Capítulo 1
De pie sobre la hierba verde, aún brillante por el rocío, Jason observó a Dmitri, que envolvía entre las manos el rostro de la mujer a la que acababa de convertir en su esposa. La luz del alba besaba la piel de la cazadora e iluminaba sus ojos, que solo veían al hombre que tenía delante.
Las tierras que rodeaban el hogar del arcángel Rafael, pensó Jason, así como el Hudson, que discurría más allá de los acantilados, y los numerosos y fragantes rosales en plena floración que trepaban por los muros de la casa habían visto el paso de muchos siglos, pero jamás habían presenciado una escena como aquella, y quizá nunca volverían a hacerlo. Una escena en la que uno de los vampiros más poderosos del mundo tomaba por esposa a una cazadora del Gremio.
No había duda de que Honor amaba a Dmitri. No hacía falta ser jefe del espionaje para percibir la burbujeante alegría que exhalaba con cada respiración, que le daba un brillo radiante a su piel. Lo que más sorprendía a Jason era la intensa emoción que apreciaba en los ojos del vampiro; un vampiro que siempre había sido una espada implacable, en los muchos siglos que hacía que lo conocía.
La crueldad era algo natural para Dmitri, quizá demasiado últimamente. El vampiro estaba cerca de cumplir los mil años, y el tiempo le había pasado factura. La sangre y la muerte ya no le hacían aflojar el paso, y desde luego no lo traumatizaban. Jason lo había visto blandir su cimitarra en el campo de batalla para cortar la cabeza a sus enemigos, regodearse con las salpicaduras de su sangre moribunda y utilizar su sensual elegancia para seducir a las mujeres con el único fin de divertirse.
Sin embargo, el hombre que en ese momento tocaba a Honor, que reclamaba sus labios en un beso posesivo, mostraba una ternura tan peligrosa como dulce. Y Jason comprendió que Dmitri se convertiría en un arma brutal contra cualquiera que se atreviera a hacer daño a su esposa. La oscuridad de su interior no había desaparecido; solo estaba bajo control.
—No podrá hacer frente al Grupo si se controla tanto —le dijo a la mujer que estaba a su lado, una cazadora con las alas del color de la medianoche y del amanecer.
Las plumas negras que había en la zona interna de sus alas daban paso a otras de un sedoso azul, y el resto cambiaba gradualmente del añil más suave y los matices evanescentes presentes en el cielo al romper el día hasta el brillante tono blanco dorado que tenían las plumas primarias.
Elena era la consorte de Rafael, y este contaba con el juramento de lealtad de Jason. Tal vez por eso se sentía tan sorprendentemente cómodo con ella. O quizá se debía a que ella era una extraña en la tierra de los inmortales, alguien en busca de un camino que le llevaría siglos recorrer, como a él le había ocurrido en su día. O quizá fuera que, aunque Elena no lo supiera, estaban unidos por un vínculo mucho más sombrío, un vínculo que hablaba de madres y de sangre.
Un líquido denso y metálico le endurecía el cabello, le empapaba la túnica y se adhería a sus brazos.
Elena levantó la vista y negó con la cabeza. Llevaba su asombroso cabello de color platino, casi blanco, peinado hacia atrás en un elegante recogido, y se había puesto un sencillo vestido largo hasta los tobillos con el tono azul de un prístino lago de montaña. El único adorno que lucía eran los pequeños aros de ámbar que llevaba siempre, los que simbolizaban su compromiso con Rafael.
—¿No te das cuenta, Jason? —dijo cuando la pareja nupcial interrumpió el beso que había provocado más de un suspiro en aquella fresca mañana—. Solo es así cuando está con Honor. Entonces es otro Dmitri.
Se unió a los aplausos y a los vítores cuando los novios se volvieron hacia los invitados y la gente empezó a acercarse para darles la enhorabuena.
Puesto que había hablado con Dmitri antes de la ceremonia, Jason aguardó a que la multitud se dispersara. Elena también se quedó donde estaba, concediéndoles a los demás la oportunidad de charlar con la pareja de recién casados. Del mismo modo que Jason había estado con Dmitri antes de la boda (junto con Rafael, Illium y Veneno), Elena había estado con Honor, ya que el arcángel y su consorte habían acondicionado una de las suites de la casa para los invitados de la novia. Dichos invitados eran cazadores, y sin duda todos ellos llevarían un par de armas escondidas bajo las lustrosas y elegantes ropas que se habían puesto para la ocasión.
Percibió un relampagueo azul con el rabillo del ojo y se volvió para observar cómo Illium extendía las alas a petición de una cazadora. Ese día iba ataviado con el mismo traje negro formal que llevaban el novio, Rafael y el resto de los Siete, y esbozaba una sonrisa seductora. La sonrisa fue auténtica mientras duró, pero lo cierto era que apenas duró. Jason había visto a Illium amar con toda su alma, y también le había visto llorar a ese amor hasta que sus ojos, del color del oro fundido, perdieron la luz.
—Entiendo —le dijo a Elena cuando esta volvió a mirarlo.
Se recordó una vez más que los otros podían sentir los infinitos matices de las emociones. Jason había observado durante siglos a mortales y a inmortales, y era capaz de percibir hasta los cambios más sutiles e insignificantes en su equilibrio emocional, porque nadie llegaba a jefe del espionaje sin esa capacidad. Sin embargo, en todo ese tiempo nunca había sentido lo que ellos. Era como si la vida se limitara a rozar su superficie, sin llegar a tocar jamás su corazón o su alma.
«Eres el jefe del espionaje perfecto. Un fantasma inteligente y talentoso al que no le afecta nada de lo que ve».
Había sido Lijuan quien le había dicho esas palabras unos cuatrocientos años atrás. La más antigua de los arcángeles también le había hecho una oferta: riquezas y mujeres entrenadas en las artes de la sensualidad, hombres si eso era lo que deseaba, a cambio de su lealtad y de trabajar a su servicio. No obstante, Jason ya había amasado una fortuna suficiente para un centenar de vidas inmortales. En cuanto a lo demás… cuando quería una mujer, tenía una mujer. No necesitaba que nadie se la proporcionara.
Elena se estiró un poco y le rozó levemente el ala con la suya, pero Jason no se apartó para impedir ese efímero contacto. En muchos sentidos, era justo lo opuesto a Aodhan, un ángel tan traumatizado que no soportaba el más mínimo contacto. Jason, en cambio, solo se sentía real (y no el fantasma del que hablaba Lijuan) cuando notaba el contacto de la piel de otros, las alas de otros sobre las suyas. Era como si todos aquellos años, todas aquellas décadas en las que no había sentido el contacto de ningún otro ser, hubieran provocado en él una sed insaciable de proximidad.
Un sibarita ebrio de sensaciones, en eso se había convertido, pero porque aquellos años de atormentadora e interminable soledad le habían dejado otras cicatrices; cicatrices que lo habían llevado a abrazar las sombras que detestaba de niño, que impedían que entregase su confianza en muy contadas ocasiones. Pese a su necesidad, Jason no permitía, salvo a muy pocas personas, que lo tocaran fuera del dormitorio; porque el contacto de un amigo era muy diferente a las caricias que prodigaban las amantes en la oscuridad de la noche, antes de marcharse al alba.
—Ha sido una boda muy bonita, ¿verdad? —dijo Elena, cuyos ojos mostraban la ternura típica de las mujeres en dichos eventos.
—¿Te gustaría celebrar una igual?
El matrimonio se consideraba algo propio de los mortales pero, como había quedado demostrado ese mismo día, algunos inmortales lo recibían con los brazos abiertos. Había sido Dmitri quien más había insistido en la ceremonia.
Elena se echó a reír.
—Rafael y yo nos casamos sobre las ruinas de Nueva York, mientras caía conmigo en sus brazos.
También Rafael, pensó Jason, era un hombre distinto con su consorte, una mortal convertida en ángel. Elena era un ángel muy débil en términos de poder, ya que su inmortalidad era aún una llama trémula, pero poseía una fuerza que apelaba al superviviente que había en Jason. Así pues, el espía le había enseñado a ser invisible en el cielo, y había visto a Elena forzar el cuerpo hasta extremos intolerables en un esfuerzo por conseguir un despegue vertical poco después de su transformación. Además, había estado muy atento a las posibles amenazas contra su vida.
Porque Elena era el punto más débil de Rafael.
Una niña diminuta, toda risas y ojos pícaros, corrió hacia Elena con sus piernas flacuchas. Llevaba la melena de rizos negros y broncíneos recogida a los lados de la cabeza con lazos anaranjados. Sonriendo con innegable deleite, la cazadora se agachó para coger a la niña en brazos.
—Hola, Zoe, Diosa Guerrera en Formación —plantó un beso en la mejilla regordeta de Zoe, cuyo vestido de encaje le cubría el brazo—. ¿Has conseguido escaparte de mamá?
Jason se enfrentó a la mirada directa de la niña mientras esta asentía, y vio que sostenía cuidadosamente en la mano una inconfundible pluma azul ribeteada en plata. La hija de la directora del Gremio contempló sus alas durante un instante antes de susurrarle algo al oído a Elena. Jason oyó lo que dijo, pero no entendió nada, ya que todavía hablaba el lenguaje propio de los niños pequeños.
Estaba claro que a Elena no le ocurría lo mismo, porque un momento después lo miró con sus ojos plateados llenos de diversión.
—Este bichillo quiere añadir más plumas tuyas a su colección, Jason. Yo que tú me andaría con cuidado —le advirtió, tras lo cual centró la atención en un hombre alto con una larga melena negra recogida en la nuca y un rostro de piel cobriza y pómulos marcados.
Ransom Winterwolf.
Cazador.
Resultaba extraño ver a tantos miembros del Gremio en el hogar de Rafael. La mansión, situada en el Enclave del Ángel y separada del brillo metálico y acristalado de Manhattan por el curso del río, era sin duda muy elegante, pero Jason sabía que el sire había ofrecido a Dmitri lugares mucho más lujosos para celebrar su enlace. No obstante, el líder de los Siete se había mostrado inflexible.
«Al alba —había dicho apenas tres horas antes de que saliera el sol—. Nos casaremos al alba».
En esas tres horas, Elena y la directora del Gremio habían conseguido avisar a todos los cazadores del área de Nueva York que no estaban de servicio y se encontraban a una distancia accesible. Jason, Illium y Veneno habían avisado al resto de los Siete. Naasir, Galen y Aodhan habían sido informados, y los tres habían hablado con Dmitri antes de la boda.
Unidos por su lealtad hacia Rafael, y también por la que existía entre ellos, los Siete habían forjado vínculos inquebrantables, pero, aunque hubieran contado con más tiempo, habría sido imposible que todos estuvieran a la vez en un mismo lugar. Para mantener el equilibrio de poder en el mundo, Rafael necesitaba su presencia en el Refugio y en Nueva York, y ahora también en la ciudad perdida de Amanat, hogar de la anciana madre del arcángel.
El hecho de que tres de ellos estuvieran presentes en la boda de Dmitri era un regalo inesperado. Por supuesto, también había otros invitados: los orgullosos miembros del servicio doméstico de Rafael; cierto número de hombres y mujeres que trabajaban a las órdenes de Dmitri en la Torre, y cuya lealtad estaba tanto con el vampiro como con Rafael; y dos policías mortales que se consideraban parte de la familia del Gremio. El respetado hombre que había oficiado la ceremonia también formaba parte de esa familia, ya que había dirigido el Gremio antes de ceder la batuta a la directora actual.
El propio Rafael había permanecido junto a Dmitri durante la ceremonia, ya que la amistad que existía entre ambos hombres era lo bastante antigua y profunda para que el arcángel desempeñara el papel de padrino aquel día. Jason no conocía ninguna amistad igual de intensa entre aquellos que servían al Grupo de Diez —los arcángeles que gobernaban el mundo—, pero también sabía que aquella relación había durado siglos, y que había superado períodos de furia, guerra e incluso una breve deserción de Dmitri al territorio de Neha. En esos momentos, Dmitri sonreía por algo que le había comentado el arcángel.
Si bien el vampiro iba ataviado con un elegante traje negro sobre negro, su mujer llevaba un vestido de un color verde brillante que acariciaba y envolvía sus curvas antes de caer en una fluida cascada sobre el césped cubierto de rocío. El tejido estaba ingeniosamente recogido sobre la cadera izquierda para simular el efecto ondulado del agua. En aquel momento, Honor vio a Jason y se acercó a él con una sonrisa, aunque se detuvo en la frontera invisible que delimitaba su espacio en el mundo. Llevaba en la mano el ramo de flores silvestres que Elena había creado utilizando las plantas que cultivaba en su invernadero.
—Gracias —dijo.
La felicidad que irradiaba la joven eclipsaba el brillo de los diamantes que llevaba en el cuello; unos diamantes que Jason le había visto comprar a Dmitri tres siglos atrás, cuando las gemas aún estaban sin pulir.
El vampiro había tardado otro centenar de años más en pedir que los tallaran y engarzaran en un collar de exquisita belleza, donde las piedras parecían pedazos de estrella.
«¿A quién se lo regalarás?», le había preguntado entonces Jason al vampiro.
La respuesta de Dmitri había sido una irónica sonrisa torcida y unos ojos tan duros como las gemas que sostenía.
«A la mujer cuyo espíritu brille más que estas piedras».
El collar no había conocido ningún cuello más que el que lo lucía en esos momentos.
—Por este increíble vestido de ensueño —prosiguió Honor mientras acariciaba el tejido—. No sé cómo has logrado dar con él en plena madrugada. Me sienta como si lo hubieran hecho para mí.
—No hace falta que me lo agradezcas.
Jason había permanecido gran parte de su vida al margen (muchas veces porque no le había quedado más remedio, y otras porque no sabía cómo relacionarse), pero necesitaba formar parte de aquel día porque un hombre al que respetaba, y al que consideraba un amigo tan íntimo como se creía capaz de tener, había reclamado a aquella mujer.
—Jason es capaz de encontrar cualquier cosa —dijo Dmitri, que se acercó y rodeó la cintura de Honor con el brazo—. Los vientos le hablan y le dicen adónde debe ir.
Honor soltó una carcajada ronca y cálida a la vez. Luego recibió el abrazo de Elena, cuyas alas parecían iridiscentes bajo la luz blanca de la mañana. Jason se apartó un poco y miró a Dmitri a los ojos. El vampiro se encogió de hombros y se dirigió a él utilizando la conexión mental.
Nadie lo creerá jamás.
No, pensó Jason, nadie lo creería. Incluso él se había creído loco cuando no era más que un muchacho a punto de convertirse en hombre. Solo cuando llegó al fuerte angelical del Refugio y leyó los libros de historia de Jessamy pudo entender que había heredado el «oído» de su madre, una capacidad para percibir las cosas que ocurrían a centenares de kilómetros de distancia, más allá de las montañas y los océanos. Esa era la razón por la que ella siempre tenía historias que contarle sobre la gente del Refugio, a pesar de que vivían en un atolón aislado rodeado por las resplandecientes aguas azules del Pacífico.
«Escribiré esas historias para ti, Jason. Debes practicar la lectura».
Y lo había hecho; había leído esas historias, y otras de los libros que había en la casa una y otra vez hasta que el pergamino se desgastó. Luego grabó las palabras en madera, en lino, en la arena, obligándose a recordar que era una persona, que debía saber leer. Había funcionado… durante un tiempo.
—Me alegro por ti, Dmitri —dijo, permitiendo que los fantasmas del pasado se desvanecieran—. Este es mi regalo para ti y tu esposa.
Cuando Dmitri bajó la vista hasta la pequeña tarjeta que Jason acababa de darle, la madrina de Honor, una cazadora de piernas largas con dones únicos, se unió a Elena y a ella, y todas empezaron a reír y a hablar al mismo tiempo.
—Un lugar seguro —dijo Jason cuando Dmitri levantó la vista de la dirección que aparecía en la tarjeta. El sol arrancó destellos a la sencilla alianza de oro que el vampiro llevaba en el anular de la mano izquierda—. Nadie os encontrará allí.
Los sensuales rasgos de Dmitri se llenaron de comprensión.
—A estas alturas ya no debería sorprenderme todo lo que sabes —dijo tras apartarse un poco de las mujeres—, pero así es —se guardó la tarjeta—. ¿Por qué estás tan convencido de que es un lugar seguro?
—La casa es mía, y nadie la ha encontrado en doscientos años.
Oculta en la densa selva de una montaña deshabitada, solo era posible acceder a ella por una ruta concreta que en ese momento compartió con Dmitri utilizando el contacto mental.
Incluso la entrada aérea es imposible, a menos que el ángel en cuestión sepa cómo encontrar un pequeño claro en particular. Dio a Dmitri las coordenadas. Sin eso, cualquiera sufriría daños graves en las alas debido a la espesura de las copas de los árboles y a las trampas ocultas en ellas.
Los ojos de Dmitri se iluminaron.
Bien.
—No sabía que tuvieras otro hogar en este país —dijo el vampiro, ya en voz alta.
—No lo tengo.
Jason poseía varias casas que utilizaba cuando lo necesitaba, pero el «hogar» era un concepto que no significaba nada para él, aunque Dmitri había dado por sentado que consideraba su hogar el apartamento que tenía en la Torre del Arcángel de Nueva York.
—Allí estaréis seguros, y tendréis intimidad —añadió. Honor tardaría un tiempo en completar la transición que la convertiría en vampira, y aunque Jason sabía que Dmitri se aseguraría de que estuviera sumida en un sueño profundo para que no sufriera, también sabía que no se apartaría de ella durante el proceso—. No habrá necesidad de llevar una unidad de vigilancia.
—No creería esas palabras de nadie que no fueras tú —dijo Dmitri, que había vuelto la cabeza para mirar a Honor—. No sé cuándo utilizaré tu regalo. Tengo su promesa… pero no quiero presionarla.
—Sí que quieres.
—Sí —inclemencia sin tapujos—. Pero verás, Jason, parece que sufro una tremenda debilidad en lo que a Honor se refiere. Si ella cambiara de opinión y decidiera seguir siendo mortal, no podría obligarla y seguir viviendo conmigo mismo.
Jason no dijo nada mientras Dmitri regresaba junto a su esposa, que levantó la vista para sonreírle de una manera que reservaba solo para él. Sus amigas se alejaron un poco para conceder a los recién casados un momento de intimidad, pero nadie se movió del exuberante jardín, donde el delicado trino de los pájaros se sumaba al murmullo de las conversaciones. Corrió el champán, se intercambiaron saludos y se reanudaron amistades bajo el resplandor del júbilo que desprendían tanto Honor como Dmitri.
A diferencia de lo que les ocurría a los demás, Jason se sentía vulnerable bajo la luz del sol, donde sus alas negro azabache lo convertían en un objetivo fácil, pero no cedió al impulso de alzarse por encima de la capa de nubes, donde nadie podría verlo. Un minuto después, cuando los vientos empezaron a susurrar, él prestó atención.
Una única palabra. Un nombre.
Eris.
Jason solo conocía a un Eris con cierta relevancia: el marido de Neha, una arcángel de tres mil años de antigüedad, la única componente del Grupo que había decidido celebrar la ceremonia de emparejamiento de los mortales. Eris también era su consorte, pero nadie lo había visto en público desde hacía unos trescientos años. Muchos lo daban por muerto, pero Jason sabía que el hombre vivía encarcelado en un palacio dentro de la extensa fortaleza de Neha. No había sufrido daños físicos más que cuando intentó escapar, al principio de su cautiverio.
Neha amaba a Eris demasiado para hacerle daño.
Por eso lo había odiado con tanta intensidad después de su traición.
Eris.
Tras deslizarse hacia las sombras de los árboles que rodeaban la propiedad de Rafael, un bienvenido respiro después de tanto tiempo bajo la luz del sol, Jason sacó su teléfono móvil. En los siglos previos, y a pesar de sus considerables dones psíquicos, había tardado días en comunicarse con sus hombres, semanas en reunir un poco de información. La tecnología había hecho que ahora las cosas fueran mucho más sencillas. A diferencia de algunos ángeles más antiguos, y pese a que su arma preferida seguía siendo una espada, Jason no le hacía ascos al mundo moderno.
En esos momentos vio que tenía varias llamadas perdidas, que a buen seguro habían entrado durante la ceremonia, cuando el teléfono estaba en modo silencio. Todas eran de Samira, una sirvienta con permiso para trabajar en los aposentos privados de Neha y, técnicamente, la espía de más alto rango en la corte de aquella arcángel, aunque Jason albergaba ciertas dudas sobre su constante eficacia.
—Samira —dijo cuando ella respondió al teléfono—. ¿Qué ha ocurrido?
—Eris ha muerto —respondió en un susurro—. Ha sido asesinado en su palacio.
—¿Cuándo?
—No lo sé, pero lo han encontrado hace una hora. Neha no se ha apartado de su cadáver. Mahiya está con ella.
Jason nunca había hablado con Mahiya, pero la había investigado discretamente cuando Neha la adoptó trescientos años atrás. Sabía que la princesa pertenecía al linaje de la arcángel. Esa relación era bien conocida por todos, pero no así las circunstancias que la rodeaban, enterradas en el olvido. Muchos miembros de la corte de Neha habían decidido no recordar, no ver la verdad: que Mahiya era hija de Nivriti, la hermana de Neha, que llevaba muerta tanto tiempo como su hija viva.
No era un secreto tan terrible… a menos que uno conociera el nombre del padre de Mahiya.
Eris.