CAPÍTULO IV

Su regreso no aportó nuevas revelaciones; ninguna expectativa asociada a su vuelta se vio cumplida. Sobre el tema prohibido del motivo de su visita a Londres no cedieron ni el señor ni la señora de la casa. Fuera cual fuese su propósito, lo habían llevado a cabo con éxito según todos los indicios, pues ambos regresaron en perfecta posesión de su aspecto y actitud cotidianos. La animación de la señora Vanstone había descendido hasta su tranquilo nivel natural; el señor Vanstone había recuperado su imperturbable campechanía, tan espontánea e indolente como siempre. Este era el resultado visible de su viaje, este y ninguno más. ¿Había seguido ya su curso la revolución familiar? ¿Se hallaba el secreto, pues, oculto de manera impenetrable, oculto para siempre?

Nada en este mundo permanece oculto para siempre. El oro que yace ignorado durante siglos bajo tierra aparece un día en la superficie. La arena se vuelve traidora y delata la huella que la ha pisado; el agua devuelve a la superficie reveladora el cuerpo que ha sido sumergido. El fuego mismo deja escrita la confesión en las cenizas de la sustancia que consumió. El odio fuerza el secreto de su prisión en los pensamientos a través de la puerta de los ojos, y el amor encuentra al Judas que lo traiciona con un beso. Allá donde posemos nuestra mirada, la inevitable ley de la revelación es una de las leyes de la Naturaleza: el secreto duradero es un milagro que aún está por ver.

¿De qué forma estaba destinado el secreto todavía oculto a revelarse por sí mismo en Combe-Raven? ¿De qué suceso venidero en las vidas cotidianas del padre, la madre y las hijas iba a valerse la ley de la revelación para iniciar el camino fatídico hacia el descubrimiento? El camino se abrió (invisible para los padres e insospechado para las hijas) a causa del primer acontecimiento acaecido tras el regreso de los señores Vanstone, un acontecimiento que, en su superficie, no presentaba mayor trascendencia que la trivial ceremonia social de una visita matutina.

Tres días después de que el señor y la señora de Combe-Raven hubieran vuelto, los miembros femeninos de la familia se hallaban casualmente reunidos en la salita. Las ventanas daban al jardín y la arboleda, esta última protegida del exterior por una cerca; allí se abría un portillo al que se accedía desde el exterior por un camino. Durante una pausa en la conversación, la atención de las señoras se vio súbitamente atraída hacia ese portillo debido al brusco sonido del pestillo de hierro encajando en su cerradero. Alguien había llegado por el camino y se había adentrado en la finca. Magdalen acudió al punto a la ventana para ser la primera en ver al visitante a través de los árboles.

Al cabo de unos minutos se hizo visible la figura de un caballero en el punto en que la senda de la arboleda se cruzaba con el sinuoso sendero del jardín que conducía a la casa. Magdalen lo observó con atención; en un principio no pareció reconocerlo. Cuando el caballero se acercó, sin embargo, Magdalen dio un respingo, asombrada, y, volviéndose rápidamente hacia su madre y hermana, declaró que el caballero del jardín no era otro que el «señor Francis Clare».

El visitante así anunciado era el hijo del más antiguo amigo del señor Vanstone y su vecino más próximo.

El señor Clare padre habitaba en una pequeña casa de campo sin pretensiones situada justamente al otro lado de la cerca de seto vivo que marcaba los límites de la finca de Combe-Raven. Como miembro de la rama más joven de una familia de antiquísimo raigambre, la única herencia de cierta importancia que había recibido de sus antepasados era la posesión de una magnífica biblioteca, que no solo llenaba las habitaciones de su modesta morada, sino también las escaleras y los pasillos. Los libros del señor Clare eran el mayor objeto de interés en su vida. Hacía muchos años que se había quedado viudo y no ocultaba su filosófica resignación por la pérdida de su esposa. Como padre, consideraba que sus tres hijos eran un mal doméstico necesario que amenazaba de continuo la santidad de su estudio y la seguridad de sus libros. Cuando los chicos se fueron al colegio, el señor Clare les dijo «adiós» y pensó «gracias a Dios» para sus adentros. En cuanto a sus reducidos ingresos y su aún más reducido servicio doméstico, contemplaba ambas cosas desde el mismo punto de vista satíricamente indiferente. Se daba a sí mismo el nombre de mendigo con alcurnia. Abandonó enteramente la dirección de su casa en las manos de la anciana desaseada que era su única sirviente, con la condición de que, en todo el año, jamás se acercara a sus libros con un plumero en ellas. Sus poetas favoritos eran Horacio y Pope; sus filósofos predilectos, Hobbes y Voltaire. Hacía ejercicio y tomaba el aire fresco a regañadientes, y siempre caminaba la misma distancia sin excepción, por la carretera más horrorosa del contorno. Encorvado de espaldas y de genio vivo, era capaz de digerir los rábanos y de dormir después de tomar té verde. Sus opiniones sobre la naturaleza humana eran las de Diógenes, atemperadas por las de Rochefoucault. Sus hábitos privados eran muy descuidados y gustaba de alardear sobre todo de que había sobrevivido a todos los prejuicios humanos.

Tal era aquel hombre singular en sus aspectos más externos. Nadie había descubierto hasta entonces las cualidades más nobles que pudiera poseer bajo la superficie. Cierto es que el señor Vanstone mantenía con firmeza que «el lado peor del señor Clare era su lado externo», pero era el único en expresar tal opinión entre sus vecinos. La relación entre estos dos hombres tan dispares duraba desde hacía años y era casi lo bastante íntima para llamarse amistad. Habían adquirido la costumbre de reunirse para fumar ciertas veladas durante la semana en el estudio del cínico filósofo y de discutir allí sobre cualquier tema imaginable: el señor Vanstone como firme portador de la antorcha de la afirmación, respondiendo el señor Clare con las afiladas armas de los sofismas. Por lo general se peleaban de noche y se encontraban en el terreno neutral de la arboleda para reconciliarse a la mañana siguiente. El vínculo establecido de tan curiosa manera se veía reforzado por un interés sincero del señor Vanstone por los tres hijos de su vecino, interés cuyos beneficios eran tanto más importantes para ellos, dado que uno de los prejuicios a los que su padre había sobrevivido era el prejuicio en favor de los propios hijos.

—Observo a esos chicos —solía decir el filósofo— con total imparcialidad; excluyo de toda consideración el insignificante accidente de su nacimiento y los encuentro por debajo de la media en todos los aspectos. La única excusa que tiene un caballero pobre para atreverse a existir en el siglo diecinueve es la excusa de una extraordinaria habilidad. Mis chicos han tenido poco seso desde la infancia. Si dispusiera de capital para colocarlos, haría de Frank un carnicero, de Cecil un panadero y de Arthur un tendero, puesto que son las únicas vocaciones humanas de las que sé que habrá siempre demanda. Tal y como están las cosas, no tengo dinero con que ayudarlos y ellos no tienen cerebro para ayudarse a sí mismos. A mí me parecen tres seres humanos superfluos con chaquetas sucias y botas ruidosas, y a menos que se aparten de la comunidad dándose a la fuga, no puedo decir que sepa qué hacer con ellos.

Por fortuna para los chicos, las opiniones del señor Vanstone estaban aún firmemente aprisionadas por los prejuicios al uso. Por intercesión suya y gracias a su influencia, Frank, Cecil y Arthur ingresaron en una prestigiosa escuela de segunda enseñanza[4]. Durante las vacaciones, gracias a Dios, se les permitía utilizar el potrero del señor Vanstone, y dentro de la casa, la relación con la señora Vanstone y sus hijas sirvió para humanizarlos y mejorar sus modales. En tales ocasiones, el señor Clare se acercaba a veces desde su casa (en batín y zapatillas) y contemplaba a los chicos, con aire desesperanzado por la ventana o por encima de la cerca, como si fueran tres animales salvajes a los que su vecino intentara domesticar.

—Usted y su esposa son excelentes personas —solía decirle al señor Vanstone—. Respeto con todo mi corazón sus honorables prejuicios en favor de esos chicos míos, pero están ustedes tan equivocados, ¡tan rotundamente equivocados! No es mi intención ofenderle, le hablo con total imparcialidad, pero fíjese en lo que le digo, Vanstone, los tres acabarán mal, pese a todo cuanto usted haga por evitarlo.

Años después, cuando Frank había alcanzado la edad de diecisiete años, se produjo el más absurdo de los ejemplos sobre este curioso cambio en la relativa posición de padre y amigo, respectivamente, que ocupaban ambos vecinos. Un ingeniero civil del norte de Inglaterra que debía ciertos favores al señor Vanstone expresó su disposición a tomar a Frank bajo su supervisión en unas condiciones sumamente favorables. Cuando recibió esta propuesta, el señor Clare echó primero, como de costumbre, su papel de padre de Frank sobre los hombros del señor Vanstone y luego aplacó el entusiasmo paternal de su vecino desde el punto de vista de un espectador imparcial.

—Es la mejor oportunidad que podía presentársele —exclamó el señor Vanstone en un arrebato de entusiasmo paterno.

—Mi buen amigo, no la aprovechará —replicó el señor Clare con el frío aplomo de un amigo indiferente.

—Pues claro que la aprovechará —insistió el señor Vanstone.

—Usted supone que Frank tiene una mente matemática —prosiguió el señor Clare—, que es aplicado y que posee ambición y firmeza de carácter. ¡Bah! ¡Bah! No lo ve usted con imparcialidad como yo. Yo le digo que ni matemáticas, ni aplicación, ni firmeza de carácter. Frank es un compendio de negaciones, y ahí están.

—¡A la porra con sus negaciones! —gritó el señor Vanstone—. Me importan un rábano las negaciones, y las afirmaciones también. Frank dispone de una espléndida oportunidad y aceptaré cualquier apuesta que tenga usted a bien hacer porque sabrá aprovecharla.

—No soy lo bastante rico como para tener la costumbre de apostar —dijo el señor Clare—, pero creo que tengo una guinea en algún lugar de la casa, y le apuesto esa guinea a que Frank vuelve a nuestras manos como un chelín falso.

—¡Hecho! —dijo el señor Vanstone—. ¡No, espere un momento! No pienso cometer la injusticia de respaldar el carácter del muchacho cubriendo la apuesta. ¡Le apuesto cinco contra uno a que Frank tendrá éxito en este asunto! Debería usted avergonzarse de hablar de él como lo hace. No sé cuál es su truco, pero siempre termina consiguiendo que me ponga de parte del chico, como si fuera yo su padre en lugar de usted. ¡Ah, sí! Si le dejo, querrá defenderse. No voy a dejarle; no quiero escuchar uno de sus peculiares alegatos. Según usted, el negro es blanco. No me importa, es negro a pesar de todo. Ya puede hablar por los codos, yo pienso escribir a mi amigo y decirle que sí, en beneficio de Frank, con el correo de hoy.

Tales fueron las circunstancias que ocasionaron la partida del señor Francis Clare al norte de Inglaterra a la edad de diecisiete años, para empezar una nueva vida como ingeniero civil.

De vez en cuando, el amigo del señor Vanstone le comunicaba a este noticias sobre su nuevo pupilo. Alababa a Frank como un muchacho tranquilo, caballeroso e interesante, pero también decía que era bastante lento en adquirir los rudimentos de la ciencia de la ingeniería. Otras cartas posteriores indicaban que mostraba una excesiva propensión a desanimarse, que había sido enviado, por ese motivo, a una nueva obra ferroviaria por ver si el cambio de escenario lo espabilaba, y que había salido beneficiado por el experimento en todos los aspectos, salvo quizá en lo que concernía a sus estudios profesionales, que seguían avanzando, pero con lentitud. Comunicaciones subsiguientes anunciaron su partida hacia Bélgica, al cuidado de un capataz de confianza, para realizar ciertas obras públicas; mencionaban los beneficios generales que parecían derivarse del nuevo cambio; alababan su excelente educación y sus modales, que eran de gran ayuda para facilitar la comunicación comercial con extranjeros, y pasaba por alto, en ominoso silencio, la cuestión principal de sus progresos reales en la adquisición de conocimientos. El amigo de Frank presentó concienzudamente todos estos informes, y muchos otros similares, a la atención del padre de Frank. En cada una de tales ocasiones, el señor Clare celebraba su triunfo sobre el señor Vanstone y el señor Vanstone se peleaba con el señor Clare.

—Uno de estos días, deseará usted no haber hecho esa apuesta —decía el cínico filósofo.

—Uno de estos días, tendré la bendita satisfacción de embolsarme su guinea —exclamaba su optimista amigo.

Dos años habían transcurrido entonces desde la marcha de Frank. Al cabo de otro año, los resultados hablaron por sí mismos y pusieron fin a la disputa.

Dos días después de su regreso de Londres, el señor Vanstone tuvo que ausentarse de la mesa del desayuno antes de tener tiempo de echar un vistazo a las cartas que le habían llegado con el correo de la mañana. Se las metió en uno de los bolsillos de su chaqueta de caza y volvió a sacarlas en un puñado para leerlas cuando tuvo ocasión más tarde. El puñado incluía toda la correspondencia con una excepción; esa excepción era un informe final del ingeniero civil, por el que le notificaba el final de la relación entre su pupilo y él, y el regreso inmediato de Frank a la casa paterna.

Mientras este importante anuncio yacía insospechado en el bolsillo del señor Vanstone, el objeto del mismo viajaba de vuelta al hogar con la velocidad de que era capaz el ferrocarril. A las diez y media de la noche, el señor Clare estaba sentado en la soledad de su estudio con sus libros, su té verde y su gato negro favorito haciéndole compañía, cuando oyó ruido de pisadas en el pasillo; la puerta se abrió, y Frank apareció ante él.

Un hombre normal se hubiera sorprendido, pero el aplomo del filósofo no iba a alterarse por una nimiedad tal como el regreso inesperado de su primogénito. No hubiera alzado la vista con más calma de su erudito volumen de haber estado ausente su hijo tres minutos en lugar de tres años.

—Exactamente lo que yo había pronosticado —dijo el señor Clare—. No me interrumpas con explicaciones y no asustes al gato. Mira si hay algo de comer en la cocina y luego acuéstate. Puedes ir a Combe-Raven mañana y darle este mensaje al señor Vanstone de mi parte: «Saludos de mi padre, señor, y he vuelto a sus manos como un chelín falso, como él siempre afirmó que ocurriría. Se guarda su guinea y se lleva las cinco de usted, y espera que la próxima vez prestará más atención a lo que él diga». Ese es el mensaje. Cierra la puerta cuando salgas. Buenas noches.

Bajo tan desfavorables auspicios hizo su aparición el señor Francis Clare a la mañana siguiente en los jardines de Combe-Raven y, dudando de la recepción que le aguardaba, se acercó lentamente a la casa.

No fue de extrañar que Magdalen no lo reconociera a simple vista. Frank había partido siendo un torpe muchacho de diecisiete años y volvía como un joven de veinte. Su esbelta figura había adquirido fuerza y gracia, y había crecido hasta alcanzar una estatura media. Sus facciones pequeñas y regulares, que supuestamente había heredado de su madre, se habían llenado y redondeado sin perder su extraordinaria delicadeza de formas. Su barba se hallaba aún en la infancia y las incipientes líneas de sus patillas trazaban apenas un modesto camino por las mejillas. Sus ojos castaños, afables e inquietos, hubieran favorecido más a un rostro de mujer; les faltaba carácter y firmeza para encajar en la cara de un hombre. Sus manos tenían la misma costumbre inquieta que sus ojos; constantemente cambiaban de posición, constantemente se retorcían y daban vueltas a cualquier objeto perdido del que pudieran apoderarse. Sin duda alguna Frank era apuesto, elegante, bien educado, pero no había observador atento que pudiera mirarlo sin sospechar que la antigua y robusta estirpe familiar había empezado a debilitarse en las últimas generaciones y que el señor Francis Clare tenía más de la sombra de sus antepasados que de la sustancia.

Cuando se desvaneció en parte el asombro causado por su aparición, se inició la búsqueda del informe perdido. Se halló en el más recóndito hueco del holgado bolsillo del señor Vanstone, y dicho caballero lo leyó en el acto.

Los hechos puros y simples, tal como los presentaba el ingeniero, eran en resumen los siguientes. Frank no poseía la capacidad necesaria para la profesión y era inútil perder el tiempo manteniéndolo en un empleo para el que carecía de vocación. Con este convencimiento por ambas partes después de tres años de prueba, el maestro había considerado que el camino más honrado para su pupilo era volver a casa y presentar sus resultados con toda sinceridad ante su padre y sus amigos. En otra profesión para la que estuviera más capacitado y por la que sintiera algún interés, sin duda desplegaría el trabajo y la perseverancia que se había sentido demasiado desalentado para practicar en la profesión ahora abandonada. Personalmente, era estimado por todos cuantos le conocían, y los múltiples amigos que había dejado en el norte le deseaban de todo corazón una futura prosperidad. Tal era la esencia del informe y así concluía.

Muchos hombres hubieran considerado que el ingeniero expresaba sus opiniones con excesiva diplomacia y, sospechando que intentaba presentar bajo la luz más favorable un caso perdido, hubieran albergado serias dudas en cuanto al futuro de Frank. El señor Vanstone era demasiado bondadoso y optimista —y también estaba demasiado inquieto por no ceder ante su viejo antagonista ni un centímetro más de lo necesario— para contemplar la carta desde tan desfavorable punto de vista. ¿Era culpa de Frank que no tuviera talento natural para ser ingeniero? ¿Acaso no había tenido ningún otro joven un mal comienzo en la vida? Muchos empezaban así y lo superaban, y luego conseguían maravillas. Mientras hacía estos comentarios sobre la carta, el bondadoso caballero palmeaba a Frank en el hombro.

—¡Anímate, muchacho! —dijo el señor Vanstone—. Un día de estos saldaremos cuentas con tu padre, ¡aunque esta vez ha ganado la apuesta!

El ejemplo que así daba el señor de la casa fue seguido al punto por la familia, con la única excepción de Norah, cuya formalidad y reserva incurables se manifestaron de manera muy poco cortés en su distante actitud hacia el visitante. El resto, guiado por Magdalen (que había sido la compañera de juegos favorita de Frank en tiempos pretéritos) adoptó con él sin esfuerzo la misma familiaridad de siempre. Era «Frank» para todos salvo para Norah, que insistía en llamarle «señor Clare». Ni siquiera cuando comentó el recibimiento que le había dispensado su padre la noche anterior, animado por los demás, consiguió alterar la gravedad de Norah. Esta permaneció sentada con el rostro vuelto, los ojos bajos y el vivo tono de sus mejillas más cálido y encendido de lo habitual. Los otros, incluida la señorita Garth, hallaron absolutamente irresistible el discurso de bienvenida del viejo señor Clare a su hijo. El jolgorio había alcanzado su punto álgido cuando el criado entró y dejó muda a la concurrencia anunciando el nombre de las visitas que aguardaban en el salón.

—El señor Marrable, la señora Marrable y la señorita Marrable; Evergreen Lodge, Clifton.

Norah se levantó con presteza, como si los recién llegados fueran un alivio para su espíritu. La señora Vanstone fue la siguiente en abandonar su silla. Ambas salieron primero para recibir a las visitas. Magdalen, que prefería la compañía de su padre y de Frank, rogó con insistencia que le permitieran quedarse, pero, tras concederle cinco minutos de gracia, la señorita Garth la tomó por su cuenta y la hizo salir de la habitación. Frank se levantó para despedirse.

—No, no —dijo el señor Vanstone, deteniéndole—. No te vayas. Esa gente no se quedará mucho tiempo. El señor Marrable es un comerciante de Bristol. Lo he visto una o dos veces, cuando las chicas me obligaron a llevarlas a fiestas en Clifton. Son meros conocidos, nada más. Ven a fumarte un cigarro en el invernadero. ¡A la porra con las visitas! No hacen más que molestar. Me presentaré en el último momento con una disculpa y tú me seguirás a una distancia prudente como prueba de que estaba realmente ocupado.

Tras proponer esta ingeniosa estratagema en un susurro confidencial, el señor Vanstone cogió a Frank por el brazo y lo condujo a la parte posterior de la casa. Los primeros diez minutos de aislamiento en el invernadero transcurrieron sin incidentes de ningún tipo. Al cabo de ese tiempo, una veloz figura vestida con brillantes colores apareció ante los ojos de los dos caballeros como un relámpago al otro lado del cristal, la puerta se abrió de golpe, cayeron unos tiestos de flores en homenaje a las enaguas que los rozaban al pasar, y la hija menor del señor Vanstone corrió hacia él impetuosamente con toda la apariencia de haber perdido el seso de forma repentina.

—¡Papá!, el sueño de toda mi vida se ha realizado —exclamó, tan pronto como pudo hablar—. Saldré volando a través del tejado del invernadero si alguien no me sujeta. Los Marrable han venido con una invitación. Adivina, papaíto, ¡adivina lo que van a hacer en Evergreen Lodge!

—Un baile —dijo el señor Vanstone sin vacilar.

—¡Una función de teatro! —profirió Magdalen, y su clara voz juvenil resonó en el invernadero como una campana; las holgadas mangas de su vestido cayeron hacia atrás, dejando al descubierto sus redondeados brazos blancos hasta los codos con hoyuelos, cuando Magdalen dio una palmada al aire, extasiada—. Los rivales es la obra, papá, Los rivales del famoso como se llame[5], ¡y quieren que yo actúe en ella! Lo que más deseaba en todo el universo. Todo depende de ti. Mamá menea la cabeza, y la señorita Garth me lanza miradas fulminantes, y Norah pone mala cara como siempre, pero si tú dices que sí, las tres tendrán que ceder y dejarme hacer mi voluntad. Di que sí —rogó, arrimándose con mimo a su padre y apretando sus labios con cariñosa suavidad en la oreja de su progenitor para susurrar las palabras siguientes—. Di que sí, y seré una buena chica el resto de mi vida.

—¿Una buena chica? —repitió el señor Vanstone—. Supongo que quieres decir una alocada. ¡A la porra con esa gente y sus funciones de teatro! Tendré que volver a entrar y ver de qué se trata. No es necesario que tires el cigarro, Frank. Este asunto no te concierne y puedes quedarte aquí.

—No, no puede —dijo Magdalen—. Él también está metido en este asunto.

Hasta ese momento, el señor Francis Clare había permanecido en un modesto segundo término, del que surgió entonces con expresión de mudo asombro.

—Sí —continuó Magdalen, respondiendo a su mirada interrogativa con perfecto aplomo—. Vas a actuar. La señorita Marrable y yo tenemos talento para la organización y lo hemos arreglado todo en cinco minutos. Quedaban dos papeles en la obra por asignar. Uno era el de Lucy, la doncella, que será mi personaje, con el permiso de papá —añadió, pellizcando maliciosamente a su padre en el brazo—, y no va a decir que no, ¿verdad? Primero, porque es un amor; segundo, porque yo le quiero y él me quiere; en tercer lugar, porque nunca hay diferencia de opiniones entre nosotros dos (¿no es cierto?); en cuarto lugar, porque le doy un beso, lo que naturalmente le cierra la boca y resuelve la cuestión. Dios mío, me estoy enredando. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí!, explicaba a Frank…

—Discúlpame —empezó Frank, intentando en este punto intercalar su protesta.

—El segundo personaje de la obra —prosiguió Magdalen sin prestarle la menor atención— es Falkland, un amante celoso, con una fácil verborrea. La señorita Marrable y yo hemos charlado sobre Falkland en privado en el asiento junto a la ventana mientras los demás hablaban. Es una joven deliciosa, tan impulsiva, tan sensible, tan carente por completo de afectación. Se ha confiado a mí. Me ha dicho: «Una de nuestras tragedias es que no conseguimos encontrar a un caballero que quiera luchar con las espantosas dificultades de Falkland». Por supuesto yo la he tranquilizado. Por supuesto le he dicho: «Yo conozco al caballero, y él querrá luchar inmediatamente». «¡Oh, cielos!, ¿quién es?». «El señor Francis Clare». «¿Y dónde se halla?». «Aquí mismo en este momento». «¿Sería usted tan encantadora, señorita Vanstone, de ir a buscarlo?». «Iré a buscarlo, señorita Marrable, con el mayor placer». He abandonado el asiento de la ventana, he ido corriendo a la salita, he olido el humo de los cigarros, he seguido el olor y aquí estoy.

—Sé que es un cumplido que me pidan que actúe —dijo Frank, muy turbado—. Pero espero que la señorita Marrable y tú me excusaréis…

—Por supuesto que no. Tanto la señorita Marrable como yo nos distinguimos por la firmeza de nuestro carácter. Cuando afirmamos categóricamente que el señor Mengano va a hacer el papel de Falkland, lo decimos realmente en serio. Ven dentro, que te presentaré.

—Pero yo no he actuado nunca. No sé cómo se hace.

—No tiene la más mínima importancia. Si no sabes cómo, pregúntame a mí y yo te enseñaré.

—¿Tú? —exclamó el señor Vanstone—. ¿Qué sabes tú de eso?

—¡Papá, por favor, sé serio! Tengo la firme convicción de que podría interpretar cualquier papel de la obra, incluido el de Falkland. No me hagas repetírtelo, Frank. Ven dentro para que te presente.

Magdalen se cogió del brazo de su padre y se dirigió con él a la puerta del invernadero. Al llegar a los escalones, se dio la vuelta y miró hacia atrás para ver si Frank la seguía. Fue un movimiento breve, pero en ese momento la natural firmeza de su voluntad hizo acopio de todos sus recursos, se reafirmó con la influencia de su belleza, ordenó, y conquistó. Estaba encantadora: sus mejillas tenían un suave arrebol; el placer radiante brillaba y centelleaba en sus ojos; la posición de su figura, súbitamente vuelta de cintura para arriba, delataba su delicada fuerza, su ágil firmeza, su gracia serpentina y seductora.

—¡Ven! —dijo, con un coqueto movimiento de la cabeza—. ¡Ven, Frank!

Pocos hombres de cuarenta años se hubieran resistido en aquel momento. Frank solo había cumplido los veinte. En otras palabras, arrojó al suelo el cigarro y salió del invernadero en pos de Magdalen.

Cuando se dio la vuelta para cerrar la puerta —en el instante en que dejó de verla—, se reavivó su reticencia a verse relacionado con la función teatral privada. Se detuvo de nuevo al pie de las escaleras de la casa, arrancó una ramita de una planta cercana, la rompió con la mano y miró en derredor con gesto nervioso, hacia un lado y también hacia el otro. El sendero de la izquierda conducía a la casa de su padre, tenía franca la huida. ¿Por qué no aprovecharse?

Mientras él seguía dudando, el señor Vanstone y su hija habían alcanzado el final de las escaleras. Una vez más, Magdalen se dio la vuelta para mirar, para mirar con su irresistible belleza, con su sonrisa arrolladora. Volvió a hacer un gesto con la cabeza, y de nuevo él la siguió escaleras arriba y luego traspasó el umbral. La puerta se cerró tras ellos.

Así, con un insignificante gesto de invitación por un lado, con un insignificante acto de obediencia por el otro; así, sin conocimiento por parte de él ni pensamiento por parte de ella sobre el secreto que aún guardaba el viaje a Londres, tomaron el camino que conducía al descubrimiento de ese secreto, a través de numerosos vericuetos más tenebrosos que aún estaban por llegar.