Capítulo 7
A juzgar por su aspecto, se trataba del anillo de una mujer: estaba formado por finas hebras de oro que engarzaban un ópalo central. Sin tener en cuenta la cualidad femenina del diseño, el anillo era demasiado pequeño incluso para el meñique de Eris. Y todo el mundo sabía que Neha detestaba los ópalos, ya que los consideraba gemas de mal agüero, así que tampoco podía ser de ella.
En el dedo anular de Mahiya… sí, encajaría. No obstante, tenía el presentimiento de que los ópalos no eran la piedra preferida de la princesa. Era obvio que había visto algo que su mente consciente no conseguía articular, pero ese algo le daba la certeza de que si Mahiya fuera libre para ejercer su voluntad, llevaría joyas brillantes y alegres, como el citrino y el peridoto, aguamarinas y diamantes amarillos.
—Amasita. ¿Es así como se dice?
—Casi. Escucha, te lo voy a repetir. Amatista.
Jason bajó los párpados un instante para reprimir aquel recuerdo, y luego se concentró una vez más en la joya que tenía en la mano. Era de esos anillos sencillos y bonitos que una mujer llevaría siempre, un artículo del día a día, quizá con algún valor sentimental. Modesto, pero con un ópalo de un color elegante y cierto toque en el diseño que hablaba de un maestro joyero de Jaipur al que Jason conocía. Era muy poco probable que perteneciera a una criada, ya que ni siquiera las criadas tenían permitido entrar en el palacio de Eris.
Y, dadas las tendencias del consorte de Neha, una explicación inocente para la presencia de ese anillo en su hogar era tan improbable que podría considerarse imposible. Sin embargo, si otra mujer, una amante, había estado en el interior de la lujosa prisión de Eris, no podría haberlo conseguido sin la buena voluntad y el silencio de al menos una pareja de guardias.
«Siempre tuvo una lengua de plata».
Quizá la riqueza, sumada al encanto natural de Eris y a una probable amistad con los guardias (ya que muchos en la unidad de élite lo habían servido durante siglos), habría bastado para inducirlos a olvidar a quién servían. Neha siempre había envuelto a su consorte con las pieles y las sedas más caras, con las joyas más deslumbrantes. Si él hubiera «perdido» un par de piezas, la arcángel ni se habría dado cuenta.
Tal vez ni siquiera habría hecho falta el dinero para que los hombres sintieran simpatía por el marido descarriado. En la mayoría de las uniones angelicales, la infidelidad habría supuesto el fin de la relación y no una vida de confinamiento con el cielo siempre fuera del alcance. Sí, Jason entendía cómo Eris podría haber persuadido a los guardias para que miraran hacia otro lado mientras él se entretenía.
Y en lo referente al contacto inicial, un sirviente leal podría haber actuado como mensajero una vez que Eris atisbara al objeto de sus atenciones tras la celosía de piedra del balcón que daba al patio.
Después de memorizar el diseño del anillo y de asegurarse de que no llevaba nada grabado, volvió a guardarlo. Todavía no contaba con la información suficiente para saber a qué mujer pertenecía, pero sabía dónde debía mirar. No en la corte principal… o más bien, no en el centro de la corte principal. Ella estaría en los márgenes, una mujer hermosa con la sensación de no haber recibido lo que le correspondía. Alguien que se sentiría halagada por las atenciones de Eris, y lo bastante orgullosa para atreverse a ponerle los cuernos a una arcángel.
Después de todo, había tenido la audacia de lucir un ópalo en la corte de Neha.
Se trataba de un juego que nadie de cierta edad o inteligencia osaría jugar, así que debía de ser alguien lo bastante joven e impresionable para sucumbir a las lisonjas de Eris. Retirar el velo que protegía su identidad significaría adentrarse en el campo de batalla de la corte, cosa que Jason no pensaba hacer. Era Mahiya, la de los brillantes ojos de gata, tan silenciosa y hechizante como la canción nocturna de los lobos, quien poseía las habilidades necesarias para moverse en ese terreno en particular.
«O puede que el asesino utilizara algún estrangulador de sobra para atarlo, ¿no?»
Puesto que se había pasado la vida desenterrando secretos y escuchando las verdades más siniestras, no había muchas cosas que fascinaran a Jason, pero no podía dejar de pensar en la misteriosa princesa Mahiya, una mujer que no encajaba en su entorno y que ocultaba secretos en su mirada. Una mirada mucho mayor de lo que le correspondía a su edad.
Carecía de importancia. La princesa no era más que una curiosidad intelectual, algo que perdería el brillo una vez que lo supiera todo sobre ella. De eso estaba seguro. Nada ni nadie había conseguido metérsele bajo la piel desde el día que cavó un profundo hoyo a la sombra de unas alegres flores de hibisco amarillas, mientras las gaviotas chillaban y se peleaban en lo alto.
Con esa idea en mente, extendió las alas y se alejó de Fuerte Custodio. Sobrevoló la cordillera antes de elevarse hacia el gris oscuro del cielo, donde las nubes aún eran lo bastante espesas para evitar que lo detectaran. Era allí, lejos del suelo, donde se sentía más en casa que en ningún otro lugar del mundo.
—¡Más despacio, Jason!
Una mano le agarró el tobillo cuando se le enredaron las alas y empezó a caer en picado.
—¡Padre!
—Te tengo, hijo. Extiende las alas lentamente… Sí, eso es.
Tras sujetarle el otro tobillo, su padre lo llevó hacia las alturas.
—Voy a soltarte otra vez. ¿Estás listo?
—Sí —respondió Jason después de respirar hondo, aunque sintió un vuelco en el corazón cuando su padre aflojó los dedos.
¡Estaba cayendo!
Sin embargo, esa vez, en lugar de luchar contra el viento, se volvió hacia él y permitió que lo llevara sobre las brillantes aguas que rodeaban su hogar, de un verde azulado tan transparente que podía atisbar el pez naranja de rayas rojas que nadaba en el arrecife de coral.
Oyó la alegre exclamación de júbilo de su padre arriba en lo alto, y se echó a reír.
No se trataba de que Jason no supiera volar. Pero nunca había necesitado practicar las técnicas más avanzadas para sobrevolar el tejado de su casa o las copas de los árboles. Sin embargo, si quería acompañar a su padre hasta la pequeña isla desierta que se veía a lo lejos (donde su padre recogía unas frutas que a su madre le gustaban particularmente), tendría que aprender a dejarse arrastrar por las corrientes para conservar la energía.
—¡Padre! —en esa ocasión fue un grito de entusiasmo—. ¡Lo estoy haciendo! ¿Lo ves?
—¡Sabía que podías hacerlo, hijo! ¡Muy bien!
Su padre hizo un barrido delante de él, y sus alas, que eran tan negras como la noche salvo por el tono marrón oscuro que aparecía en las puntas de las plumas primarias, se inclinaron contra el viento durante segundo antes de aprovechar una corriente ascendente y virar hacia su atolón.
Jason lo imitó y descubrió que no resultaba en absoluto difícil si hacía lo que su padre le había enseñado y pensaba primero.
«Un vuelo eficiente es el resultado de decisiones inteligentes y no de fuerza bruta».
En ese momento, cuando comprendió que el mayor tamaño de su padre le daba cierta ventaja, Jason tomó la decisión consciente de cambiar el ángulo… ¡Y funcionó! Notó cómo lo arrastraba el viento. Estaba impaciente por mostrárselo a su madre, y cuando vio a lo lejos su túnica morada clara y supo que ella se acercaba, empezó a volar más deprisa y sus alas adquirieron un brillo azul bajo la luz del sol. Su padre siempre le decía que estaba destinado a ser un explorador nocturno, como él mismo lo había sido en su juventud, antes de decidirse a seguir su pasión por la música y los instrumentos que la creaban.
Jason se preguntó cuándo le darían permiso para volar solo durante la noche. Le parecía que eso sería como perseguir las estrellas, pero después de un rato uno empezaba a sentirse solo. Frío y solo.