CAPÍTULO II
La señora Lecount mezcló la sal volátil con agua y le administró el preparado inmediatamente. El estimulante hizo su efecto. Minutos después, Noel Vanstone podía incorporarse en la silla sin ayuda, el color de su cara mejoró y respiró con mayor facilidad.
—¿Qué tal se encuentra ahora, señor? —preguntó la señora Lecount—. ¿Se le ha calentado el costado izquierdo?
Noel Vanstone no prestó atención a esta pregunta; sus ojos se pasearon por la habitación y se posaron por casualidad en la mesa. Para sorpresa de la señora Lecount, en lugar de responderle, se inclinó y contempló con ojos asombrados y señalando con la mano el segundo frasco que había sacado del armarito y dejado de lado precipitadamente, sin fijarse en él. Viéndole presa de una nueva alarma, la señora Lecount se acercó a la mesa y miró donde él miraba. La etiqueta del frasco era plenamente visible, y en ella, escrita con la sencilla letra del boticario de Aldborough, se leía una única palabra sobrecogedora: «VENENO».
Incluso la señora Lecount perdió su sangre fría ante aquel descubrimiento. No estaba preparada para ver sus más funestos presagios —frutos no reconocidos de su odio hacia Magdalen— convertidos en realidad como los veía en aquel momento. La desesperación suicida que había llevado a Magdalen a procurarse el veneno, el propósito suicida con el que lo había guardado luego, recelando del futuro, llevaban consigo su justo castigo. Allí estaba el frasco, en ausencia de Magdalen, dando falso testimonio de una traición que jamás se le había pasado por la cabeza: ¡atentar contra la vida de su marido!
Con la mano señalando aún maquinalmente la mesa, Noel Vanstone alzó la cabeza y miró a la señora Lecount.
—Lo he sacado del armarito —dijo ella, en respuesta a la mirada—. He sacado los dos frascos juntos sin saber cuál era el que buscaba. Estoy tan escandalizada y asustada como usted.
—¡Veneno! —dijo él en voz baja, lentamente—. Veneno que mi mujer guarda bajo llave en el armarito de su propia habitación. —Se interrumpió y miró a la señora Lecount una vez más—. ¿Para mí? —preguntó con tono de alelada curiosidad.
—No hablaremos de ello, señor, hasta que se haya calmado un poco —dijo la señora Lecount—. Mientras tanto, el peligro que acecha en este frasco será eliminado instantáneamente en su presencia. —Quitó el corcho y arrojó el láudano por la ventana, seguido del frasco—. Intentemos olvidar este horrible hallazgo por el momento —prosiguió—. Bajemos ahora mismo. Todo lo que me queda por decirle puede decirse en otra habitación.
Ayudó a su amo a levantarse de la silla e hizo que se cogiera de su brazo. «Bueno ha sido que llegara cuando he llegado —pensó mientras bajaban por las escaleras—. Bueno para él y bueno para mí».
Una vez en el pasillo, la señora Lecount se dirigió a la puerta principal, donde aguardaba el carruaje que la había llevado hasta allí desde Dumfries, y ordenó al cochero que acomodara los caballos en la posada más cercana y volviera a buscarla al cabo de dos horas. Hecho esto, acompañó a Noel Vanstone a la sala de estar, azuzó el fuego e instaló a su amo cómodamente en un butacón. Este permaneció sentado unos minutos, calentándose las manos sin fuerzas, como un viejo, y mirando fijamente las llamas. Luego habló.
—Cuando aquella mujer vino a Vauxhall Walk a amenazarme —empezó, mirando aún el fuego—, usted volvió al gabinete después de que ella se hubiera ido y me dijo… —Se interrumpió, tuvo un estremecimiento y perdió el hilo de sus recuerdos en ese punto.
—Le dije, señor —dijo el ama de llaves—, que en mi opinión aquella mujer era la señorita Vanstone en persona. ¡No se sobresalte, señor Noel! Su mujer se ha ido y yo estoy aquí para cuidarle. Si se siente asustado, dígase a sí mismo: «Lecount está aquí; Lecount cuidará de mí». La verdad ha de ser contada, señor, por duro que resulte oírla. La señorita Magdalen Vanstone era la mujer que fue a visitarle disfrazada, y la mujer que fue a visitarle disfrazada es la mujer con la que se ha casado. La conspiración con la que le amenazó en Londres es la conspiración que ha hecho de ella su mujer. Esta es la verdad pura y simple. Ya ha visto usted el vestido de arriba. Aunque ese vestido no hubiera existido ya, seguiría teniendo mis pruebas para convencerle. Gracias a mi entrevista con la señora Bygrave, he descubierto que la casa en que se alojó su mujer en Londres se hallaba enfrente de nuestra casa de Vauxhall Walk. Le he echado el guante a una de las hijas de la patrona, que observó a su esposa desde una habitación interior y la vio disfrazarse, que puede confirmar su verdadera identidad y la de su compañera, la señora Bygrave, y que me ha proporcionado, a petición mía, una exposición de los hechos por escrito que está dispuesta a repetir bajo juramento si cualquier persona se atreve a contradecirla. Leerá usted la exposición, señor Noel, si le apetece, cuando esté más capacitado para entenderla. También leerá una carta escrita por la señorita Garth (que le repetirá personalmente lo que me escribió a mí) de su puño y letra. En esa carta niega formalmente haber estado en Vauxhall Walk y afirma formalmente que esos lunares del cuello de su mujer son marcas peculiares de la señorita Magdalen Vanstone, a la que conoce desde la infancia. Lo digo con justo orgullo, no hallará un solo punto débil en las pruebas que le traigo. Si el señor Bygrave no hubiera robado mi carta, habría recibido usted mi advertencia antes de que me hicieran viajar hasta Zurich con un cruel engaño, y las pruebas que ahora le traigo, después de su boda, se las hubiera ofrecido antes de esta. No me haga responsable, señor, por lo que ha ocurrido desde que abandoné Inglaterra. ¡Culpe a la hija bastarda de su tío y a ese canalla del ojo marrón y el ojo verde!
Pronunció estas últimas palabras llenas de venenoso rencor tan despacio y tan claramente como había dicho todo lo demás. Noel Vanstone no respondió; seguía sentado, encogido ante el fuego. La señora Lecount dio media vuelta y lo miró de frente. Noel Vanstone lloraba en silencio.
—¡La quería tanto! —dijo el desventurado hombrecillo—. ¡Y creía que ella me quería tanto a mí!
La señora Lecount le dio la espalda en desdeñoso silencio. «¡La quería!». Al repetir esas palabras para sí, su rostro macilento recuperó casi la belleza gracias a la magnífica intensidad de su desprecio.
Se acercó a una estantería que había en el extremo opuesto de la habitación y examinó los volúmenes que contenía. No llevaba mucho tiempo entretenida de aquella manera cuando le sobresaltó la voz de su amo llamándola presa del pavor. Las lágrimas se habían desvanecido de su rostro; el terror se había adueñado de nuevo de su expresión cuando lo volvió hacia ella.
—¡Lecount! —dijo, aferrándose al ama de llaves con ambas manos—. ¿Puede envenenarse un huevo? He tomado un huevo esta mañana para desayunar, y un poco de tostada.
—Tranquilícese, señor —dijo la señora Lecount—. El veneno de la falsedad de su mujer es el único que ha tomado por ahora. Si hubiera resuelto ya hacerle pagar el precio de su locura con su vida, no se habría ausentado de la casa dejándole vivo. Deseche esa idea. Es mediodía, necesita tomar algo. Tengo más cosas que decirle en bien de su propia seguridad. Quiero que haga usted algo que ha de hacerse en el acto. Haga acopio de fuerzas y lo conseguirá. Yo le daré ejemplo comiendo, si todavía desconfía de la comida de esta casa. ¿Tendrá la serenidad suficiente para darle órdenes a la criada si toco la campanilla? Es necesario para mis propósitos que nadie crea que está usted enfermo o perturbado. Pruebe primero conmigo antes de que venga la criada. Veamos qué aspecto tiene y qué tal suena cuando diga: «Sirva el almuerzo».
Después de dos ensayos, la señora Lecount consideró que estaba preparado para dar la orden sin delatarse.
Louisa respondió a la llamada; Louisa lanzó a la señora Lecount una mirada penetrante. La criada sirvió el almuerzo; la criada lanzó a la señora Lecount una mirada penetrante. Cuando terminó el almuerzo, la cocinera quitó la mesa; la cocinera lanzó a la señora Lecount una mirada penetrante. Era evidente que las tres sirvientas barruntaban que algo extraordinario ocurría en la casa. No cabía la menor duda de que habían acordado repartirse las tres oportunidades que les ofrecía el servicio de la comida para entrar en la habitación.
A la sagaz señora Lecount no se le escapó la curiosidad de que era objeto. «Hice bien —pensó—, en procurarme en su momento los medios necesarios para mis fines. Si pierdo más tiempo del estrictamente necesario, alguna de esas mujeres podría interponerse en mi camino». Incitada por esta reflexión, cogió su bolsa de viaje de un rincón tan pronto como la última de las criadas abandonó la estancia y, sentándose al otro extremo de la mesa frente a Noel Vanstone, lo miró unos instantes con atención inquisidora. Había medido con sumo cuidado la cantidad de vino que su amo debía beber con la comida —le había dejado beber exactamente lo que necesitaba para darle ánimos sin confundir sus pensamientos— y examinaba ahora su rostro con expresión crítica, como un artista examina su cuadro al final de un día de trabajo. El resultado pareció satisfacerla y abordó sin dilación el asunto más serio de la entrevista.
—¿Querrá usted mirar las pruebas escritas de las que le he hablado, señor Noel, antes de que siga hablando? —preguntó—. ¿O está usted suficientemente convencido de la verdad para proceder de inmediato con la propuesta que tengo que hacerle ahora?
—Oigamos su propuesta —dijo, apoyando los codos en la mesa y la cabeza en las manos con expresión hosca.
La señora Lecount sacó de su bolsa de viaje las pruebas escritas a las que acababa de referirse y las colocó con cuidado a un lado, al alcance de su amo, por si este quería consultarlas. Lejos de desanimarse por la brusquedad de sus modales, la señora Lecount se animó visiblemente. Lo conocía bien y sabía que era un signo prometedor. En las raras ocasiones en que se despertaba la poca determinación que Noel Vanstone poseía, se reafirmaba invariablemente —como en la mayoría de los hombres débiles— con agresividad. En tales momentos, su resolución crecía en proporción directa a su malhumor y descortesía hacia los demás, y menguaba en proporción directa a la consideración y cortesía que demostraba. El tono de la respuesta que acababa de dar y la actitud que había adoptado convencieron a la señora Lecount de que el vino español y el cordero escocés habían cumplido con su deber y habían reavivado su decaído valor.
—Le haré la pregunta por pura formalidad, señor, si usted quiere —prosiguió la señora Lecount—. Pero tengo la seguridad, sin tener que preguntarlo, de que ha hecho usted testamento, ¿verdad?
Él asintió sin mirarla.
—¿En favor de su mujer?
Él volvió a asentir.
—¿Le ha legado cuanto posee?
—No.
La señora Lecount se sorprendió.
—¿Hizo usted esa salvedad espontáneamente, señor Noel? —preguntó—. ¿O es posible acaso que su mujer pusiera límites personales a sus intereses en el testamento?
Noel Vanstone guardó silencio, incómodo; era evidente que le avergonzaba responder a la pregunta. La señora Lecount la repitió de una forma menos directa.
—¿Cuánto ha dejado usted a su viuda, señor Noel, en el caso de que fallezca?
—Ochenta mil libras.
La respuesta servía para ambas preguntas. Ochenta mil libras eran exactamente la fortuna que Michael Vanstone había arrebatado a las hijas huérfanas de su hermano a la muerte de este, exactamente la fortuna que el hijo de Michael Vanstone había conservado, a su vez, tan inmisericorde como su padre. El silencio de Noel Vanstone era tan elocuente como la confesión que le avergonzaba hacer. En la debilidad de su chifladura, no cabía la menor duda de que hubiera puesto todos sus bienes a los pies de su mujer; pero aquella muchacha, cuya osadía vengativa había desafiado todo comedimiento, aquella muchacha, cuya desesperada determinación no había flaqueado siquiera ante la puerta de la iglesia, en la hora misma de su triunfo, ¡solo había querido una parte del hombre que estaba dispuesto a dárselo todo!; había logrado arrebatarle exactamente la fortuna de su padre ¡y luego había vuelto la espalda a la mano que la tentaba con decenas de miles más! La sorpresa enmudeció momentáneamente a la señora Lecount; Magdalen le había arrancado por la fuerza un asombro semejante a la admiración, un asombro que su animadversión hubiera rechazado de buena gana. A partir de ese momento, su odio hacia Magdalen fue diez veces mayor.
—No me cabe la menor duda, señor —continuó tras la breve pausa—, de que la señora de Noel Vanstone le dio excelentes razones para explicar por qué el legado que debía recibir a la muerte de usted había de ser ni más ni menos que de ochenta mil libras. Y, por otra parte, estoy igualmente convencida de que usted, que inocentemente no sospechaba nada, halló esas razones concluyentes en su momento. Ese momento ha pasado ya. Ha abierto usted los ojos, señor, y no dejará de advertir (como advierto yo) que casualmente la propiedad de Combe-Raven asciende a la misma suma exactamente que la herencia que ha legado a su mujer siguiendo sus propias instrucciones. Si todavía alberga alguna duda sobre el motivo por el que se casó con usted, busque en su testamento, ¡y ahí lo hallará!
Noel Vanstone alzó la cabeza y escuchó con la mayor atención lo que ella le decía por primera vez desde que se sentaron a la mesa. La propiedad de Combe-Raven no había ocupado jamás un lugar especial en su estima. Había llegado a sus manos unida al resto de las posesiones de su padre, a la muerte de este. Por su naturaleza, el descubrimiento que acababan de hacerle había escapado por completo a sus hábitos comunes de reflexión, así como su inocente falta de suspicacia. No dijo nada, pero miró a la señora Lecount con menos malhumor. Sus modales eran más zalameros; la marea alta de su valor empezaba ya a bajar.
—Su situación, señor, debe de ser ahora tan clara como lo es para mí —dijo la señora Lecount—. Solo queda un obstáculo entre esa mujer y la consecución de sus fines. Ese obstáculo es su vida, señor. Después del hallazgo que hemos hecho arriba, usted mismo puede darse cuenta de lo que vale su vida.
Al oír estas terribles palabras, se retiró hasta la última gota de su menguante resolución.
—¡No me asuste! —suplicó—. Ya me ha asustado bastante. —Se levantó y arrastró la silla tras él rodeando la mesa hasta colocarse junto a la señora Lecount. Se sentó y besó su mano acariciadoramente—. ¡Usted que es tan buena! —dijo, bajando la voz—. ¡Excelente Lecount! Dígame qué debo hacer. Estoy decidido. ¡Haré cualquier cosa por salvar mi vida!
—¿Tiene usted recado de escribir en la habitación, señor? —preguntó la señora Lecount—. ¿Querría ponerlo sobre la mesa, por favor?
Mientras él recogía las diferentes piezas del recado, la señora Lecount volvió a servirse de los recursos de su bolsa de viaje. Sacó dos documentos, escritos ambos con la misma y pulcra letra comercial. Uno era descrito como «Borrador para testamento propuesto» y el otro como «Borrador para carta propuesta». Le tembló un poco la mano cuando los colocó sobre la mesa y se aplicó a la nariz el frasco de sales que había llevado consigo en beneficio de Noel Vanstone.
—Esperaba, cuando he llegado aquí, señor Noel —prosiguió—, poder darle más tiempo para reflexionar del que ahora me parece prudente darle. Cuando me ha dicho antes que su mujer se ha ido a Londres, he creído probable que el objeto de su viaje fuera visitar a su hermana y a la señorita Garth. Desde el espantoso hallazgo que hemos hecho arriba, me inclino a cambiar de opinión. La obstinación de su mujer en no decirle quiénes son los amigos a los que ha ido a ver me llena de alarma. Puede que tenga cómplices en Londres, o incluso, por lo que sabemos, puede que tenga cómplices en esta casa. Sus tres sirvientas, señor, han aprovechado la oportunidad de entrar por turno en esta habitación para observarme. ¡No me gustan sus miradas! Ni usted ni yo sabemos lo que puede ocurrir de un día para otro o incluso en cuestión de horas. Si sigue usted mi consejo, se adelantará a cualquier posible accidente, y cuando vuelva el carruaje ¡abandonará esta casa conmigo!
—¡Sí, sí! —dijo él con vehemencia—. Abandonaré la casa con usted. No me quedaría aquí solo ni por todo el oro del mundo. ¿Para qué queremos la pluma y el tintero? ¿Va a escribir usted o voy a escribir yo?
—Escribirá usted, señor —dijo el ama de llaves—. Los medios por los que garantizará su propia seguridad habrá de ponerlos en marcha usted personalmente de principio a fin. Yo sugiero, señor Noel, y usted decide. Evalúe su propia situación, señor. ¿Cuál es la primera y más urgente necesidad? Evidentemente esta. Tiene que eliminar el interés de su mujer en su muerte haciendo otro testamento.
Noel Vanstone expresó su aprobación asintiendo con viveza; se le subió el color a la cara y un triunfal destello malévolo brilló en sus ojos entrecerrados.
—No recibirá ni un penique —dijo para sus adentros en un susurro—. ¡No recibirá ni un penique!
—Cuando esté redactado su testamento, señor —continuó la señora Lecount—, tendrá que depositarlo en manos de una persona digna de confianza, no en mis manos, señor Noel, ¡yo solo soy su sirvienta! Luego, cuando el testamento esté a salvo y usted también, escriba a su mujer a esta casa. Dígale que su infame impostura ha sido desenmascarada, dígale que ha hecho un nuevo testamento que la deshereda, dígale, con justa indignación, que no quiere volver a verla. Colóquese usted en esa posición de fuerza y no se hallará más a merced de su mujer, sino ella a la suya. Haga valer su poder, señor, con la ayuda de la ley, y aplástela para que acepte en el futuro cualquier condición que a usted le plazca imponerle.
Noel Vanstone empuñó la pluma con ardor.
—Sí —dijo con suficiencia vengativa—, cualesquiera condiciones que me plazca imponerle. —De repente se interrumpió y pareció desalentado y perplejo—. ¿Cómo voy a hacerlo ahora? —preguntó, arrojando la pluma sobre la mesa con la misma rapidez con que la había cogido.
—¿Hacer qué, señor? —preguntó la señora Lecount.
—¿Cómo puedo hacer testamento si el señor Loscombe está en Londres y no hay ningún abogado aquí para ayudarme?
La señora Lecount dio unos suaves golpecitos con el dedo índice en los papeles que había sobre la mesa ante ella.
—Toda la ayuda que necesita, señor, le espera aquí —dijo—. Medité este asunto cuidadosamente antes de venir y me procuré la ayuda confidencial de un amigo para que me guiara en la resolución de las dificultades que no podía resolver por mí misma. El amigo al que me refiero es un caballero de origen suizo, pero nacido y educado en Inglaterra. No es abogado de profesión; sin embargo, su experiencia legal es tan amplia que ha podido suministrarme, no solo un modelo para que usted pueda hacer testamento, sino también el borrador de una carta que para nosotros es tan importante escribir como el testamento mismo. Le aguarda otra necesidad, señor Noel, que aún no he mencionado, pero que no es menos urgente, a su manera, que la necesidad de hacer testamento.
—¿Qué es? —preguntó él con curiosidad creciente.
—Lo trataremos cuando llegue la hora, señor —respondió la señora Lecount—. Su turno aún no ha llegado. Primero el testamento, por favor. Yo le dictaré del modelo que obra en mi poder y usted escribirá.
Noel Vanstone contempló el borrador del testamento y el borrador de la carta con suspicacia.
—Creo que debería ver esos documentos antes de que me los dicte —dijo—. Sería más satisfactorio para mí, Lecount.
—Por supuesto, señor —replicó la señora Lecount, tendiéndole los papeles de inmediato.
Él leyó primero el borrador del testamento, deteniéndose y frunciendo el entrecejo con desconfianza cada vez que encontraba espacios en blanco en el texto que habría de rellenar con nombres de personas y la enumeración de las sumas legadas a cada una de ellas. Dos o tres minutos de lectura le llevaron al final del documento. Se lo devolvió a la señora Lecount sin objetar nada.
El borrador de la carta era un documento mucho más largo. La leyó obstinadamente hasta el final con una expresión de perplejidad y descontento que demostraban que era completamente ininteligible para él.
—Quiero que me explique esto —dijo con un amago de su antigua suficiencia— antes de emprender acción alguna.
—Quedará explicado, señor, a medida que avancemos —dijo la señora Lecount.
—¿De cabo a rabo?
—De cabo a rabo, señor Noel, cuando llegue el momento. ¿No tiene nada que objetar al testamento? Pues dediquémonos a él primero, como le he dicho antes. Usted mismo ha visto que es tan corto y sencillo que hasta un niño lo entendería. Pero si le queda algún resto de duda, no vacile en resolverla mostrándolo a un abogado. Mientras tanto, no quisiera parecerle entrometida, pero recuerde que todos somos mortales y que las oportunidades perdidas no se vuelven a presentar. ¡Haga testamento mientras aún tiene tiempo, señor, y sus enemigos nada recelan!
La señora Lecount desplegó una hoja de papel de cartas y la alisó ante él, hundió la pluma en el tintero y se la colocó en la mano. Él la cogió sin decir nada; experimentaba, según todas las apariencias, un momentáneo desasosiego. Pero lo principal se había logrado. Allí estaba sentado, con el papel delante y la pluma en la mano, dispuesto seriamente por fin a hacer testamento.
—Lo primero que debe decidir, señor —dijo la señora Lecount, tras echar una mirada preliminar al borrador—, es el albacea. No deseo influir en su decisión, pero creo que no sería incorrecto recordarle que una elección sensata es la elección de un viejo amigo digno de toda confianza.
—Se refiere al almirante, supongo —dijo Noel Vanstone.
La señora Lecount asintió.
—Muy bien —continuó él—. Que sea el almirante.
Era evidente que seguía teniendo el ánimo oprimido. A pesar de las penosas circunstancias en las que se hallaba, no era propio de él aceptar el sensato consejo de la señora Lecount, totalmente desinteresado, sin poner algún pero, como había hecho ahora.
—¿Preparado, señor?
—Sí.
La señora Lecount dictó el primer párrafo del borrador como sigue:
Esta es la última voluntad y testamento de Noel Vanstone, que reside actualmente en Baliol Cottage, cerca de Dumfries. Revoco totalmente y en cada uno de sus detalles mi anterior testamento del trece de septiembre de mil ochocientos cuarenta y siete, y por la presente nombro al contraalmirante Arthur Everard Bartram, de St. Crux-in-the-Marsh, Essex, único albacea de este mi testamento.
—¿Ha escrito esas palabras, señor?
—Sí.
La señora Lecount dejó el borrador; Noel Vanstone dejó la pluma. Ninguno de los dos miró al otro. Se produjo un largo silencio.
—Estoy esperando —dijo por fin la señora Lecount— a oír cuáles son sus deseos con respecto a la distribución de su fortuna. Su gran fortuna —añadió con implacable énfasis.
Él volvió a empuñar la pluma y empezó a arrancar plumas del cálamo en completo silencio.
—Quizá el testamento aún vigente le ayude a instruirme, señor —insistió la señora Lecount—. ¿Puedo preguntarle a quién dejaba todo su dinero sobrante tras legar las ochenta mil libras a su esposa?
Si hubiera contestado a la pregunta con sinceridad, habría tenido que decir: «He dejado todo el sobrante a mi primo, George Bartram», a lo que habría seguido el reconocimiento implícito de que el nombre de la señora Lecount no se mencionaba en el testamento en su presencia. En su situación, un hombre mucho más audaz habría sentido la misma opresión y la misma turbación que él. Arrancó el último trozo de pluma del cálamo e, intentando atravesar de un salto el abismo que tenía a sus pies, se adelantó a cumplir espontáneamente las exigencias de la señora Lecount.
—Preferiría no hablar de ningún testamento salvo del que estoy haciendo ahora —dijo, molesto—. Lo primero, Lecount… —Vaciló, se metió la punta desnuda del cálamo en la boca, la mordisqueó pensativamente y no dijo más.
—¿Sí, señor? —insistió la señora Lecount.
—Lo primero es…
—¿Sí, señor?
—¿Lo primero es, es… disponer una cantidad para usted?
Pronunció estas últimas palabras con un tono de interrogación quejumbrosa, como si aún no hubiera perdido toda esperanza de recibir una magnánima negativa. La señora Lecount se encargó de aclararle ese punto sin perder más tiempo.
—Gracias, señor Noel —dijo, con el tono y las maneras de una mujer que no agradecía un favor sino que recibía un derecho.
Él mordisqueó de nuevo el cálamo. El sudor empezó a perlar su rostro.
—La dificultad está —señaló— en decir cuánto.
—Su llorado padre, señor —replicó la señora Lecount—, resolvió esa dificultad (recuérdelo) durante su última enfermedad.
—No lo recuerdo —dijo Noel Vanstone tercamente.
—Usted se hallaba a un lado de su cama, señor, y yo al otro. Intentábamos en vano persuadirle de que hiciera testamento. Después de decirnos que esperaría a ponerse bien para hacerlo, me miró y dijo unas palabras amables y sentidas que mi memoria atesorará hasta el fin de mis días. ¿Ha olvidado usted esas palabras, señor Noel?
—Sí —respondió el señor Noel sin vacilar.
—En mi actual situación, señor —replicó la señora Lecount—, la delicadeza me impide avivar su memoria.
El ama de llaves consultó su reloj y enmudeció. Él apretó los puños y se balanceó en su silla sumido en la agonía de la indecisión. La señora Lecount se negó pasivamente a prestarle atención.
—¿Qué diría usted…? —empezó Noel Vanstone, y se interrumpió de repente.
—¿Sí, señor?
—¿Qué diría usted de… mil libras?
La señora Lecount se levantó y lo miró a la cara con la majestuosa indignación de una mujer insultada.
—Después del servicio que le he prestado hoy, señor Noel —dijo—, me he ganado al menos su respeto, si no más. Le deseo buenos días.
—¡Dos mil! —exclamó Noel Vanstone, con el valor de la desesperación.
La señora Lecount dobló sus papeles y se colgó la bolsa de viaje del brazo en desdeñoso silencio.
—¡Tres mil!
La señora Lecount se alejó de la mesa con impenetrable dignidad en dirección a la puerta.
—¡Cuatro mil!
La señora Lecount se arrebujó en su chal con un escalofrío y abrió la puerta.
—¡Cinco mil!
Noel Vanstone juntó las manos y se las retorció ante la mirada del ama de llaves en un arrebato de rabia e incertidumbre. «Cinco mil» era el lamento fúnebre de su suicidio pecuniario.
La señora Lecount cerró la puerta con suavidad y dio un paso hacia delante.
—¿Exentas de derechos de sucesión, señor? —preguntó.
—¡No!
La señora Lecount giró en redondo y abrió de nuevo la puerta.
—¡Sí!
La señora Lecount volvió y ocupó de nuevo su sitio ante la mesa como si nada hubiera ocurrido.
—Cinco mil libras exentas de derechos de sucesión fue la suma, señor, que me prometió su padre con su estima y agradecimiento —dijo tranquilamente—. Si decide usted hacer memoria, como no ha hecho hasta ahora, su memoria le dirá que es verdad. Acepto que, como hijo, cumpla usted la promesa de su padre, señor Noel, y ahí me detengo. Me niego a aprovecharme de mi situación con respecto a usted, me niego a arrancarle nada más a costa de sus temores. Tiene usted la protección de mi respeto por mí misma y por el ilustre apellido que llevo. Usted sabe todo lo que he hecho y todo lo que he sufrido a su servicio. ¡La viuda del profesor Lecompte, señor, toma lo que en justicia le pertenece y nada más!
Mientras hablaba, las huellas de la enfermedad sufrida parecieron desvanecerse de su rostro momentáneamente; una firme luz interior brilló en sus ojos; toda ella se encendía e iluminaba al resplandor de su propio triunfo, el triple triunfo de conseguir lo que quería, de mantener su integridad y de igualar la abnegación incorruptible de Magdalen en su propio terreno.
—Seguiremos cuando vuelva a ser usted dueño de sí mismo, señor. Primero esperemos un poco.
La señora Lecount dio tiempo a su amo para serenarse, y luego, después de consultar su borrador, dictó el segundo párrafo del testamento en estos términos:
Doy y lego a la señora Virginie Lecompte (viuda del profesor Lecompte, antes residente en Zurich) la suma de cinco mil libras, exentas de derechos de sucesión. Y con este legado, deseo hacer constar que no solo expreso el agradecimiento por el afecto y la fidelidad de la señora Lecompte en su calidad de ama de llaves, sino que creo también haber cumplido las intenciones de mi difunto padre, quien, de no ser por la circunstancia de haber muerto sin testar, hubiera dejado a madame Lecompte en su testamento la misma muestra de agradecida consideración por sus servicios que ahora dejo yo en el mío.
—¿Ha escrito usted las últimas palabras, señor?
—Sí.
La señora Lecount se inclinó sobre la mesa y ofreció su mano a Noel Vanstone.
—Gracias, señor Noel —dijo—. Las cinco mil libras son el reconocimiento por parte de su padre de lo que hice por él. Las palabras del testamento son el reconocimiento de usted.
Noel Vanstone esbozó una sonrisa por primera vez. Pensándolo bien, le consolaba la idea de que las cosas pudieran haber sido peor. Pagar la deuda de gratitud con una frase no negociable con su banquero era un bálsamo para su espíritu herido. Hiciera su padre lo que hiciera, ¡él había conseguido una ganga con Lecount, al fin y al cabo!
—Un poco más, señor —prosiguió la señora Lecount—, y habrá terminado con su penoso pero necesario deber. Una vez resuelta la insignificante cuestión de mi legado, llegamos a lo más importante: el destino futuro de una gran fortuna aguarda ahora sus órdenes. ¿Quién la heredará?
Noel Vanstone empezó a retorcerse de nuevo en su silla. Ni siquiera bajo la todopoderosa fascinación de su mujer había conseguido despedirse de su dinero por escrito sin una punzada de dolor. Había soportado esa punzada, se había resignado al sacrificio, y ahora, ¡ahí estaba de nuevo la temida prueba aguardándole despiadadamente por segunda vez!
—Quizá pueda ayudarle a decidir, señor, si repito una pregunta que ya le he hecho antes —señaló la señora Lecount—. En el testamento que hizo bajo la influencia de su mujer, ¿a quién le dejó el dinero sobrante que quedaba a su disposición?
No había ningún daño en contestar ahora. Noel Vanstone reconoció que se lo había dejado a su primo George.
—No podía haber hecho nada mejor, señor Noel, y no puede hacer nada mejor ahora —dijo la señora Lecount—. El señor George y sus dos hermanas son sus únicos parientes vivos. Una de esas hermanas es una inválida incurable que dispone ya de más dinero del que requiere para todas las necesidades que su enfermedad le permite tener. La otra es la esposa de un hombre más rico aún que usted. Legar el dinero a esas hermanas es desperdiciarlo. Legar el dinero a George es dar a su primo exactamente la ayuda que necesitará cuando herede un día la casa medio derruida y la propiedad empobrecida de su tío. El testamento que nombre albacea al almirante y heredero al señor George es el más correcto. Hace honor a los derechos de la amistad y justicia a los derechos de la sangre.
La señora Lecount hablaba con enardecido afecto, pues recordaba con agradecimiento cuanto ella misma debía a la hospitalidad de St. Crux. Noel Vanstone cogió otro cálamo y lo empezó a despojar de plumas como antes al primero.
—Sí —admitió a regañadientes—, supongo que ha de ser George mi heredero; supongo que es él quien más derecho tiene. —Vaciló, miró la puerta, miró la ventana como si anhelara escapar por un camino u otro—. Oh, Lecount —exclamó lastimosamente—, ¡es una fortuna tan grande! Déjeme esperar un poco antes de dejársela a nadie.
Con gran sorpresa por su parte, la señora Lecount accedió de inmediato a aquella petición tan característica.
—Deseo que espere, señor —replicó—. Tengo algo importante que decirle antes de que añada otra línea a su testamento. Hace un momento le he dicho que debíamos prever una segunda necesidad relacionada con su situación actual cuando llegara el momento. El momento ha llegado. Tiene usted una seria dificultad con la que enfrentarse y vencer antes de que pueda dejar su fortuna a su primo George.
—¿Qué dificultad? —preguntó él.
La señora Lecount se levantó de la silla sin responder, se acercó a la puerta sigilosamente y la abrió de repente. No había nadie escuchando fuera; el pasillo estaba vacío de un extremo al otro.
—Desconfío de todos los sirvientes —dijo, regresando a su sitio—, de los suyos en particular. Acerque su silla, señor Noel. Lo que tengo que decirle ahora no debe ser oído por criatura viviente alguna salvo nosotros dos.