Capítulo 13
Dmitri apoyó el codo y se inclinó para despertar con un beso a la mujer de piel cálida que entibiaba su cama. El verde insondable de sus ojos estaba aún nublado por el sueño cuando separó los párpados.
—¿Ya ha amanecido? —se pasó los dedos por el pelo y reclamó un beso más intenso para recordarle que era su dueña, por si lo había olvidado—. Buenos días, esposo.
—Buenos días, esposa —jamás se cansaría de decir eso—. ¿Tienes hambre?
La respuesta de Honor fue una risotada ronca que le envolvió el corazón.
—Creo que tienes otro motivo para preguntarme eso.
Puesto que ya había bajado la sábana para dejar al descubierto sus maravillosos pechos, la cuestión carecía de importancia. La acarició de manera provocativa, dispuesto a jugar con ella, y cuando Honor apartó las sábanas a patadas, frustrada, aprovechó para situarse entre sus piernas.
Donde la provocó un poco más.
Con los dedos.
Con el cuerpo.
Con la boca.
Honor se arqueó bajo él con una suave exclamación y le tiró del pelo con la fuerza suficiente para hacerle un poco de daño. Era un dolor exquisito que podía convertirse en una adicción: el dolor del placer de su esposa. Con una sonrisa, Dmitri frotó su mandíbula sin afeitar contra la piel sensible de la cara interior del muslo, alerta a la más mínima señal de dolor, antes de cernirse sobre la forma femenina que aún disfrutaba de los placeres del éxtasis.
—Abre los ojos.
Solo cuando ella obedeció la orden pronunciada en voz baja penetró en su interior. Siempre, siempre, se aseguraría de que Honor lo acompañaba en cada paso del camino. Habían abusado de ella, y esas cicatrices no desaparecerían por arte de magia, ni en una semana ni en un año. Nunca se desvanecerían del todo, pero no debía empeorar los daños, algo que había hecho una vez y que jamás se arriesgaría a repetir. Primero se arrancaría el corazón.
—Dmitri… —dijo en un susurro ronco mientras recorría su cuello con los labios, su nuca con los dedos, mientras lo acariciaba y lo besaba justo como a él le gustaba.
No era igual que antes, cuando estaba con Ingrede, y no lo echaba de menos. No, se consideraba el cabrón más afortunado del planeta. Porque al igual que Ingrede había amado al Dmitri que era entonces, Honor amaba al Dmitri en el que se había convertido. No se horrorizaba ante la oscuridad que había en él; se limitaba a aceptarlo, a dejarle claro que había encontrado su hogar después de pasarse siglos en el más yermo de los páramos.
—Para —le advirtió cuando ella utilizó el cuerpo para acariciar su erección, cuando apretó los músculos internos para causarle un placer rayano en el dolor—. No quiero acabar todavía.
—Me encanta cuando hablas con ese tono —le mordió con delicadeza la mandíbula antes de apoyar la cabeza en la cama y enlazar las muñecas por detrás de su cuello—. Aquí me tienes. ¿Con qué nuevo tormento planeas torturarme?
Le tomaba el pelo, la muy fresca, y su cuerpo era un puño ardiente que lo apretaba y lo tentaba. En condiciones normales habría iniciado algún jueguecito erótico con ella, pero como había mantenido a su esposa despierta casi hasta el amanecer, esa mañana se sentía tan satisfecho como un gato bien alimentado.
—Lo que tengo planeado para ti es una larga y lenta cabalgata —le puso una mano en el pecho—. Muy lenta.
—Eso no —de nuevo apareció el brillo juguetón en sus ojos—. Cualquier cosa menos eso.
Dmitri besó la sonrisa de sus labios y sintió la calidez de su esposa en las venas. Movió el cuerpo con un ritmo lento y profundo que hizo que Honor se estremeciera de nuevo. Incluso mientras gritaba de placer, su cuerpo se cerraba, posesivo, alrededor de él, que se rindió a su propia necesidad y le clavó los dientes en el cuello para saborearla un instante.
—Dmitri… —soltó un suspiro de deleite, y luego ambos se rindieron a las sensaciones, lánguidos y perezosos, con las piernas entrelazadas y los corazones unidos.
Después, Dmitri la enjabonó en la ducha y la ayudó a secarse el pelo. No se había mostrado tan tierno con ninguna otra mujer, ya que creía haber perdido esa capacidad hacía mucho tiempo. Sin embargo, le provocaba un hormigueo de satisfacción que ella le permitiera hacer lo que quisiera, que confiara en él ciegamente.
Honor besó su torso desnudo y le rodeó las caderas con las piernas. Estaba sentada sobre la encimera, vestida con una esponjosa bata rosa, y él solo llevaba puestos los vaqueros. Hacía todo lo posible para distraerlo, y Dmitri se echó a reír y amenazó con castigarla.
—Promesas, promesas… —comentó ella.
Diez minutos después, se sentaron el uno frente al otro a la pequeña mesa redonda que había en la villa de las afueras de la Toscana, el regalo de bodas de Rafael. Puesto que ahora Rafael y Michaela estaban en buenos términos y nadie sabía dónde pasaban la luna de miel Dmitri y Honor, era una localización bastante segura.
—¿Dmitri?
Al notar el tono serio de su voz, Dmitri apartó la vista del teléfono, donde estaba revisando los mensajes.
—¿Qué pasa?
Los asuntos de la Torre podían esperar. Todo podía esperar. Honor era lo primero.
Ella se levantó, se aproximó a él y se apoyó en la mesa a su lado mientras enterraba los dedos en el cabello húmedo de su esposo.
—No has hablado del tema del cambio… de lo de convertirme en vampira.
Dmitri abrió la bata y colocó la mano en su muslo cálido.
—No hay ninguna prisa.
Se había planteado presionarla para que aceptara la inmortalidad antes de que cambiara de opinión, pero con la llegada del alba había comprendido que no podía presionar a Honor, del mismo modo que no podía hacerle daño.
—Ya hice mi elección —afirmó ella en un tono que recordó a Dmitri que era una cazadora de pura cepa.
—Fue una elección tomada en los laureles de la gloria —dijo él, con las emociones de aquella noche en su mente—. Nunca intentaré convencerte de que no lo hagas —deseaba un millar de vidas con ella—, pero me he dado cuenta de que el vestigio de bondad que hay en mí no quiere meterte prisa.
Honor sonrió. Ella le había entregado su corazón, un regalo de valor incalculable.
—Todavía me cuesta creer que estés aquí. Que estemos aquí —tras deslizarse hasta su regazo, apoyó la cabeza sobre la piel desnuda de su hombro—. Sigo esperando que todo desaparezca.
—No lo hará —era una promesa que mantendría a cualquier precio—. Ya sea la eternidad o lo que dura una vida mortal, recorreremos el camino juntos.