CAPÍTULO IX
De haber podido asomarse a la habitación de la señora Lecount mientras se hallaba en el paseo contemplando la luz de su ventana, el capitán Wragge hubiera visto al ama de llaves sentada y absorta en reflexiones sobre un pequeño e insignificante trozo de tela marrón que yacía sobre su tocador.
Por exasperante que pudiera ser esa conclusión, la señora Lecount no podía por menos que darse cuenta de que hasta entonces le habían presentado batalla y vencido en todos los aspectos. ¿Qué podía hacer? Si reclamaba la presencia del señor Pendril, cuando el abogado llegara a Aldborough (con solo unas pocas horas robadas a sus asuntos para dedicarlas a ella), ¿qué acciones concretas podía emprender? Si ella mostraba a Noel Vanstone la carta original de la que había copiado la nota, inmediatamente su amo pediría explicaciones a su autora y pondría al descubierto la historia inventada con la que la señora Lecount había conseguido engañar a la señorita Garth y, en cualquier caso, seguiría declarando, basándose en el testimonio de sus propios ojos, que la prueba de las marcas del cuello había fracasado por completo. La mayor de las señoritas Vanstone, cuya inesperada presencia en Aldborough podría haber hecho milagros, cuya voz en el vestíbulo de North Shingles, aunque no le dejaran ir más allá, podría haber llegado a oídos de su hermana y producido resultados inmediatos, se hallaba fuera del país y no era probable que regresara en menos de un mes. La señora Lecount revisó con impaciencia los pasos que había dado hasta entonces y aun así no consiguió hallar el modo de derribar los obstáculos que impedían su avance.
Otras mujeres, en su situación, hubieran esperado quizá a que cambiaran las circunstancias y les sirvieran de ayuda. La señora Lecount volvió audazmente sobre sus pasos y resolvió hallar el camino hacia sus fines en una nueva dirección. Abandonando por el momento su empeño en demostrar que la falsa señorita Bygrave era la auténtica Magdalen Vanstone, decidió reducir el campo de acción de sus siguientes pasos, dejar la cuestión de la identidad de Magdalen tal como estaba, y conformarse con convencer a su amo de un simple hecho: de que la señorita que lo hechizaba en North Shingles y la mujer disfrazada que lo había aterrorizado en Vauxhall Walk eran la misma persona.
Los medios para llevar a cabo este nuevo objetivo eran, en apariencia, menos fáciles de lograr que los necesarios para el objetivo al que la señora Lecount acababa de renunciar. Aquí no podía esperar ayuda de otros, no podía presentar supuestos motivos benevolentes para protegerse, ni podía recurrir al señor Pendril ni a la señorita Garth. Aquí, la única posibilidad de éxito del ama de llaves dependía en primer lugar de que fuera capaz de entrar furtivamente en la casa del señor Bygrave y, en segundo lugar, de su habilidad para descubrir si el memorable vestido de alpaca del que había cortado secretamente un trozo de tela formaba parte por casualidad del guardarropa de la señorita Bygrave.
La señora Lecount examinó las dificultades que tenía ante ella en el orden en que se presentaban. Decidió en primer lugar dedicar los días siguientes a vigilar a los habitantes de North Shingles y estudiar sus costumbres desde por la mañana temprano hasta entrada la noche, y probar la capacidad de la única criada de la casa para resistirse a la tentación de un soborno. Suponiendo que iba a tener éxito, bien mediante dinero, bien mediante una estratagema, y que conseguiría entrar en North Shingles (sin el conocimiento del señor Bygrave ni de su sobrina), abordó la segunda dificultad, la de tener acceso al guardarropa de la señorita Bygrave.
Si la criada resultaba ser corruptible, podía considerar eliminados de antemano todos los obstáculos en esa dirección. Pero si la criada resultaba ser honrada, su problema no sería fácil de resolver.
Largas y cuidadosas meditaciones condujeron por fin al ama de llaves a la audaz decisión de obtener una entrevista —si le fallaba la criada— con la propia señora Bygrave. ¿Cuál era la verdadera causa de la extraña reclusión de aquella señora? ¿Se trataba de una persona de una estricta y sumamente inconveniente integridad o de una persona en la que no se podía confiar para guardar un secreto? ¿O bien, de una persona tan ingeniosa como el señor Bygrave a la que mantenían en reserva para contribuir al éxito de un nuevo y futuro engaño? En los dos primeros casos, la señora Lecount confiaría en sus dotes de disimulo y en los resultados que con ellas pudiera lograr. En el último caso (aunque no consiguiera nada más), podía ser de vital importancia para ella descubrir a un enemigo oculto en las sombras. Sea como fuere, resolvió correr el riesgo. De las tres posibilidades a su favor que había calculado al inicio de la contienda —la posibilidad de atrapar a Magdalen haciéndola hablar, la posibilidad de atrapar a Magdalen con ayuda de sus allegados, y la de atraparla a través de la señora Bygrave— había intentado dos y las dos habían fracasado. La tercera aún debía ponerse a prueba, y tal vez diera sus frutos.
De este modo conspiraba la enemiga del capitán en la intimidad de su habitación, mientras el capitán observaba la luz de su ventana desde la playa.
A la mañana siguiente antes del desayuno, el capitán Wragge echó al correo en persona la carta falsificada para Zurich. Volvió a North Shingles sin haber decidido aún qué camino seguir con la señora Lecount durante el intervalo crucial de los diez días siguientes.
Con gran sorpresa por su parte, sus dudas en aquel punto las resolvió bruscamente la propia Magdalen.
La encontró esperándole en la habitación donde estaba servido el desayuno. Magdalen paseaba con nerviosismo de un lado a otro con la cabeza caída sobre el pecho y los cabellos desordenados sobre los hombros. En cuanto alzó la vista al verlo entrar, el capitán sintió el miedo que antes había sentido la señora Wragge, el miedo a que Magdalen volviera a caer postrada como le había ocurrido ya cuando recibió la carta de Frank en Vauxhall Walk.
—¿Va a volver hoy? —preguntó, apartando de sí la silla que le ofrecía el capitán Wragge tan violentamente que la tiró al suelo.
—Sí —dijo el capitán, respondiendo sensatamente con la menor cantidad de palabras posible—. Volverá a las dos.
—¡Sáqueme de aquí! —exclamó Magdalen, echándose el pelo hacia atrás con un gesto frenético—. Sáqueme de aquí antes de que venga. No podré sobreponerme al horror de casarme con él mientras esté en este horrible lugar. ¡Lléveme a algún sitio donde pueda olvidarlo o me volveré loca! Déme dos días de descanso, dos días lejos de la vista de ese horrible mar, dos días fuera de la prisión en esta horrible casa, dos días en cualquier lugar del ancho mundo, lejos de Aldborough. ¡Volveré con usted! ¡Llegaré hasta el final! ¡Pero déjeme huir dos días de ese hombre y de todo lo que se relaciona con él! ¿Me oye, canalla? —gritó, sujetándole por el brazo y sacudiéndolo en un paroxismo de ira—. Ya basta de esta tortura. ¡No puedo soportarlo más!
No había más que un modo de tranquilizarla, y el capitán hizo uso de él al instante.
—Si intenta dominarse —dijo—, abandonará Aldborough dentro de una hora.
Magdalen le soltó el brazo y apoyó pesadamente la espalda contra la pared.
—Lo intentaré —dijo, respirando entrecortadamente, pero mirándole con más calma—. No tendrá queja de mí si puedo evitarlo. —Intentó torpemente sacar su pañuelo del bolsillo del delantal y no consiguió encontrarlo. El capitán lo sacó por ella. La mirada de Magdalen se suavizó y respiró con mayor facilidad cuando cogió el pañuelo de su mano—. Es usted un hombre más bueno de lo que pensaba —dijo—. Siento haberle hablado de ese modo hace un momento. Lo siento mucho. —Unas lágrimas furtivas afluyeron a sus ojos y ofreció la mano al capitán con la gracia y la amabilidad sinceras de tiempos más felices—. Sea mi amigo de nuevo —dijo con tono suplicante—. ¡Solo soy una muchacha, capitán Wragge, solo soy una muchacha!
El capitán recibió su mano en silencio, le dio unas cuantas palmaditas y luego le abrió la puerta para que volviera a su cuarto. El rostro del capitán mostraba un auténtico pesar cuando tuvo con ella aquella insignificante atención. Era un truhán y un timador, había llevado una vida ruin, tramposa y envilecida, pero era humano, y Magdalen había conseguido despertar la compasión perdida que ni siquiera la autoprofanación de la existencia de un timador podía destruir por completo.
—¡Al cuerno con el desayuno! —dijo el capitán cuando entró la criada, dispuesta a recibir órdenes—. Vete a la posada inmediatamente y diles que quiero un carruaje y un tronco de caballos en la puerta dentro de una hora. —Salió al pasillo irritado aún por una sensación de perturbación mental nueva para él y gritó a su mujer más furioso que nunca—. ¡Haga el equipaje para una semana de ausencia, y que esté listo en media hora! —Tras dar estas instrucciones, regresó al comedor y miró la mesa a medio poner con impaciente asombro ante sus pocas ganas de hacerle los honores a la comida—. Me ha quitado el apetito —se dijo a sí mismo con una carcajada forzada—. Probaré con un cigarro y un poco de aire fresco.
De haber sido veinte años más joven, tal vez aquellos remedios habrían fracasado. Pero ¿dónde se halla el hombre cuya política interior sucumba a una revolución cuando ese hombre pasa ya de los cincuenta? El ejercicio y el cambio de escenario serenaron al capitán. Recobró la sensación perdida del aroma de su cigarro y condujo su atención dispersa hacia la cuestión de su inminente ausencia de Aldborough. Unos pocos minutos de reflexión le convencieron de que el estallido de Magdalen le había obligado a tomar las medidas que, volviendo a analizar las urgencias existentes, era más deseable adoptar.
Las indagaciones del capitán Wragge, la tarde en que él y Magdalen habían tomado el té en Sea-View, le habían informado de que el hermano del ama de llaves tenía una modesta renta, que su hermana era su pariente viva más cercana, y que había en Zurich ciertos primos sin escrúpulos que estaban impacientes por usurpar el lugar del testamento que en realidad pertenecía a la señora Lecount. Aquellos eran poderosos motivos para llevar al ama de llaves hasta Zurich cuando la falsa noticia de la recaída de su hermano llegara a Inglaterra. Pero si llegaba a tener idea de la auténtica situación de Noel Vanstone mientras tanto, ¿quién podía decir si no preferiría, en el último momento, asegurar el amplio interés pecuniario por su amo antes que defender el pequeño interés pecuniario junto a la cabecera de su hermano? Mientras esta pregunta quedara sin resolver, la necesidad evidente de interrumpir la creciente intimidad entre Noel Vanstone y la familia de North Shingles no admitía duda, y de todas las formas de llevar a cabo ese propósito, ninguna podía resultar menos sospechosa que una ausencia temporal de su residencia en Aldborough. Completamente satisfecho con la sensatez de esta conclusión, el capitán Wragge se dirigió directamente a Sea-View Cottage para disculparse y dar explicaciones antes de que llegara el carruaje y se produjera la partida.
Noel Vanstone era fácilmente accesible a las visitas; se hallaba paseando en el jardín antes de desayunar. Dio rienda suelta a su decepción y su disgusto cuando oyó la noticia que su amigo tenía que comunicarle. Sin embargo, la soltura verbal del capitán Wragge pronto consiguió convencerle de la necesidad de resignarse, dadas las circunstancias. La mera insinuación de que «el fraude piadoso» podía fracasar si ocurría algo en el intervalo de diez días que diera alguna pista a la señora Lecount tuvo el efecto instantáneo de volver a Noel Vanstone tan paciente y dócil como era de desear.
—No le diré adónde vamos por dos buenas razones —dijo el capitán Wragge cuando concluyeron las explicaciones preliminares—. En primer lugar, aún no lo he decidido, y en segundo lugar, si no sabe usted cuál es nuestro destino, la señora Lecount no podrá sonsacarle. No me cabe la menor duda de que nos está observando ahora mismo desde detrás de la cortina de su ventana. Cuando le pregunte qué quería de usted esta mañana, dígale que he venido a despedirme por unos cuantos días, porque mi sobrina sigue sin encontrarse bien y deseo llevarla a hacer una corta visita a unos amigos para probar con un cambio de aires. Si pudiera producir usted la impresión en la señora Lecount (sin exagerar) de que yo le he decepcionado un poco y de que empieza a dudar de mi sinceridad en el deseo de cultivar su amistad, contribuirá usted en gran medida a lograr nuestros fines. Puede usted contar con que regresaremos a North Shingles en cuatro o cinco días como mucho. Si tuviera algo que comunicarle, el servicio de correos está siempre a nuestra disposición y no dejaré de escribirle.
—¿No me escribirá la señorita Bygrave? —preguntó Noel Vanstone con tono lastimero—. ¿Sabe ella que ha venido? ¿No le ha dado ningún mensaje para mí?
—¡Imperdonable por mi parte haberlo olvidado! —exclamó el capitán—. Le envía todo su amor.
Noel Vanstone cerró los ojos en un mudo éxtasis.
Cuando los abrió de nuevo, el capitán Wragge había salido ya por la verja del jardín y se encaminaba de regreso a North Shingles. Tan pronto como se cerró la puerta, la señora Lecount bajó del puesto de observación, que el capitán Wragge había sospechado acertadamente que ocupaba, y dirigió a su amo la pregunta que el capitán había previsto acertadamente que haría tras su partida. La respuesta que recibió tuvo un único efecto. El ama de llaves consideró inmediatamente que era una falsedad y regresó a su ventana para vigilar North Shingles más alerta que nunca.
Con el mayor de los asombros, menos de media hora después vio que un carruaje vacío se detenía a la puerta del señor Bygrave. Sacaron el equipaje y lo cargaron en el vehículo. Apareció la señorita Bygrave y ocupó un asiento en él. Le siguió una señora de gran estatura que el ama de llaves supuso que debía de ser la señora Wragge. A continuación salió la criada y se quedó esperando en el sendero del jardín. El último en aparecer fue el señor Bygrave. Cerró la puerta de la casa y llevó la llave a una casa cercana que era la morada del propietario de North Shingles. A su regreso, saludó con una inclinación de cabeza a la criada —que se alejó hacia la parte más modesta de la pequeña población— y se metió en el carruaje con las señoras. El cochero subió al pescante y el vehículo desapareció.
La señora Lecount bajó los prismáticos de ópera que había utilizado para vigilar de cerca tales movimientos con una impotente sensación de perplejidad que casi le avergonzaba admitir. Los motivos por los que el señor Bygrave vaciaba de repente su casa de Aldborough de toda criatura viviente eran un misterio impenetrable para ella.
Sometiéndose a las circunstancias con una pronta resignación que el capitán Wragge no había demostrado, por su parte, en una situación similar, la señora Lecount no perdió tiempo ni energías en especulaciones inútiles. Dejó que el misterio aumentara o se aclarara, eso lo diría el futuro, y consideró exclusivamente el provecho que podía sacar a los acontecimientos. Fuera cual fuese el destino de la familia de North Shingles, la criada seguía allí, y la criada era exactamente la persona cuya ayuda podía ser de vital importancia para los planes del ama de llaves. La señora Lecount se puso el sombrero, examinó el suelto que llevaba en el portamonedas y se puso en marcha de inmediato, dispuesta a trabar relación con la criada.
Primero fue a la casa donde el señor Bygrave había dejado la llave de North Shingles para averiguar la dirección de la criada por boca del propietario. En este punto sus pesquisas se vieron coronadas por el éxito. El propietario sabía que se había permitido a la chica volver a casa de sus parientes durante unos días y también en qué parte de Aldborough vivían esos parientes. Pero aquí sus fuentes de información se secaban de pronto. No sabía nada del destino al que se dirigía el señor Bygrave con su familia e ignoraba por completo durante cuántos días se extendería su ausencia. Lo único que podía decir era que su inquilino no le había notificado que fuera a dejar la casa y que le había pedido que guardara la llave hasta que el señor Bygrave regresara a reclamarla en persona.
Desconcertada, pero no desanimada, la señora Lecount encaminó sus pasos a continuación hacia la callejuela de Aldborough y dejó atónitos a los parientes de la criada confiriéndoles el honor de una visita matinal.
Fácilmente persuadida desde el principio por el pretexto de la señora Lecount de que quería contratarla, dado que tenía la impresión de que había dejado el servicio del señor Bygrave, la criada hizo cuanto pudo por contestar a sus preguntas, pero sabía tan poco de los planes de su amo como el propietario de la casa. Apenas pudo decir sino que no la habían despedido y que debía aguardar la recepción de una nota reclamando su presencia en North Shingles cuando fuera necesario. La señora Lecount, que no esperaba hallarla mejor informada sobre aquella parte del asunto, cambió hábilmente de tema y llevó a la mujer a comentar las ventajas e inconvenientes de su colocación en la familia del señor Bygrave.
La señora Lecount sacó provecho de la información obtenida mediante aquel método indirecto sobre los pequeños secretos de la casa, e hizo dos descubrimientos. Averiguó, en primer lugar, que la criada (que bastante tenía ya con atender a la parte más dura de las tareas domésticas) no se hallaba en situación de desvelar los secretos del guardarropa de la señorita Bygrave, que solo conocían ella misma y su tía. En segundo lugar, el ama de llaves averiguó que el verdadero motivo de la rígida reclusión de la señora Bygrave se debía al simple hecho de que era poco menos que una idiota y a que seguramente su marido se avergonzaba de que la vieran en público. Estos descubrimientos aparentemente triviales aclararon a la señora Lecount un punto muy importante que antes estaba envuelto en la duda. Se convenció ahora de que el medio más probable de poder examinar el guardarropa de Magdalen personalmente consistiría en engañar a la señora imbécil en lugar de sobornar a la criada ignorante.
Tras haber llegado a esta conclusión —preñada de amenazas para la discreción débilmente reforzada de la pobre señora Wragge—, la cauta ama de llaves se abstuvo de mostrarse más tiempo en su aspecto inquisitivo. Desvió la conversación hacia temas locales, esperó hasta estar segura de haber causado una excelente impresión y se despidió.
Tres días pasaron y la señora Lecount y su amo —cada uno con sus propios y distintos fines— aguardaban con igual expectación los primeros signos de vida en la dirección de North Shingles. En ese tiempo, no llegó ninguna carta del tío ni de la sobrina para Noel Vanstone. Su sincero sentimiento de irritación por aquel trato negligente contribuyó en gran medida a dar autenticidad a las dudas fingidas sobre los amigos ausentes que el capitán le había recomendado expresar en presencia del ama de llaves. Noel Vanstone confesó su temor de haberse equivocado, no solo con el señor Bygrave, sino también con su sobrina, con un aire de fastidio tan genuino que acabó aportando un nuevo elemento de confusión a las incertidumbres que ya tenía la señora Lecount.
En la mañana del cuarto día, Noel Vanstone salió al encuentro del cartero en el jardín y, con gran alivio por su parte, descubrió una nota del señor Bygrave entre las cartas que le entregó.
La nota llevaba el matasellos de Woodbridge y contenía tan solo unas líneas. El señor Bygrave señalaba que su sobrina se encontraba mejor y que seguía enviándole todo su amor. Se proponía regresar a Aldborough al día siguiente, en que tendría ciertas consideraciones que presentar a la atención del señor Noel Vanstone de carácter estrictamente personal. Mientras tanto, rogaba al señor Vanstone que no acudiera a North Shingles hasta que recibiera una invitación expresa, lo cual ocurriría sin duda el día en que regresara la familia. El motivo de esta petición en apariencia extraña sería expuesto a entera satisfacción del señor Vanstone cuando se reuniera una vez más con sus amigos. Hasta que llegara ese momento, se le imponía la más estricta cautela en todas sus conversaciones con la señora Lecount y la destrucción instantánea de la carta, tras haberla examinado debidamente, era (si le perdonaba la expresión clásica) una condición sine qua non.
Llegó el quinto día. Noel Vanstone (tras someterse al sine qua non y destruir la carta) aguardó con impaciencia los resultados, mientras la señora Lecount, por su parte, vigilaba pacientemente a la espera de acontecimientos. Hacia las tres de la tarde, el carruaje apareció de nuevo en la puerta de North Shingles. El señor Bygrave se apeó y se dirigió con paso ligero a la casa del propietario en busca de la llave. Regresó seguido de la criada. La señorita Bygrave bajó del carruaje, su gigantesca pariente siguió su ejemplo, se abrió la puerta de la casa, se bajaron los baúles, el carruaje desapareció, ¡y los Bygrave volvieron a ocupar la casa!
Dieron las cuatro, las cinco, las seis, y no ocurrió nada. Media hora más y el señor Bygrave —atildado, elegante y respetable como siempre— apareció en el paseo caminando tranquilamente en dirección a Sea-View.
Pasó por delante de la casa en lugar de entrar en ella, se detuvo como asaltado súbitamente por una idea y, volviendo sobre sus pasos, preguntó por el señor Vanstone en la puerta. El señor Vanstone salió al pasillo como gesto hospitalario. Alzando la voz a un tono que pudiera ser fácilmente oído por cualquier persona que escuchara a través de cualquier puerta abierta de los dormitorios de arriba, el señor Bygrave anunció el objeto de su visita sin pasar del felpudo de la puerta y del modo más sucinto posible. Había estado de visita en casa de un pariente lejano. Dicho pariente poseía dos cuadros —auténticas joyas de los viejos maestros—[27] que estaba dispuesto a vender y que había confiado al cuidado del señor Bygrave con tal fin. Si el señor Noel Vanstone, como aficionado en tales temas, deseaba ver aquellas joyas, estarían dispuestas media hora después, cuando el señor Bygrave regresara a North Shingles.
Una vez hecho este incomprensible anuncio, el archiconspirador se puso un significativo dedo índice en un lado de la corta nariz romana, dijo: «Bonito día, ¿verdad? ¡Buenas tardes!», y se alejó a paso lento e inescrutable con la intención de continuar su paseo.
Al expirar la media hora de plazo, Noel Vanstone se presentó en North Shingles con el ardor de un enamorado abrasando su pecho con fuego inextinguible y bajo la neblina mental de un hombre absolutamente perplejo. Con inexpresable felicidad, halló a Magdalen sola en la salita. Jamás la había visto tan hermosa. El descanso y el alivio de cuatro días lejos de Aldborough habían dado resultado; Magdalen volvía a ser dueña de sí misma. Oscilando siempre entre un extremo y otro igualmente violentos, había pasado de la furiosa desesperación de hacía cinco días a una enfebrecida exaltación del ánimo que desafiaba todo remordimiento y hacía frente a todas las consecuencias. Con los ojos centelleantes y las mejillas arreboladas, Magdalen parloteó sin cesar en una desesperada imitación de la alegría juvenil de otros tiempos, rio con una deplorable persistencia en su risa, e imitó la voz meliflua de la señora Lecount y sus modales zalameros con una semblanza exagerada del original que no era más que el burdo reflejo de sus imitaciones delicadamente precisas de antaño. Noel Vanstone, que no la había visto nunca de esa manera, quedó embelesado; la débil cabeza le daba vueltas, embriagada de deleite; sus mejillas marchitas se encendieron como contagiadas por la infección de Magdalen. La media hora que estuvo a solas con ella le parecieron cinco minutos. Cuando hubo transcurrido ese tiempo y ella le dejó de pronto —para obedecer a su tía, que la había llamado a su presencia previamente—, pese a su mezquindad, Noel Vanstone hubiera pagado en ese momento de su bolsillo cinco soberanos de oro por cinco dorados minutos más en su compañía.
Apenas había cerrado la puerta Magdalen cuando volvió a abrirse y apareció el capitán, que dio comienzo a las explicaciones que lógicamente su visitante esperaba de él, con la brusquedad informal de un hombre acuciado por las prisas y resuelto a aprovechar al máximo el poco tiempo de que disponía.
—Desde que nos vimos por última vez —empezó—, he estado analizando las posibilidades a nuestro favor y en contra, dada nuestra situación actual. El resultado, en mi opinión, es este: si sigue usted en Aldborough cuando llegue la carta de Zurich para la señora Lecount, todos nuestros esfuerzos habrán sido en vano. Ni cincuenta hermanos moribundos conseguirían que su ama de llaves le dejara a usted solo en Sea-View mientras nosotros seamos sus vecinos en North Shingles.
La consternación hizo que las mejillas encendidas de Noel Vanstone palidecieran. Su propio conocimiento de la señora Lecount le decía que aquel punto de vista era correcto.
—Si nosotros nos vamos de nuevo —prosiguió el capitán—, nada conseguiremos, pues nada persuadirá a su ama de llaves, en ese caso, de que no he hallado el medio de hacer que nos siga. Es usted quien debe marcharse de Aldborough esta vez y, lo que es más, debe marcharse sin dejar la menor pista visible que nos permita seguirle. Si logramos este objetivo en los cinco días siguientes, la señora Lecount emprenderá el viaje a Zurich. Si fracasamos, dé por cierto que no habrá quien la mueva de Sea-View. ¡No haga preguntas! Tengo unas instrucciones claras que darle y quiero que me escuche con la mayor atención. Su boda con mi sobrina depende de que no olvide una sola palabra de lo que voy a decirle. Una pregunta primero. ¿Ha seguido usted mi consejo? ¿Le ha dicho a Lecount que empieza a creer que estaba equivocado respecto a mí?
—He hecho algo peor —replicó Noel Vanstone con aire penitente—. He ultrajado mis propios sentimientos. ¡Me he abochornado a mí mismo diciendo que dudaba de la señorita Bygrave!
—¡Siga abochornándose, mi querido señor! Dude de nosotros dos con todas sus fuerzas; yo le ayudaré. Una pregunta más. ¿He hablado lo bastante alto esta tarde? ¿Me ha oído la señora Lecount?
—Sí. Lecount ha abierto su puerta; Lecount le ha oído. ¿Por qué me ha dado ese mensaje? Aquí no veo ningún cuadro. ¿Se trata de un nuevo engaño piadoso, señor Bygrave?
—¡Admirable acierto, señor Vanstone! Comprenderá usted el propósito de mi imaginario trato pictórico en las siguientes palabras que voy a dirigirle. Cuando vuelva usted a Sea-View, esto es lo que tiene que decirle a la señora Lecount. Dígale que las obras de arte de mi pariente son dos cuadros sin valor alguno, copias de los viejos maestros que he intentado venderle como originales a un precio exorbitante. Dígale que sospecha que no soy más que un impostor convincente pero poco de fiar, y compadezca a mi pobre sobrina por estar asociada a un bribón como yo. Esta es la idea general. Diga con profusión de palabras lo que yo acabo de decir con pocas. Puede usted hacerlo, ¿no?
—Por supuesto que puedo hacerlo —dijo Noel Vanstone—. Pero le diré una cosa. Lecount no me creerá.
—Espere un poco, señor Vanstone, aún no he acabado con mis instrucciones. ¿Ha comprendido lo que acabo de decirle? Perfectamente. Pasemos de hoy a mañana. Mañana salga con la señora Lecount a la hora habitual. Yo me encontraré con ustedes y le saludaré inclinando la cabeza. En lugar de devolverme el saludo, vuelva el rostro. En pocas palabras, ¡niégueme el saludo! Es algo bien sencillo, ¿no?
—No me creerá, señor Bygrave, ¡no me creerá!
—Espere un poco más, señor Vanstone. Aún hay más instrucciones. Sabe usted lo que ha de hacer hoy y sabe lo que ha de hacer mañana. Ahora hablaremos de pasado mañana. Pasado mañana será el séptimo día desde que enviamos la carta a Zurich. El séptimo día, niéguese a salir a pasear como el anterior, por miedo al fastidio de encontrarse conmigo de nuevo. Laméntese de lo pequeño que es este lugar, quéjese de mala salud, exprese su deseo de no haber venido jamás a Aldborough y de no haber conocido a los Bygrave, y cuando haya fastidiado bien a la señora Lecount con su descontento, pregúntele de repente si no podría sugerir un cambio para mejor. Si se lo pregunta con naturalidad, ¿cree usted que podemos contar con que le conteste?
—No hará falta que le pregunte nada —respondió Noel Vanstone con irritación—. Solo tengo que decir que estoy cansado de Aldborough, y si me cree (pero no me creerá, estoy convencido, señor Bygrave, ¡no me creerá!), tendrá preparada su sugerencia antes de que yo pueda pedírsela.
—¡Ay, ay! —dijo el capitán con vehemencia—. ¿Hay un lugar, entonces, al que la señora Lecount desea ir este otoño?
—Quiere ir allí (¡maldita sea su estampa!) cada otoño.
—¿Ir adónde?
—A la residencia del almirante Bartram; no lo conoce usted, ¿no?; en St. Crux-in-the-Marsh.
—¡No se impaciente, señor Vanstone! Lo que me dice ahora es de la mayor importancia para nuestros objetivos. ¿Quién es el almirante Bartram?
—Un viejo amigo de mi padre. El almirante le debía ciertos favores; mi padre le prestó dinero cuando ambos eran jóvenes. Soy como uno de la familia en St. Crux, siempre tienen lista mi habitación. Claro que el almirante no tiene familia, excepto su sobrino, George Bartram. George es mi primo; George y yo somos tan íntimos como lo eran mi padre y el almirante, y he sido más listo que mi padre, pues no le he prestado dinero a mi amigo. Lecount siempre hace gala de lo mucho que le gusta George, creo que para fastidiarme. También le gusta el almirante: él halaga su vanidad. Siempre la invita a acompañarme a St. Crux, le asigna uno de sus mejores dormitorios y la trata como si fuera una dama. Lecount es tan orgullosa como Lucifer, le gusta que la traten como a una dama, y cada otoño me atosiga para ir a St. Crux. ¿Qué ocurre? ¿Para qué saca ahora la cartera?
—Quiero la dirección del almirante, señor Vanstone, por una razón que le explicaré inmediatamente.
El capitán Wragge abrió la cartera y escribió la dirección que le dictaba Noel Vanstone como sigue: «Almirante Bartram, St. Crux-in-the-Marsh, cerca de Ossory, Essex».
—¡Bien! —exclamó el capitán cerrando la cartera—. La única dificultad que obstaculizaba nuestro camino ha quedado resuelta. ¡Paciencia, señor Vanstone, paciencia! Retomemos mis instrucciones en el punto en que las habíamos dejado. Présteme cinco minutos más de atención y verá el modo de casarse tan claramente como lo veo yo. Pasado mañana, manifiesta usted que está cansado de Aldborough y la señora Lecount sugiere St. Crux. No le diga que sí en seguida, se toma el día siguiente para pensarlo, y decide a última hora de la noche irse a St. Crux por la mañana temprano. ¿Tiene usted la costumbre de supervisar su equipaje, o suele depositar esa carga sobre los hombros de la señora Lecount?
—Lecount se ocupa de esa carga, por supuesto; ¡a Lecount le pago para eso! Pero no me iré en realidad, ¿no?
—Se irá lo más deprisa que le lleven los caballos a la estación de trenes sin haber mantenido ningún tipo de contacto con esta casa, ni en persona ni por carta. Deja usted aquí a la señora Lecount para que embale sus curiosidades, arregle cuentas con los comerciantes y le siga a St. Crux a la mañana siguiente. La mañana siguiente será la del décimo día. La mañana del décimo día recibirá la carta de Zurich, y solo con que usted siga mis instrucciones, señor Vanstone, tan seguro como que está sentado aquí, ¡a Zurich se irá!
A Noel Vanstone empezó a subirle de nuevo el color al comprender por fin la estratagema del capitán.
—¿Y qué hago yo en St. Crux? —preguntó.
—Esperar a que yo le llame —respondió el capitán—. Tan pronto como la señora Lecount emprenda el viaje, iré a la iglesia de aquí y haré la necesaria notificación de la boda. Ese mismo día, o al siguiente, viajaré hasta la dirección escrita en mi cartera, le recogeré a usted en casa del almirante y le llevaré a Londres para obtener la licencia. Con ese documento en nuestro poder, volveremos a Aldborough cuando la señora Lecount aún esté de camino a Zurich; ¡y antes de que emprenda el viaje de regreso, usted y mi sobrina serán marido y mujer! Tales son sus perspectivas de futuro. ¿Qué le parecen?
—¡Qué cerebro tiene usted! —exclamó Noel Vanstone con un súbito arranque de entusiasmo—. Es usted el hombre más extraordinario que he conocido. Se diría que no ha hecho otra cosa en la vida más que embaucar a la gente.
El capitán Wragge recibió este inconsciente tributo a su auténtico genio, con la complacencia de un hombre que se creía merecedor de él.
—Ya le dije, mi querido señor —comentó modestamente—, que yo nunca hago las cosas a medias. Perdóneme por recordarle que no tenemos tiempo para intercambiar cortesías. ¿Está completamente seguro de que ha comprendido las instrucciones? No me he atrevido a ponerlas en papel por temor a accidentes. Pruebe con el sistema de memoria artificial, cuente sus instrucciones con los dedos siguiéndome a mí. Hoy le dice a la señora Lecount que he intentado engañarle con las obras de arte de mi pariente. Mañana me niega el saludo en el paseo. Pasado mañana, se niega a salir, se ha cansado de Aldborough y permite a la señora Lecount que haga su sugerencia. Al día siguiente, acepta la sugerencia. Y al día siguiente de ese, se va usted a St. Crux. ¡Una vez más, mi querido señor! Pulgar: obras de arte, índice: me niega el saludo en el paseo. Corazón: cansado de Aldborough. Anular: sigue el consejo de la señora Lecount. Meñique: se va a St. Crux. No puede estar más claro ni ser más sencillo. ¿Hay algo que no comprenda, algo que pueda volver a explicarle antes de que se vaya?
—Solo una cosa —dijo Noel Vanstone—. ¿Está decidido que yo no pueda volver aquí antes de irme a St. Crux?
—¡Tajantemente! —respondió el capitán—. Todo el éxito de la empresa depende de que usted se mantenga alejado. La señora Lecount pondrá a prueba la credibilidad de todo lo que le diga, y la prueba será que usted se comunique o no con esta casa. ¡Le vigilará día y noche! No venga aquí, no mande mensajes, no escriba cartas, ni siquiera salga solo de casa. Deje que ella lo vea partir en dirección a St. Crux por sugerencia suya, con la absoluta certeza de que ha seguido su consejo sin comunicárnoslo de ninguna forma a mi sobrina o a mí. Si actúa así, ella tendrá que creerle basándose en la mejor prueba para nuestros intereses y la peor para los suyos: el testimonio de sus propios sentidos.
Tras estas últimas palabras de advertencia, el capitán estrechó cordialmente la mano del hombrecillo y lo envió a casa en el acto.