CAPÍTULO IV

La primera emoción del encuentro entre las hermanas había pasado; las primeras impresiones vividas, entre placenteras y dolorosas, se habían apaciguado; Norah y Magdalen estaban sentadas, cogidas de la mano, extasiadas ambas en la silenciosa plenitud de su dicha. Magdalen fue la primera en hablar.

—¿Tienes algo que decirme, Norah?

—Tengo mil cosas que decirte, cariño, y tú tienes diez mil que contarme a mí. ¿Te refieres a esa segunda sorpresa de la que te hablaba en mi carta?

—Sí. Supongo que debe de incumbirme muy de cerca, de lo contrario no hubieras pensado en mencionarlo en tu primera carta.

—Sí, te concierne muy de cerca. ¿Has oído hablar de la casa de George en Essex? Te resultará familiar al menos el nombre de St. Crux… ¿A qué viene ese sobresalto, querida? Me temo que aún no estás lo bastante fuerte para recibir más sorpresas.

—Más que fuerte, Norah. Pero tengo algo que decirte sobre St. Crux. También yo tengo una sorpresa para ti.

—¿Quieres decírmela ahora?

—Ahora no. La sabrás cuando estemos a orillas del mar. La sabrás antes de que acepte la amabilidad con la que he sido invitada a la casa de tu marido.

—¿Qué puede ser? ¿Por qué no me lo dices ahora mismo?

—Tú solías darme ejemplo de paciencia, Norah, en los viejos tiempos. ¿Querrás darme ejemplo ahora?

—De todo corazón. ¿Vuelvo entonces a mi propia historia? ¿Sí? Entonces volvamos a ella ahora mismo. Te decía que St. Crux es la casa de George en Essex, la casa que heredó de su tío. Sabiendo que la señorita Garth tenía curiosidad por ver el lugar, George dejó instrucciones (antes de irse al extranjero tras la muerte del almirante) de que ella y cualquier amigo que la acompañara fueran admitidos en la casa si por casualidad se hallaba en las cercanías durante su ausencia. La señorita Garth y yo y un numeroso grupo de amigos del señor Tyrrel nos hallábamos en las cercanías poco después de la marcha de George. Nos habían invitado a todos a presenciar la botadura del nuevo yate del señor Tyrrel desde el astillero donde se había construido, en Wivenhoe, Essex. Cuando terminó la botadura, todos los demás volvieron a Colchester para comer. La señorita Garth y yo conseguimos meternos en el mismo carruaje sin otra compañía que la de mis dos pequeñas pupilas. Dimos instrucciones al cochero y pasamos por St. Crux. Nos dejaron pasar en cuanto la señorita Garth mencionó su nombre y nos mostraron toda la casa. No sé cómo describírtela; es el lugar más desconcertante que he visto en mi vida…

—No intentes describirla, Norah. Sigue con la historia.

—Muy bien. Mi historia me lleva directamente a una de las estancias de St. Crux, una habitación casi tan larga como la calle en la que estamos, tan triste, sucia y terriblemente fría que tiemblo solo de pensarlo. La señorita Garth se disponía a salir de allí con la mayor velocidad posible, igual que yo. Pero el ama de llaves se negó a dejarnos marchar sin antes contemplar un singular mueble, el único que había en aquel inhóspito lugar. Lo llamó trípode, creo. (No hay nada de que alarmarse, Magdalen. ¡Te aseguro que no hay nada de que alarmarse!) En cualquier caso, era una cosa extraña con tres patas que sostenía un gran recipiente lleno de cenizas de carbón. Según los entendidos (y las explicaciones del ama de llaves), estaba considerada como una extraordinaria muestra de metal cincelado; ella resaltó especialmente la belleza de unas volutas que cubrían el perímetro interior del recipiente con lemas latinos que significaban… lo he olvidado. Yo no tenía el menor interés en aquella cosa, pero examiné de cerca las volutas para contentar al ama de llaves. Para serte sincera, su lección sobre el fino cincelado, aprendida de memoria, resultaba bastante aburrida, y mientras hablaba yo me entretuve en remover las suaves cenizas blancas con la mano, fingiendo escuchar, pero con el pensamiento a kilómetros de distancia. No sé cuánto tiempo llevaba jugando con las cenizas, cuando de repente mis dedos tropezaron con un trozo de papel arrugado oculto a bastante profundidad. Lo saqué a la superficie y resultó ser una carta, una larga carta escrita con letra apretada. ¡Has adivinado mi historia antes de que pueda terminarla, Magdalen! Sabes tan bien como yo que la carta que encontraron mis dedos ociosos era el fideicomiso secreto. Extiende la mano, querida. Tengo permiso de George para mostrártelo, ¡y aquí está!

Norah depositó el fideicomiso en la mano de su hermana. Magdalen lo cogió maquinalmente.

—¡Tú! —dijo, mirando a su hermana con el recuerdo de todo lo que había arriesgado y sufrido en vano en St. Crux—. ¡Tú lo has encontrado!

—Sí —replicó Norah alegremente—. El fideicomiso ha demostrado no ser una excepción a la terquedad de los objetos perdidos. Búscalos, y seguirán invisibles. ¡Déjalos, y se descubrirán a sí mismos! Tanto tú como tu abogado, Magdalen, teníais razón al suponer que el hallazgo del fideicomiso era de un extraordinario interés para ti. Te ahorraré todos los detalles de nuestras consultas cuando saqué el papel arrugado de las cenizas. Todo terminó en una carta al abogado de George y en que George tuvo que volver del Continente. La señorita Garth y yo lo vimos inmediatamente después de su regreso, e hizo lo que nosotras no podíamos hacer: resolvió el misterio del fideicomiso oculto en las cenizas de carbón. Debes saber que el almirante Bartram estuvo sujeto toda su vida a ataques de sonambulismo. Lo habían encontrado caminando en sueños poco antes de su muerte, justo en la época en la que se hallaba gravemente preocupado por causa de esa misma carta que tienes en la mano. La idea de George es que el almirante debió de imaginar que hacía en sueños lo que despierto no hubiera hecho ni muerto: destruir el fideicomiso. No hacía mucho que se había encendido el fuego en el brasero, y sin duda él lo veía ardiendo aún en sus sueños. Esta fue la explicación que dio George sobre la extraña ubicación de la carta cuando yo la descubrí. A continuación se planteó la cuestión de qué debía hacerse con la carta en sí, cosa difícil de entender para una mujer. Pero resolví dominarla y la dominé, puesto que se relacionaba contigo.

—Permíteme que yo intente dominarla a mi vez —dijo Magdalen—. Tengo una razón especial para desear saber tanto sobre la carta como tú misma. ¿Qué ha hecho por los demás?, ¿qué hará por mí?

—Mi querida Magdalen, ¡qué modo más extraño de mirarla!, ¡qué modo más extraño de hablar de ella! Por despreciable que parezca, este pedazo de papel te da una fortuna.

—¿No tengo más derecho a esa fortuna que el que me da esta carta?

—Sí, solo la carta te da ese derecho. ¿Quieres que intente explicártelo en pocas palabras? En opinión del abogado, la carta en sí podría haberse convertido en objeto de litigio, aunque estoy convencida de que George no lo hubiera autorizado. Considerada, empero, junto con la postdata que le añadió el almirante Bartram (la verás si miras bajo la firma en la tercera página), vincula a los ejecutores testamentarios del almirante tanto moral como legalmente. He agotado mi pequeña reserva de tecnicismos legales y tendré que continuar con mis propias palabras. El resultado se resume como sigue: Todo el dinero volvió a la heredad del señor Noel Vanstone (¡otro tecnicismo! Mi vocabulario es más rico de lo que yo creía) por la sencilla razón de que no se había utilizado como indicaba el señor Noel Vanstone. Si la señora Girdlestone viviera, o si George se hubiera casado conmigo unos meses antes, el resultado habría sido el contrario. Dadas las circunstancias, la mitad del dinero ha sido dividida entre los parientes más cercanos del señor Noel Vanstone, lo que significa en términos corrientes: entre mi marido y su pobre hermana inválida, quien aceptó el dinero formalmente un día para contentar al abogado y lo devolvió generosamente al siguiente para contentarse a sí misma. Esto en cuanto a la mitad del legado. La otra mitad, querida, es toda tuya. ¡De qué manera tan extraña se desarrollan los acontecimientos, Magdalen! Solo hace dos años que tú y yo nos convertimos en unas huérfanas desheredadas ¡y ahora nos repartimos la fortuna de nuestro padre después de todo!

—Espera un poco, Norah. A cada una su parte le llega de un modo diferente.

—¿Eso crees? La mía me llega a través de mi marido. La tuya… —se interrumpió, confusa y avergonzada—. ¡Perdóname, cariño! —dijo, llevándose la mano de Magdalen a los labios—. He olvidado lo que debería haber recordado. ¡Te he afligido irreflexivamente!

—¡No! —dijo Magdalen—. Me has dado valor.

—¿Valor?

—Ahora lo verás.

Con estas palabras, se levantó tranquilamente del sofá y se dirigió a la ventana abierta. Antes de que Norah pudiera seguirla, había roto el fideicomiso en pedazos y había arrojado los fragmentos a la calle.

Magdalen volvió al sofá y apoyó la cabeza en el pecho de Norah con un hondo suspiro de alivio.

—No le deberé nada a mi vida pasada —dijo—. Me he despedido de ella como de esos trozos de papel rotos. ¡Todos los pensamientos, todas las esperanzas que puse en ella, los aparto de mí para siempre!

—¡Magdalen! Mi marido no te lo permitirá; yo no te lo permitiré…

—¡Calla, calla! Lo que tu marido considere correcto, Norah, tú y yo también lo consideraremos correcto. Aceptaré de ti lo que jamás habría aceptado si me lo hubiera dado esa carta. El final con el que soñaba ha llegado. Nada cambia, salvo la posición que en otro tiempo pensé que podríamos tener la una respecto de la otra. Mucho mejor así, cariño, ¡muchísimo mejor así!

Así fue como Magdalen realizó el último sacrifico de su antigua obstinación y su antiguo orgullo. Así fue cómo Magdalen entró en una nueva vida más noble.

Había transcurrido un mes. El sol otoñal brillaba incluso en las más lóbregas calles y los relojes de la vecindad daban las dos cuando Magdalen regresó sola a la casa de Aaron’s Buildings.

—¿Me está esperando? —preguntó ansiosamente cuando le abrió la patrona.

La esperaba en la salita del primer piso. Magdalen subió por las escaleras sigilosamente y llamó a la puerta. Él le dijo que entrara con tono indiferente y distraído, sin duda convencido de que era la criada pidiendo permiso para entrar en la habitación.

—¿No me esperaba tan pronto? —dijo Magdalen desde el umbral de la puerta, deteniéndose allí para disfrutar de la expresión de sorpresa con que él se puso en pie y la miró.

Las únicas huellas de la enfermedad que aún eran visibles en el rostro de Magdalen habían suavizado su perfil añadiendo refinamiento a su belleza. Llevaba un sencillo vestido de muselina. Su vulgar sombrero de paja no llevaba más adorno que una cinta blanca. Ni siquiera en los mejores tiempos había estado tan encantadora como cuando avanzó hacia la mesa junto a la que él había estado sentado, llevando un cesto de flores que había recogido en la campiña, y le ofreció la mano.

Él, visto de cerca, parecía agobiado e inquieto. Magdalen interrumpió sus primeras felicitaciones y muestras de interés para preguntarle si se había quedado en Londres desde su despedida, si ni siquiera se había marchado unos cuantos días para ver a sus parientes de Suffolk. No, había permanecido en Londres desde entonces. Kirke no le dijo que la bonita rectoría de Suffolk carecía de todos aquellos recuerdos de los que las míseras cuatro paredes de Aaron’s Buildings estaban, en cambio, tan llenas. Solo dijo que no se había movido de Londres.

—Me pregunto —dijo Magdalen, observando su cara con detenimiento— si está usted tan feliz de verme como yo de verlo a usted.

—Quizá más incluso, a mi modo peculiar —respondió él con una sonrisa.

Magdalen se quitó el sombrero y el pañuelo y se sentó una vez más en su sillón.

—Supongo que la calle es horriblemente fea —dijo—, y estoy segura de que nadie puede negar que la casa es muy pequeña. Sin embargo… sin embargo, me siento como si hubiera vuelto a casa. Siéntese aquí, donde solía sentarse. Hábleme de usted. Quiero saber todo lo que ha hecho, incluso lo que ha pensado mientras yo estaba lejos. —Magdalen intentaba resumir la interminable retahíla de preguntas con la que estaba acostumbraba a convencerle de que hablara de sí mismo. Pero las formuló con mucha menos espontaneidad y destreza que de costumbre. Desde que entró en la habitación, una única preocupación absorbía sus pensamientos. Tras un cuarto de hora desperdiciado en preguntas turbadas por una parte y respuestas reticentes por la otra, Magdalen se arriesgó por fin a abordar el tema más peligroso.

—¿Ha recibido las cartas que le envié desde la costa? —preguntó, apartando la vista de él repentinamente y por primera vez.

—Sí —dijo él—. Todas.

—¿Las ha leído?

—Todas y cada una de ellas, varias veces.

El corazón de Magdalen latía con tanta velocidad que le pareció que estaba a punto de ahogarse. Había mantenido su promesa valientemente. Toda la historia de su vida, desde la época del desastre familiar en Combe-Raven hasta el momento en que había destruido el fideicomiso secreto en presencia de su hermana, todo se lo había expuesto. No le había ocultado nada que hubiera hecho ni nada que hubiera pensado. Del mismo modo que él habría cumplido una promesa que le hubiese hecho a ella, así había cumplido Magdalen su promesa hacia él. No le había fallado la voluntad para hacerlo, pero le fallaba entonces para hacer la pregunta decisiva por la que se encontraba allí. Aunque su deseo de saber si lo había ganado o lo había perdido era muy fuerte, más fuerte aún era por el momento el miedo de saberlo. Aguardó temblorosa sin decir nada más.

—¿Puedo hablarle de sus cartas? —preguntó él—. ¿Puedo decirle…?

Si Magdalen le hubiera mirado mientras él pronunciaba esas pocas palabras, habría visto en su expresión lo que pensaba de ella. Habría visto que, pese a la inocencia de Kirke en los asuntos mundanos, conocía el valor inestimable y la virtud ennoblecedora de una mujer que decía la verdad. Pero Magdalen no tuvo valor para mirarle, para alzar los ojos del regazo.

—Todavía no —dijo débilmente—. No tan pronto, cuando hace tan poco que nos hemos vuelto a ver.

Magdalen se levantó bruscamente y se acercó a la ventana, volvió de nuevo y se acercó a donde él estaba sentado, junto a la mesa. El recado de escribir, esparcido sobre esta, le dio un pretexto para cambiar de asunto y Magdalen lo aprovechó al instante.

—¿Estaba escribiendo una carta cuando he llegado? —preguntó.

—Estaba pensando en ello —respondió él—. No era una carta que pudiera escribirse sin reflexionar. —Se levantó mientras contestaba para recoger el recado de escribir y guardarlo.

—¿Por qué habría de interrumpirle? —dijo Magdalen—. ¿Por qué no me deja que intente ayudarle? ¿Es un secreto?

—No, no es un secreto.

Kirke vaciló al responderle. Inmediatamente, Magdalen adivinó la verdad.

—¿Es sobre su barco?

Poco adivinaba Kirke cuánto había pensado Magdalen durante su separación en el asunto que él creía haberle ocultado. Poco adivinaba que Magdalen había aprendido ya a ponerse celosa de su barco.

—¿Quieren que regrese a su antigua vida? —prosiguió Magdalen—. ¿Quieren que vuelva a hacerse a la mar? ¿Tiene que contestar sí o no de inmediato?

—De inmediato.

—Si no hubiera entrado en el momento en que lo he hecho, ¿habría dicho que sí?

Sin darse cuenta, Magdalen posó una mano sobre el brazo del marino, olvidando toda consideración menor en su deseo de oír sus siguientes palabras. La confesión de su amor estuvo en un tris de escapársele, pero Kirke se reprimió aún. «Me da igual por mí —pensó—. Pero ¿cómo sé que no la molestaré?».

—¿Habría dicho que sí? —repitió ella.

—Dudaba —respondió él—. Dudaba entre el sí y el no.

La mano de Magdalen se cerró sobre el brazo del marino; un súbito temblor se adueñó de todos sus miembros; ya no podía soportarlo más. El corazón se le escapó por la boca cuando pronunció sus siguientes palabras:

—¿Dudaba por mi causa?

—Sí —dijo él—. Acepte mi confesión a cambio de la suya. Dudaba por su causa.

Magdalen no dijo nada más, solo le miró. La verdad alcanzó por fin a Kirke con aquella mirada. En un momento, Magdalen estaba rodeada por sus brazos y derramaba exquisitas lágrimas de alegría con el rostro oculto sobre el pecho del marino.

—¿Acaso merezco tanta felicidad? —musitó Magdalen, haciendo por fin la pregunta—. Oh, sé lo que contestarían las pobres gentes de miras estrechas, que jamás han sentido ni han sufrido, si les preguntara lo que te pregunto a ti. Si esas personas conocieran mi historia, olvidarían la provocación y recordarían solo la falta; se cebarían en mi pecado y pasarían por alto todos mis sufrimientos. Pero tú no eres uno de ellos, ¿verdad? ¡Dime si te queda alguna sombra de duda! ¡Dime si dudas de que el sincero propósito de mi vida futura es hacerme digna de ti! Te pedí que esperaras a verme; te pedí que, si había alguna dura verdad que decir, me la dijeras aquí de tus propios labios. ¡Dímelo, amor mío, mi marido! ¡Dímelo ahora!

Magdalen alzó la vista, aferrada a él como a la esperanza de una vida mejor.

—¡Dime la verdad! —repitió Magdalen.

—¿De mis propios labios?

—¡Sí! —respondió ella con vehemencia—. Dime lo que piensas de mí con tus propios labios.

Él se inclinó y la besó.

FIN