CAPÍTULO I
Quedaba poco más de una semana para que llegara la Navidad, pero seguía sin haber señales de las heladas y nevadas que por tradición se asocian con la nueva estación. El tiempo era cálido a pesar de la época y el año viejo expiraba débilmente en medio de lluvias agotadoras y nieblas deprimentes.
En el atardecer de aquel día de diciembre, Magdalen estaba sentada sola en el alojamiento que ocupaba desde su llegada a Londres. El fuego ardía sin entusiasmo en la chimenea pequeña y angosta, las casas mojadas y los jardines inundados que se veían desde su ventana empezaban a desdibujarse deprisa en la penumbra, y la campanilla del repartidor de bollería del barrio tintineaba cansinamente en la distancia. Sentada muy cerca del fuego y con unas cuantas monedas en su regazo, Magdalen las movía distraídamente sobre la lisa superficie de su vestido alterando sin cesar la posición que ocupaban unas con respecto a las otras, como si intentara encajar las piezas de un rompecabezas infantil. La luz mortecina del fuego que llameaba de vez en cuando y la iluminaba débilmente mostraba cambios que habrían revelado a sus allegados las penurias pasadas. El vestido le colgaba formando bolsas, a causa de su enflaquecimiento, pero no se había preocupado de retocarlo. La antigua agitación de sus movimientos, la antigua movilidad de su expresión habían desaparecido. Su rostro tenía una serenidad pasiva y macilenta, una calma anormal e inmutable. Tal vez el señor Pendril habría suavizado sus duras críticas hacia ella de haberla visto entonces, y tal vez la señora Lecount, en la plenitud de su triunfo, se habría compadecido al fin de su enemiga caída.
Cuatro meses habían transcurrido apenas desde el día de su boda en Aldborough y ya había cumplido su castigo por ese día ¡pagándolo con vanos remordimientos, con una soledad sin esperanzas y una derrota irremediable! Que esto sea dicho en su favor, que en la verdad contada sobre el pecado cuente también la expiación. Que se sepa que no disfrutó secretamente de su triunfo cuando aquel día llegó. El horror que sentía hacia sí misma, inspirado por su propia acción, había alcanzado su punto culminante cuando logró el propósito de casarse. Jamás había sufrido tanto en silencio como el día en que el testamento de su marido la nombró heredera del dinero de Combe-Raven. Jamás los medios utilizados para lograr sus fines le habían parecido tan indescriptiblemente degradantes como el día en que los consiguió. De esas emociones había surgido el remordimiento que la había incitado a buscar perdón y consuelo en el amor de su hermana. Jamás desde que entrara en su corazón por vez primera, jamás desde que lo considerara como un deber sagrado junto a la tumba de su padre, había estado tan a punto de flaquear el propósito que se había jurado a sí misma. Jamás la influencia de Norah habría podido hacer tanto bien como el día en que esa influencia se perdió, el día en que Magdalen oyó las fatídicas palabras en casa de la señorita Garth, el día en que llegó la carta fatídica de Escocia en la que se le comunicaba la venganza de la señora Lecount.
El daño estaba hecho; la oportunidad se había perdido. Tiempo y esperanza habían pasado de largo por igual.
Las voces interiores le pedían ahora que se detuviera en su camino cuesta abajo. El descubrimiento que había emponzoñado su corazón con la primera sospecha sobre su hermana, la noticia subsiguiente de la muerte de su marido, la herida del triunfo de la señora Lecount, que todo lo impregnaba, habían hecho su trabajo. El remordimiento que había amargado su vida de casada había quedado amortiguado, convertido en una sombría desesperación. Era demasiado tarde para expiar sus pecados mediante la confesión, demasiado tarde para desvelar al desgraciado marido los secretos más hondos que habían acechado en el corazón de su desdichada mujer. Aunque inocente de la espantosa traición que la señora Lecount le había imputado, era culpable de conocer la frágil salud de su marido al casarse con él; culpable de saber, cuando él le legó el dinero de Combe-Raven, que cualquier accidente inofensivo para otros hombres podía poner en peligro su vida y liberarla a ella. La muerte de Noel Vanstone le había revelado todo esto, le había dicho claramente lo que en vida de su marido se había negado a admitir ante sí misma. ¿Qué refugio le quedaba contra el sordo tormento de ese reproche, de la monótona tristeza de dudar de todo el mundo, incluso de Norah, de la amargura de su derrota, del solitario vacío de su vida sin amigos? Solo había un refugio posible. Magdalen volvió al implacable propósito que la llevaba rápidamente a la ruina y le gritó con toda la osadía de su desesperación: ¡Llévame hacia delante!
Durante días y días desde que recibiera la carta del abogado, Magdalen había dirigido sus pensamientos hacia un único asunto. Durante días y días se había esforzado en resolver la primera dificultad de su situación: idear el modo de hallar el fideicomiso secreto. Esta vez no podía esperar ayuda del capitán Wragge. Una larga vida de intrigas había hecho del viejo miliciano un experto en el arte de desaparecer. El arado del agricultor moral no dejaba surcos, ¡no dejaba tras de sí ningún rastro! El señor Loscombe era demasiado prudente para comprometerse tomando parte activa en un asunto de ese tipo; se limitaba a mantener su opinión pasivamente y esperaba que su cliente lo hiciera todo, no quería saber nada hasta que el fideicomiso secreto estuviera en sus manos. Solo Magdalen podía ocuparse ya de sus propios intereses. Arriesgado o no, lo que hiciera a continuación habría de hacerlo sola.
La perspectiva no la había desanimado. Sola había calculado las posibilidades. Sola había resuelto intentarlo.
«Ha llegado el momento —se dijo sentada frente al fuego—. Primero debo tantear a Louisa».
Recogió las monedas de su regazo y las colocó en un pequeño montón sobre la mesa, luego se levantó e hizo sonar la campanilla. La patrona contestó a su llamada.
—¿Está abajo mi criada? —preguntó Magdalen.
—Sí, señora, está tomando el té.
—Cuando termine, dígale que suba. Espere un momento. Encontrará su dinero sobre la mesa, el dinero que le debo de la semana pasada. ¿Lo ve o prefiere que encienda una vela?
—Está bastante oscuro, señora.
Magdalen encendió una vela.
—¿Con qué antelación debo avisarle antes de irme? —preguntó, dejándola sobre la mesa.
—Una semana es lo normal, señora. Espero que no tenga nada que objetar a la casa.
—Nada en absoluto. Solo se lo preguntaba porque quizá me vea obligada a abandonar este alojamiento antes de lo que había previsto. ¿Es correcta la suma?
—Totalmente, señora. Aquí tiene su recibo.
—Gracias. No se olvide de mandarme a Louisa en cuanto termine el té.
La patrona salió. Tan pronto como se halló de nuevo a solas, Magdalen apagó la vela y acercó una silla vacía a la que ella ocupaba junto a la chimenea. Hecho esto, ocupó su asiento y esperó a que apareciera Louisa. Su rostro tenía una expresión dubitativa mientras miraba el fuego sin verlo. «Una remota posibilidad —pensó—. Pero por remota que sea, debo intentarlo».
Diez minutos después oyó a Louisa llamar débilmente a la puerta. Al entrar en la habitación le sorprendió que no hubiera en ella más luz que la del fuego.
—¿Quiere que encienda las velas, señora? —preguntó respetuosamente.
—Las encenderemos por ti, si quieres —respondió Magdalen—, pero no por mí. Tengo algo que decirte. Cuando lo haya dicho, tú decidirás si nos sentamos juntas a la luz o en la oscuridad.
Louisa aguardó cerca de la puerta y escuchó estas extrañas palabras con mudo asombro.
—Ven aquí —dijo Magdalen señalando la silla vacía—, ven aquí y siéntate.
Louisa avanzó hacia ella y tímidamente apartó la silla del lado de su señora. Magdalen la devolvió a su sitio al instante.
—¡No! —dijo—. Más cerca, siéntate a mi lado. —Louisa obedeció tras un instante de vacilación.
—Te pido que te sientes a mi lado —prosiguió Magdalen— porque deseo hablarte de igual a igual. Cualquier diferencia que hubiera podido haber entre nosotras en otro tiempo, no existe ya. Soy una mujer sola y abandonada a su propia suerte, sin rango ni lugar en el mundo. Puede que sigamos juntas como amigas. Como señora y doncella, nuestra relación ha de acabar.
—¡Oh, señora, no, no diga eso! —suplicó Louisa débilmente.
Magdalen continuó con pesar y firmeza.
—Cuando te vi por primera vez —dijo— pensé que no me gustarías. He acabado por apreciarte, he acabado por estarte agradecida. Has sido leal y buena conmigo de principio a fin. Lo mínimo que puedo hacer a mi vez es no interponerme en el camino de tus proyectos futuros.
—¡No me despida, señora! —imploró Louisa—. Si me ayuda con un poco de dinero de vez en cuando, esperaré a que me pague mi salario cuando pueda. Lo digo en serio.
Magdalen le cogió la mano y prosiguió con el mismo pesar y la misma firmeza de antes.
—Mi futuro es oscuro e incierto —dijo—. El siguiente paso que daré puede llevarme a la prosperidad o a la ruina. ¿Acaso puedo pedirte que compartas semejante perspectiva? Si tu futuro fuera tan incierto como el mío, si también tú fueras una mujer sin amigos abandonada a su suerte, te permitiría compartirla conmigo con la conciencia tranquila. Podría aceptar tu afecto, pues no pensaría que te estaba perjudicando. ¿Cómo puedo pensar así en tu caso? Tú tienes un futuro esperanzador. Eres una excelente doncella, podrás encontrar otra colocación, una mucho mejor que la que tienes conmigo. Puedo darte referencias, y si las que yo te dé no se consideran suficientes, puedes dar las de la señora a la que serviste antes que a mí…
En el instante en que Magdalen pronunció aquel comentario sobre su antigua señora, Louisa retiró su mano bruscamente y se levantó de la silla, atemorizada. Se produjo un momento de silencio. Tanto la señora como la doncella habían sido tomadas por sorpresa.
Magdalen fue la primera en recobrarse.
—¿Se está poniendo demasiado oscuro? —preguntó significativamente—. ¿Vas a encender las velas al final?
Louisa retrocedió hasta el rincón más oscuro de la estancia.
—¡Sospecha usted de mí, señora! —respondió desde las sombras con un susurro entrecortado—. ¿Quién se lo ha dicho? ¿Cómo lo ha descubierto…? —Louisa se interrumpió y estalló en lágrimas—. Merezco sus sospechas —dijo, intentando tranquilizarse—. A usted no puedo negárselo. ¡Me ha tratado usted con tanta bondad y yo le he tomado tanto aprecio! Perdóneme, señora Vanstone, soy una miserable, la he engañado.
—Ven aquí y siéntate a mi lado otra vez —dijo Magdalen—. Ven, o me levantaré y te traeré yo misma.
Louisa volvió lentamente a su sitio. Parecía temer la luz del fuego, pese a que era mortecina. Se tapó el rostro con el pañuelo y permaneció lo más alejada posible de su señora cuando volvió a sentarse.
—Te equivocas al pensar que alguien te ha delatado —dijo Magdalen—. No sé más de ti que lo que me han dicho tu aspecto y tus modales. Llevas el peso de un terrible secreto en tu interior desde que entraste a mi servicio. Confieso que he hablado con el ánimo de averiguar algo más sobre ti y tu vida pasada de lo que he descubierto hasta ahora, no porque sienta curiosidad, sino porque también yo tengo mis pesares secretos. ¿Eres una mujer desgraciada como yo? Si lo eres, depositaré en ti mi confianza. Si no tienes nada que contarme, si prefieres guardar tu secreto, no te culparé, solo diré: separémonos. No te preguntaré cómo me has engañado. Solo recordaré que has sido una criada leal, honrada y eficiente mientras estuviste a mi servicio, y eso mismo diré en tu favor a cualquier otra señora a la que des mi nombre como referencia.
Magdalen aguardó respuesta. Por un instante, solo por un instante, Louisa vaciló. La chica tenía una naturaleza débil, pero no depravada. Sentía un afecto sincero por su señora y habló con un valor que esta no esperaba de ella.
—Si me despide usted, señora —dijo—, no aceptaré sus referencias hasta que le haya contado la verdad. No le pagaré su bondad engañándola por segunda vez. ¿Le contó el señor alguna vez cómo me contrató?
—No. Yo no se lo pregunté y él no me lo contó.
—Me contrató, señora, gracias a unas referencias escritas…
—¿Sí?
—Las referencias eran falsas.
Magdalen se echó hacia atrás, asombrada. La confesión que acababa de oír no era la que ella esperaba.
—¿Se negó tu señora a darte referencias? —preguntó—. ¿Por qué?
Louisa cayó de rodillas y ocultó el rostro en el regazo de su ama.
—¡No me lo pregunte! —dijo—. Soy una miserable degenerada. ¡No soy digna de estar en la misma habitación que usted!
Magdalen se inclinó hacia ella y le susurró una pregunta al oído. Louisa susurró la única y triste palabra de respuesta.
—¿Te ha abandonado? —preguntó Magdalen, después de esperar un rato, pensativa.
—No.
—¿Le amas?
—Con todo mi corazón.
El recuerdo de su matrimonio sin amor hirió a Magdalen en lo más vivo.
—¡Por amor de Dios, no te arrodilles ante mí! —exclamó, irritada—. ¡Si hay una mujer envilecida en esta habitación soy yo y no tú!
Alzó a la muchacha por la fuerza y volvió a sentarla en la silla. Ambas aguardaron un rato en silencio. Magdalen se sentó de nuevo con la mano aún sobre el hombro de Louisa y contempló con indescriptible amargura el fuego mortecino. «¡Oh! —pensó—. ¡Qué mujeres tan felices hay en el mundo! ¡Mujeres que aman a sus maridos! ¡Madres que no se avergüenzan de sus hijos!».
—¿Estás más tranquila? —preguntó, dirigiéndose afablemente a Louisa una vez más—. ¿Podrás responderme si te pregunto una cosa? ¿Dónde está el bebé?
—Con un ama de cría.
—¿Te ayuda el padre a mantenerlo?
—Hace todo lo que puede, señora.
—¿Qué es? ¿Trabaja en el servicio doméstico? ¿Tiene un oficio?
—Trabaja en el taller de su padre, que es maestro carpintero.
—Si tiene trabajo, ¿por qué no se ha casado contigo?
—La culpa es de su padre, señora, no suya. Su padre no se apiada de nosotros. Le echaría de su casa y del trabajo si se casara conmigo.
—¿No podría encontrar trabajo en otro sitio?
—Es difícil encontrar trabajo en Londres, señora. Hay tantísima gente en la ciudad que se quitan el pan de la boca los unos a los otros. Si tuviéramos dinero para emigrar, hace tiempo que se hubiera casado conmigo.
—¿Se casaría contigo si tuvieras el dinero ahora?
—Estoy segura de que sí, señora. En Australia hay mucho trabajo y ganaría el doble o el triple que aquí. Se esfuerza mucho por ahorrar todo lo que puede para irnos y yo guardo lo poco que me queda después de atender a las necesidades de mi bebé. ¡Pero es tan poco! Aunque vivamos muchos años, no hay esperanza para nosotros. Sé que he obrado mal en todos los aspectos y sé que no merezco ser feliz. Pero ¿cómo podía dejar que mi bebé sufriera? Me vi obligada a entrar a servir. Mi señora fue muy severa conmigo y me estropeé la salud intentando ganarme la vida cosiendo. Jamás hubiera engañado a nadie con unas referencias falsas de haber tenido alternativa. Estaba sola y desamparada, señora, y solo puedo pedirle que me perdone.
—Pídeselo a mujeres mejores que yo —dijo Magdalen con tristeza—. Yo solo soy buena para compadecerte, y te compadezco de todo corazón. Yo en tu lugar también habría utilizado referencias falsas. No hablemos más del pasado, no imaginas cómo me hieres al hablar de él. Hablemos del futuro. Creo que puedo ayudarte sin causarte ningún perjuicio. Creo que a cambio tú puedes ayudarme y hacerme el mayor de los favores. Espera y sabrás lo que quiero decir. Supón que te casaras; ¿cuánto os costaría emigrar a tu marido y a ti?
Louisa mencionó el precio de un pasaje de tercera clase para un hombre y su mujer. Hablaba en tono bajo y desesperanzado. Pese a lo moderado de la suma, a sus ojos era una riqueza inalcanzable.
Magdalen dio un respingo de sorpresa y volvió a coger la mano de la muchacha.
—¡Louisa! —dijo con gran seriedad—. Si yo te diera el dinero, ¿qué harías tú por mí a cambio?
La proposición pareció dejar a Louisa muda de asombro. Tembló violentamente y no respondió. Magdalen repitió la pregunta.
—Oh, señora, ¿lo dice en serio? —dijo la muchacha—. ¿Lo dice en serio?
—Sí —contestó Magdalen—. Lo digo muy en serio. ¿Qué harías por mí a cambio?
—¿Hacer? —dijo Louisa—. ¡Oh, qué no haría más bien! —Intentó besar la mano de su señora, pero Magdalen no lo consintió. Retiró el bajo de su vestido con firmeza, casi con brusquedad.
—No tienes nada que agradecerme —dijo—. Nos ayudamos la una a la otra, eso es todo. Siéntate tranquilamente y déjame pensar.
Durante los diez minutos siguientes reinó el silencio en la habitación. Al final de ese intervalo, Magdalen sacó su reloj y lo acercó al hogar. El fuego daba apenas la luz suficiente para ver la hora. Eran cerca de las seis.
—¿Te has serenado lo bastante para bajar y transmitir un mensaje? —preguntó al tiempo que se levantaba de la silla—. Es un mensaje muy sencillo; solo tienes que decirle al mozo que quiero un coche de punto en cuanto me consiga uno. Debo salir inmediatamente. Sabrás el porqué más tarde. Tengo aún muchas cosas que decirte, pero no dispongo de tiempo ahora. Cuando me vaya, tráete tu labor aquí y espera a que regrese. Volveré antes de la hora de acostarse.
Sin más explicaciones, encendió una vela apresuradamente y se retiró al dormitorio para ponerse el chal y el sombrero.