CAPÍTULO III
La amenaza de cambio y de tormenta se disipó con la noche. Cuando amaneció sobre Aldborough, el sol brillaba en el cielo azul y el agua del mar se rizaba alegremente bajo la brisa estival.
A una hora en que ningún otro visitante de la estación balnearia se había levantado aún, el infatigable Wragge apareció en la puerta de Villa North Shingles y dirigió sus pasos hacia el norte con un ejemplar bellamente encuadernado de los Scientific Dialogues de Joyce en la mano. Al llegar al terreno yermo que se extendía detrás de las casas, bajó hasta la playa y abrió el libro. La entrevista de la noche anterior había agudizado su percepción de las dificultades que hallaría en su próxima empresa. Estaba ahora doblemente determinado a probar el experimento de caracterización que había apuntado en su carta a Magdalen y a concentrar en sí mismo —caracterizado como un hombre de vastos conocimientos— todo el interés y la atención de la formidable señora Lecount.
Tras haber tomado su dosis de ciencia de manual (por usar su misma expresión) con el estómago vacío, el capitán Wragge se reunió con su pequeño círculo familiar para el desayuno, ahíto de información para el resto del día. Observó que el rostro de Magdalen mostraba signos evidentes de una noche de vigilia. Magdalen no se quejó; se comportó con tranquilidad y perfecto dominio de sí misma. La señora Wragge —recuperada tras trece horas de reposo ininterrumpido— se hallaba de un humor excelente y (milagro) llevaba los dos zapatos bien calzados. Llevó consigo a la habitación varias hojas grandes de papel de seda limpiamente recortadas de muchas y misteriosas formas, que inmediatamente originaron la pregunta corta y seca de su marido:
—¿Qué lleva ahí?
—Patrones, capitán —dijo la señora Wragge con tímido tono conciliatorio—. Fui de compras en Londres y compré un traje de cachemira oriental. Costó mucho dinero y voy a intentar ahorrar haciéndolo yo misma. Tengo mis patrones y mis instrucciones de costura tan claras como escritas en letra de imprenta. Seré muy ordenada, capitán. Me quedaré en mi rincón, si por favor me da uno, y tanto si me zumba la cabeza como si no, me sentaré derecha mientras me ocupo en mi labor.
—Hará su labor —dijo el capitán severamente— cuando sepa quién es, quién soy yo y quién es esta señorita, no antes. ¡Muéstreme los pies! Bien. ¡Muéstreme la cofia! Bien. Sirva el desayuno.
Cuando el desayuno terminó, la señora Wragge recibió órdenes de retirarse a una habitación contigua y esperar allí hasta que su marido fuera a liberarla. Tan pronto como la señora Wragge se dio la vuelta, el capitán Wragge reanudó la conversación suspendida la noche anterior por deseo expreso de Magdalen. Todas las preguntas que le formuló estaban relacionadas con el tema de la visita que Magdalen realizó disfrazada a la casa de Noel Vanstone. Eran las preguntas de un hombre muy lúcido: cortas, pertinentes y minuciosas. En menos de media hora conocía cada uno de los incidentes acaecidos en Vauxhall Walk.
Las conclusiones que extrajo el capitán tras obtener la información fueron claras y fácilmente expresadas.
En cuanto a los aspectos desfavorables, manifestó su convicción de que sin duda la señora Lecount había advertido que su visitante iba disfrazada, de que no había abandonado en realidad la habitación, aunque hubiera abierto y cerrado la puerta, y de que por tanto en las dos ocasiones en que Magdalen se había delatado a sí misma utilizando su propia voz, la señora Lecount la había oído. En cuanto a los aspectos favorables, el capitán tenía la absoluta certeza de que el rostro y las cejas pintadas, la peluca y la capa con relleno habían ocultado la identidad de Magdalen tan eficazmente que podía desafiar el escrutinio más atento de la señora Lecount presentándose ante ella con su auténtico aspecto. La dificultad de engañar a los oídos de la señora Lecount igual que a sus ojos no sería tan fácil de solucionar, admitió el capitán sin rodeos. Pero teniendo en cuenta el hecho de que en las dos ocasiones Magdalen se había dejado llevar por la ira, el capitán opinaba que la voz de Magdalen tenía todas las posibilidades razonables de no ser descubierta si evitaba cuidadosamente sus estallidos de genio en el futuro y hablaba en ese tono más tranquilo y normal que la señora Lecount aún no había oído. En general, el capitán se inclinaba a declararse esperanzado si se eliminaba un serio obstáculo desde el principio: ese obstáculo era ni más ni menos que la presencia de la señora Wragge en el lugar de la acción.
Para sorpresa de Magdalen, cuando el curso de su narración le llevó a la historia del fantasma, el capitán Wragge la escuchó con el aire de un hombre que se sentía más fastidiado que divertido por lo que oía. Cuando Magdalen terminó, el capitán le dijo claramente que su desafortunado encuentro con la señora Wragge en las escaleras de la casa de huéspedes era, en su opinión, el más grave de todos los accidentes ocurridos en Vauxhall Walk.
—Puedo resolver la dificultad de la estupidez de mi mujer —dijo—, como he hecho a menudo. Puedo meterle su nueva identidad en la cabeza, pero no puedo sacarle el fantasma de ella. No tenemos la seguridad de que no recordará a la mujer de la capa gris y el sombrero papalina en el momento más crítico y en las circunstancias menos oportunas. En inglés corriente, mi querida niña, la señora Wragge es una trampa bajo nuestros pies a cada paso que damos.
—Si conocemos la existencia de la trampa —dijo Magdalen—, podemos tomar medidas para evitarla. ¿Qué propone usted?
—Propongo —contestó el capitán— el traslado temporal de la señora Wragge. Hablando meramente desde un punto de vista pecuniario, no puedo permitirme el lujo de separarme de ella definitivamente. Habrá leído a menudo el caso de personas muy pobres súbitamente enriquecidas por herencias que les llegan de lugares remotos e inesperados. El caso de la señora Wragge, cuando me casé con ella, era uno de esos. Una pariente ya mayor compartió los favores de la fortuna con mi mujer en una de esas ocasiones y, si mantengo las apariencias de una vida familiar, es porque sé por casualidad que la señora Wragge resultará ser beneficiosa para mí una segunda vez a la muerte de esa pariente mayor. De no ser por esta circunstancia, seguramente habría transferido a mi mujer al cuidado de la sociedad en su conjunto, con la alegre convicción de que, si no la mantenía yo, lo haría alguna otra persona. Aunque no puedo permitirme el lujo de actuar de esa manera, no veo objeción alguna a alojarla por el momento y confortablemente en algún otro lugar, digamos en alguna granja apartada y caracterizada como una señora a la que aqueja una enfermedad mental. Para usted el gasto sería insignificante, para mí el alivio sería indescriptible. ¿Qué me dice? ¿La preparo de inmediato y me la llevo en la próxima diligencia?
—¡No! —respondió Magdalen con firmeza—. La vida de la pobrecilla ya es bastante dura. No contribuiré a empeorarla. Se mostró afectuosa y realmente amable conmigo cuando estuve enferma y no permitiré que esté encerrada entre gente extraña si puedo evitarlo. El riesgo de tenerla aquí solo es un riesgo más. Yo lo correré, capitán Wragge, si usted no quiere hacerlo.
—Piénselo bien —dijo el capitán con gravedad— antes de decidirse a conservar a su lado a la señora Wragge.
—Ya lo he pensado —replicó Magdalen—. No permitiré que la separe de nosotros.
—Muy bien —dijo el capitán con resignación—. Nunca me entrometo en cuestiones de sentimientos. Pero tengo algo que decir en mi favor. Si quiere que mis servicios sean de alguna utilidad para usted, no puedo tener las manos atadas desde el comienzo. Esto se lo digo en serio. No permitiré que mi mujer y la señora Lecount se conozcan. A mí me da miedo, aunque a usted no se lo dé, y pongo como condición que si la señora Wragge se queda aquí, permanezca en su habitación. Si usted cree que su salud lo requiere, puede sacarla a dar un paseo por la mañana temprano o por la noche, pero no debe dejarla salir jamás ni con la criada ni sola. Lo digo con toda claridad, es demasiado importante para tomárselo a la ligera. ¿Qué me dice, sí o no?
—Digo que sí —respondió Magdalen tras unos instantes de reflexión—. A condición de que pueda sacarla a pasear como usted propone.
El capitán Wragge inclinó la cabeza y recobró la suavidad de sus maneras.
—¿Cuáles son nuestros planes? —preguntó—. ¿Iniciaremos nuestra empresa esta tarde? ¿Está usted lista para ser presentada a la señora Lecount y a su amo?
—Totalmente.
—Bien de nuevo. Los encontraremos en el paseo a la hora habitual en que salen, a las dos. Aún no son las doce. Dispongo de dos horas, el tiempo justo para meter a mi mujer en su nuevo pellejo. El proceso es absolutamente necesario para evitar que nos comprometa delante de la criada. No tema por los resultados; he metido a la señora Wragge una copiosa selección de nombres falsos en la cabeza en el curso de nuestra carrera conyugal. No es más que una cuestión de metérselo con fuerza, nada más. Creo que ahora ya está todo arreglado. ¿Hay algo que pueda hacer antes de las dos? ¿Tiene usted alguna ocupación en que emplear la mañana?
—No —dijo Magdalen—. Volveré a mi habitación e intentaré descansar.
—Ha pasado una mala noche, me temo… —dijo el capitán, abriéndole cortésmente la puerta.
—Me he quedado dormida una o dos veces —contestó ella con indiferencia—. Supongo que estoy un poco nerviosa. Los audaces ojos negros de aquel hombre que me miró tan groseramente ayer por la tarde parecían volver a mirarme en mis sueños. Si lo vemos hoy y vuelve a molestarme, tendré que pedirle a usted que hable con él. Nos encontraremos aquí a las dos. No sea duro con la señora Wragge; enséñele lo que ha de aprender con la mayor delicadeza posible.
Magdalen se despidió de él con estas palabras y se fue arriba.
Se tumbó en la cama con un hondo suspiro e intentó dormir. Fue inútil. El triste hastío de sí misma que se había adueñado de ella no era el tipo de cansancio que encuentra su remedio en el reposo. Volvió a levantarse, se sentó junto a la ventana y contempló el mar con apatía.
Una naturaleza más débil que la suya no habría sufrido bajo el golpe de la deserción de Frank como lo había sufrido ella, como lo sufría aún. Una naturaleza más débil habría buscado refugio en la indignación y consuelo en las lágrimas. La fuerza apasionada del amor de Magdalen se aferraba desesperadamente al naufragio de su propio engaño, se aferró a él hasta que consiguió desprenderse por simple fuerza de voluntad. Lo único que podían hacer su orgullo innato y su agudo sentido de la injusticia era llenarla de vergüenza por insistir en pensamientos que aún se alimentaban de la imperecedera devoción del pasado, que seguían atribuyendo perversamente la cruel despedida de Frank a cualquier otra causa menos a la vileza natural del hombre que la había escrito. No ha nacido aún la mujer que pueda arrancarse del corazón un amor verdadero porque el objeto de ese amor sea indigno de ella. Lo único que puede hacer es luchar contra él en secreto, hundirse en la contienda, si es débil, o llegar a superarlo, si es fuerte, mediante un proceso de mortificación que es, de todos los remedios morales aplicados a la naturaleza de una mujer, el más peligroso y el más desesperado, y de todos los cambios morales, el que sin duda la marcará de por vida. La fortaleza de Magdalen la había sostenido durante la lucha, y el resultado la había dejado tal como era ahora.
Tras permanecer sentada junto a la ventana durante casi una hora —sus ojos mirando la vista sin verla, su mente vacía de impresiones y de pensamientos—, se sacudió el extraño estupor que la poseía estando despierta, se levantó y se dispuso a prepararse para el asunto más importante del día.
Se dirigió al armario y descolgó de las perchas dos delicados vestidos de muselina de vivos colores que se habían confeccionado para el verano anterior en Combe-Raven y que, por su escaso valor, no valió la pena vender cuando Magdalen se deshizo del resto de su vestuario. Después de colocar esos vestidos uno junto al otro sobre la cama, volvió a repasar el contenido del armario. Solo contenía otro vestido de verano, el de sencilla alpaca que había llevado durante su memorable entrevista con Noel Vanstone y la señora Lecount. Este lo dejó donde estaba, decidiendo no llevarlo, no tanto por miedo a que el ama de llaves pudiera reconocer un estampado que era demasiado discreto para llamar la atención y demasiado común para ser recordado, como por la convicción de que no era lo bastante alegre ni le favorecía lo suficiente para su propósito. Después de coger un sencillo pañuelo de muselina blanca, unos guantes de cabritilla de color gris perla y una pamela toscana de los cajones del armario, lo cerró y se metió la llave cuidadosamente en el bolsillo.
En lugar de proceder a vestirse sin dilación, se sentó a contemplar ociosamente los dos vestidos de muselina; le era indiferente llevar uno u otro, pero aun siendo ilógico, dudaba cuál ponerse.
«¡Qué importa! —se dijo con una imprudente carcajada—. A mis propios ojos seré igualmente indigna, me ponga el que me ponga». Se estremeció como si el sonido de su propia risa la hubiera sobresaltado y bruscamente cogió el vestido que tenía más a mano. Era azul y blanco, del tono azul que más convenía a su blanco cutis. Se lo puso apresuradamente sin acercarse siquiera al espejo. Por primera vez en su vida, le horrorizó enfrentarse con su propia imagen, excepto un momento, cuando se arregló el pelo bajo la pamela, pero se alejó del espejo inmediatamente. Se echó el pañuelo sobre los hombros y se puso los guantes de espaldas al tocador. «¿Me pinto? —se preguntó, notando instintivamente que estaba palideciendo—. Aún tengo el rouge. No puede hacer mi cara más falsa de lo que ya es». Miró hacia atrás para verse en el espejo y de nuevo apartó la vista. «¡No! —dijo—. Tengo que enfrentarme con la señora Lecount, además de su amo. Nada de pintura». Tras consultar el reloj, salió de la habitación y bajó de nuevo. Solo faltaban diez minutos para las dos.
El capitán Wragge la aguardaba en la salita, respetable con su levita, un rígido corbatín de verano y sombrero blanco de copa, impecable y alegremente rural con su chaleco amarillo, pantalones grises y polainas a juego. Los cuellos eran más altos que nunca y llevaba un taburete de tijera en la mano. Cualquier comerciante de Inglaterra que lo hubiera visto en aquel momento habría confiado en él inmediatamente.
—¡Encantadora! —dijo el capitán, examinando a Magdalen paternalmente cuando entró en la habitación—. ¡Tan fresca y juvenil! Un poco pálida, querida, y demasiado seria. Por lo demás, perfecta. Pruebe a sonreír.
—Cuando sea el momento de sonreír —dijo Magdalen con aspereza—, confíe en mi práctica teatral para cualquier cambio de expresión que sea necesario. ¿Dónde está la señora Wragge?
—La señora Wragge ha aprendido su lección —respondió el capitán—, y como recompensa tiene mi permiso para sentarse a trabajar en su habitación. Apruebo ese nuevo capricho por la costura porque sin duda absorberá toda su atención y la mantendrá encerrada en casa. No tenemos por qué temer que acabe su traje oriental demasiado pronto, pues no hay error en el proceso de confección que no vaya a cometer con toda seguridad. Se sentará a incubar su traje, perdone la expresión, como una gallina que incubara un huevo podrido. Le aseguro que su nueva manía me alivia. No podía ser más oportuna en las actuales circunstancias.
Caminó pavoneándose hasta la ventana, miró por ella e hizo señas a Magdalen de que se acercara.
—¡Ahí están! —dijo, y señaló al paseo.
Cuando Magdalen miró, Noel Vanstone pasaba caminando lentamente, vestido con un temo de anticuado mahón. Aparentemente era uno de esos días en que su salud se hallaba en el peor momento. Se apoyaba en el brazo de la señora Lecount y ella lo protegía del sol con una sombrilla ligera. El ama de llaves —perfectamente ataviada, como siempre, con un sencillo vestido veraniego de color azul lavanda, mantilla negra, un modesto sombrero de paja y un velo azul claro— acompañaba a su amo enfermo atendiéndole con el más solícito afecto, dirigiendo en ocasiones respetuosamente su atención hacia los diversos objetos de la panorámica marina, e inclinando a veces la cabeza para agradecer graciosamente la cortesía de los transeúntes del paseo, que se hacían a un lado para dejar pasar al enfermo. La señora Lecount produjo un efecto visible entre los hombres ociosos de la playa. La siguieron con mirada e interés unánime, e intercambiaron inclinaciones de cabeza, a modo de aprobación, que expresaban sus pensamientos con tanta claridad como lo hubieran hecho las palabras: «¡Una mujer muy hogareña! ¡Una mujer realmente superior!».
Los ojos bicolores del capitán Wragge siguieron a la señora Lecount con atención recelosa.
—Nos espera un duro trabajo —susurró al oído de Magdalen—, más duro de lo que cree, para echar a esa mujer de su sitio.
—Espere —dijo Magdalen tranquilamente—. Espere y verá.
Magdalen se encaminó hacia la puerta. El capitán la siguió sin hacer más comentarios. «Esperaré a que se case —pensó para sí—. Ni un momento más, me ofrezca lo que me ofrezca».
Magdalen se dirigió a él de nuevo al llegar a la puerta de la calle.
—Iremos por allí —dijo, señalando hacia el sur—, luego daremos la vuelta y nos los encontraremos como si volviéramos del paseo.
El capitán indicó que aprobaba el plan y siguió a Magdalen hasta la verja del jardín. Cuando ella fue a abrirla, llamó su atención una señora seguida por una niñera y dos niños, que se entretenían en el camino al otro lado del muro del jardín. La señora se sobresaltó, miró con ansiedad y sonrió para sí cuando salió Magdalen. A la hermana de Kirke la había ganado la curiosidad y había ido hasta Aldborough con el propósito expreso de ver a la señorita Bygrave.
Había algo en la forma del rostro de la señora, algo en la expresión de sus ojos negros, que recordó a Magdalen al capitán de la marina mercante cuya espontánea admiración la había molestado la tarde anterior. Al instante respondió al escrutinio de la desconocida con una mirada ceñuda y descortés. La señora enrojeció, devolvió la mirada con interés y se alejó lentamente.
«Una joven difícil, insolente y mala —pensó la hermana de Kirke—. ¿En qué estaría pensando Robert para admirarla de esa manera? Casi me alegro de que se haya ido. Espero y confío en que no volverá a poner sus ojos sobre la señorita Bygrave nunca más».
—¡Qué patanes son los de por aquí! —dijo Magdalen al capitán Wragge—. Esa mujer ha sido más grosera aún que el hombre de anoche. Se le parece. ¿Quién será?
—Lo descubriré ahora mismo —dijo el capitán—. Todas las precauciones son pocas con los desconocidos. —Rápidamente recurrió a sus amigos, los barqueros. Se hallaban cerca de allí y Magdalen oyó las preguntas y las respuestas con toda claridad.
—¿Qué tal están ustedes hoy? —preguntó el capitán Wragge con su tono jocoso y afable—. ¿Y qué tal el viento? Noroeste y cuarta al oeste, ¿no es así? Perfecto. ¿Quién es esa señora?
—Es la señora Strickland, señor.
—¡Ay, ay! La esposa del clérigo y hermana del capitán. ¿Dónde está hoy el capitán?
—Creo que de camino a Londres, señor. Su barco zarpa con destino a la China al final de la semana.
¡La China! Cuando el hombre pronunció esa palabra, Magdalen sintió una punzada del viejo dolor en el corazón. Aun siendo un extraño para ella, empezó a odiar la mera mención del nombre del capitán de la marina mercante. Él había perturbado sus sueños durante la noche y ahora, cuando con mayor desesperación y temeridad se había decidido a olvidar su existencia en el antiguo hogar, él había sido la causa indirecta de que recordara a Frank.
—¡Vamos! —espetó a su compañero con enojo—. ¿Qué nos importan ese hombre ni su barco? Vámonos.
—Desde luego —dijo el capitán Wragge—. Mientras no tropecemos con amigos de los Bygrave, ¿qué nos importa nadie?
Echaron a andar en dirección al sur durante unos diez minutos o más, luego dieron media vuelta y se dirigieron al encuentro de Noel Vanstone y la señora Lecount.