CAPÍTULO II

A las diez de la mañana siguiente, Norah y Magdalen se hallaban solas en el vestíbulo de Combe-Raven contemplando la partida del carruaje que llevaría a sus padres al tren de Londres.

Hasta el último momento, ambas hermanas habían esperado recibir alguna explicación sobre aquellos misteriosos «asuntos familiares» a los que la señora Vanstone tan brevemente había aludido el día anterior. No se la habían ofrecido. Ni siquiera el nerviosismo de la despedida en circunstancias absolutamente nuevas para la vida hogareña de padres e hijas había quebrantado la resuelta discreción de los señores Vanstone. Se habían marchado con los más cálidos testimonios de afecto, repitiendo abrazos de despedida una y otra vez, pero sin dejar caer una sola palabra sobre la naturaleza de su asunto.

Cuando el chirrido de las ruedas del carruaje cesó de repente en una curva de la carretera, las hermanas se miraron, dejando traslucir cada una a su modo la terrible sensación de que sus padres les habían negado su confianza por primera vez. La habitual reserva de Norah se convirtió en hosco silencio; se sentó en una de las sillas del vestíbulo y miró hacia fuera a través de la puerta abierta, con el entrecejo fruncido. Magdalen, como era su costumbre cuando se enojaba, expresó su descontento en los términos más directos.

—No importa que se enteren. ¡Creo que las dos hemos sido tratadas de manera vergonzosa! —Tras estas palabras, la joven siguió el ejemplo de su hermana sentándose en una silla del vestíbulo y mirando sin objeto a través de la puerta abierta de la casa.

Prácticamente en aquel mismo momento la señorita Garth salió de la salita al vestíbulo. Su rápida capacidad de observación le mostró la necesidad de intervenir con un propósito práctico, y su despierto sentido común le indicó de inmediato cuál debía ser.

—Alzad la vista las dos, si me hacéis el favor, y escuchadme —dijo—. Si hemos de vivir a gusto y felices las tres ahora que estamos solas, tenemos que respetar nuestras costumbres de siempre y seguir adelante con normalidad. Este es el estado de cosas, en pocas palabras. Aceptad la situación, como dicen los franceses. Aquí estoy yo para daros ejemplo. Acabo de ordenar que sirvan una comida excelente a la hora acostumbrada. A continuación me dirijo al botiquín en busca de la medicina para la pinche, una muchacha enfermiza cuyo tic no es más que un problema estomacal. Mientras tanto, Norah, querida, encontrarás tu trabajo y tus libros en la biblioteca, como siempre. Magdalen, ¿qué te parece si en lugar de hacer nudos en tu pañuelo, utilizas los dedos sobre las teclas del piano? Comeremos a la una y luego sacaremos a los perros. Quiero veros a ambas tan activas y animadas como yo. Vamos, levantaos inmediatamente. Si vuelvo a ver esos rostros lúgubres, como me llamo Garth que dejaré un aviso de despido para vuestra madre y me volveré con mis familiares en el tren mixto[2] de las doce cuarenta.

Concluyendo su discurso de amonestación en estos términos, la señorita Garth condujo a Norah a la puerta de la biblioteca, empujó a Magdalen a la salita y se encaminó con rostro serio al lugar donde se hallaba el botiquín.

A su particular manera, medio en broma medio en serio, estaba acostumbrada a mantener una suerte de autoridad amistosa sobre las hijas del señor Vanstone, una vez que sus funciones como institutriz habían llegado necesariamente a su fin. Ni que decir tiene que Norah había dejado de ser su pupila desde hacía mucho tiempo, y también Magdalen había completado ya su educación. Pero la señorita Garth había vivido demasiado tiempo bajo el techo del señor Vanstone y de un modo demasiado íntimo para separarse de ella por cuestiones puramente formales, de manera que la primera insinuación sobre su marcha que había considerado un deber formular fue desechada con tan cálidas y afectuosas protestas que jamás volvió a repetirla, a no ser en broma. A partir de aquel momento se dejó en sus manos la dirección de todos los asuntos domésticos; a esos deberes era libre de añadir la ayuda amistosa que pudiera prestar a las lecturas de Norah y la amistosa supervisión que pudiera aún ejercer sobre la música de Magdalen. Tales eran las condiciones en las que la señorita Garth residía en el seno de la familia Vanstone.

A primera hora de la tarde el tiempo mejoró. A la una y media el sol brillaba con fuerza, y las señoras abandonaron la casa acompañadas por los perros para emprender su paseo.

Cruzaron el arroyo y ascendieron por el pequeño desfiladero rocoso hacia las colinas del otro lado, luego giraron a la izquierda y regresaron por un camino que atravesaba la aldea de Combe-Raven.

Cuando tuvieron a la vista las primeras casitas, pasaron por delante de un hombre que deambulaba por el camino y que miró atentamente, primero a Magdalen y luego a Norah. Ellas se limitaron a observar que era de baja estatura, que vestía de negro y que era un completo desconocido; luego continuaron el paseo sin pensar más en el caminante que habían encontrado merodeando de vuelta a casa.

Tras dejar atrás la aldea y entrar en el camino que conducía directamente a la casa, Magdalen sorprendió a la señorita Garth anunciando que aquel desconocido vestido de negro se había dado la vuelta al pasar ellas y que las seguía.

—Se mantiene en el lado del camino por el que va Norah —añadió maliciosamente—. No soy yo quien le atrae; no me echéis la culpa.

Que el hombre las siguiera o no carecía de importancia, pues se hallaban cerca ya de la casa. Cuando llegaron a la casa del guarda y traspasaron la verja, la señorita Garth miró hacia atrás y vio que el desconocido avivaba el paso con la intención aparente de trabar conversación. Viendo esto, ordenó de inmediato a las jóvenes que entraran en la casa con los perros, mientras ella aguardaba los acontecimientos junto a la verja.

Tuvieron el tiempo justo de llevar a cabo este discreto arreglo antes de que el desconocido llegara a la casa del guarda. Cuando la señorita Garth se dio la vuelta, la saludó cortésmente quitándose el sombrero. ¿Qué aspecto tenía de cerca? Tenía el aspecto de un clérigo en apuros.

Su retrato, de los pies a la cabeza, comenzaba con un sombrero de copa rodeado por una ancha banda de luto de crespón arrugado. Bajo el sombrero había un rostro largo y enjuto de piel cetrina, picado de viruelas y caracterizado del modo más extraordinario por unos ojos de diferente color, uno verde bilioso y el otro marrón bilioso, ambos de una penetrante inteligencia. Sus cabellos eran de un gris acerado, cuidadosamente cepillados hacia atrás en las sienes. Su mentón y sus mejillas mostraban el tono más azul de un buen afeitado; tenía una corta nariz romana; sus labios eran largos, delgados y flexibles, curvados hacia arriba en las comisuras en una sonrisa de sorna. Llevaba un alto corbatín blanco, rígido y sucio; el cuello de su levita, más alto, más rígido y más sucio, proyectaba sus puntas a ambos lado del mentón. Más abajo, la figura ágil y menuda del hombre estaba cubierta enteramente de sobrio y raído negro. La levita se ceñía a la cintura y se abría majestuosamente en el pecho. Sus manos estaban cubiertas por unos guantes de algodón de dedos pulcramente zurcidos; el paraguas, de cuya tela apenas quedaban unos milímetros alrededor de la contera, lo llevaba, no obstante, protegido por una funda de hule. De frente parecía más viejo; viéndolo cara a cara, su edad podía estimarse en cincuenta años o más. Caminando detrás de él, su espalda y sus hombros eran casi lo bastante jóvenes para que pasara por tener treinta y cinco. Sus modales se distinguían por una serenidad grave. Cuando abría la boca, hablaba con una sonora voz de bajo, de una fácil verborrea, y una atención estricta a la elección declamatoria de palabras con más de una sílaba. Sus labios levemente curvados destilaban persuasión y, andrajoso como iba, los brotes perennes de la cortesía florecían en todo él.

—¿Estoy en lo cierto al pensar que esta es la residencia del señor Vanstone? —empezó, señalando la casa con un gesto circular de la mano—. ¿Tengo el honor de dirigirme a un miembro de la familia Vanstone?

—Sí —contestó la directa señorita Garth—. Se dirige usted a la institutriz del señor Vanstone.

El persuasivo caballero retrocedió un paso, admiró a la institutriz del señor Vanstone, avanzó de nuevo un paso y prosiguió la conversación.

—Y las dos señoritas —continuó—, las dos señoritas que paseaban con usted son sin duda las hijas del señor Vanstone, ¿me equivoco? He reconocido a la más morena, y la mayor a lo que creo, por el parecido con su bella madre. Supongo que la más joven…

—¿Debo entender que conoce usted a la señora Vanstone? —dijo la señorita Garth, interrumpiendo el caudal de frases de aquel desconocido, que en su opinión y teniendo en cuenta las circunstancias, empezaba a desbordarse. El desconocido recibió la interrupción con una de sus corteses inclinaciones de cabeza y sumergió a la señorita Garth en su siguiente frase como si no hubiera ocurrido nada.

—Supongo que la más joven —continuó— se parece al padre. Le aseguro que su rostro me ha sorprendido. Observándolo con mi amistoso interés por la familia, me ha parecido realmente extraordinario. Encantador, característico, memorable, me he dicho a mí mismo. No se parece al de su hermana, ni al de su madre. ¿Es, pues, la imagen de su padre?

Una vez más, la señorita Garth intentó contener el flujo verbal de aquel hombre. Era evidente que no conocía al señor Vanstone, ni siquiera de vista, de lo contrario, jamás habría cometido el error de suponer que Magdalen se parecía a su padre. ¿Conocía mejor a la señora Vanstone? No había contestado a su pregunta en ese sentido. En nombre de todo lo extraño, ¿quién era? ¡Fuerzas de la desvergüenza!, ¿qué quería?

—Puede que sea usted un amigo de la familia, aunque yo no le recuerdo —dijo la señorita Garth—. ¿Qué le ha traído hasta aquí?, si me hace el favor. ¿Ha venido a visitar a la señora Vanstone?

—Esperaba ciertamente tener el placer de comunicarme con la señora Vanstone —respondió aquel hombre inveteradamente evasivo y cortés—. ¿Cómo está?

—Como de costumbre —dijo la señorita Garth, que notaba que sus reservas de cortesía se estaban agotando.

—¿Se halla en casa?

—No.

—¿Estará fuera mucho tiempo?

—Se ha ido a Londres con el señor Vanstone.

La larga cara del hombre se hizo más larga de repente. Su ojo marrón bilioso la miraba con desconcierto y el ojo verde bilioso siguió su ejemplo. Sus maneras delataron la impaciencia de forma manifiesta y eligió sus palabras con mayor cuidado aún.

—¿Es probable que la ausencia de la señora Vanstone se extienda a un prolongado intervalo de tiempo? —inquirió.

—Se extenderá a tres semanas —respondió la señorita Garth—. Creo que ya me ha hecho suficientes preguntas —prosiguió, dejándose llevar por la cólera—. Le ruego que tenga la amabilidad de decirme su nombre y el asunto que le trae. Si quiere dejar algún mensaje para la señora Vanstone, yo voy a mandarle una carta en el correo de esta noche y podría transmitírselo.

—¡Mil gracias! Una sugerencia muy valiosa. Permítame que la aproveche inmediatamente.

No se hallaba afectado en lo más mínimo por la expresión severa de la señorita Garth ni por sus graves palabras; sencillamente le había aliviado su propuesta y lo demostró con una sinceridad absolutamente seductora. Esta vez fue su ojo verde bilioso el que tomó la iniciativa y dio ejemplo de cómo recobrar la serenidad al ojo marrón bilioso. Sus labios volvieron a curvarse hacia arriba en las comisuras; se metió el paraguas bajo el brazo rápidamente y sacó una cartera negra, grande y anticuada, del bolsillo del pecho de su levita. De la cartera sacó un lápiz y una tarjeta; vaciló y reflexionó unos instantes; escribió rápidamente en la tarjeta y depositó esta en la mano de la señorita Garth con la diligencia más cortés.

—Me sentiré muy agradecido si me hace el honor de incluir esta tarjeta en su carta —dijo—. No es necesario que la moleste además con un mensaje. Mi nombre bastará para recordar un pequeño asunto familiar a la señora Vanstone que sin duda ha escapado a su memoria. Acepte mis más sinceras gracias. Hoy ha sido un día de agradables sorpresas para mí. Los alrededores me han parecido extraordinariamente bonitos; he visto a las dos encantadoras hijas de la señora Vanstone; he conocido a una honrada preceptora de la familia del señor Vanstone. Me congratulo. Pido disculpas por haber dispuesto de su valioso tiempo. Le suplico acepte de nuevo mi agradecimiento. Le deseo buenos días.

Alzó el sombrero de copa. Su ojo marrón brilló, su ojo verde brilló, sus labios curvados dibujaron una sonrisa meliflua. En seguida giró sobre sus talones. Mostró la juvenil espalda que tanto le favorecía y sus cortas y activas piernas lo llevaron con paso ligero en dirección a la aldea. Uno, dos, tres, y llegó a la curva del camino. Cuatro, cinco, seis, y había desaparecido.

La señorita Garth miró la tarjeta que tenía en la mano y volvió a alzar la vista con mudo asombro. El nombre y la dirección de aquel desconocido con aspecto de clérigo (ambos escritos a lápiz) eran los siguientes:

Capitán Wragge. Oficina de correos, Bristol.