Silencio

Jason no sabía cuánto tiempo llevaba escondido en el oscuro agujero del suelo donde su madre lo había metido antes de decirle: «Silencio». Había esperado mucho tiempo. Ni siquiera había salido cuando empezó a dolerle el estómago a causa del hambre, pero ella no había regresado como prometió, y sentía las alas acalambradas y doloridas por la falta de espacio.

Las lágrimas se deslizaban por su rostro. Ella sabía que Jason odiaba la oscuridad. ¿Por qué lo había dejado en un lugar oscuro?

Estaba cubierto del líquido pegajoso que se filtraba entre las tablas del entarimado de arriba. Su sabor impregnaba el aire y el olor le provocaba náuseas. Sabía que no podría aguantar allí mucho tiempo más, aunque semejante desobediencia enfadara a su madre. Estiró las piernas rígidas tanto como se lo permitió aquel reducido espacio y, a pesar de que aún sentía calambres en las alas, empujó la trampilla. Pero no se abrió.

No gritó. Sabía que no debía gritar jamás.

«No debes hacer ningún ruido, Jason. Prométemelo».

Clavó los pies en el suelo de tierra y empujó, empujó y empujó hasta que apareció una diminuta grieta de luz tenue en el borde de la trampilla, ya que la alfombra tejida a mano que la cubría no era lo bastante gruesa para impedir el paso de la luz solar. Fuera lo que fuese lo que bloqueaba esa trampilla, pesaba muchísimo, pero logró introducir los dedos bajo el reborde de la puerta y tocar la alfombra que Jason había ayudado a su madre a tejer después de recoger juntos las hojas de lino. Notó su aspereza contra los nudillos mientras introducía la mano hasta la muñeca. La presión del peso de la trampilla le hacía daño, pero sabía que sus huesos no se romperían. Su madre le había dicho que era un inmortal de gran fuerza, que había desarrollado mucho más sus poderes que ella a los cien años.

«Eres muy fuerte, pequeño mío. El mejor de nosotros dos».

Jason no sabía cuánto había tardado en meter la otra mano bajo el reborde de la trampilla, en retorcerse dentro del agujero, raspándose la piel de las muñecas, hasta que consiguió agarrar el borde y empujarlo. Lo único que sabía era que no se había detenido hasta lograr empujar lo bastante fuerte para quitar de encima el peso que la bloqueaba, el cual se deslizó hacia un lado junto con la alfombra. La trampilla se abrió con un ruido sordo, como si hubiera aterrizado sobre algo blando. Jadeante y con los brazos doloridos, Jason esperó uno instantes para subir y, cuando se dispuso a hacerlo, se le escurrieron las manos, resbaladizas por la sangre que manaba de sus muñecas despellejadas.

Tras frotárselas en los pantalones, volvió a aferrarse al borde… y la luz de la claraboya iluminó sus manos.

Se quedó paralizado al recordar el líquido oscuro y viscoso que había caído sobre él mientras permanecía atrapado en el agujero. Endurecido, seco y escamado, parecía óxido sobre su piel. Solo era óxido, se dijo, pero ya no podía engañarse como había hecho en la oscuridad. Era sangre lo que cubría sus manos, su cabello y su rostro, lo que agarrotaba sus alas negras. Era sangre lo que se había filtrado a través de la alfombra, y de las tablas de madera que había bajo ella, hasta el escondite secreto que su madre había creado para él. Era la sangre lo que llenaba sus fosas nasales del olor metálico que inhalaba con aspiraciones entrecortadas.

Era sangre lo que se había derramado como si fuera agua una vez que los gritos se acallaron.

«No debes hacer ningún ruido, da igual lo que oigas. Prométemelo, Jason. ¡Prométemelo!»

Temblando, se obligó a dejar de mirar el óxido que no era óxido y se impulsó fuera del agujero. Cerró la trampilla con mucho cuidado y sin mirarla, para no hacer ningún ruido. Y luego se puso en pie y observó la pared. No quería darse la vuelta y ver lo que había al otro lado, ese peso desconocido que él había empujado lejos de la trampilla. Sin embargo, la pared también estaba salpicada con el óxido que no era óxido. Algunos trocitos habían empezado a desprenderse, resecos por el sol que se derramaba a través del tragaluz.

Con el estómago revuelto y el corazón en un puño, apartó la mirada de la pared y la clavó en el suelo, pero este estaba lleno de rayas de color marrón claro, y sus pies habían dejado pequeñas huellas sobre la madera pulida. La tierra del interior del agujero no estaba húmeda. No hasta después; después de que los gritos se acallaran.

Cerró los ojos, pero siguió oliendo el óxido que no era óxido.

Y entonces supo que tenía que volverse.

Tenía que verlo.