CAPÍTULO I
El espectáculo más notable que ofrece a un forastero la costa de Suffolk es la extraordinaria indefensión de la tierra frente a las incursiones del mar.
En Aldborough, como en cualquier otro lugar a lo largo de esta costa, las tradiciones locales han sido en su mayor parte ahogadas literalmente. El emplazamiento de la antigua población, un puerto populoso y floreciente en otro tiempo, ha desaparecido casi por completo en el mar. El océano Alemán[22] ha engullido casas, mercados, malecones y avenidas y, para consumar su labor de devastación, no hace más de ochenta años que las implacables aguas se cerraron sobre la casa del maestro salador, famosa ahora únicamente en el recuerdo como lugar de nacimiento del poeta Crabbe[23].
Empujados año tras año por el avance de las olas, los habitantes han retrocedido en el presente siglo hasta el último pedazo de tierra lo bastante firme aún para poder construir sobre ella: una franja de tierra encerrada entre la marisma de un lado, y el mar, del otro. Allí —confiando su seguridad futura a ciertas dunas que las caprichosas olas han levantado para animarlas— las gentes de Aldborough han establecido su pequeña y singular estación balnearia. El primer fragmento de sus posesiones terrenales es un dique natural de guijarros de escasa altura, coronado por un paseo público que discurre paralelo al mar. Bordeando este paseo, las villas del moderno Aldborough forman una línea desigual: son pequeñas casas elegantes, rodeadas en su mayoría de jardines propios, que ostentan aquí y allá, como adornos horticulturales, mascarones de proa de mirada fija, que hacen las veces de estatuas entre las flores. Contemplado desde el bajo nivel en el que se hallan estas villas y en ciertas condiciones atmosféricas, el mar parece más alto que la tierra; los barcos de cabotaje que por allí pasan cobran proporciones gigantescas y parecen estar a una distancia alarmantemente próxima a las ventanas. Mezclados entre las casas de mayor calidad, hay edificios de otras formas y períodos. En una dirección, el diminuto ayuntamiento del antiguo Aldborough —en otro tiempo centro del puerto y de la villa hoy desaparecidos— se halla ahora delante de las villas modernas cerca de la orilla del mar. En otro punto, un observatorio de madera, coronado por el mascarón de proa de un navío ruso naufragado, se eleva muy por encima de las casas vecinas y deja ver a través de su escotilla, sentados en el último piso, a hombres graves con ropas oscuras siempre ojo avizor; son los prácticos de Aldborough mirando desde su torre en busca de barcos necesitados de ayuda. Detrás de la hilera de edificios entremezclados de tan curiosa manera, discurre la única calle de trazado irregular de la población, con las sólidas casas de sus prácticos, sus desmoronados almacenes portuarios y sus tiendas variopintas. Hacia el extremo norte, la calle linda con la única eminencia visible en toda la llanura marismeña: una baja colina poblada de árboles sobre la que se yergue la iglesia. En el extremo opuesto, la calle conduce a una atalaya abandonada y al triste y alejado suburbio de Slaughden, entre el río Alde y el mar. Estas son las características principales de este pequeño y curioso puesto avanzado de las costas inglesas, tal como se ven en el momento presente.
En una cálida y nubosa tarde de julio, y en el segundo día transcurrido desde que había escrito a Magdalen, el capitán Wragge cruzó la verja de Villa North Shingles para ir a esperar la diligencia que entonces conectaba Aldborough con el ferrocarril de los condados del este. Llegó a la posada principal cuando la diligencia se detenía ante ella, y se hallaba presto en la puerta para recibir a Magdalen y a la señora Wragge cuando estas se apearon del vehículo.
El recibimiento que el capitán dedicó a su esposa no se caracterizó por una innecesaria pérdida de tiempo. Le miró los pies con desconfianza, se alzó de puntillas, le enderezó el sombrero con un fuerte tirón, susurró con tono audible: «Refrene su lengua» y se apartó de ella sin prestarle por el momento más atención. Su bienvenida a Magdalen, empezando con el habitual derroche de palabras, se interrumpió en medio de la primera frase. El capitán Wragge era muy buen observador e instantáneamente vio algo en la expresión y las maneras de su antigua pupila que denotaba un importante cambio.
Su rostro tenía una serena compostura que, excepto cuando hablaba, le daba un aspecto inerte y frío como de mármol. Su voz era más reposada y uniforme, sus ojos tranquilos, caminaba más despacio que antes. Cuando sonreía, la sonrisa aparecía y desaparecía súbitamente y mostraba una pequeña contracción nerviosa en una de las comisuras de la boca que antes no era visible. Se mostró sumamente paciente con la señora Wragge, trató al capitán con una cortesía y una consideración enteramente nuevas en la experiencia que tenía de ella, pero no se interesaba por nada. Las pintorescas tiendecitas de la callejuela, el mar que se cernía, tan próximo, sobre ellos, el antiguo ayuntamiento junto a la playa, los prácticos, los pescadores, los barcos que pasaban: todos estos objetos los observó con tanta indiferencia como si conociera Aldborough desde la infancia, y cuando el capitán se detuvo en la verja del jardín de North Shingles y le mostró la nueva casa con aire triunfal, apenas le echó una ojeada. La primera pregunta que hizo estaba relacionada, no con su nueva residencia, sino con la de Noel Vanstone.
—¿Vive cerca de nosotros? —preguntó, traicionando sus emociones por primera y única vez.
El capitán Wragge respondió señalando la quinta villa a partir de North Shingles, en el lado de Aldborough que limitaba con Slaughden. De repente, Magdalen se alejó de la verja cuando él le indicó el emplazamiento y echó a andar sola para ver la casa más de cerca.
El capitán Wragge la siguió con la mirada y meneó la cabeza, descontento.
—¿Puedo hablar ahora? —inquirió una voz dócil a su espalda, pronunciando las palabras respetuosamente veinticinco centímetros por encima de su sombrero de paja.
El capitán giró en redondo y se encaró con su mujer. La perplejidad más que ordinaria que era visible en su rostro sugirió al capitán que Magdalen no había llevado a cabo las instrucciones de su carta y que la señora Wragge había llegado a Aldborough sin el debido conocimiento de la transformación total que habían de sufrir su nombre y su identidad. La necesidad de despejar esta duda era demasiado grave para tomársela a la ligera, y el capitán Wragge comenzó el interrogatorio pertinente sin tardanza.
—Enderécese y escuche —empezó—. Tengo que hacerle una pregunta. ¿Sabe en qué pellejo se halla en este momento? ¿Sabe que está usted muerta y enterrada en Londres y que se ha alzado de las cenizas de la señora Wragge como un ave fénix? ¡No! Es evidente que no. Esto es absolutamente vergonzoso. ¿Cómo se llama?
—Matilda —respondió la señora Wragge en un estado de profundísimo desconcierto.
—¡Nada de eso! —exclamó el capitán airadamente—. ¿Cómo osa decirme que se llama Matilda? Se llama Julia. ¿Quién soy yo? ¡Sostenga derecho ese cesto de emparedados o lo arrojaré al mar! ¿Quién soy yo?
—No lo sé —dijo la señora Wragge esta vez, refugiándose dócilmente en la negación.
—¡Siéntese! —dijo su marido señalando el bajo muro del jardín de Villa North Shingles—. ¡Más a la derecha! ¡Más aún! Ya vale. ¿No lo sabe? —repitió el capitán encarándose severamente con su mujer así que pudo situar su rostro al nivel del de ella por el procedimiento de sentarla—. Que no vuelva a oírle decir eso una segunda vez. No quiero que una mujer que no sabe quién soy me afeite mañana por la mañana. ¡Míreme! Más a la izquierda, más aún. Ya vale. ¿Quién soy yo? Soy el señor Bygrave, nombre de pila, Thomas. ¿Quién es usted? Es la señora Bygrave, nombre de pila, Julia. ¿Quién es esa señorita que ha viajado con usted desde Londres? Esa señorita es la señorita Bygrave, nombre de pila, Susan. ¡Repítamelo todo al instante, como el Catecismo! ¿Cómo se llama usted?
—¡Tenga piedad de mi pobre cabeza! —suplicó la señora Wragge—. ¡Oh, por favor, tenga piedad de mi pobre cabeza hasta que salga de ella la diligencia!
—No la altere —dijo Magdalen, que había vuelto en ese instante—. Lo aprenderá en su momento. Entremos en la casa.
El capitán Wragge meneó su precavida cabeza una vez más.
—Empezamos mal —dijo, con menos cortesía de la habitual—. La estupidez de mi mujer se interpone ya en nuestro camino.
Entraron en la casa. Las disposiciones del capitán satisficieron plenamente a Magdalen; aceptó la habitación que le había destinado, aprobó a la criada que había contratado, se presentó a tomar el té cuando la llamaron; pero seguía sin mostrar el más mínimo interés por el nuevo lugar. Poco después de que se quitara la mesa, y aunque aún era de día, se apoderó de la señora Wragge la somnolencia acostumbrada que la atacaba después de un esfuerzo de cualquier tipo. Así pues, recibió la orden de su marido de abandonar la habitación (asegurándose de que llevaba los zapatos bien calzados) y meterse (estrictamente en el personaje de la señora Bygrave) en la cama. Tan pronto como se quedaron solos, el capitán clavó en Magdalen una mirada penetrante y aguardó a que le dirigiera la palabra. Ella no dijo nada. Entonces el capitán se aventuró a iniciar la conversación con una pregunta cortés sobre el estado de su salud.
—Parece fatigada —señaló con sus modales más zalameros—. Me temo que el viaje ha sido excesivo para usted.
—No —replicó ella mirando por la ventana con nerviosismo—. No estoy más fatigada de lo habitual. Ahora siempre estoy cansada, cansada al acostarme, cansada al levantarme. Si desea oír esta noche lo que tengo que decirle, estoy dispuesta a hacerlo. ¿Podemos ir afuera? Aquí hace mucho calor y el murmullo de las voces de esos hombres es insoportable. —Señaló a través de la ventana a un grupo de barqueros que ganduleaban como solo pueden hacerlo los hombres de mar, apoyados en el muro del jardín—. ¿No hay ningún lugar tranquilo en este miserable lugar? —preguntó, exasperada—. ¿No podríamos respirar un poco de aire fresco y evitar que nos molesten unos desconocidos?
—La soledad es perfecta a media hora de paseo desde la casa —contestó el capitán rápidamente.
—Muy bien. Salgamos, pues.
Con un suspiro de cansancio, Magdalen cogió su sombrero de paja y su ligero pañuelo de muselina de la mesa auxiliar donde los había arrojado al llegar y encabezó con apatía la marcha hacia la puerta. El capitán Wragge la siguió hasta la verja del jardín y allí le detuvo una nueva idea.
—Perdóneme —dijo en un susurro—. En el actual estado de ignorancia en que se halla mi mujer con respecto a quién es ella, sería mejor que no la dejáramos sola en la casa con una criada nueva. Yo mismo la encerraré con llave por si se despierta antes de que volvamos. Lo que bien se ata nunca se pierde, ¡ya conoce el proverbio! No tardo nada.
El capitán se apresuró a entrar en la casa y Magdalen se sentó en el muro del jardín para aguardar su regreso.
Apenas se había instalado en esa posición cuando dos caballeros que caminaban juntos, y a los que antes no había visto acercarse por el paseo, pasaron cerca de ella.
El atuendo de uno de los dos desconocidos delataba su condición de clérigo. Más difícil era distinguir la condición social de su compañero a simple vista. Seguramente un observador experimentado hubiera hallado suficientes detalles en su aspecto, sus maneras y sus andares para demostrar que era marino. Se trataba de un hombre en la flor de la vida, alto, delgado y musculoso, con el rostro quemado por el sol y las primeras canas en los cabellos negros, con los ojos oscuros, profundos e insondables, los ojos de un hombre con una voluntad férrea y acostumbrado a mandar. Cuando él y su amigo pasaron por delante de donde estaba sentada Magdalen, fue el que la tuvo más cerca, y la miró sorprendiéndose súbitamente de su belleza, con una admiración franca y sin disimulo, cuya sinceridad era demasiado obvia y demasiado espontánea para que ofendiera por insolente. Sin embargo, en el estado de ánimo en que se encontraba, a Magdalen la ofendió. Notó que los resueltos ojos negros de aquel hombre la penetraban con una brusquedad eléctrica y, frunciendo el entrecejo, volvió la cabeza para mirar hacia la casa.
Inmediatamente volvió de nuevo la cabeza para ver si él había seguido andando. El hombre había avanzado unos cuantos metros, era evidente que luego se había detenido, y se hallaba en aquel momento en el acto mismo de volverse para mirarla una vez más. Su compañero, el clérigo, percatándose de que Magdalen parecía molesta, lo cogió por el brazo con familiaridad y, medio en serio medio en broma, le obligó a seguir caminando. Ambos desaparecieron por la esquina de la siguiente casa. Al dar la vuelta, el marino tostado por el sol detuvo a su compañero en dos ocasiones y en dos ocasiones miró hacia atrás.
—¿Un amigo? —inquirió el capitán Wragge, que acababa de volver en aquel preciso instante.
—Desde luego que no —contestó ella—. Un completo desconocido. Me ha mirado del modo más impertinente. ¿Vive aquí?
—Lo averiguaré en un momento —dijo el dócil capitán, acercándose al grupo de barqueros para lanzar sus preguntas a diestro y siniestro con la soltura que le caracterizaba. Regresó al cabo de unos minutos con un completo arsenal de información. El clérigo era muy conocido como párroco de un lugar situado a unos cuantos kilómetros hacia el interior. El hombre moreno que lo acompañaba era el hermano de su mujer, capitán de fragata de la marina mercante. Se le suponía invitado en casa de sus parientes únicamente durante el corto espacio de tiempo que precedía a un nuevo viaje. El clérigo se apellidaba Strickland y el capitán de fragata, Kirke; eso era todo lo que sabían los barqueros.
—No importa quiénes son —dijo Magdalen con indiferencia—. La grosería de ese hombre solo me ha molestado en ese momento. Olvidémoslo. Tengo otras cosas en que pensar, y usted también. ¿Dónde está ese solitario paseo que ha mencionado antes? ¿En qué dirección?
El capitán señaló en dirección sur, hacia Slaughden, y le ofreció su brazo.
Magdalen dudó antes de aceptarlo. Sus ojos se desviaron interrogativamente hacia la casa de Noel Vanstone. Este se hallaba en el jardín, paseándose de un lado a otro por la pequeña extensión de césped con la cabeza bien alta, discretamente atendido por la señora Lecount, que llevaba el abanico verde de su señor. Viéndolo, Magdalen se cogió inmediatamente del brazo derecho del capitán Wragge para situarse del lado del jardín cuando pasaran por delante.
—Nuestros vecinos van a vernos. Lo menos que puede hacer su sobrina es cogerse de su brazo —dijo Magdalen con una agria carcajada—. ¡Vamos! Adelante.
—Nos están mirando —susurró el capitán—. ¿La presento a la señora Lecount?
—Esta noche no —respondió Magdalen—. Primero espere a oír lo que quiero decirle.
Pasaron junto al muro del jardín. El capitán Wragge se quitó el sombrero con un pequeño floreo y recibió un cortés asentimiento de la señora Lecount como respuesta. Magdalen vio que el ama de llaves inspeccionaba su rostro, su figura y su atuendo con ese interés reticente y esa curiosidad recelosa que sienten las mujeres al observarse unas a otras. Cuando pasaron la casa, la voz aguda de Noel Vanstone llegó hasta Magdalen atravesando la quietud del atardecer.
—Una hermosa joven, Lecount —le oyó decir—. Usted sabe que tengo buen ojo para ese tipo de cosas. ¡Una hermosa joven!
Cuando tales palabras fueron pronunciadas, el capitán Wragge miró a su compañera con repentina sorpresa. La mano de Magdalen temblaba como una hoja sobre su brazo y ella cerraba los labios en una expresión de mudo dolor.
Lentamente y en silencio siguieron caminando hasta llegar al límite sur de las casas y se adentraron en una zona más agreste de guijarros y hierba seca: el desolado término de Aldborough, el solitario inicio de Slaughden.
Era una tarde desapacible y sin viento. Hacia el este se hallaba la majestuosidad gris del mar, aquietado por aquella calma chicha; la línea del horizonte se fundía en el monótono cielo brumoso; los barcos aparecían sombríos e inmóviles en el agua inmóvil. Hacia el sur, el alto escollo del dique marino y el círculo macizo y lúgubre de la atalaya, elevada sobre su montículo de hierba, ocultaban la visión de lo que había más allá. Hacia el oeste, un pálido rayo del sol poniente atravesaba con rojo resplandor el triste cielo, ennegrecía los árboles que bordeaban los lejanos límites de la gran marisma del interior y convertía sus relucientes charcas de agua en charcas de sangre. Más cercana a la vista, la lenta corriente del río Alde, producto de la marea, se retiraba silenciosamente de las orillas fangosas; y, más cerca aún, se hallaba el pequeño puerto perdido de Slaughden, solitario y humilde, con sus embarcaderos abandonados y sus almacenes de maderas podridas, y sus escasos barcos de cabotaje varados en la orilla cenagosa del río. No se oían las olas rompiendo en la playa, no era audible el borboteo del agua en el arroyo perezoso. De vez en cuando, se alzaba el grito de una gaviota desde la región de la marisma y, a intervalos, desde las granjas del lejano yermo, el débil son de los cuernos que llamaban al ganado viajaba como un lamento fúnebre en medio de la calma del ocaso.
Magdalen retiró la mano del brazo del capitán y le precedió en dirección al montículo de la atalaya.
—Estoy cansada de andar —dijo—. Parémonos aquí a descansar.
Se sentó en la pendiente y, apoyándose en un codo, arrancó maquinalmente las matas de hierba que crecían bajo su mano y las esparció en el aire. Tras dedicarse unos minutos a esta silenciosa ocupación, se volvió hacia el capitán Wragge de repente.
—¿Le sorprendo? —preguntó con una alarmante brusquedad—. ¿Me encuentra cambiada?
El fino tacto del capitán le hizo ver que había llegado el momento de ser franco con ella y reservar su retórica para una ocasión más apropiada.
—Ya que me lo pregunta, le contestaré —dijo—. Sí, la encuentro cambiada.
Magdalen arrancó otra mata de hierba.
—Supongo que adivina la razón —dijo.
El capitán tuvo la sensatez de guardar silencio. Respondió asintiendo.
—He perdido el amor propio —prosiguió Magdalen, arrancando las matas de hierba cada vez más deprisa—. Decir eso no es decir mucho quizá, pero puede que le ayude a comprenderme. En otro tiempo hubiera preferido morir antes que hacer ciertas cosas; solo de pensarlo se me hubiera helado la sangre. Ahora ya no me importa si las hago o no. Yo no significo nada para mí misma; me intereso tan poco por mí misma como por estos montones de hierba. Supongo que he perdido algo. ¿El qué? ¿El corazón? ¿La conciencia? No lo sé. ¿Lo sabe usted? ¡Qué tonterías estoy diciendo! ¿A quién le importa lo que haya perdido? Ya no está, punto final. Supongo que mi aspecto externo es lo mejor de mí; en cualquier caso, eso permanece. No he perdido mi belleza, ¿verdad? ¡Ya!, ¡ya!, no es necesario que conteste; no se moleste en hacerme cumplidos. Ya me han admirado bastante por hoy. Primero el marino y luego el señor Noel Vanstone, ¡sin duda esto ha de satisfacer la vanidad de cualquier mujer! ¿Tengo algún derecho a llamarme mujer? Quizá no, solo soy una joven que aún no ha cumplido los veinte. ¡Oh, yo me siento como si tuviera cuarenta! —Lanzó las últimas briznas de hierba a los cuatro vientos y, dándole la espalda al capitán, dejó caer la cabeza hasta que la mejilla tocó el terraplén de hierba—. Tiene un tacto suave y agradable —dijo, arrimándose al suelo con una ternura desesperada y horrible de ver—. No me rechaza. ¡Madre Tierra! ¡La única madre que me queda!
El capitán Wragge la contempló con mudo asombro. La experiencia de la humanidad que él poseía era incapaz de sondear hasta sus profundidades el terrible abandono de sí misma que se había abierto camino hasta la superficie con sus imprudentes palabras, y que ahora la impelía rápidamente a cometer acciones aún más imprudentes. «¡Diabólicamente extraño! —pensó el capitán con inquietud—. ¿Le ha trastocado el cerebro la pérdida de su amor?». Reflexionó unos instantes más y luego habló.
—Déjelo para mañana —sugirió el capitán en confianza—. Esta noche está un poco cansada. No hay prisa, mi querida niña, no hay prisa.
Magdalen levantó la cabeza al instante y volvió la mirada hacia él con la misma determinación furiosa, con el mismo y desesperado desprecio de sí misma que el capitán había visto en su rostro en York, el memorable día en York en que Magdalen había actuado ante él por primera vez.
—He venido hasta aquí para contarle lo que tengo pensado —dijo— ¡y se lo contaré! —Se sentó erguida en la pendiente y aferrándose las rodillas con las manos contempló, mirando fijamente al frente, la vista que se sumía poco a poco en la penumbra. En esta extraña postura aguardó hasta haberse serenado, y luego, sin volver la cabeza para mirarlo, dirigió al capitán estas palabras:
—Cuando usted y yo nos conocimos —empezó Magdalen de repente— me esforcé por ocultar mis pensamientos. Ahora sé lo suficiente para darme cuenta de que he fracasado. Cuando le conté en York que Michael Vanstone nos había arruinado, creo que adivinó usted por su cuenta que yo al menos estaba resuelta a no aceptarlo. Tanto si lo adivinó como si no, así es. Abandoné a mis allegados con esa determinación en mente, y la siento ahora en mi interior más fuerte, diez veces más fuerte que antes.
—Diez veces más fuerte que antes —repitió el capitán—. Exactamente, la consecuencia natural de la firmeza de carácter.
—No. La consecuencia natural de no tener nada más en qué pensar. Yo tenía algo más en qué pensar antes de que me encontrara enferma en Vauxhall Walk. Ahora no tengo nada. Recuérdelo, si me encuentra en el futuro repitiendo siempre la misma cantinela. Una pregunta primero. ¿Adivinó usted lo que pensaba hacer aquella mañana en que me mostró el periódico y leí la noticia de la muerte de Michael Vanstone?
—En general —contestó el capitán Wragge—. Adiviné, en general, que se proponía meter la mano en su bolsa y extraer de ella (del modo más correcto) lo que era suyo. En aquel entonces me dolió mucho que no me permitiera ayudarla. ¿Por qué es tan reservada conmigo? (me dije a mí mismo). ¿Por qué es tan irracionalmente reservada?
—Ahora no tendrá reservas de las que quejarse —prosiguió Magdalen—. Se lo digo claramente: si los acontecimientos no se hubieran desarrollado como lo hicieron, usted me habría ayudado. Si Michael Vanstone no hubiera muerto, yo habría ido a Brighton y habría hallado el modo de trabar relación con él sin peligro, usando un nombre falso. Tenía suficiente dinero para vivir respetablemente durante muchos meses. Hubiera empleado ese tiempo, hubiera esperado todo un año, de haber sido necesario, para aniquilar la influencia de la señora Lecount sobre él, y hubiera acabado ganándome esa influencia con mis propias habilidades. Tenía a mi favor la ventaja de la juventud y la novedad, la ventaja de la auténtica desesperación. Habría triunfado. Antes de que terminara el año, antes de que terminara la mitad del año, habría visto usted cómo despedían a la señora Lecount y me aceptaban en la casa en su lugar como hija adoptiva de Michael Vanstone, como la fiel amiga que le habría salvado de una aventurera en su vejez. Jóvenes no mayores que yo han intentado engaños tan desesperados en apariencia como el mío y los han llevado a cabo con éxito. Tenía preparada mi historia, tenía trazados los planes, sabía cuál era el punto flaco de aquel viejo para atacarlo a mi modo, el mismo que la señora Lecount había hallado antes para atacarlo al suyo; vuelvo a decirle que hubiera tenido éxito.
—Lo creo —dijo el capitán—. ¿Y después qué?
—El señor Michael Vanstone habría cambiado de administrador. Usted le habría sucedido en el puesto y aquellas inteligentes especulaciones en las que invertía con tanta afición le habrían costado la fortuna que nos había robado a mi hermana y a mí. Hasta el último penique, capitán Wragge; tan cierto como que está usted ahí sentado, ¡hasta el último penique! Una audaz conspiración, un escandaloso engaño, ¿no cree? ¡No me importa! La conciencia me dice que cualquier conspiración, cualquier engaño está justificado por la vil ley que nos ha dejado desamparadas. Hablaba usted antes de mi reserva. ¿La he abandonado por fin? ¿No he hablado claro hace un momento?
El capitán se llevó la mano al corazón con solemnidad y se embarcó una vez más en su más caudaloso flujo de palabras.
—Me llena usted de vano pesar —dijo—. De haber vivido aquel viejo, ¡qué cosecha hubiera recogido de él! ¡Qué transacciones de agricultura moral habría tenido el privilegio de efectuar! Ars longa vita brevis[24] —dijo el capitán Wragge, pasándose lastimosamente al latín—. Derramemos una lágrima por las oportunidades perdidas del pasado y probemos lo que el presente puede ofrecernos para consolarnos. He sacado una clara conclusión. El experimento que se proponía intentar con el señor Michael Vanstone es totalmente imposible de aplicar, mi querida niña, al caso de su hijo. El hijo es insensible a toda forma común de tentación pecuniaria. Puede usted creer en mi solemne palabra —continuó el capitán, recordando con indignación la respuesta a su anuncio en The Times— cuando le informo de que el señor Noel Vanstone es rotundamente el más mezquino de los hombres.
—Puedo creer también en mi propia experiencia —dijo Magdalen—. Lo he visto y he hablado con él; lo conozco mejor que usted. ¡Una nueva revelación, capitán Wragge, para su conocimiento! Le envié ciertas prendas de disfraz cuando ya habían servido al propósito por el que me los llevé a Londres. Ese propósito fue el de llegar hasta Noel Vanstone, disfrazada, y juzgar por mí misma a la señora Lecount y a su amo. Conseguí mi objetivo y le repito que conozco a las dos personas de esa casa de allí, con las que ahora tenemos que tratar, mejor que usted.
El capitán Wragge expresó el profundo asombro y formuló las inocentes preguntas que se adecuaban al estado mental de una persona cogida completamente por sorpresa.
—Bien —prosiguió, cuando Magdalen hubo contestado sucintamente—, ¿y cuál es el resultado de sus propias observaciones? Tiene que haber un resultado, de lo contrario no estaríamos aquí. ¿Ha decidido qué debe hacerse? Sin duda, mi querida niña, lo habrá decidido ya.
—Sí —respondió ella con rapidez—. Lo he decidido.
El capitán se acercó un poco más a ella, con una ávida curiosidad que se manifestaba en cada arruga de su rostro truhanesco.
—Siga —dijo con un susurro impaciente—. Se lo ruego, siga.
Magdalen escudriñó pensativamente la penumbra del anochecer sin darle respuesta, sin que pareciera haberle oído. Sus labios se cerraron y sus manos se apretaron con fuerza inconsciente alrededor de las rodillas.
—No se puede negar el hecho —dijo el capitán Wragge, incitándola con cautela a hablar—, de que es más difícil abordar al hijo que al padre…
—A mi manera no —le interrumpió Magdalen de repente.
—¿De veras? —dijo el capitán—. ¡Bien! Dicen que todo tiene su truco, si sabemos buscarlo. Supongo que usted habrá sabido buscarlo y que ha obtenido sus frutos; lo ha encontrado.
—No me he molestado en buscarlo; lo he hallado sin tener que hacerlo.
—¡Qué demonios! —exclamó el capitán Wragge con gran perplejidad—. Mi querida niña, ¿acaso mi visión de su situación actual me ha inducido a error? Tal como yo lo veo, ahí está el señor Noel Vanstone en posesión de su fortuna y la de su hermana, igual que antes su padre, y tan resuelto a conservarla como él.
—Sí.
—Y aquí está usted, totalmente incapaz de conseguirla mediante la persuasión, totalmente incapaz de obtenerla legalmente, aunque tan resuelta a arrebatársela al hijo como lo estaba en el caso del padre, a su pesar y mediante una estratagema.
—Con la misma resolución. No por la fortuna en sí, ¡fíjese en lo que le digo!, sino por un sentido de justicia.
—Ni más ni menos. ¿Y los medios para hacer justicia, que eran arduos con el padre, que no era un avaro, serán fáciles con el hijo, que sí lo es?
—Verdaderamente fáciles.
—¡Llámeme asno por primera vez en mi vida! —exclamó el capitán, exasperado—. ¡Qué me aspen si sé de lo que habla!
Magdalen le miró por primera vez, le miró fijamente a la cara.
—Se lo diré claramente —dijo—. Voy a casarme con él.
El capitán Wragge empezó a levantarse y se quedó de rodillas, petrificado por el asombro.
—Recuerde lo que le he dicho —continuó Magdalen, volviendo a apartar la vista—. He perdido el amor propio. Ahora solo me queda un objetivo en la vida, y cuanto antes lo alcance y muera, mejor. Si… —Se interrumpió, cambió de posición y señaló con una mano el arroyo que menguaba rápidamente a sus pies brillando con tenue resplandor a la luz del crepúsculo—. Si fuera lo que era en otro tiempo, antes me hubiera arrojado a ese río que hacer lo que pienso llevar a cabo ahora. Lo cierto es que ya no me preocupa. No quiero fatigar mi mente con más ardides. El camino más corto y vil se abre ante mí. Lo tomo, capitán Wragge, y me caso con él.
—¿Manteniéndole en la ignorancia sobre su auténtica identidad? —dijo el capitán poniéndose en pie lentamente y volviéndose despacio para verle la cara—. ¿Casándose con él como mi sobrina, la señorita Bygrave?
—Como su sobrina, la señorita Bygrave.
—¿Y después de la boda…? —Se le quebró la voz al iniciar la pregunta y la dejó sin terminar.
—Después de la boda —dijo Magdalen—, no necesitaré más de su ayuda.
El capitán se inclinó al recibir aquella respuesta, miró de cerca a Magdalen y retrocedió de repente sin pronunciar palabra. Se alejó unos cuantos pasos y se sentó de nuevo con determinación sobre la hierba. Si Magdalen hubiera podido verle el rostro en la penumbra, se habría sobresaltado. Por primera vez desde su niñez, seguramente, el capitán Wragge había mudado de color. Estaba lívido.
—¿No tiene nada que decir? —preguntó Magdalen—. ¿Espera a oír tal vez qué condiciones le ofrezco? Estas son mis condiciones. Pagaré todos nuestros gastos aquí y, cuando nos separemos el día de la boda, le haré un regalo de despedida de doscientas libras. ¿Me promete su ayuda con estas condiciones?
—¿Qué espera de mí? —preguntó él, mirándola furtivamente y con una repentina desconfianza en su tono de voz.
—Espero que proteja mi falsa identidad y la suya —respondió Magdalen—, y que impida que cualquier posible pesquisa por parte de la señora Lecount le revele quién soy en realidad. No pido más. El resto corre de mi cuenta.
—¿No tendré nada que ver con lo que ocurra en cualquier momento o lugar después de la boda?
—Nada en absoluto.
—¿Podré abandonarla en la puerta de la iglesia si lo deseo?
—A la puerta de la iglesia y con su gratificación en el bolsillo.
—¿Pagada con su propio dinero?
—¡Por supuesto! ¿Cómo habría de pagarla si no?
El capitán Wragge se quitó el sombrero y se pasó el pañuelo por la cara con alivio.
—Déme un minuto para pensarlo —pidió.
—Tantos minutos como quiera —dijo Magdalen volviendo a su antigua postura, apoyada en el terraplén, y a la ocupación anterior de arrancar matas de hierba y lanzarlas al aire.
Las reflexiones del capitán no se vieron enturbiadas por divergencias innecesarias entre la contemplación de su posición y la contemplación de la de Magdalen. Totalmente incapaz de comprender la herida que había infligido a Magdalen la infame traición de Frank —una herida que la había separado, de un solo golpe cruel, de la ambición que, aun siendo engañosa, había sido la ambición salvadora de su vida—, el capitán Wragge aceptó el hecho de su desesperación tal como lo veía y luego pasó directamente a las consecuencias de la propuesta que le había hecho Magdalen.
En la perspectiva «anterior» al matrimonio no veía nada más grave que la práctica de un engaño que no difería demasiado —salvo en el objetivo que se quería alcanzar— de los engaños que su vida de truhán le había acostumbrado desde hacía mucho tiempo a contemplar y a llevar a cabo. En la perspectiva «posterior» al matrimonio distinguía vagamente, a través de la ominosa oscuridad del futuro, los fantasmas acechantes del crimen y el terror, y tras ellos los negros abismos de la ruina y la muerte. Hombre con una audacia y recursos ilimitados dentro de sus propios y mezquinos límites, más allá de estos límites el capitán era tan respetuosamente sumiso a la majestad de la ley como el hombre más inofensivo, y tan cauto en salvaguardar su seguridad personal como el mayor cobarde que haya pisado la tierra. Pero una grave duda ocupaba sus pensamientos. ¿Podría, en las condiciones que le proponía Magdalen, formar parte de la conspiración contra Noel Vanstone hasta el momento de la boda y retirarse luego sin peligro de verse envuelto en las consecuencias que la experiencia le decía que habrían de producirse con toda certeza?
Por extraño que parezca, su decisión en aquel momento de necesidad estuvo influida nada menos que por el propio Noel Vanstone. El capitán podría haberse resistido a la oferta monetaria que le hacía Magdalen, pues los beneficios del espectáculo teatral habían llenado sus bolsillos con una cantidad más de tres veces superior a las doscientas libras. Pero la perspectiva de asestar un golpe en la oscuridad al hombre que les había puesto un precio de cinco libras a él y a su información resultó más fuerte que su prudencia y su dominio de sí mismo. En el pequeño terreno neutral de la vanidad, los mejores y los peores hombres se encuentran en las mismas condiciones. La indignación del capitán Wragge cuando leyó la respuesta a su anuncio no disminuyó ante una apreciación retrospectiva de su propia conducta; se sintió tan ofendido y furioso como si hubiera realizado una propuesta absolutamente honorable y la hubieran recompensado con un insulto personal. El agravio que sentía era demasiado grande para que no se reflejara en su primera carta a Magdalen. Se había propasado en mayor o menor medida en todas las ocasiones posteriores en que se había mencionado el nombre de Noel Vanstone y, al decidir finalmente el rumbo que debía seguir, no es excesivo decir que, por primera vez en su vida, el incentivo del dinero retrocedió a un segundo lugar y el del rencor salió triunfante.
—Acepto —dijo el capitán Wragge, poniéndose de nuevo en pie rápidamente—. Supeditándolo, claro está, a las condiciones acordadas. Nos separaremos el día de la boda. Yo no preguntaré qué hará usted, usted no me preguntará qué haré yo. A partir de entonces será como si no nos conociéramos.
Magdalen se levantó lentamente de la cuesta. Sus maneras y su aspecto traslucían un decaimiento lúgubre y desesperado. Rechazó la mano que le ofrecía el capitán, y su tono, cuando le respondió, fue tan bajo que él apenas pudo oírla.
—Nos hemos entendido perfectamente —dijo—, y ya podemos volver. Mañana puede presentarme a la señora Lecount.
—Primero debo hacerle unas preguntas —manifestó el capitán con severidad—. En este asunto se corren más riesgos y hay más escollos en nuestro camino de los que usted parece suponer. Debo conocer toda la historia de su visita a la señora Lecount antes de hacer que usted y esa mujer se conozcan.
—Espere a mañana —espetó Magdalen con impaciencia—. No me atosigue hablando de ello esta noche.
El capitán no dijo nada más. Volvieron la mirada hacia Aldborough y regresaron caminando lentamente.
Cuando llegaron a las casas, la noche había caído sobre ellos. No eran visibles ni la luna ni las estrellas. Una débil brisa silenciosa que soplaba desde tierra había llegado acompañando a la oscuridad. Magdalen se detuvo en el solitario paseo para respirar el aire con mayor comodidad. Al cabo de un rato, dio la espalda a la brisa y miró hacia el mar. El inconmensurable silencio de las aguas serenas, perdidas en el negro vacío de la noche, resultaba espantoso. Magdalen contempló la oscuridad como si no tuviera secretos para ella; avanzó lentamente como impelida por alguna atracción oculta en la negrura.
—Voy a bajar al mar —dijo a su compañero—. Espere aquí, en seguida vuelvo.
El capitán la perdió de vista en un instante; fue como si se la hubiera tragado la noche. El capitán escuchó y contó los pasos de Magdalen por el ruido que hacían sobre los guijarros en el profundo silencio. Se alejaban lentamente, adentrándose en la negrura cada vez más. De repente, cesó el ruido. ¿Se había detenido en su camino o había llegado a una de las franjas de arena que el reflujo dejaba al descubierto?
Aguardó y aguzó los oídos con inquietud. El tiempo pasaba y no conseguía oír nada. Siguió escuchando con creciente recelo hacia la oscuridad. Segundos después le llegó un sonido desde la playa invisible. Distante y débil, un largo gemido quebró el silencio. Luego, todo volvió a quedar en calma.
Súbitamente alarmado, el capitán se dispuso a bajar hasta la playa y llamar a Magdalen. Antes de que pudiera cruzar el paseo, oyó unos pasos que avanzaban con rapidez. Esperó un momento y la figura de un hombre pasó rápidamente a lo largo del paseo, entre él y el mar. Estaba demasiado oscuro para distinguir los rasgos del desconocido; solo pudo ver que era un hombre alto, tan alto como aquel oficial de la marina mercante llamado Kirke.
La figura pasó dirigiéndose al norte y desapareció inmediatamente. El capitán Wragge cruzó el paseo, bajó unos cuantos pasos hacia la playa, se detuvo y volvió a escuchar. El ruido de pasos sobre la grava llegó una vez más a sus oídos, tan despacio como antes se había alejado. El capitán llamó para guiarlos hasta él. Magdalen apareció a la vista ascendiendo la cuesta de grava como una sombra que surgía de la negrura de la noche.
—Me ha alarmado —susurró el capitán con nerviosismo—. Temía que le hubiera ocurrido algo. La he oído gritar, como si sufriera algún dolor.
—¿En serio? —dijo Magdalen con indiferencia—. Sufría un dolor. No importa. Ahora todo ha terminado.
Mientras contestaba, la mano de Magdalen se balanceaba algo mecánicamente. Era la bolsita de seda blanca que había ocultado en su seno hasta entonces. Una de las reliquias que contenía —una de las reliquias de las que no se había desprendido antes por flaquearle el ánimo— había desaparecido para siempre. Sola en una playa extraña, Magdalen se había separado del más querido de sus recuerdos y esperanzas virginales. Sola en una playa extraña, había sacado el mechón de cabellos de Frank del lugar en el que antes lo atesoraba y lo había arrojado lejos de sí, al mar y a la noche.