ENTREACTO

DESARROLLO DE LA HISTORIA A TRAVÉS DEL CORREO

I

DE GEORGE BARTRAM AL ALMIRANTE BARTRAM

Londres, 3 de abril de 1848

Mi querido tío:

Unas breves líneas para informarle de un obstáculo temporal que ninguno de los dos había previsto cuando nos despedimos en St. Crux. Mientras desperdiciaba los últimos días de la semana en la Grange, los Tyrrel debían estar haciendo los preparativos para abandonar Londres. Acabo de volver de Portland Place. La casa está cerrada y la familia (incluyendo a la señorita Vanstone, por supuesto) abandonó ayer Inglaterra para pasar la temporada en París.

Por favor, no se deje inquietar por este pequeño revés inicial. Carece totalmente de importancia. Tengo la dirección del lugar en el que viven los Tyrrel y me dispongo a cruzar el Canal con el barco correo de esta noche. Hallaré mi oportunidad en París de la misma forma que la hubiera hallado en Londres. No la dejaré pasar, se lo prometo. Por una vez en la vida, cogí la ocasión por los pelos con tanta fuerza como si fuera el hombre más impetuoso de Inglaterra; en cuanto sepa el resultado, puede contar con que también usted lo sabrá.

Un saludo afectuoso de,

GEORGE BARTRAM

II

DE GEORGE BARTRAM A LA SEÑORITA GARTH

París, 13 de abril

Querida señorita Garth:

Acabo de escribir a mi tío con el corazón acongojado y creo que debo escribirle a usted en atención al amable interés que ha demostrado por mí.

Estoy seguro de que lamentará mi decepción cuando le diga con la mayor brevedad y claridad posibles que la señorita Vanstone me ha rechazado.

Puede que mi vanidad me engañara lastimosamente, pero confieso que esperaba una respuesta muy distinta. Puede que mi vanidad siga engañándome, pues le confieso, en confianza, que creo que la señorita Vanstone me rechazó con pesar. La razón que me dio para su decisión, que sin duda ella considera suficiente, a mí no me lo pareció entonces ni me lo parece ahora. Me habló del modo más dulce y amable, pero declaró con firmeza que «sus desgracias familiares» no le dejaban más alternativa honorable que pensar en mis propios intereses, ya que yo no lo hacía, y rechazar mi propuesta, aunque llena de agradecimiento.

La vi en tan tremenda agitación que no osé defender mi causa como hubiera hecho en otras circunstancias. A mi primer intento por abordar la cuestión personal, me suplicó que tuviera piedad de ella y bruscamente abandonó la habitación. Sigo ignorando si debo interpretar que esas «desgracias familiares» que se han interpuesto entre nosotros se refieren a la desgracia de la que solo a sus padres se puede culpar o a la de tener una hermana como la señora de Noel Vanstone. Sea cual sea la circunstancia que se haya constituido en obstáculo, de ninguna manera lo es para mí. ¿No habrá nada que lo venza? ¿No hay esperanzas? Perdóneme por hacerle estas preguntas. No soporto esta amarga decepción. Ni ella, ni usted, nadie más que yo sabe hasta qué punto la amo.

Le saluda atentamente,

GEORGE BARTRAM

P. D. Partiré en dirección a Inglaterra dentro de uno o dos días y pasaré por Londres de camino a St. Crux. Existen razones familiares relacionadas con el odioso asunto del dinero que me hacen esperar la entrevista con mi tío con nulo entusiasmo. Si me escribe a Long’s Hotel, su carta no hallará dificultad en encontrarme.

III

DE LA SEÑORITA GARTH A GEORGE BARTRAM

Westmoreland House, 16 de abril

Querido señor Bartram:

Estaba usted en lo cierto al suponer que su carta sería para mí motivo de aflicción. Si hubiera supuesto, además, que me causaría un gran enojo, no se habría alejado de la verdad. No soporto el orgullo y la obstinación de las jóvenes de hoy en día.

He recibido noticias de Norah. Es una larga carta en la que me da todo tipo de detalles. Me dispongo ahora a depositar toda mi confianza en el honor y la discreción de usted. Por su bien y por el de Norah voy a decirle cuáles son en realidad los escrúpulos que erróneamente la han llevado al orgullo y el desatino de rechazarle. Soy lo bastante mayor para hablar sin tapujos y puedo decirle que, si Norah hubiera sido lo bastante sensata para dejarse guiar por sus propios sentimientos, habría dicho que sí de todo corazón.

La causa original de todo este disparate se halla nada menos que en la persona de su respetable tío, el almirante Bartram.

Según parece, al almirante se le metió en la cabeza (supongo que en ausencia de usted) la idea de ir a Londres en persona y satisfacer su curiosidad con respecto a Norah, para lo cual visitó Portland Place con la excusa de renovar su vieja amistad con los Tyrrel. Llegó a la hora del almuerzo, vio a Norah y, por lo que tengo entendido, le gustó más de lo que esperaba o deseaba cuando entró en la casa.

Hasta aquí no he hecho más que especular, pero desgraciadamente es un hecho cierto que el almirante y la señora Tyrrel charlaron a solas cuando terminó el almuerzo. El nombre de usted no se mencionó, pero cuando la conversación recayó en Norah, usted estaba en el pensamiento de ambos, por supuesto. El almirante (reconociendo todos los méritos de Norah) manifestó compadecerla de todo corazón por su triste suerte. La escandalosa conducta de su hermana habría de interponerse siempre (dijo temer) entre ella y su bienestar futuro. ¿Quién podría casarse con ella sin poner primero como condición que ella y su hermana fueran como extrañas la una para la otra? E incluso así, seguiría existiendo la objeción —la grave objeción para la familia del marido— de emparentarse por matrimonio con una mujer como la señora de Noel Vanstone. Era muy triste, la pobre no tenía la culpa, pero no era menos cierto que su hermana constituiría un escollo permanente en su vida. Así continuó, sin una auténtica animosidad hacia Norah, pero con una obstinada convicción en sus prejuicios que tenía toda la apariencia de animosidad, y que otras personas con más genio que sentido común habrían considerado inmediatamente un insulto.

Por desgracia, la señora Tyrrel es de esta condición. Es una excelente persona, con un gran corazón, pero de genio vivo y corto entendimiento; ella siente un gran afecto por Norah y está sinceramente interesada en su bienestar. Por lo que he podido saber, manifestó, delante de él en primer lugar, que la opinión del almirante era interesada y egoísta en grado sumo; luego, a sus espaldas, la interpretó como una indirecta para que desalentáramos las visitas de su sobrino, lo cual representaba un insulto directo a una señora en su propia casa. Por si todo esto fuera poco, peores disparates habían de producirse aún.

Tan pronto como se fue su tío, la señora Tyrrel cometió la insensatez de mandar llamar a Norah y repetirle la conversación que acababa de tener con el almirante, previniéndola de la reacción que podía esperar del hombre que ocupaba el lugar de un padre para usted si aceptaba una propuesta de matrimonio de su parte. Cuando le diga que el cariño leal de Norah hacia su hermana permanece invariable y que bajo su noble sumisión a las desdichadas circunstancias de la vida yace un orgullo susceptible a desaires de todo tipo, orgullo profundamente enraizado en su naturaleza, comprenderá usted el auténtico motivo del rechazo que tan justamente le ha decepcionado. Los tres son culpables por igual en este asunto. El tío de usted hizo mal en expresar sus reparos de forma tan directa y desconsiderada. La señora Tyrrel hizo mal en dejarse llevar por su temperamento y suponerse insultada cuando no había tal insulto. Y Norah hizo mal en anteponer el orgullo y una fe desesperada en su hermana, que no puede esperar que compartan las personas ajenas a ella, a un cariño, mucho más importante, que podía haber garantizado la felicidad y la prosperidad de su vida futura.

Pero el daño ya está hecho. La cuestión ahora es: ¿puede remediarse el daño?

Espero y creo que sí. Mi consejo es este: no acepte un no por respuesta. Déle tiempo para reflexionar sobre lo que ha hecho y para arrepentirse en secreto (como estoy segura de que ocurrirá). Confíe en que ejerceré mi influencia sobre ella y defenderé su causa a la menor ocasión. Aguarde pacientemente el momento oportuno y pídaselo de nuevo. Acostumbrados a reflexionar antes de actuar, los hombres están siempre demasiado dispuestos a creer que las mujeres hacen lo mismo. Las mujeres no hacen nada parecido. Actúan por impulsos, y en nueve casos de cada diez, luego se arrepienten de todo corazón.

Mientras tanto, debe usted ocuparse de sus propios intereses, induciendo a su tío a cambiar de opinión o, al menos, a hacer la concesión de guardarse sus opiniones para él solo. La señora Tyrrel ha sacado la precipitada conclusión de que el almirante causó el daño intencionadamente o, lo que es lo mismo, que tenía la convicción profética cuando entró en la casa de la reacción que ella tendría cuando la abandonara. Mi explicación es mucho más simple. Creo que al hacerle usted partícipe de sus sentimientos, despertó en él la lógica curiosidad por ver al objeto de estos, y que los imprudentes elogios que dedicó a Norah irritaron al almirante haciendo que manifestara sus objeciones abiertamente. En cualquier caso, el camino que debe seguir es igualmente claro. Haga uso del ascendiente que tiene sobre su tío y convénzale para que aclare las cosas. Confíe en mi total determinación de ver a Norah convertida en su esposa antes de que pasen seis meses. Con los mejores deseos, su amiga,

HARRIET GARTH

IV

DE LA SEÑORA DRAKE A GEORGE BARTRAM

St. Crux, 17 de abril

Señor:

Le dirijo estas líneas al hotel donde suele alojarse en Londres con la esperanza de que regrese pronto del extranjero y reciba mi carta sin demora.

Lamento tener que comunicarle que se han producido ciertos sucesos desagradables en St. Crux desde que usted se fue y que mi honorable amo, el almirante, dista mucho de gozar de su buena salud habitual. Por ambos motivos me he atrevido a escribirle bajo mi propia responsabilidad, pues considero que su presencia es necesaria en la casa.

A principios de este mes se produjo una lamentable circunstancia. El señor Mazey descubrió a la camarera nueva hurgando a altas horas de la noche (y con la cesta de llaves del amo en su poder) en los documentos personales que el almirante guarda en la biblioteca del ala este. La chica abandonó la casa a la mañana siguiente antes de que nos levantáramos y no se ha sabido nada de ella desde entonces. Este suceso ha molestado y alarmado al amo muy seriamente y, para empeorar las cosas, el mismo día en que se descubrió el comportamiento traicionero de la chica, el almirante mostró los primeros síntomas de un grave catarro inflamatorio. Ni él ni nadie sabe cómo pudo enfriarse. Se envió a buscar al médico, que consiguió bajar la inflamación hasta anteayer, momento en que volvió a manifestarse en circunstancias que estoy convencida de que lamentará oír tanto como yo lamento tener que escribir.

En el día mencionado —me refiero al quince de este mes—, el amo en persona me informó de que había sufrido una terrible decepción a causa de una carta de usted, que había llegado por la mañana desde el extranjero y que era portadora de malas noticias. No me dijo cuáles eran esas noticias, pero en todos los años que he pasado al servicio del almirante, jamás lo había visto tan alterado y fuera de sí como aquel día. Por la noche su inquietud fue en aumento. Se hallaba en un estado de irritación tal que no pudo soportar el sonido de la fuerte respiración del señor Mazey junto a su puerta y ordenó al anciano taxativamente que se fuera a uno de los dormitorios a pasar la noche. Naturalmente, aunque con gran pesar por su parte, el señor Mazey se vio obligado a obedecer.

Dado que nos privaba así del único medio de que disponíamos para impedir que el almirante abandonara la habitación mientras dormía si desgraciadamente tenía un ataque de sonambulismo, el señor Mazey y yo acordamos turnarnos para hacer guardia durante la noche, sentados en una de las habitaciones vacías cercanas al dormitorio del amo con la puerta abierta de par en par. No se nos ocurrió otra cosa mejor, puesto que sabíamos que no iba a permitir que lo encerráramos con llave y, aunque nos hubiéramos atrevido a encerrarlo sin su permiso, no disponíamos de la llave. Yo hice guardia durante las dos primeras horas; luego me reemplazó el señor Mazey. Cuando llevaba un rato en mi dormitorio, recordé que el anciano es duro de oído y comprendí que, si se le cerraban los ojos durante la noche, no podía confiar en que su oído le advirtiera si sucedía algo. Volví a vestirme y regresé junto al señor Mazey. No estaba ni dormido ni despierto, sino en un estado intermedio. Tuve un presentimiento y me dirigí a la habitación del almirante. La puerta estaba abierta y la cama, vacía.

El señor Mazey y yo bajamos al instante. Registramos todas las habitaciones del ala norte, una por una, y no hallamos el menor rastro de él. Entonces pensé en el salón y, dado que era la más ágil de los dos, me encaminé hacia allí para comprobarlo. En el momento en que daba la vuelta al recodo del corredor, vi al amo entrando por la puerta abierta del salón, caminando en sueños y con la cesta de las llaves en la mano. A su espalda, la puerta corredera también estaba abierta. Temí entonces, con un temor que ha perdurado hasta hoy, que su sueño lo hubiera conducido a través del salón de banquetes hasta las habitaciones del ala este. No pensamos en despertarlo, pero seguimos sus pasos hasta que estos lo llevaron de nuevo al dormitorio. A la mañana siguiente, me apena decirlo, se reprodujeron todos los síntomas del catarro; ninguno de los remedios empleados han conseguido vencerlos. Por consejo del médico, nos abstuvimos de contar al almirante lo que había sucedido. Así pues, él cree haber pasado la noche como de costumbre, en su propia habitación.

He sido puntillosa al entrar en todos los detalles de este desafortunado accidente porque ni el señor Mazey ni yo deseamos evitar la culpa, si la culpa merecemos. Ambos actuamos como mejor supimos, y ambos pedimos y rogamos que regrese usted lo antes posible a St. Crux, dada la grave responsabilidad que ha recaído sobre nosotros. Nuestro honorable amo es muy difícil de llevar y el médico piensa, como nosotros, que la presencia de usted es necesaria en la casa.

Con mis respetos y los del señor Mazey, su humilde servidora,

SOPHIA DRAKE

V

DE GEORGE BARTRAM A LA SEÑORITA GARTH

St. Crux, 22 de abril

Querida señorita Garth:

Le ruego que me disculpe por no haberle expresado antes mi agradecimiento por su amable y consoladora carta. Nos hallamos en St. Crux en una triste situación. Cualquier pequeña irritación que hubiera podido sentir por la desafortunada intromisión de mi pobre tío en Portland Place ha quedado olvidada por la desgracia de su grave enfermedad. Sufre de una congestión producida por enfriamiento, y tales síntomas son por sí solos bastante peligrosos a su edad. Un médico de Londres ha venido a la casa. Dentro de unos días la informaré de lo que suceda. Reciba entretanto, mi sincera gratitud.

Le saluda atentamente,

GEORGE BARTRAM

VI

DEL SEÑOR LOSCOMBE A LA SEÑORA DE NOEL VANSTONE

Lincoln’s Inn Fields, 6 de mayo

Querida señora:

He recibido inesperadamente información de vital importancia para su caso. Esta misma mañana me ha llegado la noticia de la muerte del almirante Bartram. Falleció en su hogar el día cuatro del presente mes.

Este suceso zanja todas las consideraciones de las que había intentado convencerla previamente en relación a su descubrimiento en St. Crux. El camino más sensato que podemos seguir ahora es ponernos en contacto de inmediato con los albaceas del caballero fallecido, por medio del consejero legal del almirante en primer lugar.

Hoy he enviado una carta al abogado en cuestión. En ella simplemente se le advierte de que ha llegado a nuestro conocimiento la existencia de un documento privado que regula el uso que el difunto caballero debía dar a la herencia recibida por el testamento del señor Noel Vanstone. En mi carta doy por sentado que el documento se hallará con facilidad entre los papeles del almirante y menciono que soy el abogado designado por la señora de Noel Vanstone para recibir toda comunicación destinada a ella. Mi propósito al dar este paso es conseguir que se instituya la búsqueda del fideicomiso —en el más que probable caso de que los albaceas no hayan tropezado todavía con él— antes de que se tomen las medidas habituales para la administración de los bienes del almirante. Amenazaremos con emprender acciones legales si no lo conseguimos, pero no preveo tal necesidad. Los albaceas del almirante Bartram deben de ser hombres de alto rango y querrán ser justos con usted y consigo mismos en este asunto; podemos confiar en que buscarán el fideicomiso.

En tales circunstancias, se preguntará usted, naturalmente: «¿Cuáles son nuestras expectativas cuando se encuentre el documento?». Nuestras expectativas tienen un lado malo y otro bueno. Empecemos por el lado bueno.

Sabemos, en primer lugar, que el fideicomiso existe realmente. Segundo, que hay en él una disposición referida al matrimonio del señor George Bartram en un plazo de tiempo determinado. Tercero, que ese plazo (seis meses desde la fecha de la muerte del marido de usted) expiró el día tres de este mes. Cuarto, que el señor George Bartram es, en estos momentos, un hombre soltero (cosa que he averiguado por mis propios medios, dado que usted no poseía información concluyente a ese respecto). De todo ello se deriva la conclusión lógica de que las condiciones del fideicomiso, en este caso, no se han cumplido.

Si no fueron añadidas otras disposiciones en el documento —o si, habiendo sido añadidas, se descubre que tampoco se han cumplido—, creo que a los albaceas les será imposible (especialmente si se encuentra evidencia de que el almirante se consideraba obligado por los términos del fideicomiso) administrar la fortuna de su marido como parte de la herencia del almirante Bartram. En la herencia del señor Vanstone se declara de manera expresa que su destinatario era el almirante, en el caso de que cumpliera con ciertas condiciones, aquellas precisamente que no se han cumplido. ¿Qué se hará, pues, con el dinero? No estaba destinado al almirante propiamente, según dice el mismo testador, y las intenciones con las que fue legado no han sido, ni podrán ser, llevadas a cabo. Creo (si estas suposiciones se constatan) que el dinero debe volver a formar parte de los bienes del testador. En ese caso, tendrá que ser la ley quien se ocupe de la herencia y la dividirá en dos partes equitativas: una mitad para la viuda sin descendencia del señor Noel Vanstone; la otra, repartida entre los parientes más cercanos del difunto.

Habrá descubierto usted, obviamente, el obstáculo para que el caso se resuelva a nuestro favor tal como le he señalado. Sin duda comprenderá usted que no depende de una contingencia, sino de que varias de ellas se produzcan exactamente tal y como deseamos que sucedan. Admito la importancia del obstáculo, pero puedo decirle, al mismo tiempo, que las antedichas contingencias no son de ninguna manera tan improbables como puedan parecer.

Tenemos razones para creer que ni el fideicomiso ni el testamento fueron redactados por un abogado. Esta circunstancia obra a nuestro favor; en todo caso es suficiente para sembrar una duda sobre la validez del documento o, cuando menos, de aquellas disposiciones sobre las que podemos no haber sido informados. Otra posibilidad con la que podemos contar, en mi opinión, radica en ese extraño texto manuscrito que usted vio añadido bajo la firma de la tercera página de la carta, pero que desafortunadamente no leyó. Es muy probable que aquellas líneas fueran escritas por el almirante Bartram, y la posición que ocupan abona la suposición de que el fideicomiso consiguió el importante objetivo de obligarle moralmente.

No querría hacerle cobrar falsas esperanzas. Solo deseo asegurarle que merece la pena seguir con el caso.

En cuanto al lado malo de nuestras expectativas, no necesito extenderme. Después de lo dicho, comprenderá usted que si existe una disposición válida en el fideicomiso, desconocida para nosotros, que haya sido cumplida por el almirante —o que pueda ser cumplida por sus representantes—, nuestras esperanzas se verán desbaratadas. La herencia, en este caso, se destinaría al propósito o propósitos previstos por su marido y, desde ese momento, usted no podría presentar demanda.

Solo me queda por añadir que, tan pronto como reciba noticias de los representantes legales del almirante, será usted informada de los resultados.

Le saluda atentamente,

JOHN LOSCOMBE

VII

DE GEORGE BARTRAM A LA SEÑORITA GARTH

St. Crux, 15 de mayo

Querida señorita Garth:

La molesto con otra carta, en parte para agradecerle sus amables condolencias en consideración a la pérdida que he sufrido, y en parte para informarle sobre una extraordinaria solicitud recibida por los albaceas de mi tío en la que tanto usted como la señorita Vanstone pueden sentirse interesadas, pues concierne directamente a la señora de Noel Vanstone.

Dada mi ignorancia de los tecnicismos legales, incluyo una copia de la solicitud en lugar de intentar describirla. Se dará usted cuenta del hecho sospechoso de que no se explique la forma en que fue descubierto uno de los secretos de mi tío, por personas totalmente desconocidas para él.

Tras recibir esta comunicación, inmediatamente los albaceas recurrieron a mí. Yo no pude darles información alguna, pues mi tío no me consultaba jamás tales asuntos. Pero consideré que era una cuestión de honor decirles que durante los últimos seis meses de su vida, de vez en cuando, el almirante había manifestado en mi presencia un desasosiego que me llevó a pensar que se hallaba abrumado por algún tipo de responsabilidad personal. También les conté que me había impuesto una extraña condición —que, pese a sus afirmaciones, yo estaba convencido de que no podía ser idea suya—: si quería recibir cierta suma de dinero, debía casarme en un plazo determinado (plazo que ya ha vencido). Se trataba, según creo, de la misma suma que le había legado mi primo en su testamento. Los albaceas convinieron conmigo en que estas circunstancias daban visos de probabilidad a lo que, en caso contrario, sería una historia increíble. Decidieron que debía instituirse la búsqueda de un fideicomiso secreto, puesto que hasta entonces, entre los papeles del almirante, no se había hallado nada que se le pareciera remotamente.

Hace una semana que se emprendió con ahínco esta búsqueda (nada fácil en una casa como esta). La supervisan los dos albaceas testamentarios junto con el abogado de mi tío, al que el señor Loscombe (el abogado de la señora de Noel Vanstone) conoce personal y profesionalmente, y que participa en la búsqueda por expreso deseo de dicho señor Loscombe. Hasta ahora no se ha encontrado nada en absoluto. Se han examinado miles y miles de cartas; ninguna de ellas tiene el menor parecido con la carta que estamos buscando.

Dentro de una semana se dará la búsqueda por finalizada. De hecho, se ha prolongado durante tanto tiempo únicamente por expreso deseo mío. Dado que la generosidad del almirante me ha convertido en único heredero de cuanto poseía, me siento obligado a hacer justicia en favor de otros, por mucho que ello me perjudique.

Con este fin, no he vacilado en revelar al abogado una peculiaridad constitucional de mi pobre tío que se mantuvo siempre en secreto fuera del círculo estrictamente familiar, a petición suya; me refiero a su tendencia al sonambulismo. Le conté que su ama de llaves y su viejo sirviente lo habían encontrado caminando en sueños unas tres semanas antes de su muerte, y que la parte de la casa en la que lo habían visto y la cesta de llaves que llevaba en la mano sugería que había estado en una de las habitaciones del ala este y que quizá había abierto alguno de los muebles que hay en ellas. Sorprendí al abogado (que parecía ignorar por completo las extraordinarias acciones que realizan los sonámbulos) informándole de que mi tío podía moverse por la casa, abrir y cerrar con llave y trasladar objetos de todo tipo de un lugar a otro durante el sueño con la misma facilidad que despierto. Y declaré que, mientras tuviera la más leve sospecha de que mi tío había soñado con el fideicomiso aquella noche en cuestión y llevado su sueño a la práctica mientras dormía, no quedaría satisfecho de la búsqueda hasta que no se registraran de nuevo las habitaciones del ala este.

Sin embargo, debo añadir que no existe el menor fundamento para esta idea mía. Durante la última etapa de su fatal enfermedad, mi pobre tío era totalmente incapaz de hablar de tema alguno. Desde que llegué a St. Crux a mediados del mes pasado hasta el día de su muerte, ni una sola palabra escapó de sus labios que se refiriera en modo alguno al fideicomiso secreto. Así están las cosas por el momento. Si considera usted conveniente comunicar el contenido de esta carta a la señorita Vanstone, le ruego que añada de mi parte que no será por mi culpa si la reclamación de su hermana (por absurda que sea a los ojos de los albaceas de mi tío) no demuestra ser cierta.

Atentamente le saluda,

GEORGE BARTRAM

P.D. Tan pronto como se resuelvan todos estos asuntos, partiré hacia el extranjero con la intención de pasar fuera varios meses buscando consuelo en un cambio de ambiente. La casa se cerrará y quedará a cargo de la señora Drake. No he olvidado que comentó usted en una ocasión que le gustaría ver St. Crux si se hallaba alguna vez por estos contornos. Si por casualidad se hallara usted en Essex mientras yo estoy fuera, he previsto lo necesario para impedir que sufra una decepción dejando instrucciones a la señora Drake de que le permita la libre entrada a la casa y a los jardines, tanto a usted como a cualquier amigo que la acompañe.

VIII

DEL SEÑOR LOSCOMBE A LA SEÑORA DE NOEL VANSTONE

Lincoln’s Inn Fields, 24 de mayo

Querida señora:

Tras una semana de búsqueda, conducida, fuerza es decirlo, con el mayor esmero y diligencia, no se ha hallado el fideicomiso secreto entre los papeles dejados en St. Crux por el difunto almirante Bartram.

En estas circunstancias, los albaceas han decidido obrar de acuerdo con la única autoridad admisible de que disponen: el testamento del almirante. Este documento (legalizado hace algunos años) lega a su sobrino la totalidad de sus bienes, tanto raíces como personales (es decir, todas las tierras y el dinero que poseía en el momento de su muerte). El testamento es claro y el resultado, inevitable. A partir de este momento, ha perdido usted todo derecho a la fortuna de su marido. El señor George Bartram la hereda legalmente junto con la casa y las tierras de St. Crux.

No haré comentarios sobre este extraordinario final. Tal vez el fideicomiso fuera destruido o escondido en algún lugar inaccesible. En cualquier caso, en mi opinión es imposible hallar una declaración legalmente válida basada en un conocimiento del documento tan fragmentario e incompleto como el que tiene usted. Si otros abogados discrepan conmigo, consúltelos sin vacilación. He dedicado ya dinero y tiempo suficientes al desafortunado empeño de reivindicar sus derechos; a partir de este momento, mi relación con ese asunto debe darse por concluida.

Su obediente servidor,

JOHN LOSCOMBE

IX

DE LA SEÑORA RUDDOCK (DUEÑA DE LA CASA DE HUÉSPEDES)
AL SEÑOR LOSCOMBE

Park Terrace, St. John’s Wood, 2 de junio

Señor:

Habiendo llevado al correo por encargo de la señora de Noel Vanstone algunas de sus cartas dirigidas a usted y no conociendo a nadie más a quien recurrir, le ruego me indique si conoce usted a alguno de sus allegados, pues creo que deberían actuar y tomar medidas sobre ella.

La señora Vanstone vino a esta casa por primera vez el mes de noviembre pasado, cuando ocupó mis habitaciones con su doncella. En aquella ocasión no me dio motivos de queja, y tampoco en esta. Se ha comportado como una señora y me ha pagado lo que me debía. Le escribo como madre de familia y por sentido de la responsabilidad. No tengo ningún motivo interesado.

Tras darme el debido aviso, la señora Vanstone (que ahora está completamente sola) se marcha de aquí mañana. No me ha ocultado que se halla en difíciles circunstancias y que no puede seguir pagándome. Eso es todo lo que me ha dicho. No sé adónde va ni lo que piensa hacer. Pero tengo razones para creer que desea borrar toda huella que pudiera llevar hasta ella, pues ayer me la encontré llorando y quemando cartas, sin duda de sus allegados. En la última semana su aspecto y su conducta han sufrido un horrible cambio. Creo que algo terrible la ha trastornado y, por lo que veo, temo que se halle al borde de una grave enfermedad. Es muy triste ver a una mujer tan joven completamente desamparada y sin amigos.

Perdóneme por molestarle con esta carta; escribirla era un deber de conciencia. Si conoce usted a algunos de sus parientes, por favor, avíseles de que no hay tiempo que perder. Si no vienen mañana, podrían perder la última oportunidad de verla.

Su humilde servidora,

CATHERINE RUDDOCK

X

DEL SEÑOR LOSCOMBE A LA SEÑORA RUDDOCK

Lincoln’s Inn Fields, 2 de junio

Señora:

Mi única relación con la señora de Noel Vanstone era profesional y esa relación ha concluido. No conozco a ninguno de sus allegados y no puedo comprometerme a intervenir de manera personal en su vida privada, presente ni futura.

Lamentando que no me sea posible ofrecerle ayuda,

su obediente servidor,

JOHN LOSCOMBE