CAPÍTULO X
A su regreso a Sea-View, Noel Vanstone ejecutó con exactitud irreprochable las instrucciones que establecían su línea de conducta para el primero de los cinco días. La señora Lecount esbozó una leve sonrisa de desprecio mientras le contaba la historia de cómo el señor Bygrave había intentado hacer pasar por auténticos sus cuadros falsos, pero no se molestó en pronunciar ni una sola palabra cuando terminó. «¡Lo que yo decía! —pensó Noel Vanstone, observando el rostro de la señora Lecount con astucia—. ¡No se ha creído una sola palabra!».
Al día siguiente se produjo el encuentro en el paseo. El señor Bygrave alzó su sombrero y Noel Vanstone miró hacia otro lado. El capitán ejecutó el respingo de sorpresa y frunció el ceño, indignado, a la perfección, pero se hizo evidente que no habían conseguido convencer a la señora Lecount.
—Me temo señor, que hoy ha ofendido al señor Bygrave —comentó irónicamente—. ¡Por suerte para usted, es un excelente cristiano!, y me atrevo a predecir que mañana le habrá perdonado.
Noel Vanstone tuvo la sensatez de no comprometerse con una respuesta. Una vez más, aplaudió mentalmente su propia perspicacia; una vez más, triunfaba sobre su ingenioso amigo.
Hasta entonces las instrucciones habían sido demasiado claras y sencillas para que nadie pudiera equivocarse, pero ganaron en complejidad con el paso del tiempo, y el tercer día, Noel Vanstone se confundió y acabó cometiendo un leve error. Tras expresar el necesario hastío de Aldborough y el consiguiente deseo de cambiar de aires, el ama de llaves reaccionó (como él había predicho) recomendando inmediatamente una visita a St. Crux. Al dar su respuesta al consejo así ofrecido, Noel Vanstone cometió su primer error. En lugar de aplazar la decisión hasta el día siguiente, aceptó la sugerencia de la señora Lecount el día en que se la hacía.
Las consecuencias de este error no tuvieron demasiada trascendencia. Sencillamente el ama de llaves se dispuso a vigilar a su amo un día antes de lo que se había calculado, resultado para el que ya se había tomado la oportuna y previsora medida de prohibir a Noel Vanstone toda comunicación con North Shingles. Dudando, como había previsto el capitán Wragge, de la sinceridad del deseo de su amo de romper su relación con los Bygrave y marcharse a St. Crux, la señora Lecount probó la verdad o la falsedad de su impresión, aguardando, vigilante, el menor signo de comunicación secreta por una parte o por otra. La gran atención con que hasta entonces había observado las idas y venidas de North Shingles se trasladó enteramente a su amo. Durante el resto de ese tercer día, no lo perdió de vista ni un instante, ni permitió que nadie que tuviera intención de comunicarse con Noel Vanstone se quedara ni unos minutos a solas con él. A intervalos, durante toda la noche, la señora Lecount se acercaba a la puerta a hurtadillas, escuchaba y se cercioraba de que estuviera en la cama y, antes de que saliera el sol, a la mañana siguiente, el guardacostas que hacía sus rondas se sorprendió al ver a una señora levantada tan temprano como él y ocupada en su labor junto a una de las ventanas superiores de Sea-View.
La mañana del cuarto día, Noel Vanstone bajó a desayunar con la conciencia del error que había cometido la víspera. La conducta obvia con el fin de ganar tiempo era declarar que aún no se había decidido. Lo manifestó audazmente cuando el ama de llaves le preguntó si pensaba marcharse ese día. De nuevo la señora Lecount se abstuvo de hacer comentarios y de nuevo se mostraron signos de incredulidad en su rostro. La vacilación en los propósitos no era extraña en su experiencia de Noel Vanstone, pero en esta ocasión el ama de llaves creía que su caprichosa conducta era fingida con el fin de ganar tiempo para comunicarse con North Shingles y, por tanto, decidió mantenerse ojo avizor y espiarlo con vigilancia doblada y triplicada.
No llegó ninguna carta esa mañana. Hacia mediodía, el tiempo empeoró y abandonaron la idea de salir a pasear como era su costumbre. Hora tras hora, mientras su amo se hallaba sentado en uno de los gabinetes, la señora Lecount vigilaba desde el otro con la puerta que daba al pasillo abierta y con una visión perfecta de North Shingles por una ventana lateral, junto a la cual se había apostado convenientemente. No se produjo el menor signo sospechoso ni llegó sonido sospechoso alguno a sus oídos. Al caer la tarde, su amo dejó de vacilar. Estaba asqueado del tiempo, detestaba el lugar, preveía el fastidio de más encuentros con el señor Bygrave y estaba resuelto a partir en dirección a St. Crux a primera hora de la mañana siguiente. Lecount podía quedarse para embalar las curiosidades y saldar las cuentas con los comerciantes, y seguirle a la residencia del almirante al día siguiente. El ama de llaves se asombró un tanto del tono y las maneras con que su amo le dio aquellas órdenes. Sabía con toda certeza que Noel Vanstone no se había comunicado en modo alguno con North Shingles y, sin embargo, parecía resuelto a abandonar Aldborough lo antes posible. Por primera vez vaciló su adhesión a sus propias conclusiones. Recordó que su amo se había quejado de los Bygrave antes de que estos regresaran a Aldborough y comprendió que ya en aquella ocasión su propia incredulidad la había engañado, cuando apareció el carruaje en la puerta para demostrar que incluso el señor Bygrave cumplía con su palabra.
Aun así, la señora Lecount resolvió actuar con implacable prudencia hasta el final. Esa noche, cuando se cerraron las puertas, sacó las llaves de la puerta principal y la de la puerta de atrás. Luego abrió suavemente la ventana de su dormitorio y se sentó junto a ella con el sombrero y la capa puestos para no coger frío. La ventana de Noel Vanstone estaba en el mismo lado de la casa que la suya. Si se acercaba alguien para hablarle desde el jardín, el ama de llaves se enteraría de todo. Preparada en todos los aspectos para interceptar cualquier forma de comunicación clandestina que pudiera idear la estratagema, la señora Lecount montó guardia durante la tranquila noche. Cuando amaneció, bajó sigilosamente antes de que se levantara la criada, devolvió las llaves a su lugar y retomó su posición en el gabinete hasta que Noel Vanstone apareció en la mesa del desayuno. ¿Había cambiado de opinión? No. Rehusó viajar en posta hasta el ferrocarril, para ahorrarse el gasto, pero se mostró tan firme como antes en su resolución de irse a St. Crux. Deseaba que se le reservara un asiento interior en la primera diligencia. Suspicaz hasta el final, la señora Lecount envió al mozo del panadero para reservar el asiento. Siendo este empleado de un servicio público, el señor Bygrave no sospecharía que se ocupaba de llevar a cabo un encargo privado.
El carruaje llegó a Sea-View. La señora Lecount vio a su amo instalarse en su asiento y comprobó que los otros tres asientos interiores estaban ocupados por desconocidos. Preguntó al cochero si los asientos exteriores (que no estaban ocupados) se habían reservado ya. El hombre respondió afirmativamente. Tenía que recoger a dos caballeros en el pueblo y los otros ocuparían su sitio en la posada. La señora Lecount dirigió inmediatamente sus pasos hacia la posada y se situó en el paseo frente a la puerta, desde donde podía ver la diligencia partir definitivamente. Diez minutos después se alejaba traqueteando, llena de pasajeros, tanto en los asientos interiores como exteriores, y el ama de llaves se aseguró con sus propios ojos de que ni el señor Bygrave ni cualquier otra persona de North Shingles se hallaba entre ellos.
Solo le quedaba una precaución más por tomar y no la descuidó. Sin duda el señor Bygrave había visto la diligencia frente a Sea-View. Podía alquilar un carruaje y seguirla hasta el ferrocarril por mera especulación. La señora Lecount permaneció a la vista de la posada (el único lugar en el que podía conseguirse un carruaje) durante una hora más, esperando acontecimientos. No ocurrió nada, no apareció ningún carruaje, ya no era humanamente posible perseguir a Noel Vanstone. La larga tensión a que había estado sometido el intelecto de la señora Lecount aflojó por fin. Abandonó su vigilancia en el paseo y regresó más animada de lo habitual con el fin de cumplimentar los requisitos necesarios para cerrar la casa de Sea-View.
Se sentó sola en el gabinete y suspiró profundamente con alivio. El capitán Wragge no se había engañado en sus cálculos. El testimonio de sus propios sentidos había vencido por fin la incredulidad del ama de llaves y la había obligado literalmente a ir al extremo opuesto de la convicción.
Juzgó los acontecimientos de los tres últimos días por su propia experiencia y, sabiendo (como sabía con toda certeza) que la idea de ir a St. Crux había sido suya y que su amo no había tenido oportunidad ni había mostrado deseos de informar a la familia de North Shingles de que había aceptado su propuesta, la señora Lecount se vio obligada a admitir que no le quedaban fundamentos para justificar que continuara recelando una traición. Repasó la sucesión de circunstancias a la nueva luz arrojada por los resultados y no halló nada extraño ni contradictorio en ninguna parte. El intento de hacer pasar los cuadros falsos por originales estaba en perfecta armonía con el carácter de un hombre como el señor Bygrave. La indignación de su amo al sentirse engañado; la sospecha, expresada claramente, de que la señorita Bygrave era cómplice; el desengaño sufrido con la sobrina, el trato despreciativo que había dado al tío en el paseo; el hastío del lugar que había sido escenario de su imprudente y precipitada intimidad con desconocidos; su prisa por abandonarlo aquella misma mañana; todos aparecían como hechos ciertos, por razones suficientes, a los ojos del ama de llaves. Había visto con sus propios ojos a Noel Vanstone marchándose de Aldborough sin dejar ni intentar dejar una sola pista que los Bygrave pudieran seguir.
Hasta ahí la llevaron sus conclusiones, pero no más lejos. Era una mujer demasiado sagaz para confiar el futuro al azar y la fortuna. El carácter veleidoso de su amo podía ablandarse. Algún hecho accidental podía, en cualquier momento, dar oportunidad al señor Bygrave de enmendar el error cometido y recuperar con malas artes el lugar perdido en la estima de Noel Vanstone. Aun admitiendo que las circunstancias se habían manifestado al fin inequívocamente en su favor, no por ello se hallaba la señora Lecount menos convencida de que nada garantizaría de forma permanente la seguridad de su amo en el futuro más que poner al descubierto la conspiración, cosa que ella se había esforzado en lograr desde el principio y aún estaba resuelta a hacer.
«Siempre disfruto en St. Crux —pensó la señora Lecount abriendo sus libros de cuentas y clasificando las facturas de los comerciantes—. El almirante es un caballero, la casa es noble, la mesa excelente. ¡No importa! Me quedaré aquí, en Sea-View, yo sola hasta que haya visto el interior del guardarropa de la señorita Bygrave».
Embaló la colección de curiosidades de su amo en diferentes cajas, pagó lo que se adeudaba a los comerciantes y supervisó la tarea de cubrir los muebles en el curso del día. Hacia el anochecer salió de la casa con intención de investigar y se aventuró en el jardín de North Shingles bajo la protección de la oscuridad. Vio luz en la ventana de la salita y las luces en las ventanas superiores, como de costumbre. Tras unos instantes de vacilación se acercó furtivamente a la puerta principal y probó el pomo sin hacer ruido. El pomo giró, como esperaba por la experiencia que tenía de las casas de Aldborough y de otras estaciones balnearias, pero la puerta se resistió; la desconfianza de sus habitantes les había llevado a echar el cerrojo. Después de este descubrimiento, la señora Lecount rodeó la casa hasta la parte de atrás y comprobó que la puerta de ese lado estaba cerrada de la misma manera.
—Eche el cerrojo cuanto quiera, señor Bygrave —dijo el ama de llaves, volviendo sigilosamente al paseo—. No podrá echárselo al bolsillo de su criada. La mejor cerradura que tenga se abre con una llave de oro.
La señora Lecount se acostó. La vigilancia y la excitación constantes de los dos últimos días la habían agotado.
A la mañana siguiente se levantó a las siete. Media hora después vio al puntual señor Bygrave —como lo había visto muchas otras veces a la misma hora— salir por la verja de North Shingles con sus toallas bajo el brazo y dirigirse hacia una barca que le aguardaba en la playa. La natación era uno de los muchos talentos personales que el capitán dominaba a la perfección. Cada mañana lo llevaban remando en barca hasta mar abierta, donde se daba su placentero baño en las profundas aguas azules. La señora Lecount había calculado ya por su reloj el tiempo que consumía en aquel esparcimiento y había descubierto que solía transcurrir una hora entera desde el momento en que embarcaba en la playa hasta el momento en que regresaba.
Durante este intervalo, jamás había visto a ningún otro habitante de North Shingles abandonar la casa. Sin duda la criada se hallaba atareada en la cocina, seguramente la señora Wragge seguía acostada, y quizá la señorita Bygrave (si se levantaba tan temprano) había recibido instrucciones de no aventurarse fuera de la casa en ausencia de su tío. Hacía días que la dificultad de superar el obstáculo de la presencia de Magdalen en la casa había sido la única que el ingenio de la señora Lecount no había conseguido resolver, hasta entonces.
Se sentó junto a la ventana durante un cuarto de hora después de que la barca del capitán abandonara la playa, esforzando al máximo los engranajes de su cerebro y con la vista maquinalmente fija en North Shingles. Meditaba la carta que podía enviar a su amo excusando el retraso de su partida de Aldborough unos cuantos días cuando la puerta de la casa que observaba se abrió de repente y Magdalen en persona salió al jardín. Su figura y su vestido eran inconfundibles. Dio unos cuantos pasos rápidos hacia la verja, se detuvo y se echó el velo de la pamela sobre la cara, como si la clara luz de la mañana fuera demasiado intensa para ella; luego siguió presurosa hasta el paseo y se alejó en dirección al norte con una prisa tal o tan ensimismada en sus preocupaciones que no cerró la verja del jardín después de cruzarla.
La señora Lecount se levantó de su silla, dudando por un momento de lo que veían sus ojos. ¿De verdad se le ofrecía espontáneamente la oportunidad que había intentado conseguir en vano con maquinaciones? ¿Por fin le favorecía la fortuna después de haberle sido hostil durante tanto tiempo? No cabía la menor duda, como dice la expresión popular, «su suerte había cambiado». Cogió sombrero y mantilla y se dirigió a North Shingles sin pensarlo un minuto más. El señor Bygrave en el mar; la señorita Bygrave de paseo; la señora Bygrave y la criada en casa, ambas fáciles de manejar; no podía perder semejante oportunidad; ¡bien valía la pena correr el riesgo!
Esta vez la puerta principal se abrió fácilmente; nadie había echado el cerrojo tras salir Magdalen. La señora Lecount cerró la puerta con suavidad, escuchó un momento en el pasillo y oyó el estrépito de la criada atareada en la cocina con sus ollas y cacerolas. «Si mi buena estrella me guía directamente a la habitación de la señorita Bygrave —pensó el ama de llaves subiendo sigilosamente por las escaleras—, puede que encuentre su guardarropa sin molestar a nadie».
Al llegar al descansillo probó la puerta más cercana a mano derecha. La suerte caprichosa ya la había abandonado. Estaba cerrada. Probó la puerta de enfrente, a mano izquierda. Las botas dispuestas simétricamente en una hilera y las navajas sobre el tocador le hicieron ver de inmediato que aún no había hallado la habitación correcta. Volvió a la parte derecha, caminó por el pasillo que conducía a la parte posterior de la casa y probó una tercera puerta. La puerta se abrió y los dos extremos opuestos de la humanidad femenina, la señora Wragge y la señora Lecount, ¡se hallaron cara a cara!
—¡Le pido mil perdones! —dijo la señora Lecount con una consumada sangre fría.
—¡Qué el Señor nos bendiga y nos guarde! —exclamó la señora Wragge con un asombro mayúsculo.
Las dos exclamaciones se profirieron en un momento, cosa que aprovechó la señora Lecount para tomarle las medidas a su víctima. No se le escapó ni el más mínimo detalle. Se fijó en el traje de cachemira oriental que yacía sobre la mesa medio hecho y medio descosido; se fijó en el pie imbécil de la señora Wragge buscando a ciegas el zapato perdido en las cercanías de la silla; se fijó en que había una segunda puerta en la habitación, además de la que ella había utilizado, y una segunda silla a su alcance en la que quizá fuera mejor que se sentara con aire íntimo y amistoso.
—Por favor, no se ofenda por esta intromisión —rogó la señora Lecount sentándose en la silla—. ¡Por favor, permítame que me explique!
Hablando con su tono más suave, examinando a la señora Wragge con una dulce sonrisa en sus labios zalameros y un interés enternecedor en sus hermosos ojos negros, el ama de llaves soltó su retahíla preliminar de falsedades con tal aire de sinceridad natural que el padre de todas las mentiras lo hubiera envidiado. El señor Bygrave le había dicho que la señora Wragge era una enferma; ella se había reprochado una y otra vez, en sus ratos de ocio en Sea-View (donde se hallaba empleada como ama de llaves del señor Noel Vanstone), no haber ofrecido sus amables servicios a la señora Bygrave; había recibido instrucciones de su amo (al que sin duda la señora Bygrave conocía bien como uno de los amigos de su marido y, naturalmente, como uno de los admiradores de su encantadora sobrina) para que se reuniera con él ese mismo día en la residencia a la que se había trasladado desde Aldborough; pronto habría de partir, pero no tendría la conciencia tranquila si se hubiera marchado sin visitar North Shingles para disculparse por su aparente falta de consideración y de buena vecindad; no había hallado a nadie en la casa, no había podido hacerse oír por la criada; había supuesto (al no descubrir tal aposento en la planta baja) que el gabinete de la señora Bygrave podía estar arriba; irreflexivamente había cometido una intrusión de la que se avergonzaba con toda sinceridad, y únicamente podía esperar de la indulgencia de la señora Bygrave que la excusara y perdonara.
Una disculpa menos recargada hubiera sido igualmente útil al propósito de la señora Lecount. Tan pronto como las esforzadas percepciones de la señora Wragge comprendieron el hecho de que su inesperada visitante era una vecina que conocía bien por el nombre, todo su ser quedó transido de admiración por los distinguidos modales de la señora Lecount, ¡y el vestido que le sentaba como un guante! «Qué manera de hablar tan magnífica —pensó la pobre señora Wragge cuando el ama de llaves llegaba a su última frase—. ¡Y, oh Dios bendito, qué bien vestida va!».
—Veo que la molesto —prosiguió la señora Lecount, valiéndose del traje de cachemira oriental como un medio a su alcance para alcanzar su objetivo—. Veo que la molesto, señora, cuando está ocupada en una tarea que, lo sé por experiencia, exige la mayor atención. ¡Dios mío, Dios mío, veo que lo está descosiendo después de tenerlo hecho! Le hablo por experiencia otra vez, señora Bygrave. ¡Algunos vestidos son muy obstinados! Algunos vestidos parecen decirle a una, literalmente: «¡No! ¡Puedes hacerme lo que quieras, no quedaré bien!».
La señora Wragge quedó muy impresionada por este afortunado comentario. Estalló en risas y batió palmas con sus manazas como muestra de sincera aprobación.
—Eso es lo que me ha estado diciendo este vestido desde que metí las tijeras en él por primera vez —exclamó alegremente—. Sé que tengo las espaldas anchísimas, pero esa no es razón. ¿Por qué un vestido que has tenido entre las manos durante semanas no habría de querer luego ajustarse a ti? Me cuelga sobre el pecho como un saco, eso es. Fíjese, señora, mire la falda. No quiere salir bien. Por delante arrastra y por detrás se levanta. ¡Me deja los talones al descubierto, y Dios sabe que ya tengo bastantes líos con mis talones para además enseñarlos!
—¿Puedo pedirle un favor? —preguntó la señora Lecount en tono de confidencia—. ¿Me permite que intente, señora Bygrave, que mi experiencia le sea de utilidad? Creo que las pecheras son nuestra gran dificultad, señora. Bien, ¿y esta pechera suya? ¿Le digo con sinceridad lo que pienso? ¡Esta pechera suya es una gran equivocación!
—¡No diga eso! —imploró la señora Wragge—. ¡No, por favor, sea buena! Es terriblemente grande, ya lo sé, pero la he copiado de uno de los vestidos de Magdalen.
La señora Wragge estaba demasiado absorta en el tema del vestido para darse cuenta de que se había ido de la lengua y de que se había referido a Magdalen por su auténtico nombre. El agudo oído de la señora Lecount detectó el error al instante mismo en que se cometió. «¡Vaya, vaya! —pensó—. Ya he descubierto algo. Por si alguna vez había dudado de mis sospechas, aquí tengo a una inestimable señora que me las acaba de confirmar».
—Discúlpeme —prosiguió en voz alta—, ¿ha dicho usted que lo ha copiado de uno de los vestidos de su sobrina?
—Sí —dijo la señora Wragge—. Son tan iguales como dos guisantes.
—Entonces —dijo la señora Lecount hábilmente—, debe de haber algún serio error en la confección del vestido de su sobrina. ¿Podría mostrármelo?
—¡Bendita sea, sí! —exclamó la señora Wragge—. Venga por aquí, señora, y traiga el vestido con usted, por favor. Si se deja encima de la mesa, se desliza siempre hasta el suelo solo para ofenderme. Aquí, encima de la cama, hay mucho sitio.
Abrió la puerta que comunicaba los dos dormitorios y entró con impaciencia en el de Magdalen. La señora Lecount siguió echando miradas furtivas a su reloj. ¡Nunca había volado el tiempo como aquella mañana! Veinte minutos más y el señor Bygrave volvería del baño.
—¡Aquí está! —dijo la señora Wragge, abriendo el armario para sacar un vestido de una de las perchas—. ¡Mire esto! Esta pechera tiene frunces y también la mía. Seis en una y media docena en la otra, y los míos son los más grandes, ¡eso es todo!
La señora Lecount meneó la cabeza con gravedad y entró inmediatamente en sutiles disquisiciones sobre el arte de la costura, que tuvieron el efecto deseado de desconcertar por completo a la propietaria del traje de cachemira oriental en menos de tres minutos.
—¡Basta! —imploró la señora Wragge—. ¡No siga! Me he quedado a kilómetros de usted y la cabeza ha empezado a zumbarme. Díganos, como un alma de Dios, qué debo hacer. Acaba de decir algo sobre los patrones. ¿Quizá soy demasiado grande para el patrón? Si es así, no puedo evitarlo. ¡Mis buenos llantos tuve cuando era una jovencita en edad de crecer por culpa de mi tamaño! La mitad de mí sobra, señora; mídame a lo largo o mídame a lo ancho, no lo niego, la mitad de mí sobra de todas las maneras.
—Mi querida señora —protestó la señora Lecount—. ¡Es usted injusta consigo misma! Permítame asegurarle que posee usted una figura que impone, la figura de Minerva. Una majestuosa simplicidad en la forma de una mujer exige necesariamente una simplicidad majestuosa en la forma de su vestido. Las leyes del vestir son clásicas; ¡no se puede jugar con las leyes del vestir! Frunces para Venus, bullones para Juno, pliegues para Minerva. Yo sugeriría un cambio radical de patrón. Su sobrina tiene otros vestidos en su colección. ¿Por qué no probamos a encontrar un patrón de Minerva entre ellos?
Mientras pronunciaba estas palabras, se dirigió de nuevo al armario.
La señora Wragge la siguió y sacó los vestidos, uno por uno, meneando la cabeza con desánimo. Aparecieron vestidos de seda y vestidos de muselina. El único vestido que permaneció invisible fue el que buscaba la señora Lecount.
—Hay muchos —dijo la señora Wragge—. Puede que sirvan para Venus y para esas otras dos (las he visto en cuadros sin un solo pedazo de ropa decente entre las tres), pero no servirán para mí.
—¿No queda ahí otro vestido? —preguntó la señora Lecount, señalando el interior del armario, pero sin tocar nada—. ¿No veo algo colgado en el rincón detrás de ese chal oscuro?
La señora Wragge sacó el chal; la señora Lecount abrió un poco más la puerta del armario. Allí, enganchado de cualquier manera a la percha más escondida, ¡allí, con sus lunares blancos y su doble volante, se hallaba el vestido de alpaca marrón!
Lo repentino y consumado del descubrimiento cogió al ama de llaves totalmente desprevenida, pese a ser una experta del disimulo. Dio un respingo al ver el vestido. Segundos después miró a la señora Wragge con inquietud. ¿Había sido observado el respingo? Había pasado totalmente inadvertido. La señora Wragge dedicaba toda su atención al vestido de alpaca: lo contemplaba fijamente de manera incomprensible y con la mayor consternación.
—Parece usted alarmada, señora —dijo la señora Lecount—. ¿Qué hay en el armario que la asuste tanto?
—Hubiera dado una corona de mi propio bolsillo —dijo la señora Wragge—, por no haber visto ese vestido. Se me había borrado de la memoria y ahora ha vuelto otra vez. ¡Tápelo! —exclamó la señora Wragge, arrojando el chal sobre el vestido en un súbito ataque de desesperación—. ¡Si sigo viéndolo mucho tiempo, creeré haber vuelto a Vauxhall Walk!
¡Vauxhall Walk! Aquellas dos palabras dijeron a la señora Lecount que estaba a punto de dar con un nuevo hallazgo. Echó una segunda mirada furtiva a su reloj. Apenas le quedaban diez minutos antes de que regresara el señor Bygrave; su sobrina podía volver en cualquiera de esos minutos.
La cautela aconsejó a la señora Lecount marcharse sin correr más riesgos. La curiosidad la clavó en el sitio y le dio el valor para quedarse costara lo que costara hasta agotar el tiempo. Su afable sonrisa empezó a endurecerse un poco cuando tanteó con cuidado en el interior de la débil cabeza de la señora Wragge.
—¿Tiene usted algún recuerdo desagradable de Vauxhall Walk? —preguntó con el tono inquisitivo más amable posible—. ¿O quizá, debería decir, algún recuerdo desagradable de ese vestido que pertenece a su sobrina?
—La última vez que la vi con ese vestido puesto —dijo la señora Wragge, desplomándose en una silla y empezando a temblar— fue el día en que volví de comprar y vi al fantasma.
—¡El fantasma! —repitió la señora Lecount, juntando las manos con cortés asombro—. ¡Querida señora, perdóneme! ¿Existe tal cosa en el mundo? ¿Dónde lo vio? ¿En Vauxhall Walk? Cuénteme. Es usted la primera señora que conozco que haya visto a un fantasma. ¡Cuénteme, se lo ruego!
Halagada por la importancia que había cobrado de repente a los ojos del ama de llaves, la señora Wragge inició con todo detalle el relato de su aventura sobrenatural. La intensa avidez con que la señora Lecount escuchó su descripción de la vestimenta del espectro, la prisa del espectro por subir las escaleras y la desaparición del espectro en el dormitorio; el extraordinario interés que mostró la señora Lecount al oír que el vestido del guardarropa era el mismo que casualmente llevaba puesto Magdalen en el horrísono momento en que el fantasma se desvaneció… animaron a la señora Wragge a añadir más y más detalles y a embrollarse en circunstancias paralelas, de las cuales no parecía que fuera a emerger en varias horas. Los minutos volaban cada vez más deprisa; cada vez estaba más cerca el momento fatídico del regreso del señor Bygrave. La señora Lecount miró su reloj por tercera vez sin intentar, en esta ocasión, ocultar sus movimientos a la mirada de su compañera. Tenía dos minutos exactos para salir de North Shingles. Dos minutos bastarían, si no se producía ningún incidente. Había descubierto el vestido de alpaca, había oído toda la historia de la aventura en Vauxhall Walk y, mejor aún, se había enterado incluso del número de la casa, que la señora Wragge recordaba casualmente porque era el mismo número en años que correspondía a su edad. Había conseguido cuanto necesitaba para abrir los ojos a su amo. Aunque hubiera podido quedarse más tiempo, no había nada más que valiera la pena. «Voy a dejar muda a esta auténtica idiota con un golpe de gracia —pensó el ama de llaves—, y desapareceré antes de que se recobre».
—¡Horrible! —exclamó la señora Lecount, interrumpiendo el relato fantasmal con un breve y agudo chillido, y dirigiéndose hacia la puerta sin la menor ceremonia ante el asombro indescriptible de la señora Wragge—. Me ha helado la sangre. ¡Buenos días! —Con todo el descaro, arrojó el traje de cachemira oriental en el ancho regazo de la señora Wragge y abandonó la habitación al instante.
Bajaba las escaleras a toda prisa, cuando oyó que se abría la puerta del dormitorio.
—¿Dónde están sus modales? —gritó una voz desde arriba que la increpaba débilmente por encima de la barandilla—. ¿Qué pretende tirándome encima el vestido de esa manera? ¡Debería avergonzarse de sí misma! —añadió la señora Wragge, pasando de cordera a leona al darse cuenta paulatinamente de la afrenta cometida contra el traje de cachemira—. ¡Extranjera repugnante, debería avergonzarse de sí misma!
Perseguida por este discurso de despedida, la señora Lecount llegó a la puerta principal y la abrió sin detenerse. Rápidamente recorrió el sendero del jardín, cruzó la verja y, hallándose a salvo en el paseo, se detuvo y miró hacia el mar.
El primer objeto con que tropezaron sus ojos fue la figura del capitán Bygrave, inmóvil en la playa: ¡un petrificado bañista con las toallas en la mano! A la señora Lecount le bastó con echarle una ojeada para comprender que la había visto salir por la verja de su jardín.
La señora Lecount conjeturó acertadamente que el primer impulso del señor Bygrave le conduciría a realizar averiguaciones inmediatas en su propia casa, de modo que caminó hacia Sea-View tan tranquilamente como si no hubiera sucedido nada. Cuando entró en el gabinete donde le aguardaba su solitario desayuno, se sorprendió de ver una carta sobre la mesa. Se acercó para cogerla con una expresión de impaciencia, pensando que sería la factura de algún comerciante que había olvidado.
Era la carta falsificada de Zurich.