CAPÍTULO VI
-Espero que la señorita Vanstone se haya aprendido su papel —susurró con inquietud la señora Marrable a la señorita Garth en un rincón del teatro.
—Si el porte y el donaire hacen a la actriz, señora, la actuación de Magdalen nos asombrará a todos. —Con esta respuesta, la señorita Garth sacó su labor y se sentó para hacer su guardia en el centro del patio de butacas.
El regidor se instaló, libro en mano, en un taburete cerca del escenario y frente a él. Era un hombrecillo activo de carácter dulce y alegre, y dio la señal de empezar con un interés tan paciente por la representación como si antes no le hubiera dado el menor quebradero de cabeza y prometiera no causarle ninguno en el futuro. Los dos personajes que iniciaban la comedia de Los rivales, Fag y el cochero, aparecieron en escena poniendo de manifiesto la desproporción del decorado de fondo, que representaba una calle de Bath, con su estatura; exhibieron la acostumbrada incapacidad para dominar sus propios brazos, piernas y voces; hicieron varios mutis por los lugares equivocados y expresaron su total conformidad con los resultados de su actuación riendo a carcajadas entre bastidores.
—Silencio, caballeros, se lo ruego —los amonestó el alegre regidor—. Hablen todo lo alto que quieran en escena, pero el público no debe oírlos cuando estén fuera de ella. ¿Lista, señorita Marrable? ¿Lista, señorita Vanstone? Cuidado al subir la «Calle de Bath», ¡se está arrugando! Póngase de cara aquí, señorita Marrable; completamente de cara, por favor. Señorita Vanstone… —Se contuvo de pronto—. Curioso —dijo entre dientes—, ¡mira hacia el público espontáneamente!
Lucy abrió la escena con las siguientes palabras:
—Le aseguro, señora, que he estado buscado por media ciudad. No creo que haya biblioteca circulante en Bath en la que no haya estado.
El regidor dio un respingo en su asiento.
—¡Válgame Dios!, ¡empieza a hablar sin que se lo indiquen! —El diálogo prosiguió. Lucy sacó las novelas para la lectura privada de la señorita Lydia Languish de debajo de su capa. El regidor se levantó con gran excitación. ¡Maravilloso! Magdalen no se apresuraba con los libros, no se le caían. Miró los títulos antes de leérselos a su señora y depositó Humphry Clinker sobre The Tears of Sensibility con un sagaz y ligero golpe que ponía de relieve la antítesis[6]. Un instante después anunciaba la visita de Julia; otro, y ejecutaba la brusca reverencia de una doncella; un tercero, y salía de escena por el lado que indicaba el libreto. El regidor giró en redondo sobre su taburete y lanzó a la señorita Garth una mirada penetrante—. Perdone, señora —dijo—. La señorita Marrable me dijo antes de empezar que este era el primer intento de la señorita en el teatro. Desde luego no es posible.
—Lo es —replicó la señorita Garth, reflejando la expresión de asombro del regidor en su propia cara. ¿Acaso la incomprensible aplicación de Magdalen en el estudio de su papel procedía verdaderamente de un serio interés en aquella actividad, un interés que implicara un talento natural?
El ensayo prosiguió. La señora corpulenta con peluca (y un corazón excelente) encarnó a la sentimental Julia desde un inveterado punto de vista trágico y utilizó el pañuelo distraídamente en la primera escena. La pariente solterona se tomó los errores lingüísticos de la señora Malaprop tan en serio, y se esforzó de forma tan extraordinaria en sus pifias, que estas acabaron sonando como ejercicios de declamación más que como otra cosa. El desafortunado muchacho que encarnaba la última esperanza de la compañía, en el papel de sir Anthony Absolute, expresó la edad y la irascibilidad de su personaje entrechocando las rodillas de continuo y golpeando incesantemente el escenario con el bastón. Despacio y con torpeza, con interrupciones constantes y errores interminables continuó arrastrándose el primer acto hasta que apareció Lucy para terminarlo en soliloquio, con la confesión de su fingida simplicidad y la alabanza de su propio ingenio.
Aquí el artificio escénico de la situación ofrecía dificultades con las que Magdalen no había tenido que enfrentarse en la primera escena, y aquí su absoluta falta de experiencia la llevó a cometer más de una equivocación palpable. El regidor intervino inmediatamente para corregirla, con un ansia que no había demostrado en ningún otro caso con los demás miembros de la compañía. En un momento dado, Magdalen tenía que hacer una pausa y dar una vuelta por el escenario; lo hizo. En otro, debía detenerse, menear la cabeza y mirar al público con insolencia; lo hizo. Cuando sacara el papel para leer la lista de los regalos que había recibido, ¿podía darle un golpecito con el dedo? (Sí.) ¿Podía leer los diferentes objetos lanzando al final de cada frase una mirada astuta y directa al patio de butacas? (Sí, directa al patio de butacas, y todo lo astuta que usted quiera.) El animado rostro del regidor se llenó de satisfacción. Se metió la obra bajo el brazo y aplaudió alegremente; los caballeros, apiñados entre bastidores, siguieron su ejemplo; las señoras se miraron unas a otras empezando a dudar si no habrían hecho mejor en dejar a la neófita en el retiro de la vida privada. Demasiado absorta en su trabajo sobre las tablas para prestar atención a ninguno de ellos, Magdalen pidió permiso para repetir el soliloquio y asegurarse de que había mejorado. Lo repitió de pe a pa, esta vez sin errores; el regidor celebró la atención dispensada a sus instrucciones con un estallido de aprobación profesional, que se le escapó a su pesar.
—¡Sabe seguir las indicaciones! —exclamó el hombrecillo con una sonora palmada sobre el libro del apuntador—. ¡Es una actriz nata, si es que ha habido alguna!
—Espero que no —dijo la señorita Garth para sus adentros, reemprendiendo la labor que había dejado caer sobre su regazo y mirándola con cierta perplejidad. Sus peores temores sobre los resultados de la empresa teatral habían presagiado cierta ligereza de comportamiento con algunos de los caballeros; con aquello no había contado. En su calidad de joven irreflexiva, Magdalen era comparativamente fácil de manejar. En su carácter de actriz nata, amenazaba con plantear serias dificultades en el futuro. El ensayo prosiguió. Lucy regresó al escenario para sus escenas del segundo acto (el último en el que aparece) con sir Lucius y Fag. Aquí, una vez más, la inexperiencia la traicionó y, una vez más, su determinación al atacar y vencer sus propios errores asombró a todos. «¡Bravo!», profirieron los caballeros entre bastidores, cuando Magdalen enmendó con firmeza un error tras otro—. «¡Ridículo! —exclamaron las señoras—, con un papel tan pequeño como el suyo». «¡Qué Dios me perdone! —pensó la señorita Garth, aceptando de mala gana la opinión general—. Casi desearía que fuéramos papistas y tener un convento donde meterla mañana mismo». Uno de los criados del señor Marrable entró en el teatro cuando la institutriz dejó escapar ese desesperado anhelo. Al momento envió al hombre entre bastidores con un mensaje: «La señorita Vanstone ha terminado su parte en el ensayo; pídale que venga aquí a sentarse conmigo». El criado regresó con una disculpa cortés: «Todo el afecto de la señorita Vanstone, y pide ser excusada; está apuntando al señor Clare». Le apuntó con tal resolución que Frank consiguió realmente decir su papel. Las interpretaciones de los otros caballeros fueron de una imbecilidad presuntuosa. La de Frank fue un grado mejor; era modesto en su incapacidad y salía ganando en comparación.
—Gracias a la señorita Vanstone —comentó el regidor, que había oído cómo le apuntaba Magdalen—. Ella ha sido su acicate. Vamos a desinflarnos mucho la noche de la representación, cuando caiga el telón tras el segundo acto y el público ya no la vea más. ¡Es una auténtica pena que no tenga un papel mejor!
—Es una auténtica bendición que no tenga que hacer más de lo que ya ha hecho —dijo la señorita Garth entre dientes, oyendo su comentario—. Tal como están ahora las cosas, no será fácil que la gente le haga perder la cabeza con sus aplausos. Estará fuera de la obra a partir del segundo acto, ¡es un consuelo!
No hay cabeza bien regulada que extraiga sus conclusiones con prisas; el entendimiento de la señorita Garth estaba bien regulado; por lo tanto, desde un punto de vista lógico, la señorita Garth no debería haber cedido a la debilidad de precipitarse en sus deducciones. Sin embargo, dadas las circunstancias, cometió ese error. En pocas palabras, la consoladora reflexión que había acudido a su pensamiento daba por supuesto que por fin la obra había sobrevivido a todos sus desastres para entrar en una carrera de triunfos largamente aplazada. La obra no había hecho nada parecido. Las desgracias y la familia Marrable no habían de separarse aún.
Cuando terminó el ensayo, nadie observó que la gruesa señora de la peluca abandonaba la compañía por su cuenta, y cuando después la echaron de menos en la mesa del refrigerio que la hospitalidad del señor Marrable había dispuesto en una habitación cerca del teatro, nadie imaginó que hubiera una razón seria para su ausencia. Tuvieron que esperar a que las señoras y los caballeros se reunieran en el siguiente ensayo para comprender el verdadero alcance de la situación. No hubo Julia alguna a la hora prevista. La señora Marrable se acercó al escenario en su lugar con aire sombrío y una carta abierta en la mano. Era por naturaleza una dama de una educación exquisitamente afable, dueña de todos y cada uno de los amables convencionalismos de la lengua inglesa, pero desastres y dramáticas influencias se habían combinado de tal manera que incluso aquella inofensiva matrona hubo de perder finalmente los papeles. Por primera vez en su vida, la señora Marrable se permitió gesticular con vehemencia y utilizar un lenguaje subido de tono. Extendió el brazo en toda su longitud para entregar la carta a su hija con gran severidad.
—Querida —dijo con espantoso aplomo—, nos persigue una maldición. —Antes de que la atónita compañía teatral pudiera pedir explicaciones, dio media vuelta y abandonó la estancia. El ojo profesional del regidor la siguió con una mirada respetuosa; parecía aprobar el mutis desde un punto de vista teatral.
¿Qué nueva desgracia había caído sobre la obra? La última y peor de todas ellas la había asaltado. La señora corpulenta había renunciado a su papel.
Lo había hecho sin malicia. Su corazón, que había estado en el lugar adecuado desde el principio, seguía ocupándolo inflexiblemente. Su explicación de las circunstancias así lo demostraba al menos. La carta empezaba con una declaración: Durante el último ensayo, había oído (de un modo totalmente casual) comentarios personales de los que ella era objeto. Quizá se referían a ella o quizá no, a sus cabellos y su… figura. No quería afligir a la señorita Marrable repitiéndolos. Tampoco quería mencionar nombres, porque ella no era dada a echar leña al fuego. Su amor propio le dictaba un único camino y era el de renunciar a su papel. Lo adjuntaba por tanto a la carta, disculpándose profusamente por el atrevimiento de acometer un personaje joven con lo que un caballero se había complacido en llamar su edad y con lo que dos señoras habían tenido la grosería de calificar como sus cabellos y su figura inconvenientes. Sin duda hallarían fácilmente una intérprete más joven y más atractiva para Julia. Mientras tanto, todas las personas involucradas tenían su perdón incondicional, a lo que tan solo rogaba que le permitieran añadir sus mejores y más afectuosos deseos sobre el éxito de la función.
Cuatro noches quedaban para que se representara la obra. Si alguna vez una empresa humana necesitó de buenos deseos para ser llevada a cabo, ¡no cabe duda de que esa empresa era la función teatral en Evergreen Lodge!
Se dio permiso para colocar una butaca en el escenario; en ella se desplomó la señorita Marrable, preámbulo de un ataque de histeria. Magdalen se acercó a la primera convulsión, le arrancó la carta de la mano y detuvo la inminente catástrofe.
—Es una vieja fea, calva y malévola —dijo Magdalen, rompiendo la carta en pedazos y arrojándolos sobre las cabezas de los presentes—. Pero una cosa puede dar por segura, no va a arruinar la función. Yo haré de Julia.
—¡Bravo! —profirió el coro de caballeros, siendo el anónimo caballero que había contribuido al desaguisado (es decir, el señor Francis Clare) el más ruidoso de todos.
—Si quieren saber la verdad, no me asusta admitirlo —continuó Magdalen—. Yo soy una de las señoras a las que se refiere. Yo dije que tenía la cabeza como una fregona y la cintura como una columna, y es cierto.
—Yo soy la otra señora —añadió la pariente solterona—. Pero solo dije que era demasiado corpulenta para el papel.
—Yo soy el caballero —intervino Frank, acicateado por la fuerza del ejemplo—. No dije nada, me limité a mostrarme de acuerdo con las señoras.
Aquí la señorita Garth aprovechó la oportunidad para dirigirse al escenario en voz alta desde el patio de butacas.
—¡Basta!, ¡basta! —dijo—. Esta no es manera de resolverlo. Si Magdalen hace de Julia, ¿quién hará de Lucy?
La señorita Marrable volvió a desplomarse en la butaca y se vio sacudida por una segunda convulsión.
—¡Tonterías! —exclamó Magdalen—, es bien sencillo. Yo haré de Julia y de Lucy a la vez.
Se consultó al regidor de inmediato. Los únicos cambios de importancia, necesarios para realizar el proyecto de Magdalen, parecían limitarse a suprimir la primera entrada de Lucy y convertir el corto diálogo sobre las novelas en un soliloquio de Lydia Languish. Las dos escenas en las que hablaba Lucy al final del primero y segundo actos estaban lo suficientemente alejadas de las escenas en las que aparecía Julia, para dar tiempo a las necesarias transformaciones de atuendo. Ni siquiera la señorita Garth pudo oponer nuevos obstáculos, pese a sus denodados esfuerzos por encontrarlos. La cuestión se resolvió en cinco minutos y el ensayo prosiguió con Magdalen aprendiendo las posiciones de Julia en el escenario, libro en mano. Más tarde, durante el camino de vuelta a casa, anunció que tenía la intención de permanecer levantada toda la noche para estudiar su nuevo papel. Inmediatamente Frank expresó su temor de que a Magdalen no le quedara tiempo para ayudarle a superar sus dificultades teatrales. Ella le dio coquetamente unos golpecitos en el hombro con su papel.
—Tonto, más que tonto, ¿cómo voy a arreglármelas sin ti? Tú eres el amante celoso de Julia, el que siempre está haciéndola llorar. Ven esta noche y hazme llorar a la hora de la cena. Ahora ya no tienes que actuar con una malévola vieja con peluca. Es mi corazón el que tienes que romper y, por supuesto, yo te enseñaré a hacerlo.
El intervalo de cuatro días transcurrió ajetreadamente en ensayos continuos, públicos y privados. Llegó la noche de la función; los invitados se congregaron; el gran experimento dramático se acercaba a la hora de la verdad. Magdalen había aprovechado al máximo sus oportunidades; había aprendido cuanto el regidor había podido enseñarle en aquel tiempo. La señorita Garth la dejó cuando se inició la obertura para sentarse aparte en un rincón entre bastidores, seria y silenciosa, con su frasco de sales en una mano y su libreto en la otra, preparándose resueltamente para soportar la dura prueba que se avecinaba hasta el final.
La obra dio comienzo con el acompañamiento propio de una función teatral en un círculo privado: con una apretujada multitud, una temperatura africana, el estallido de los cristales recalentados de las lámparas y dificultades para subir el telón. Fag y el cochero, que abrieron la escena, se despidieron de su memoria en cuanto pisaron el escenario; olvidaron la mitad del diálogo; se detuvieron en seco; el invisible regidor les instó a «hacer mutis», y mutis hicieron, más tristes y sabios en todos los aspectos que cuando empezaron. La siguiente escena reveló a la señorita Marrable como Lydia Languish, graciosamente sentada, muy guapa, elegantemente vestida y dueña sin la menor vacilación de cada una de sus frases; poseedora, en suma, de todo tipo de recursos personales, excepto el de la voz. Las damas la admiraron, los caballeros aplaudieron. Nadie oyó nada, salvo las palabras: «Hable más alto, señorita», susurradas por la misma voz que había incitado antes a Fag y al cochero a «hacer mutis». En respuesta, unas risas disimuladas surgieron entre los espectadores más jóvenes, contenidas rápidamente por magnánimos aplausos. El público empezaba a caldearse, pero aún no habían perdido el sentido nacional del juego limpio.
A mitad de la representación, Magdalen hizo tranquilamente su primera entrada como Julia. Vestía de modo muy sencillo en tonos oscuros, y sin peluca; se habían reservado todos los complementos y alteraciones escénicos (excepto un levísimo toque de rouge en las mejillas) para disfrazarla de manera más efectiva en su segundo papel. La gracia y simplicidad de su atuendo, el firme dominio de sí misma con el que contempló los rostros ansiosos alzados hacia ella, arrancaron un murmullo de aprobación expectante. Magdalen habló (tras contener un temblor momentáneo) expresándose con una claridad total que llegó a todos los oídos y que confirmó de inmediato la impresión favorable que su aparición había producido. El único miembro del público que la miró y escuchó con frialdad fue su hermana mayor. Antes de que la estrella de la función llevara más de cinco minutos en escena, Norah había detectado con asombro indescriptible que Magdalen había individualizado audazmente la débil afabilidad del carácter de Julia inspirándose nada menos que en ella misma como modelo. Norah vio tantas pequeñas peculiaridades de sus propios modales y movimientos reproducidos desvergonzadamente, e incluso el tono de su voz tan bien imitado de vez en cuando, que se sobresaltó a veces creyendo que se oía hablar a sí misma y que el eco le respondía desde el escenario. El efecto que esta fría apropiación de la identidad de Norah con fines teatrales causó en el público (que solo veía los resultados) se manifestó en un estallido de aplausos con el mutis de la nueva actriz. Magdalen había obtenido dos triunfos incontestables en su primera escena. Mediante una diestra imitación, había convertido en una realidad viva uno de los personajes más insípidos de la producción teatral inglesa; y había entusiasmado a un público de doscientos exiliados de las bendiciones del aire puro que hervían juntos en su propio calor animal. En estas circunstancias, ¿dónde está la actriz profesional que lo hubiera hecho mejor?
Pero el acontecimiento de la noche aún estaba por llegar. La reaparición de Magdalen disfrazada al final del acto, representando a Lucy —con peluca, cejas postizas, el cutis maquillado y las mejillas coloradas, un vestido que ostentaba los colores más llamativos y una vivacidad chillona en la voz y en las maneras—, dejó al público boquiabierto. Todos repasaron el programa, en el que la intérprete de Lucy figuraba con un nombre supuesto, volvieron a mirar el escenario, vieron más allá del disfraz y dieron rienda suelta a su asombro con otra salva de aplausos, más sonoros y sinceros incluso que los anteriores. Ni siquiera Norah pudo negar esta vez que su hermana merecía aquel tributo. Allí, abriéndose paso con seguridad pese a los defectos de la inexperiencia; allí, claramente visible incluso para el espectador más torpe, se hallaba la rara facultad de la interpretación, manifestándose en cada una de las miradas y acciones de aquella joven de dieciocho años, que pisaba las tablas por primera vez en su vida. Aun fracasando en muchos requisitos menores de la doble tarea emprendida, triunfó en la necesidad más importante de mantener las diferencias principales entre los dos personajes. Todos comprendieron que la mayor dificultad estaba ahí; todos vieron esa dificultad superada; todos se hicieron eco del entusiasmo del regidor durante los ensayos, que la había aclamado como actriz nata.
Cuando el telón cayó por primera vez, Magdalen había concentrado en su persona todo el interés y la atracción de la obra. El público aplaudió cortésmente a la señorita Marrable, como correspondía a los huéspedes reunidos en su casa, y animó al resto de la compañía con buen humor, queriendo ayudarlos a realizar una tarea para la que todos eran, en mayor o menor grado, manifiestamente incapaces. Pero, a medida que se desarrollaba la obra, nada despertaba una auténtica expresión de interés si Magdalen estaba fuera de escena. No había modo de disfrazar los hechos: la señorita Marrable y sus amigos íntimos habían sido arrojados a la sombra sin remisión por culpa de la más reciente incorporación, a la que habían invitado a ayudarlos como última esperanza. ¡Y todo ello ocurría en el cumpleaños de la señorita Marrable!, ¡y en la casa de su padre!, ¡y después de seis semanas de indescriptibles sacrificios! De todos los desastres domésticos que la inclemente función teatral había infligido a la familia Marrable, el éxito de Magdalen fue el colmo de las desgracias.
Al concluir la obra, la señorita Garth dejó al señor Vanstone y a Norah entre los invitados del comedor y fue entre bastidores, en apariencia impaciente por comprobar si podía ser de utilidad; dispuesta, en realidad, a averiguar si a Magdalen se le había subido el triunfo a la cabeza. No se habría sorprendido de descubrir a su pupila en el acto de llegar a un acuerdo con el regidor para una actuación inminente en un teatro público. Lo cierto es que encontró a Magdalen en el escenario, recibiendo con sonrisas corteses una tarjeta que el regidor le ofrecía con una inclinación de cabeza muy profesional. Notando la mirada muda e inquisitiva de la señorita Garth, aquel amable hombrecillo se apresuró a explicar que la tarjeta era suya y que simplemente pedía a la señorita Vanstone el favor de su recomendación en cualquier oportunidad futura.
—Esta no es la última vez que nuestra joven señorita participará en una función teatral privada, yo respondo de ello —dijo el regidor—. Y si se necesita un supervisor en la próxima ocasión, ha tenido la amabilidad de prometerme que hablará bien de mí. En esa dirección saben siempre dónde encontrarme, señorita. —Diciendo estas palabras, volvió a inclinarse y desapareció discretamente.
Vagas sospechas asaltaron el pensamiento de la señorita Garth, impulsándola a insistir en ver la tarjeta. Jamás había cambiado de manos un pedazo de cartulina más inofensivo. La tarjeta no contenía más que el nombre del regidor y, debajo, el nombre y la dirección de un agente teatral de Londres.
—No vale la pena guardarla —dijo la señorita Garth.
Magdalen le cogió la mano antes de que pudiera tirar la tarjeta, se apoderó de ella al instante y se la metió en el bolsillo.
—He prometido recomendarle —dijo—, y esa es una razón para guardar esta tarjeta. Cuando menos me recordará la noche más feliz de mi vida, y esa es otra. ¡Vamos! —exclamó, abrazando a la señorita Garth con euforia—, ¡felicíteme por mi éxito!
—Te felicitaré cuando lo hayas superado —dijo la señorita Garth. Media hora más tarde Magdalen se había cambiado de vestido para unirse a los invitados y elevarse a una nube de felicitaciones, lejos del alcance de cualquier influencia y control que la señorita Garth pudiera ejercer sobre ella. Frank, lento en todas sus acciones, fue el último de la compañía teatral en abandonar la zona del escenario. No hizo esfuerzo alguno por acercarse a Magdalen en el comedor, pero estaba preparado en el vestíbulo, con su capa en las manos, cuando se pidieron los carruajes y la velada concluyó.
—¡Oh, Frank! —dijo ella, mirando hacia atrás mientras él le ponía la capa sobre los hombros—. ¡Siento tanto que se haya acabado todo! Ven mañana por la mañana y charlaremos de todo esto los dos solos.
—¿En la arboleda a las diez? —preguntó Frank en un susurro.
Magdalen se echó la capucha de la capa sobre la cabeza y asintió alegremente. La señorita Garth, que estaba cerca, observó las miradas que se intercambiaron, aun cuando el ruido que hacían los invitados al partir le impidió oír las palabras. Había una dulce ternura implícita en la fingida actitud bulliciosa de Magdalen; había una súbita seriedad en su rostro, una soltura confidencial en su mano, cuando se colgó del brazo de Frank y salió para subir al carruaje. ¿Qué significaba aquello? ¿Acaso su interés pasajero por él, como pupilo en el arte dramático, había plantado traicioneramente la semilla de un interés más profundo en Frank, como hombre? ¿Acaso el frívolo entretenimiento teatral tendría que responder, una vez terminado, de resultados más graves que una dañina pérdida de tiempo? Las arrugas del rostro de la señorita Garth se hicieron más profundas y duras; permaneció inmóvil, perdida en medio de la multitud que revoloteaba alrededor de ella. Le vino a la memoria la advertencia de Norah, dirigida a la señora Vanstone en el jardín, y entonces, por primera vez, se le ocurrió la idea de que Norah había sabido ver las auténticas consecuencias.