CAPÍTULO XIII

-La fortuna que poseía el señor Vanstone cuando usted lo conoció —empezó el abogado— era parte, y solo parte, de la herencia que recibió a la muerte de su padre. El señor Vanstone padre era un industrial del norte de Inglaterra. Se casó muy joven y los hijos del matrimonio fueron seis o siete, no estoy seguro. El primogénito, Michael, vive aún y es un anciano que ha cumplido los setenta. La segunda, Selina, la hija mayor, casó ya en la madurez y murió hace diez u once años. Después vinieron otros hijos e hijas cuyas muertes prematuras hacen innecesario que dé más detalles. El último de todos los hijos, y menor en muchos años, fue Andrew, al que conocí, como ya he dicho, cuando tenía diecinueve. Mi padre estaba entonces a punto de retirarse del ejercicio activo de su profesión y, al sucederle en su trabajo, heredé también su relación con los Vanstone como abogado de la familia.

»En aquella época, Andrew acababa de emprender su vida de adulto ingresando en el ejército. Tras poco más de un año de servicio en el país, su regimiento fue destinado a Canadá. Cuando abandonó Inglaterra, su padre y su hermano mayor, Michael, tenían serias desavenencias. No voy a entretenerla a usted entrando en la causa de la disputa. Baste decir que el señor Vanstone padre, pese a sus muchas y excelentes cualidades, era un hombre de carácter violento e intratable. Su primogénito le había desafiado en circunstancias que tal vez solo hubieran irritado a un padre de carácter más suave, pero este declaró categóricamente que no quería volver a ver a Michael nunca más. Haciendo caso omiso de mis ruegos y de los de su esposa, rompió en nuestra presencia el testamento por el que Michael recibía su parte de la herencia paterna. Tal era la situación familiar cuando el hijo menor partió para Canadá.

»Unos meses después de la llegada de su regimiento a Québec, Andrew conoció a una mujer muy atractiva que procedía, o afirmaba proceder, de uno de los estados sureños de América. De inmediato consiguió ejercer una gran influencia sobre él, utilizándola con el propósito más vil. Usted conocía la naturaleza afable, afectuosa y confiada del señor Vanstone en su madurez, no le costará nada imaginar hasta qué punto actuó de manera irreflexiva bajo los impulsos de la juventud. Huelga detenerse en esta lamentable parte de la historia. No tenía más que veintiún años, estaba ciegamente enamorado de una mujer indigna, y ella le sedujo con implacable astucia hasta que fue demasiado tarde para dar marcha atrás. En pocas palabras, cometió el error fatal de su vida: se casó con ella.

»Velando por sus propios intereses, ella tuvo la suficiente inteligencia para temer la influencia de los camaradas oficiales de Andrew y para convencerle de que guardaran secreto sobre su intención de casarse hasta el mismo día de la boda. Eso lo consiguió, pero no pudo prever los efectos de la casualidad. Apenas habían transcurrido tres meses cuando una revelación casual puso al descubierto la vida que había llevado antes del matrimonio. Al marido no le quedaba más que una alternativa: la de separarse inmediatamente de ella.

»El efecto del descubrimiento en el desdichado muchacho, pues su disposición era aún la de un muchacho, puede juzgarse por el suceso que le siguió. Uno de los oficiales superiores de Andrew (un tal comandante Kirke, si mal no recuerdo) lo encontró en sus habitaciones escribiendo a su padre una confesión de la vergonzosa verdad, con una pistola cargada al lado. Aquel oficial salvó al muchacho del suicidio y echó tierra sobre el escandaloso asunto gracias a una solución de compromiso. Dado que el matrimonio era totalmente legal y que la mala conducta de la esposa era previa a la boda, lo que no daba derecho al marido a reclamar el divorcio, la única posibilidad consistía en favorecer los intereses de aquella mujer. Se le garantizó una considerable pensión anual con la condición de que volviera al lugar del que había salido, que no apareciera jamás en Inglaterra y que dejara de usar el apellido del marido. Se estipularon además otras condiciones. Ella las aceptó todas, y se tomaron medidas en privado para tenerla bien vigilada en el lugar de su retiro. No puedo decirle qué vida llevó allí ni si cumplió todas la condiciones que le impusieron. Solo puedo decirle que jamás vino a Inglaterra que yo sepa, que jamás molestó al señor Vanstone y que se le pagó hasta el día de su muerte la pensión anual a través de un representante en América. Lo único que ella quería de él al casarse era dinero, y dinero fue lo que tuvo.

»Mientras tanto, Andrew había abandonado el regimiento. Nada consiguió persuadirle de que se enfrentara con sus camaradas oficiales después de lo ocurrido. Presentó la renuncia y volvió a Inglaterra. La primera noticia que le llegó a su regreso fue el fallecimiento de su padre. Vino a mi despacho de Londres antes de volver a casa y allí supo de mis propios labios cómo había terminado la disputa familiar.

»El testamento que el señor Vanstone padre había destruido en mi presencia no había sido reemplazado por otro, que yo supiera. Cuando me mandaron llamar tras su muerte, como es lo habitual, no cabía la menor duda de que la ley tendría que realizar la acostumbrada división entre la viuda y los hijos. Con gran sorpresa por mi parte, apareció un testamento entre sus papeles, correctamente redactado y legalizado, y fechado aproximadamente una semana después del día en que se había destruido el primero. El señor Vanstone padre había mantenido su afán de venganza contra el hijo mayor y había recurrido a un extraño para que le asistiera profesionalmente en lo que con sinceridad creo que le daba vergüenza pedirme a mí.

»Es innecesario que la moleste ahora detallándole las disposiciones del testamento, cuyo fin era asegurar el porvenir de una viuda y tres hijos. La viuda recibió tan solo un interés vitalicio sobre una parte de los bienes del testador; la parte restante se dividía entre Andrew y Selina: dos tercios para el hermano y un tercio para la hermana. A la muerte de la madre, el dinero del que saldría su renta pasaría a Andrew y Selina en la misma proporción, después de que de la suma total se dedujeran cinco mil libras que se pagarían a Michael como único legado del implacable padre a su primogénito.

»En números redondos, la división de la propiedad tal como establecía el testamento quedó como sigue. Antes de la muerte de su madre, Andrew tenía setenta mil libras, Selina tenía treinta y cinco mil libras y Michael nada. Tras la muerte de la madre, Michael tenía cinco mil libras, frente a la herencia de Andrew, que había aumentado hasta cien mil libras, y la herencia de Selina, que había alcanzado las cincuenta mil. No crea que me entretengo innecesariamente en esta parte de la historia. Cada una de mis palabras se refiere a intereses aún por desvelar que tienen una importancia capital para las hijas del señor Vanstone. A medida que vayamos pasando del pasado al presente recuerde la tremenda desigualdad de la herencia de Michael con respecto a la de Andrew. Me temo que el daño causado por aquel testamento vengativo aún no haya acabado.

»El primer impulso de Andrew cuando oyó las noticias que yo le daba fue digno de su naturaleza abierta y generosa. De inmediato propuso dividir la herencia con su hermano mayor. Pero existía un grave obstáculo en el camino. En mi despacho le aguardaba una carta de Michael, y en esa carta le acusaba de ser la causa original del distanciamiento entre el padre y su primogénito. Los esfuerzos realizados por Andrew —reconozco que de una manera demasiado directa e imprudente, pero sé que con la más pura y la mejor de las intenciones— para acabar con la disputa antes de marcharse a Canadá fueron distorsionados por la más vil tergiversación con el fin de apoyar un reproche de traición y falsedad que hubiera herido a cualquier hombre en lo más vivo. A Andrew le pareció lo mismo que a mí: que si no se retiraban aquellas imputaciones antes de que se llevaran a cabo los generosos propósitos que tenía hacia su hermano, el mero hecho de beneficiarle equivaldría prácticamente a reconocer que la acusación de Michael era justa. Escribió una carta a su hermano en los términos más indulgentes. La respuesta fue todo lo ofensiva que permiten las palabras. Michael había heredado el temperamento de su padre sin que lo compensaran sus mejores cualidades; en su segunda carta reiteraba las acusaciones de la primera y declaraba que solo aceptaría la división propuesta como un acto de reparación por parte de Andrew. A continuación escribí a la madre para que intercediera. Ella misma se sentía agraviada por no haber recibido más que un interés vitalicio sobre parte de los bienes de su marido; se puso decididamente del lado de Michael y estigmatizó la propuesta de Andrew como un intento de sobornar a su hijo primogénito para que retirara una acusación contra su hermano que ese hermano sabía que era cierta. Tras este último rechazo nada más se podía hacer. Michael se retiró al Continente y su madre le siguió hasta allí. La madre vivió aún muchos años y ahorró el dinero suficiente de su renta para aumentar considerablemente las cinco mil libras de su primogénito. Michael había mejorado previamente su situación pecuniaria contrayendo un matrimonio ventajoso, y ahora lo que le queda de vida lo reparte entre Francia y Suiza, viudo y con un hijo. Volveremos a él dentro de poco. Mientras tanto, y para concluir, solo decirle que Andrew y Michael no volvieron a verse, ni se comunicaron nunca más, ni siquiera por carta. A todos los efectos, estuvieron muertos el uno para el otro desde aquella época hasta el momento presente.

»Ahora podrá calibrar usted cuál era la situación de Andrew cuando abandonó su profesión y regresó a Inglaterra. Poseedor de una fortuna, estaba solo en el mundo; su futuro destruido desde el inicio de su vida; distanciado de su madre y su hermano; con una hermana casada en la madurez cuyos intereses y esperanzas nada tenían que ver con él. En una situación como la suya, hombres de un fuste intelectual más firme tal vez hubieran hallado refugio en una absorbente actividad mental. Él no era capaz de tal esfuerzo; toda la fortaleza de su carácter estribaba en los afectos desperdiciados. Su lugar en el mundo era ese tranquilo hogar con esposa e hijos que hicieran su vida dichosa, precisamente el que había perdido para siempre. No osaba mirar hacia atrás. No podía mirar hacia delante. Desesperado, se dejó llevar por su impetuosa juventud y se sumergió en la más baja disipación de la vida londinense.

»La falsedad de una mujer le había conducido a la ruina. El amor de una mujer le salvó en los comienzos de su decadencia. No hablemos de ella con dureza, pues la depositamos ayer junto a él en la tumba.

»Usted, que solo conoció a la señora Vanstone en los últimos años, cuando la enfermedad, la pena y la secreta preocupación la habían alterado y entristecido, no puede hacerse una idea exacta del atractivo de su persona y su carácter cuando era una joven de diecisiete años. Yo estaba con Andrew cuando se conocieron. Intentaba apartarle, por una noche al menos, de compañías y placeres degradantes convenciéndole para que me acompañara al baile que daba una de las grandes firmas de la City. Allí se vieron por primera vez. Ella le causó una honda impresión desde el momento en que la vio. Para mí, como para él, era una completa desconocida. Al conseguir que le fuera presentada de la forma habitual, supo que era la hija de un tal señor Blake. El resto se lo dijo ella misma. Fueron pareja de baile (en el atestado salón pasaron inadvertidos) durante toda la velada.

»Las circunstancias estaban en contra de ella desde el principio. Era desgraciada en su hogar. Sus familiares y allegados no ocupaban un lugar relevante en la sociedad; eran personas de baja condición, indignas de ella en todos los aspectos. Era su primer baile; era la primera vez que conocía a un hombre con la educación, los modales y la conversación de un caballero. ¿Acaso no tengo derecho a excusarla? ¡Si sentimos algo de compasión por las debilidades humanas, desde luego que sí!

»El encuentro de aquella noche decidió el futuro de ambos. Cuando se hubieron producido otros encuentros, cuando la confesión del amor que ella le profesaba escapó de sus labios, Andrew tomó el camino (de una manera inocente, inconsciente) más peligroso de todos. Su franqueza y su sentido del honor no le permitían engañarla: le abrió su corazón y le contó la verdad. Ella era una joven generosa e impulsiva; sus vínculos familiares no eran lo bastante fuertes para retenerla; estaba apasionadamente enamorada de él, y Andrew había apelado a su piedad, que, para honra inmortal de las mujeres, es la apelación que más les cuesta resistir. La señora Vanstone (entonces señorita Blake) comprendió, con toda razón, que solo ella se interponía entre él y la ruina. La última posibilidad de salvación dependía de su decisión. Decidió, y lo salvó.

»No me interprete mal; que no se me acuse de tratar frívolamente el grave problema social que me obliga a tratar mi narración. No defenderé la memoria de la señora Vanstone con falsos argumentos; solo diré la verdad. Es cierto que ella lo apartó de los locos excesos que hubieran acabado en una muerte prematura. Es cierto que ella lo devolvió a esa feliz existencia hogareña que usted recuerda con afecto y que él recordó con una gratitud tal que la hizo su esposa en cuanto quedó libre. Que la moralidad estricta reclame sus derechos y condene su primera falta. Verdaderamente de bien poco me habría servido leer el Nuevo Testamento si la misericordia cristiana no puede suavizar la dura condena contra ella, si la caridad cristiana no encuentra una disculpa a su memoria en el amor y la fidelidad, en el sufrimiento y el sacrificio de toda su vida.

»Unas cuantas palabras más nos llevarán a una época posterior y a sucesos que usted misma ha conocido.

»No necesito recordarle que la posición en la que se hallaba el señor Vanstone en aquel momento no podía conducir más que a un resultado final: la revelación, más o menos inevitable, de la verdad. Se intentó mantener en secreto la desgracia de su vida para la familia de la señorita Blake y, por supuesto, esos intentos fracasaron ante el implacable escrutinio del padre y los allegados de la joven. No puedo decirle qué habría ocurrido si sus parientes hubieran sido lo que se dice “respetables”. Lo cierto es que eran personas con las que se podía negociar a conveniencia (como vulgarmente se dice). El único superviviente de la familia en la actualidad es un sinvergüenza que se llama a sí mismo capitán Wragge. Cuando le diga que este capitán Wragge la extorsionó, obligándola a pagar por su silencio hasta el final, y cuando añada que su conducta no era una excepción extraordinaria a la conducta de los demás parientes cuando vivían, comprenderá el tipo de gente con el que tuve que tratar en beneficio de mi cliente y cómo fue aplacada su fingida indignación.

»Tras abandonar Inglaterra en primera instancia en dirección a Irlanda, el señor Vanstone y la señorita Blake permanecieron allí durante unos cuantos años. Pese a su juventud, ella asumió sin pestañear su posición y las necesidades que esta implicaba. Una vez decidida a sacrificar su vida al hombre que amaba, una vez acallada su conciencia con la convicción personal de que el matrimonio del señor Vanstone era una pantomima legal y de que ella era “su esposa a los ojos de Dios”, se propuso desde un principio cumplir el objetivo primordial de vivir con él a los ojos del mundo de tal manera que jamás despertaran la sospecha de que no era su esposa legal. Pocas son verdaderamente las mujeres que no saben decidir con firmeza, planear con paciencia y actuar con prontitud cuando están en juego sus intereses más queridos. La señora Vanstone (recuerde que ahora tiene derecho a ese nombre), la señora Vanstone superaba a la mayoría de las mujeres en tenacidad y tacto, y tomó en aquellos primeros tiempos todas las precauciones necesarias que la capacidad menos despierta de su marido no tenía el arte de concebir, precauciones a las que debieron en gran medida el mantenimiento de su secreto en épocas posteriores.

»Gracias a esta protección, ni una sombra de sospecha los siguió hasta aquí cuando regresaron a Inglaterra. Primero se establecieron en Devonshire, sencillamente porque allí se hallaban más lejos del condado del norte en el que se conocía a la familia del señor Vanstone y su historia. Por parte de los parientes vivos del señor Vanstone no tenían que temer indagaciones curiosas. Se había distanciado por completo de su madre y de su hermano. El marido de su hermana (que era clérigo) le había prohibido que mantuviera ningún tipo de contacto con él desde el período de su vida en que había caído en la deplorable disipación que adoptó al volver de Canadá, como he descrito. No tenía más parientes. Cuando él y la señorita Blake abandonaron Devonshire, su siguiente residencia fue esta casa. Sin buscar ni evitar el trato; felices con su vida común, sus hijos y su tranquila vida rural; sin que los vecinos que formaban su modesto círculo de relaciones sospecharan en modo alguno que fueran más que lo que aparentaban ser, la verdad en su caso, como en el de tantos otros, siguió siendo un secreto hasta que un accidente la sacó a la luz.

»Si, por la íntima relación que tenía con ellos, le parece extraño que no se traicionaran jamás a sí mismos, le ruego que considere las circunstancias y comprenderá entonces la aparente anomalía. Recuerde que habían estado viviendo como marido y mujer a todos los efectos (salvo que no habían celebrado la ceremonia de la boda) durante quince años antes de que usted entrara en esta casa, y no olvide tampoco que no ocurrió suceso alguno que perturbara la felicidad del señor Vanstone en el presente, ni que le recordara el pasado ni le advirtiera del futuro, hasta que llegó la noticia de la muerte de su esposa en aquella carta de América que vio usted en su mano. A partir de aquel día —cuando él se vio obligado a recordar un pasado que aborrecía, cuando ella tuvo al alcance de la mano un futuro que jamás se había atrevido a esperar—, pronto se dará usted cuenta, si no lo ha hecho ya, ambos se traicionaron a sí mismos una y otra vez, y solo el hecho de que usted y sus hijas no tuvieran la más mínima sospecha evitó que descubrieran la verdad.

»Conoce usted ahora la triste historia del pasado tan bien como yo. He tenido que decir palabras muy duras. Dios sabe que las he pronunciado con sincera compasión hacia los vivos y sincero aprecio por la memoria de los muertos.

Hizo una pausa, volvió un poco el rostro y apoyó la cabeza en la mano con la actitud serena y reservada que era propia de él. Hasta entonces la señorita Garth solo había interrumpido su relato con alguna que otra palabra o una muda muestra de atención. No hizo esfuerzos por disimular las lágrimas, que le caían rápidas y silenciosas por las mejillas ajadas cuando alzó la vista y habló.

—Le he ofendido, señor, de pensamiento —dijo con noble sencillez—. Ahora le conozco mejor. Permítame pedirle perdón; permítame cogerle la mano.

Estas palabras y el gesto que las acompañó conmovieron al señor Pendril profundamente. Cogió la mano de la señorita Garth sin decir nada. Ella fue la primera en hablar, la primera en dar ejemplo de autodominio. Uno de los nobles instintos de la mujer es que no hay nada que la induzca a luchar contra su propia aflicción con mayor éxito que la visión de la congoja de un hombre. La señorita Garth se enjugó las lágrimas tranquilamente, y tranquilamente movió su silla para sentarse más cerca de él antes de hablar.

—Lo que ha ocurrido en esta casa, señor Pendril, ha supuesto una dolorosa conmoción para mí —dijo—; de lo contrario habría soportado lo que acaba de contarme con mayor entereza de la que he demostrado hoy. ¿Me permitirá hacerle una pregunta antes de que prosiga? Mi corazón sufre por las hijas de mi amo, ahora mis hijas más que nunca. ¿No hay esperanzas para su futuro? ¿No les queda otra perspectiva que la pobreza?

El abogado vaciló antes de contestar.

—Les queda la dependencia —dijo al fin— de la justicia y la clemencia de un extraño.

—¿Por el infortunio de su nacimiento?

—Por los infortunios que han seguido al matrimonio de sus padres.

Tras esta sorprendente respuesta se levantó, cogió el testamento del suelo y lo colocó de nuevo sobre la mesa, entre ambos.

—Solo puedo presentarle la verdad —prosiguió— en términos sencillos. El matrimonio ha destruido este testamento y las hijas del señor Vanstone dependen ahora de su tío.

Mientras hablaba, la brisa agitó de nuevo los arbustos bajo la ventana.

—¿De su tío? —repitió la señorita Garth. Reflexionó unos instantes y de repente puso la mano sobre el brazo del señor Pendril—. ¡No se referirá a Michael Vanstone!

—Sí, a Michael Vanstone.

La mano de la señorita Garth seguía aferrando el brazo del abogado mecánicamente. Todos sus pensamientos estaban concentrados en el esfuerzo de asimilar el descubrimiento que acababa de hacer.

—¡De Michael Vanstone! —se dijo—. Del enemigo más acérrimo de su padre. ¿Cómo es posible?

—Présteme atención unos minutos más —dijo el señor Pendril— y lo sabrá. Cuanto antes pongamos fin a esta dolorosa entrevista, antes podré ponerme en contacto con el señor Michael Vanstone y antes sabrá usted qué decide hacer por las hijas huérfanas de su hermano. Le repito que dependen por completo de él. Para que comprenda más fácilmente el cómo y el porqué, retomaremos la sucesión de acontecimientos donde la habíamos dejado: en el momento de la boda del señor y la señora Vanstone.

—Un momento, señor —dijo la señorita Garth—. ¿Estaba usted al corriente de esa boda cuando se llevó a cabo?

—Desgraciadamente, no. Me hallaba lejos de Londres, lejos de Inglaterra, en aquella época. Si el señor Vanstone hubiera podido ponerse en contacto conmigo cuando la carta de América le comunicó la muerte de su esposa, la fortuna de sus hijas no se hallaría ahora en juego.

Hizo una pausa y, antes de proseguir, volvió a echar un vistazo a las cartas que había consultado antes. Cogió una de las cartas y la colocó sobre la mesa, a su lado.

—A principios de este año —continuó—, un grave asunto relacionado con la propiedad de un viejo cliente y amigo en las Indias Occidentales requirió mi presencia, o la de uno de mis socios, en Jamaica. Uno de los dos era necesario aquí y el estado de salud del otro no le permitía viajar. No tuve más remedio que ir yo. Escribí al señor Vanstone diciéndole que habría de abandonar Inglaterra a finales de febrero y que la índole del asunto que me llevaba a las Indias Occidentales no me permitía esperar la vuelta antes de junio. No tenía ningún motivo especial para escribirle. Sencillamente me pareció lo correcto, dado que mis socios no conocían los asuntos privados del señor Vanstone como yo, advertirle de mi ausencia como una adecuada medida de precaución formal. Abandoné Inglaterra a finales de febrero sin haber recibido noticias de él. Me hallaba en alta mar cuando le llegó la noticia de la muerte de su esposa el cuatro de marzo, y no regresé hasta mediados de junio.

—Le advirtió de su partida —interpuso la señorita Garth—. ¿No le advirtió de su regreso?

—No lo hice personalmente. Mi pasante principal le envió una de las circulares que despachó el bufete para anunciar mi regreso. Fue lo primero que se me ocurrió para reemplazar la carta personal que no tuve tiempo de escribir debido a la presión de las innumerables ocupaciones que se me habían acumulado tras mi larga ausencia. Apenas un mes más tarde, me comunicó por carta la noticia de su boda. Estaba escrita el día del fatal accidente. Las circunstancias que le indujeron a escribirla surgieron a raíz de un suceso por el que usted debió de tener cierto interés. Me refiero al idilio del hijo del señor Clare y la hija menor del señor Vanstone.

—Debo decir que no vi con buenos ojos ese enamoramiento en un principio —dijo la señorita Garth—. Ignoraba entonces el secreto de la familia; ahora lo comprendo.

—Exactamente. El motivo que comprende usted ahora es el que nos lleva a la cuestión principal. La joven (según me ha contado el señor Clare padre, a quien debo el conocimiento de los hechos con detalle) confesó su enamoramiento a su padre, e inocentemente le hirió en lo más hondo al referirse por casualidad a la época en que él era joven. El señor Vanstone mantuvo una larga conversación con su mujer en la cual convinieron que debían informar confidencialmente al señor Clare de la verdad antes de permitir que el enamoramiento entre los jóvenes fuera más lejos. Fue extremadamente doloroso tanto para el marido como para la mujer verse reducidos a esa alternativa. Pero estaban decididos, como personas honorables, a sacrificar sus propios sentimientos. El señor Vanstone se dirigió en el acto a la casa del señor Clare. Sin duda observó usted un extraordinario cambio en los modales del señor Vanstone ese día y comprende ahora la razón.

La señorita Garth inclinó la cabeza y el señor Pendril continuó.

—Conoce usted de sobra el desprecio del señor Clare hacia todos los prejuicios sociales —dijo— para imaginar cómo recibió la confesión de su vecino. Cinco minutos después de que se iniciara la entrevista, los dos viejos amigos se sentían tan cómodos y libres el uno con el otro como siempre. Durante su conversación, el señor Vanstone mencionó el arreglo pecuniario que había realizado en beneficio de su hija y del futuro marido, y entonces, naturalmente, se refirió al testamento que se halla ahora encima de esta mesa. Recordando que su amigo se había casado en el mes de marzo de este año, el señor Clare preguntó de inmediato cuándo se había redactado el testamento; recibió la respuesta de que se había hecho cinco años atrás, e inmediatamente dejó atónito al señor Vanstone diciéndole sin rodeos que el documento era papel mojado a los ojos de la ley. Hasta ese momento el señor Vanstone, como tantas otras personas, ignoraba por completo que el matrimonio de un hombre se considera el acontecimiento más importante de su vida, tanto a nivel social como legal, y que invalida cualquier testamento que hubiera redactado como soltero, así como hace absolutamente necesaria la reafirmación de sus intenciones testamentarias como hombre casado. La exposición de este sencillo hecho pareció abrumar al señor Vanstone. Tras manifestar que debía a su amigo un favor que recordaría hasta el día de su muerte, abandonó al punto su casa, regresó a Combe-Raven inmediatamente y me escribió esta carta.

El abogado tendió la carta abierta a la señorita Garth. Con un dolor mudo y sin lágrimas, ella leyó estas palabras:

Mi querido señor Pendril, desde que nos escribimos por última vez se ha producido un extraordinario cambio en mi vida. Aproximadamente una semanas después de su partida, recibí noticia de América de que era libre. ¿Necesito decirle qué uso hice de esa libertad? ¿Necesito decirle que la madre de mis hijas es ahora mi esposa?

Si le sorprende no haber recibido noticias mías en el momento mismo en que regresó, atribuya mi silencio en gran parte, si no toda, a mi total ignorancia sobre la necesidad legal de hacer otro testamento. Hace apenas media hora que lo he descubierto (en circunstancias que le relataré cuando nos veamos) gracias a mi viejo amigo el señor Clare. Ciertas preocupaciones familiares han contribuido también a mi silencio. Mi mujer está a punto de dar a luz; además de esta grave preocupación, mi segunda hija acaba de comprometerse. Hasta que hoy he visto al señor Clare, tales asuntos ocupaban mis pensamientos hasta tal punto que ni siquiera se me ha ocurrido escribirle durante el corto mes transcurrido desde que me enteré de su vuelta. Ahora que sé que debo rehacer mi testamento, le escribo al instante. Por amor de Dios, venga el mismo día en que reciba esta carta; venga y líbreme del horrible pensamiento de que mis dos queridas hijas se hallan desamparadas en este momento. Si algo me ocurriera y mi deseo de hacer justicia a su madre acabara (debido a mi lamentable desconocimiento de la ley) dejando a Norah y a Magdalen desheredadas, ¡no podría descansar en la tumba! Venga sin demora, suyo siempre.

A. V.

—El sábado por la mañana —prosiguió el señor Pendril—, llegaron estas líneas. Al instante dejé de lado todos los demás asuntos y tomé un coche para ir a la estación. En la terminal de Londres oí la primera noticia sobre el accidente del viernes, pero los detalles sobre el número de pasajeros muertos y sus nombres eran contradictorios. En Bristol estaban mejor informados y se confirmó la terrible verdad sobre el señor Vanstone. Tuve tiempo para recobrarme antes de llegar a la estación de aquí, donde encontré al hijo del señor Clare esperando. Me llevó a la casa de su padre, y allí, sin perder un momento, redacté el testamento de la señora Vanstone. Mi propósito era garantizar la única herencia para sus hijas que era ya posible. Habiendo muerto sin testar, un tercio de la fortuna del señor Vanstone iría a parar a su viuda y el resto se dividiría entre sus parientes. Como progenie nacida fuera del matrimonio, las hijas del señor Vanstone, dadas las circunstancias de la muerte de su padre, tenían tanto derecho a una parte de sus bienes como las hijas de uno de sus labradores. La única opción posible era que su madre se recobrara lo suficiente para dejarles por testamento su tercio en herencia en caso de fallecer. Ahora sabe usted por qué le escribí para pedir la entrevista, por qué aguardé día y noche con la esperanza de recibir su llamada. Lamenté sinceramente responder a las preguntas de su nota del modo en que me vi obligado a hacerlo. Pero mientras existiera la posibilidad de que la señora Vanstone viviera, el secreto de su matrimonio era suyo, no mío, y la delicadeza me impedía desvelarlo.

—Hizo usted bien, señor —dijo la señorita Garth—. Comprendo sus motivos y los respeto.

—Mi último intento por ayudar a las hijas —prosiguió el señor Pendril—, como usted sabe, resultó infructuoso debido a la peligrosa naturaleza de la enfermedad de la señora Vanstone. Su muerte dejó al niño que le sobrevivió unas pocas horas (el niño que, recuerde, nació dentro del matrimonio legal) como único poseedor del total de la fortuna del señor Vanstone. A la muerte del niño (aunque hubiera sobrevivido a la madre unos segundos en lugar de unas horas, el resultado hubiera sido el mismo), el dinero pasó al pariente más cercano del niño, y ese pariente es el tío paterno del niño, Michael Vanstone. La fortuna de ochenta mil libras ha pasado prácticamente a sus manos.

—¿No hay otros parientes? —preguntó la señorita Garth—. ¿No hay esperanza en algún otro lado?

—No hay parientes con los mismos derechos que Michael Vanstone —dijo el abogado—. No viven ni abuelos ni abuelas del niño muerto (ni por parte de padre ni de madre). No era probable que vivieran, considerando la edad del señor y la señora Vanstone al morir. Es una desgracia que también debamos lamentar que no vivan otros tíos o tías. Existen unos primos, el hijo y las dos hijas de esa hermana mayor del señor Vanstone que se casó con el archidiácono Bartram, y que murió, como ya le he dicho, hace unos cuantos años, pero su grado de parentesco es más lejano. No, señorita Garth, debemos enfrentarnos con la cruda realidad. Las hijas del señor Vanstone no son hijas de nadie, y la ley las deja desvalidas a merced de su tío.

—Una ley cruel, señor Pendril, una ley cruel en un país cristiano.

—Aun siendo cruel, señorita Garth, tiene la excusa de la extraordinaria singularidad de este caso. Lejos está de mi ánimo defender la ley de Inglaterra en lo que concierne a los hijos ilegítimos. Muy al contrario, considero que es una vergüenza para la nación. Castiga a los hijos por los pecados de los padres; alienta el vicio al privar a padres y madres del más importante de los motivos para expiar su culpa mediante el matrimonio, y afirma producir esos dos abominables resultados en nombre de la moralidad y la religión. Sin embargo, no es responsable de un rigor excepcional en el caso de estas desventuradas muchachas. La ley de otros países, más compasiva y cristiana, permite hacer legítimos a los hijos mediante el matrimonio de los padres, pero tampoco se compadecería de estas criaturas. El hecho de que su padre estuviera casado cuando conoció a su madre las ha convertido en parias a los ojos de la sociedad, negándoles el amparo de la ley civil en Europa. Le digo la verdad desnuda, de nada serviría disfrazarla. No hay la menor esperanza si miramos hacia el pasado; podría haberla si miramos hacia el futuro. El mejor servicio que puedo prestarle ahora es acortar el período de incertidumbre. Volveré a Londres en menos de una hora. A mi llegada, averiguaré inmediatamente el medio más rápido de comunicarme con el señor Michael Vanstone y le haré saber a usted el resultado. Por triste que sea la situación de las hermanas en este momento, debemos verla desde su aspecto más positivo; no debemos perder la esperanza.

—¿Esperanza? —repitió la señorita Garth—. ¿Esperanza en Michael Vanstone?

—Sí, esperanza en la influencia del tiempo, ya que no de la compasión. Como ya le he explicado, el señor Vanstone es ahora un anciano; naturalmente no puede esperar vivir mucho más. Treinta años lo separan de la época en la que su hermano y él tuvieron su primera discrepancia. Qué duda cabe de que esos años son una influencia que ha de aplacar a cualquier hombre. Qué duda cabe de que el conocimiento de las increíbles circunstancias en las que ha entrado en posesión de la herencia servirán de atenuante, aunque falle todo lo demás.

—Intentaré pensar como usted, señor Pendril; intentaré esperar lo mejor. ¿Tardaremos mucho en conocer su decisión y despejar nuestras dudas?

—Confío en que no. La única demora por mi parte será la debida a la necesidad de averiguar en qué lugar del Continente reside Michael Vanstone. Creo que tengo el medio de solventar con éxito esa dificultad y lo llevaré a la práctica en cuanto llegue a Londres.

El abogado cogió el sombrero; luego regresó a la mesa donde yacía la última carta del padre y su inútil testamento, uno al lado del otro. Tras unos instantes de reflexión, depositó ambos en manos de la señorita Garth.

—Tal vez le sea más fácil desvelar la cruda realidad a las hermanas huérfanas —dijo a su modo tranquilo y contenido— si ven cómo se refiere su padre a ellas en el testamento, si leen la carta que me dirigió, la última que pudo escribir. Que sean estas las pruebas de que su padre vivía para reparar el perjuicio causado a sus hijas. «Puede que piensen con amargura en su nacimiento —me dijo cuando redacté este testamento inútil—, pero jamás pensarán con amargura en mí. Jamás les llevaré la contraria, jamás padecerán una pena que yo pueda evitarles, ni una necesidad que yo no satisfaga». Me hizo escribir esas palabras en el testamento para que hablaran en su defensa cuando la verdad que había ocultado a sus hijas en vida les fuera revelada tras su muerte. Ninguna ley puede privar a sus hijas del legado de su arrepentimiento y de su amor. Le dejo a usted el testamento y la carta como ayuda; a usted se los confío.

El señor Pendril notó que esta su última bondad la había conmovido y tuvo la atención de apresurar la despedida. Ella cogió una de sus manos entre las suyas y musitó entrecortadamente unas palabras de gratitud.

—Puede estar segura de que haré cuanto esté en mi mano —dijo él, y dándose la vuelta con compasiva aspereza, se fue. Había llegado bajo el sol radiante para revelar la fatídica verdad. Abandonó la casa bajo el sol radiante, una vez desvelada esa verdad.