en los suyos—. Ambos lo sabemos —al ver que ella quería decir algo, Dmitri negó con la cabeza y continuó—: Manipulé condenadamente bien tu decisión inicial… Quizá creyera que te estaba dejando elegir, pero al preguntártelo cuando lo hice, me aseguré de que esa elección fuera la que yo deseaba.
Honor deslizó los dedos por su cuello hasta la camiseta de color gris claro.
—¿Pretendes impresionarme con eso? ¿Mmm?
Sus labios, tan deliciosos y tentadores, se curvaron en una sonrisa.
—Ya sabes que la mayoría de la gente se intimida en mi presencia.
—¿En serio? —era una broma evidente—. Qué raro.
Dmitri se echó a reír. Su Dmitri, el mismo que nunca reía así cuando se conocieron, con esa luz en los ojos.
—Está claro que no eres Ingrede.
Honor se había preguntado si su esposo comprendía que aunque portaba el alma y los recuerdos de la mujer que había bailado con él en un prado de flores silvestres, cuando se casaron ya había sido moldeada por los avatares de otra vida. En esos momentos tuvo la certeza de que Dmitri lo sabía y vio el intenso amor que sentía por la mujer que era en esa vida, una cazadora todavía llena de cicatrices, pero ya no destrozada.
—¿De verdad? —le dijo ella con una sonrisa que sintió en cada una de las células de su cuerpo—. Pues me parece recordar que tu primera mujer no consideraba que tu palabra fuera ley.
—Me da la impresión de que no recuerdas bien.
Acortó los centímetros que los separaban y reclamó un beso sexual y desvergonzado que la derritió por dentro. Cuando deslizó los labios por su mandíbula hasta la zona del cuello donde el pulso era más evidente, Honor encerró su cabello en un puño.
—Tómame —era una oferta que solo le haría a Dmitri—. Hoy no te has alimentado.
Sin embargo, en lugar de clavar los colmillos en su carne dispuesta, Dmitri levantó la cabeza y la miró con el entrecejo fruncido.
—No quiero debilitarte. Puedo hacer que traigan algunas bolsas de sangre…
—No. Te alimentarás de mí —era responsabilidad suya cuidarlo, adorarlo.
—Honor…
—Hay una buena razón para que mi dieta sea hipercalórica, rica en hierro, en líquidos y en todo lo demás —había mantenido una larga charla con un médico del Gremio antes de marcharse a Italia. El anciano cascarrabias estaba acostumbrado a tratar a parejas de vampiros con humanos, y le había dado las instrucciones que debía seguir si quería ser una de esas «féminas posesivas»—. Si me dices que prefieres bolsas de sangre a mi cuello… te daré un mordisco —murmuró.
Dmitri no le siguió la broma, y la miró con aire siniestro, peligroso y un poco enfadado.
—Pediré las bolsas.
—Dmitri…
—Dejaré que te salgas con la tuya en cualquier cosa que desees, pero no pienso poner en peligro tu salud —era una voz dura como el acero—. Solo me alimentaré de ti una vez a la semana.
Honor lo miró con los ojos entrecerrados.
—Una vez cada dos días.
—Esto no es una negociación.
—Sí, sí que lo es. Es un matrimonio. Así que, vamos, negocia.
Los músculos de los brazos de Dmitri se tensaron mientras aferraba la silla.
—Dos veces a la semana —dijo con los dientes apretados—, y tú te harás un análisis de hierro cada cinco días.
Honor tamborileó con los dedos sobre su muñeca y, al ver la resolución implacable de su expresión, supo que la negociación había llegado a su fin. Le había salido mejor de lo que esperaba… Después de todo, Dmitri tenía casi mil años y era muy arrogante.
—Está bien —dijo fingiéndose enfadada—, pero si dejas de darme mordisquitos cuando hagamos el amor, pediré el divorcio.
Los eróticos besos de sangre tenían un carácter sexual, no alimenticio.
Esa vez la sonrisa del vampiro fue la del hombre malísimo que había tenido en la cama al menos tres veces al día.
—No te preocupes, nunca dejaré de hacer eso. Y si lo pides con educación, puede que incluso te muerda en esa zona interna del muslo que tanto te gusta.
Honor se estremeció. En el pasado, la simple idea de recibir un mordisco en el muslo habría hecho que vomitara, y lo cierto era que Dmitri solo podía hacerlo cuando ella se encontraba en cierta posición que le permitía apartarlo de una patada si era necesario… Con todo, cuando salía bien, cuando los horribles recuerdos de lo que le habían hecho no la abrumaban, el mordisco resultaba… Dios.
—Eres una amenaza.
Los ojos de Dmitri brillaron.
—Vamos dentro para que pueda corromperte un poco más.
Parecía algo imposible, pero el vampiro se volvía más atractivo con cada minuto que pasaba.
Honor tiró de él, besó sus labios sensuales y recibió unas atenciones que le hincharon los pechos y le endurecieron los pezones.
—Siéntate conmigo —dijo antes de olvidar lo que se proponía—, para que podamos hablar de mi decisión.
Tras acomodarse en la silla que había al otro lado de la mesa, Dmitri cogió una rodaja de melocotón con aire distraído.
—No me pidas que te convenza para que no te conviertas en vampira. Solo estoy siendo tan bueno porque no quiero que me odies.
Honor mordisqueó un trozo de albaricoque.
—Tomo nota —se volvió un poco y apoyó los pies en su regazo. Las uñas, que ahora llevaba pintadas de un tono verde azulado, brillaron bajo la luz del sol.
Dmitri se los acarició con expresión ausente.
—Tú nunca serás como esos monstruos —dijo en voz baja, haciendo alusión a su miedo más profundo—. Jamás, Honor. No está en tu naturaleza.
La aterrorizaba la posibilidad de convertirse en una de esas criaturas desalmadas que la habían destrozado no solo en una vida, sino en las dos. Sin embargo, cuando miró al hombre que la había amado en ambas vidas, no solo vio la oscuridad de la superficie, sino también a la criatura que se había aferrado al honor incluso cuando clavó los colmillos en el pecado y la depravación. Dmitri jamás había maltratado a una mujer, y nunca había hecho daño a un niño… no después de haber tenido que partirle el cuello a su hijo Misha para salvarlo de un horror inimaginable.
A diferencia de su esposo, ella no se adentraría en su nueva vida con un espantoso acto de coerción, destrozada y torturada. La convertiría un hombre que la adoraba, y pasaría toda la eternidad descubriendo cada faceta de él. Nunca se cansarían el uno del otro… Jamás. Era algo que sabía en su interior, algo nacido de un amor que había sobrevivido a la muerte y al tiempo.
—Dmitri —dijo para romper aquel silencio soleado—. ¿Dónde está tu corazón?
La pregunta podía interpretarse de muchas maneras, pero su marido sabía a qué se refería.
—En tus manos, donde siempre ha estado.
Honor respiró alegría con cada bocanada de aire, y una sensación de paz inundó su alma.
—Y el mío está en las tuyas. Así que, como ves, solo debo preocuparme de tu corazón, no del mío —el corazón de Dmitri era su tesoro más valioso, y él valoraba el suyo de igual forma. Amaría y cuidaría ese corazón a cualquier precio, y jamás permitiría que ella perdiera la compasión y la humanidad que tanto estimaba—. Vámonos a casa —dijo—. Inicia el proceso.
Las manos de Dmitri se tensaron sobre sus piernas.
—Aquí acaba todo, Honor. No habrá más oportunidades.
—Te equivocas, Dmitri. Ahora tendremos una eternidad de oportunidades.