CAPÍTULO V

Las preguntas del señor Vanstone sobre el espectáculo teatral propuesto en Evergreen Lodge hallaron respuesta en el relato de una serie de verdaderos desastres, en los cuales la señorita Marrable personificaba la causa inocente y sus padres representaban el papel de víctimas principales.

La señorita Marrable era el más despiadado de los tiranos: una hija única. Jamás había otorgado un privilegio constitucional a sus oprimidos padres desde la época en que le salió el primer diente. Pronto iba a cumplir los diecisiete años, había decidido celebrarlo con la representación de una obra teatral, había dado las órdenes oportunas y sus dóciles padres las habían acatado incondicionalmente, como de costumbre. La señora Marrable cedió su salón para que fuera arrasado y convertido en escenario y teatro. El señor Marrable se hizo con los servicios de un respetable profesional para que instruyera a las señoritas y los caballeros, y para que aceptara las responsabilidades inherentes a la creación de un mundo teatral a partir de un caos doméstico. Tras haberse acostumbrado a que rompieran muebles y mancharan paredes, a golpes, caídas, martilleos y gritos, con continuos portazos y constantes carreras arriba y abajo, los señores nominales de la casa creían sinceramente que sus mayores preocupaciones habían concluido. ¡Inocente y fatal engaño! Una cosa es montar un escenario privado y elegir la obra, y otra muy distinta encontrar a los actores que la representen. Hasta el momento, en Evergreen Lodge solo habían tenido ocasión de padecer las pequeñas molestias preliminares de rigor. Aún tenían que llegar los auténticos quebraderos de cabeza.

Habiendo elegido Los rivales, la señorita Marrable se apropió, de forma natural, del papel de Lydia Languish. Uno de sus galanes predilectos se reservó el papel del capitán Absolute y otro se apoderó violentamente del de sir Lucius O’Trigger. A estos dos les siguió una complaciente solterona de la familia, que aceptó la pesada carga dramática de la señora Malaprop, y ahí el proceso teatral llegó a una pausa. Quedaban nueve papeles hablados por asignar, y con esa ineludible necesidad, empezaron los verdaderos problemas.

De repente, todos los amigos de la familia demostraron su inconstancia por primera vez en la vida. Tras alentar la idea de la obra, rechazaron el sacrificio personal de actuar en ella, o aceptaron interpretar un personaje y abandonaron luego ante el esfuerzo de aprenderse el papel, o se ofrecieron para representar los personajes que ya sabían comprometidos y rehusaron los que estaban libres, o estaban aquejados de una débil constitución y se obstinaban en caer enfermos cuando los necesitaban en los ensayos, o tenían parientes puritanos a sus espaldas y, tras meterse en sus papeles alegremente al principio de la semana, se desprendían de ellos, arrepentidos, al final de esta, bajo la fuerte presión familiar. Mientras tanto, los carpinteros martilleaban y se levantaban los decorados. La señorita Marrable, que era de un temperamento sensible, se puso histérica bajo la tensión de una perpetua ansiedad; el médico de la familia no quiso hacerse responsable de las consecuencias nerviosas si no se hacía algo. Se redoblaron los esfuerzos por doquier. Se buscaron actores y actrices con desesperada indiferencia hacia toda consideración sobre las aptitudes personales. La necesidad, que no conoce ley, ni en el teatro ni fuera de él, aceptó a un muchacho de dieciocho años para representar a sir Anthony Absolute; el regidor acordó proporcionar las arrugas necesarias gracias a los recursos inagotables del arte teatral. Una dama de edad desconocida y de aspecto corpulento —pero que tenía el corazón en su sitio— se ofreció para interpretar el papel de la sentimental Julia, aportando como recomendación dramática su costumbre de llevar peluca. Gracias a estas enérgicas medidas, la obra halló al fin sus intérpretes, exceptuando siempre los intratables personajes de Lucy, la doncella, y Falkland, el celoso amante de Julia. Acudían los caballeros, veían a Julia en los ensayos, observaban su corpulencia y la peluca, no se fijaban en dónde tenía el corazón, se arredraban ante las perspectivas, se disculpaban y se iban. Las señoras leían el papel de Lucy, notaban que aparecía en buena parte de la primera mitad de la obra y que se desvanecía completamente en la segunda parte, les molestaba desaparecer de la atención del público de esa manera, cuando todos los demás gozaban de la oportunidad de destacar hasta el final, cerraban el libro, se disculpaban y se iban. Quedaban ocho días para la noche de la representación, se había convencido a una falange de mártires sociales en número de doscientos para que la presenciaran, era absolutamente necesario realizar tres ensayos generales, y aún faltaban intérpretes para dos papeles. Con esta lamentable historia y con humildísimas disculpas por abusar de una amistad superficial, los Marrable aparecieron en Combe-Raven para recurrir a las señoritas en busca de una Lucy, y al universo entero en busca de un Falkland, con la pertinacia mendicante de una familia desesperada.

La exposición de estas circunstancias, dirigida a un público que incluía a un padre del carácter del señor Vanstone y a una hija del temperamento de Magdalen, produjo el resultado que podía preverse desde el principio. Bien porque malinterpretara el ominoso silencio que guardaban su esposa y la señorita Garth, bien porque no le prestara atención, el señor Vanstone no solo dio permiso a Magdalen para ayudar a la desesperada compañía teatral, sino que aceptó la invitación para presenciar la obra en su nombre y en el de Norah. La señora Vanstone rehusó acompañarlos a causa de su salud y la señorita Garth solo se comprometió a formar parte del público con la condición de que no la necesitaran en casa. Se entregaron los papeles de Lucy y Falkland (que la angustiada familia llevaba consigo a todas partes, como enfermedades incidentales) a sus intérpretes en aquel mismo momento. Las débiles protestas de Frank fueron rechazadas sin ser oídas; los días y las horas de los ensayos fueron anotados cuidadosamente en las tapas de los libros, y los Marrable se despidieron con una explosión de gracias al unísono: padre, madre e hija sembraron expresiones de agradecimiento por doquier, desde la puerta del salón hasta la verja del jardín.

Tan pronto como desapareció el carruaje, Magdalen se presentó a la observación general bajo un aspecto enteramente nuevo.

—Si vienen más visitas hoy —dijo, con la mayor seriedad en la expresión y la actitud—, no estoy en casa. Este es un asunto mucho más serio de lo que suponéis todos. Vete solo a algún lugar, Frank, y léete tu papel, y no dejes que tu atención se desvíe si puedes evitarlo. No estaré disponible hasta más tarde. Si vuelves, con permiso de papá, después de cenar, mis opiniones sobre el papel de Falkland estarán a tu disposición. ¡Thomas!, que el jardinero haga lo que quiera menos ruidos floriculturales bajo mi ventana. Voy a sumergirme en el estudio durante el resto de la tarde y cuanto más silenciosa esté la casa, más se lo agradeceré a todo el mundo.

Antes de que la batería de reproches de la señorita Garth pudiera abrir fuego, antes de que el primer estallido de carcajadas del señor Vanstone pudiera escapar de sus labios, Magdalen inclinó la cabeza con imperturbable gravedad, subió las escaleras de la casa caminando por primera vez en su vida en lugar de correr y se retiró en aquel mismo instante a su dormitorio. El asombro impotente de Frank ante su desaparición añadió un nuevo elemento de absurdo a la escena. Se apoyó primero en una pierna y luego en la otra, enrollando y desenrollando su parte y mirando con aire lastimero los rostros de sus amigos.

—Sé que no puedo hacerlo —dijo—. ¿Puedo venir después de cenar y escuchar las opiniones de Magdalen? Gracias. Vendré hacia las ocho. No le cuente nada a mi padre sobre esto, por favor; no me dejaría en paz. —Estas fueron las únicas palabras que tuvo ánimos para pronunciar. Se alejó en dirección a la arboleda sin saber adónde iba, con el papel colgando abierto de la mano, el más inepto de los Falklands, el más desvalido de los seres humanos.

La marcha de Frank dejó a la familia a solas y fue la señal para un ataque contra la inveterada negligencia del señor Vanstone en el ejercicio de su autoridad paterna.

—¿En qué estabas pensando, Andrew, al darle permiso? —dijo la señora Vanstone—. Creía que mi silencio sería advertencia más que suficiente para que dijeras que no.

—Una equivocación, señor Vanstone —interpuso la señorita Garth—, hecha con la mejor intención, pero equivocación al fin y al cabo.

—Puede que sea una equivocación —dijo Norah, poniéndose de parte de su padre, como de costumbre—. Pero de verdad que no veo cómo papá, ni ningún otro, podía rehusar, dadas las circunstancias.

—Muy cierto, querida —observó el señor Vanstone—. Las circunstancias, como tú dices, estaban totalmente en mi contra. Por un lado, ahí estaba esa pobre gente en un apuro, y por el otro, teníamos a Magdalen muriéndose de ganas de actuar. No puedo decir que tuviera objeciones metódicas; no tengo nada de metódico. ¿Qué otra excusa podía ofrecer? Los Marrable son personas respetables y se relacionan con la mejor sociedad en Clifton. ¿Qué daño puede sufrir Magdalen en su casa? Si de prudencia y de ese tipo de cosas se trata, ¿por qué no habría de hacer Magdalen lo que hace la señorita Marrable? ¡Vamos, vamos!, dejemos a las pobrecitas que actúen y se diviertan. También nosotros tuvimos su edad, y no vale la pena armar tanto alboroto, y eso es todo lo que tengo que decir al respecto.

Con aquella característica defensa de su propia conducta, el señor Vanstone se dirigió pausadamente al invernadero para fumarse otro cigarro.

—No se lo he dicho a papá —dijo Norah, cogiéndose del brazo de su madre de vuelta a la casa—, pero el perjuicio que puede resultar de la representación, a mi modo de ver, es la familiaridad que sin duda alentará entre Magdalen y Francis Clare.

—Estás predispuesta en contra de Frank, cariño —dijo la señora Vanstone.

Los suaves y secretos ojos color avellana de Norah se clavaron en el suelo; no dijo nada más. Sus opiniones eran inalterables, pero jamás discutía con nadie. Tenía el gran defecto de una naturaleza reservada, el defecto de la obstinación, y un gran mérito, el mérito del silencio. «¿Qué rumia tu cabeza ahora?» —pensó la señorita Garth, lanzando una mirada penetrante al rostro moreno de Norah, que aún seguía bajo—. «Eres de esas personas impenetrables. Prefiero a Magdalen con todos sus caprichos; a través de ella veo la luz del día. Tú eres tan oscura como la noche».

Transcurrieron las horas y Magdalen continuaba encerrada en su habitación. No se oyeron pisadas inquietas en las escaleras, ni una ágil lengua parloteando aquí y allá y por todas partes, desde el desván a la cocina; la casa no parecía la misma, toda vez que el elemento que siempre perturbaba la serenidad familiar se había retirado súbitamente. Impaciente por contemplar con sus propios ojos la realidad de una transformación que la experiencia pasada seguía induciéndola a negar, la señorita Garth subió al dormitorio de Magdalen, llamó dos veces a su puerta y, no recibiendo respuesta, la abrió y se asomó a su interior.

Allí estaba Magdalen, sentada en una butaca ante el largo espejo de pie, con los cabellos sueltos, absorta en el estudio de su papel y cómodamente arrebujada en su bata de mañana hasta que fuera la hora de vestirse para cenar. Y a su espalda estaba sentada la doncella, peinando lentamente los largos y espesos bucles de su señorita, con la resignación adormilada de una mujer que ha estado ocupada en ese mismo menester durante varias horas. El sol brillaba y los verdes postigos de la ventana estaban cerrados. La tenue luz caía delicadamente sobre las dos serenas figuras; sobre la pequeña cama blanca con los nudos de cinta rosa que recogían sus cortinajes y el alegre vestido dispuesto para la cena encima de ella; sobre la bañera pintada de vivos colores y su puro revestimiento de esmalte blanco; sobre el tocador, con sus dijes centelleantes, sus frascos de cristal, su campanilla de plata con un Cupido por mango, con esos pequeños lujos desordenados que adornan el altar del dormitorio de una mujer. La espléndida tranquilidad de la escena; la fría fragancia a flores y perfumes en la atmósfera; la actitud arrobada de Magdalen, abstraída en su lectura; la monótona regularidad de movimientos de la mano y el brazo de la doncella al pasar suavemente el peine por los cabellos de su señorita, una y otra vez; todo ello transmitía la misma sensación apaciguadora de quietud somnolienta y deliciosa. A un lado de la puerta estaba la luz del día y las realidades cotidianas de la vida. Al otro lado se hallaba el país de los sueños de la serenidad elísea, el santuario del imperturbable reposo.

La señorita Garth se detuvo en el umbral y contempló la habitación en silencio.

La curiosa afición de Magdalen a que la peinaran a todas horas del día y en cualquier estación del año se contaba entre las peculiaridades de su carácter, que eran notorias para todos los de la casa. Una de las chanzas favoritas de su padre consistía en decir que, en tales ocasiones, le recordaba a un gato al que acariciaban el lomo y que siempre le parecía que, si continuaban peinándola el tiempo suficiente, acabaría oyéndola ronronear. Por exagerado que pareciera, la comparación no era del todo inadecuada. El ardiente temperamento de la joven intensificaba el placer esencialmente femenino que sienten la mayoría de las mujeres al pasar el peine por sus cabellos, al punto de ensimismarse en una lujuria de sensaciones cuyo disfrute, tan serenamente expresivo, tan perezosamente profundo, sugería en realidad el de un gato doméstico bajo las caricias de una mano. Pese a que la señorita Garth estaba enterada de esta peculiaridad de su pupila, era la primera vez que la veía confirmarse asociada a un esfuerzo mental. Sintiendo la consiguiente curiosidad por saber cuánto tiempo habían ido de la mano el peinado y el estudio, aventuró la pregunta, primero a la señorita y (al no recibir contestación) después a la doncella.

—Toda la tarde, señorita, a ratos —fue la cansada respuesta—. La señorita Magdalen dice que calma sus emociones y le aclara las ideas.

Sabiendo por experiencia que toda intervención sería inútil en aquellas circunstancias, la señorita Garth giró en redondo y salió de la habitación. Sonrió cuando estuvo fuera, en el descansillo. La mente femenina consigue en ocasiones, aunque no con frecuencia, proyectarse en el futuro. La señorita Garth compadecía proféticamente al infortunado marido de Magdalen.

La cena presentó a la hermosa estudiante a la inspección familiar bajo el mismo aspecto de ensimismamiento. En cualquier otra ocasión ordinaria, el apetito de Magdalen hubiera aterrorizado a esos débiles sentimentales que fingen ignorar la influencia fundamental que la alimentación ejerce en la producción de belleza femenina. En esta ocasión Magdalen rechazó un plato tras otro con una resolución que implicaba el más raro de todos los martirios modernos: el martirio gástrico.

—He concebido el papel de Lucy —comentó con la seriedad más recatada—. La siguiente dificultad consiste en hacer que Frank conciba el papel de Falkland. No veo dónde está la gracia, estaríais todos mucho más serios si tuvierais mis responsabilidades. No, papá, hoy no quiero vino, gracias. Tengo que mantener despierta la inteligencia. Agua, Thomas, y creo que un poco más de gelatina, antes de que te la lleves.

Cuando Frank se presentó por la noche, ignorante de los elementos básicos de su papel, Magdalen lo tomó de la mano tal como una maestra de escuela de mediana edad hubiera hecho con un alumno torpe. Los escasos intentos que hizo él por alterar la grave naturaleza práctica del pasatiempo de la velada, intercalando cumplidos de pasada, los desbarató ella con la desdeñosa seguridad de una mujer con el doble de sus años. Literalmente, Magdalen metió a Frank en su papel a la fuerza. Su padre se durmió en la silla. La señora Vanstone y la señorita Garth perdieron el interés por el proceso, se retiraron al extremo más alejado de la estancia y conversaron en susurros. Se iba haciendo tarde, pero Magdalen no desfallecía en su tarea, y con igual perseverancia Norah, que había estado vigilándolos durante toda la velada, siguió vigilante hasta el final. La desconfianza ensombrecía su rostro más y más mientras contemplaba a su hermana y a Frank, viéndolos sentados tan juntos, movidos por un mismo interés y trabajando con un mismo fin. El reloj de la repisa de la chimenea señaló las once y media, antes de que la resoluta Lucy permitiera al desvalido Falkland cerrar su libro de trabajo por aquella noche.

—¿A que es extraordinariamente inteligente? —dijo Frank al despedirse del señor Vanstone en la puerta del vestíbulo—. Volveré mañana para seguir escuchando sus opiniones, si no tiene usted objeción. Jamás lo conseguiré; no se lo diga a ella. En cuanto me enseña un parlamento, el anterior se me borra de la cabeza. Desalentador, ¿no es cierto? Buenas noches.

Faltaban dos días para el primer ensayo general. La noche de la víspera, la señora Vanstone mostró un ánimo muy decaído. Durante una entrevista privada con la señorita Garth, volvió a referirse motu proprio al tema de la carta escrita desde Londres, se reprochó a sí misma su debilidad al aceptar la desvergonzada pretensión del capitán Wragge de ser pariente suyo y luego volvió a tocar el estado de su salud y la incierta perspectiva que la aguardaba en verano, con un tono de desaliento que acongojaba escuchar. Deseosa de animarla, la señorita Garth cambió de conversación lo antes posible, se refirió a la cercana función teatral y alivió los pensamientos de la señora Vanstone de toda zozobra anunciando su intención de acompañar a Magdalen a todos los ensayos y no perderla de vista hasta que estuviera de vuelta sana y salva en la casa de su padre. Así pues, cuando Frank se presentó en Combe-Raven en aquella memorable mañana, allí estaba la señorita Garth —en el papel interpolado de Argos—, dispuesta a acompañar a Lucy y a Falkland a la escena de la prueba. El ferrocarril los llevó a los tres a Evergreen Lodge puntualmente, y a la una dio comienzo el ensayo.