ENTREACTO
DESARROLLO DE LA HISTORIA A TRAVÉS DEL CORREO
I
DE NORAH VANSTONE AL SEÑOR PENDRIL
Westmoreland House, Kensington,
14 de agosto de 1846
Querido señor Pendril:
La fecha de esta carta le demostrará que se ha producido la última de un largo número de despedidas dolorosas. Hemos abandonado Combe-Raven; hemos dicho adiós a nuestro hogar.
He estado pensando seriamente en lo que me dijo el miércoles antes de que volviera a la ciudad. Estoy completamente de acuerdo con usted en que la señorita Garth se ha alterado más de lo que ella misma está dispuesta a admitir con lo que ha sufrido por nuestra causa, y en que es mi deber, en el futuro y en la medida de lo posible, ahorrarle cuantas inquietudes se refieran a mi hermana y a mí. Será hacer muy poco por nuestra más querida amiga, nuestra segunda madre. En cualquier caso, lo haré con todo mi corazón.
Pero perdóneme por decirle que sigo discrepando por completo de usted en lo tocante a Magdalen. Soy tan consciente de la importancia de su ayuda en la situación de desvalimiento en que nos hallamos y estoy tan deseosa por merecer el interés del fiel consejero y más antiguo amigo de mi padre que me siento sinceramente decepcionada conmigo misma por discrepar de usted; sin embargo, discrepo. Magdalen es muy extraña e inexplicable para quienes no la conocen íntimamente. Comprendo que ella misma le ha engañado de manera involuntaria y que se ha mostrado, quizá, bajo su aspecto menos favorable; pero que la clave de su lenguaje y su conducta el miércoles pasado se halle en el sentimiento hacia el hombre que nos ha arruinado, tal como usted insinuó, es algo que no puedo ni quiero creer de mi hermana. Si usted conociera como yo la naturaleza tan noble que tiene, no se sorprendería por esta obstinada resistencia mía en contra de su opinión. ¿Intentará usted cambiarla? No me importa lo que diga el señor Clare; él no cree en nada. Pero concedo una grandísima importancia a lo que usted dice y, aun conociendo la nobleza de sus motivos, me aflige pensar que comete usted una injusticia con Magdalen.
Tras haber aliviado mi espíritu con esta confesión, puedo pasar ahora al motivo real de mi carta. Prometí que, si usted no disponía de tiempo libre para visitarnos hoy, le escribiría para contarle lo que ocurrió después de que se marchara. El día de hoy ha pasado sin que le hayamos visto, así pues, abro mi estuche de papel de cartas y cumplo con mi promesa.
Lamento decir que tres de las sirvientas —la camarera, la pinche de cocina e incluso nuestra doncella personal (hacia la que estoy segura de haber mostrado siempre nuestra bondad)— se aprovecharon de que usted les había pagado el salario para hacer las maletas y marcharse tan pronto como les volvió la espalda. Vinieron a despedirse con tanta ceremonia y tan poca sinceridad como si abandonaran la casa en circunstancias normales. La cocinera, pese a su carácter violento, se comportó de manera muy diferente: nos envió mensaje de que se quedaría a ayudarnos hasta el final. Y Thomas (que nunca ha estado en ninguna otra casa aparte de la nuestra) habló con tanta gratitud de la invariable bondad de mi querido padre hacia él y pidió con tanta vehemencia que le permitiéramos seguir sirviéndonos mientras duraran sus pequeños ahorros, que Magdalen y yo olvidamos toda formalidad y le estrechamos la mano. El pobre muchacho salió llorando de la habitación. Le deseo lo mejor; espero que encuentre un buen amo y una buena colocación.
La noche larga, tranquila y lluviosa —nuestra última noche en Combe-Raven— fue una triste prueba para nosotras. Creo que el tiempo invernal hubiera pesado menos en nuestro ánimo: las cortinas cerradas, las lámparas encendidas y los amigables fuegos nos hubieran ayudado. En la casa solo quedábamos cinco personas en total, ¡cuándo éramos tantos en otro tiempo! No tengo palabras para expresar lo triste que era la tenue luz del día hacia las siete de la tarde con las habitaciones vacías y la escalera silenciosa. Sin duda la preferencia por las largas tardes estivales debe de ser un prejuicio de las gentes felices. Hicimos lo que pudimos, manteniéndonos ocupadas con la ayuda de la señorita Garth. La perspectiva de prepararlo todo para nuestra partida, que tan terrible nos había parecido por la mañana, se transformó en un refugio donde huir de nosotras mismas a medida que avanzaba la tarde. Al principio intentamos preparar el equipaje por separado, cada una en su propia habitación, pero no pudimos soportar la soledad. Llevamos abajo todas nuestras pertenencias y las amontonamos sobre la gran mesa del comedor para hacer los preparativos juntas en la misma estancia. Estoy segura de que no nos hemos llevado nada que no nos perteneciera.
Después de haberle mencionado mi convicción de que Magdalen no era ella misma cuando usted la vio el miércoles, me siento tentada a detenerme aquí para darle un ejemplo que lo pruebe. El pequeño incidente ocurrió el miércoles por la noche, poco antes de que subiéramos a acostarnos.
Tras haber empaquetado nuestros vestidos y regalos de cumpleaños, nuestros libros y nuestras partituras, nos pusimos a clasificar las cartas que se habían mezclado al colocarlo todo sobre la mesa. Algunas de mis cartas estaban mezcladas con las de Magdalen y algunas de las suyas con las mías. Entre estas últimas encontré la tarjeta que le entregó un actor que había dirigido una función teatral de aficionados en la que ella tomó parte a principios de año. Ese hombre le había dado la tarjeta con su nombre y dirección en la creencia de que mi hermana sería invitada a participar en muchos más entretenimientos de esa índole y con la esperanza de que ella le recomendaría como supervisor en futuras ocasiones. Me limito a mencionar estos detalles insignificantes para demostrarle lo poco de que podía servirnos guardar una tarjeta como esa en circunstancias como las nuestras. Naturalmente, la arrojé lejos de mí por encima de la mesa con la intención de tirarla al suelo. Cayó a poca distancia, cerca del lugar donde se sentaba Magdalen. Ella la recogió, la miró e inmediatamente declaró que no quería perder aquella tarjeta absolutamente inútil por nada del mundo. Casi se enfadó conmigo por haberla tirado ¡y también con la señorita Garth, por preguntar para qué podía quererla! ¿Puede haber prueba más clara que esta de que nuestras desgracias —que han caído sobre ella con mucha mayor fuerza que sobre mí— la han desquiciado y agotado por completo? No creo que debamos interpretar mal sus palabras y su actitud cuando no es dueña de sí misma para ejercer su buen juicio natural, cuando muestra la susceptibilidad de un niño sobre un asunto que carece de la más mínima importancia.
Un poco después de las once subimos con la intención de descansar.
Descorrí la cortina de mi ventana y miré al exterior. Oh, qué cruel fue aquella última noche; no había luna ni estrellas; la oscuridad era tan profunda que ni uno solo de los queridos objetos familiares del jardín me fue visible cuando los busqué; la quietud era tan total ¡qué mis propios movimientos por la habitación casi consiguieron atemorizarme! Intenté acostarme y dormir, pero volvió la sensación de soledad y no pude sobreponerme. Dirá usted que con veintiséis años tengo edad suficiente para saber dominarme. No sé muy bien cómo ocurrió, pero entré sigilosamente en el cuarto de Magdalen igual que solía entrar hace muchos años, cuando éramos niñas. No estaba en la cama; estaba sentada frente a su recado de escribir, pensando. Le dije que quería pasar con ella la última noche; ella me besó, me dijo que me acostara y prometió reunirse conmigo en seguida. Me tranquilicé y me dormí. Era de día cuando me desperté, y lo primero que vi fue a Magdalen sentada aún, pensando. No se había acostado, no había dormido en toda la noche.
«Dormiré cuando hayamos abandonado Combe-Raven —dijo—. Me sentiré mejor cuando todo haya acabado y me haya despedido de Frank». Tenía en la mano el testamento de nuestro padre y la carta que le escribió a usted; cuando terminó de hablar, me encomendó ambos. Yo era la mayor (dijo) y debía guardar esas preciosas reliquias. Intenté sugerirle que las dividiéramos, pero ella negó con la cabeza. «He copiado —fue su respuesta—, todo lo que dice de nosotras en el testamento y toda la carta». Esto fue lo que me dijo, y se sacó del pecho una bolsita de seda blanca que había confeccionado durante la noche y en la que había metido los extractos para llevarlos siempre consigo. «Esto me dice en sus propias palabras cuáles fueron sus últimos deseos para nosotras, y es lo único que quiero para el futuro», dijo.
Todo esto son nimiedades y casi me sorprendo de mí misma por no avergonzarme de molestarle con ellas. Pero desde que conozco la temprana relación que tuvo usted con mi padre y mi madre he aprendido a pensar en usted (y supongo que también a escribirle) como en un viejo amigo. Además, tengo tanto empeño en cambiar su opinión sobre Magdalen que no puedo evitar contarle las más pequeñas insignificancias sobre ella, lo cual, a mi parecer, podría hacerle llegar a pensar de ella lo mismo que yo.
Cuando llegó la hora del desayuno (el jueves por la mañana) nos sorprendió hallar una extraña carta sobre la mesa. Quizá debería comentársela por si acaso fuera precisa su intervención en el futuro. Estaba dirigida a la señorita Garth en papel con orla negra, y el que la mandaba era el mismo hombre que nos siguió un día de la primavera pasada cuando volvíamos paseando a casa: el capitán Wragge. Su propósito era, al parecer, afirmar una vez más la audaz reclamación de su parentesco con mi pobre madre con el pretexto de una carta de pésame que en semejante persona era una insolencia enviarnos. En ella expresa tanta simpatía —al descubrir nuestra desgracia en el periódico— como si realmente hubiera sido uno de nuestros íntimos y solicita saber en una postdata (ignorando evidentemente todo lo que ha ocurrido en realidad) ¡si se considera deseable que él esté presente con los demás familiares en la lectura del testamento! La dirección a la que se le pueden enviar las cartas durante la próxima quincena es «Oficina de Correos, Birmingham». Esto es todo lo que tengo que decirle sobre el asunto. Tanto la carta como el que la escribió me parecen indignos de que le prestemos la menor atención, ni usted ni nosotras.
Después del desayuno Magdalen nos dejó y se retiró a la salita. Dado que seguía lloviendo, habíamos dispuesto que Francis Clare la vería en aquella habitación cuando se presentara para despedirse. Yo estaba arriba cuando llegó y arriba me quedé más de media hora, tristemente preocupada, como bien puede usted imaginar, por Magdalen.
Al cabo de esa media hora o más, bajé. Al llegar al descansillo, oí de pronto la voz de mi hermana que se alzaba suplicante, llamando a Frank por su nombre, luego oí fuertes sollozos y después risas y chillidos aterradores, resonando al mismo tiempo por toda la casa. Al punto corrí a la salita y encontré a Magdalen en el sofá, presa de una violenta histeria, y a Frank de pie mirándola con el rostro ceñudo y enojado, mordiéndose las uñas.
Me sentí tan indignada —sin saber en realidad por qué, pues naturalmente ignoraba lo que había ocurrido en la entrevista— que cogí al señor Francis Clare por los hombros y lo saqué a empellones de la habitación. Le explico con detalle cómo actué con él y qué me impulsó a hacerlo porque tengo entendido que se ha ofendido grandemente y que es probable que mencione en otro lugar lo que él llama violencia impropia de una señorita. Si se lo comentara a usted, estoy dispuesta a admitir que perdí la cabeza, pero espero que no crea que fue sin motivo.
Lo empujé hasta el vestíbulo dejando a Magdalen en manos de la señorita Garth por el momento. En lugar de marcharse, Frank se sentó con aire malhumorado en una de las sillas del vestíbulo. «¿Puedo preguntar por el motivo de esta extraordinaria violencia?», inquirió con expresión ultrajada. «No —le dije—. Tendrá usted la amabilidad de imaginársela por sí solo y de dejarnos inmediatamente, si no le molesta». Él se obstinó en seguir sentado mordiéndose las uñas y reflexionando. «¿Qué he hecho yo para ser tratado de esta forma tan despiadada?», preguntó al cabo. «No quiero entrar en discusiones con usted», respondí. «Le pido solo que se vaya. Si insiste en esperar para ver a mi hermana otra vez, iré yo misma a su casa y apelaré a su padre». Al oír estas palabras se apresuró a levantarse. «He sido tratado de una forma infame en este asunto —dijo—. Todas las penurias y sacrificios me han tocado a mí. Soy el único entre ustedes que no tiene el corazón de piedra, incluyendo a Magdalen. En un momento me dice que me ama y al siguiente me dice que me vaya a la China. ¿Qué he hecho yo para ser tratado con tan cruel falta de lógica? Yo soy lógico (solo quiero quedarme en casa), ¿y cuál es la consecuencia?: ¡todos están contra mí!». De ese modo bajó los escalones gruñendo y esa fue la última vez que lo vi. Eso fue todo lo que ocurrió entre nosotros. Si a usted le ofrece otra versión, lo que diga será falso. No intentó regresar. Una hora después vino su padre solo para despedirse. Nos vio a la señorita Garth y a mí, pero no a Magdalen, y nos dijo que tomaría las medidas oportunas, con la ayuda de usted, para que su hijo sea debidamente vigilado en Londres y se ocupen de que embarque sano y salvo en el buque cuando llegue el momento. Fue una visita corta y una triste despedida. Incluso el señor Clare lo lamentaba, aunque se esforzó por disimularlo.
Apenas quedaban dos horas para la partida después de que se fuera el señor Clare. Fui a ver de nuevo a Magdalen y la encontré más calmada y mejor, aunque terriblemente pálida y exhausta, y agobiada, me pareció, por pensamientos que no tuvo ánimos de comunicarme. No quiso decirme nada entonces —y nada me ha dicho después— sobre lo que pasó entre ella y el señor Francis Clare. Cuando hablé de él airadamente (en la creencia de que había acongojado y atormentado a mi hermana en un momento en que debería haberle proporcionado todo el aliento y consuelo de que un hombre es capaz), ella se negó a escucharme. Mostró la más bondadosa indulgencia hacia él y las más cariñosas excusas, y se culpó a sí misma enteramente del horrible estado en que la había encontrado. ¿Me equivocaba al afirmar que su naturaleza es noble? ¿No cambiará usted de opinión cuando lea estas líneas?
No teníamos amigos que vinieran a decirnos adiós y los escasos conocidos vivían demasiado lejos —quizá les éramos demasiado indiferentes— para venir. Empleamos el poco tiempo de ocio de que disponíamos en recorrer la casa juntas por última vez. Nos despedimos de nuestra vieja aula, de nuestros dormitorios, de la habitación en que murió nuestra madre, del pequeño estudio en el que mi padre solía ocuparse de las cuentas y la correspondencia, sintiendo hacia esos lugares, en nuestra triste situación, lo que otras jóvenes podrían sentir al separarse de viejos amigos. De la casa salimos al jardín durante un intervalo de buen tiempo y recogimos nuestro último ramillete de flores con el propósito de secarlas cuando empezaran a marchitarse y guardarlas como recuerdo de los días felices que se han ido para siempre. Cuando acabamos de despedirnos del jardín, solo nos quedaba media hora. Fuimos juntas a la tumba, nos arrodillamos en silencio una junto a otra y besamos el suelo sagrado. Creí que mi corazón se partiría en mil pedazos. Agosto era el mes en que cumplía años mi madre, y el año pasado por esta época, mi padre, Magdalen y yo debatíamos en secreto qué regalo podíamos hacerle para sorprenderla en la mañana de su cumpleaños.
Si hubiera visto usted cómo sufría Magdalen, jamás volvería a dudar de ella. Tuve que llevármela del lugar de reposo eterno de mis padres casi a la fuerza. Antes de que saliéramos del cementerio, se desasió y volvió corriendo. Se dejó caer de hinojos junto a la tumba, arrancó con ardor un puñado de hierba al tiempo que decía algo en voz baja, pero aunque la seguí al instante no estaba lo bastante cerca para oírlo. Se volvió hacia mí con tal frenesí cuando intenté alzarla del suelo, me miró con una ferocidad tal, que viéndola me sentí absolutamente aterrorizada. Para mi alivio, el paroxismo la abandonó tan de repente como la había poseído. Se metió el puñado de hierba en la pechera del vestido, me cogió del brazo y salió presurosa del cementerio conmigo. Le pregunté para qué había vuelto; le pregunté qué había dicho junto a la tumba. «Una promesa a nuestro difunto padre», contestó, recuperando momentáneamente la mirada feroz y las maneras frenéticas que antes me habían sobresaltado. Temía alterarla si insistía; dejé las preguntas para un momento más apropiado y tranquilo. Por lo que le cuento, comprenderá usted cuán horriblemente sufre mi hermana, de qué modo tan extraño y enloquecido actúa cuando es presa de una violenta agitación, y no interpretará mal lo que dijo o hizo cuando la vio el miércoles pasado.
Llegamos a la casa con tiempo apenas de partir precipitadamente para no perder el tren. Quizá fuera mejor así; mejor que dispusiéramos apenas de un instante para volver la vista atrás antes de que la curva de la carretera ocultara Combe-Raven a nuestra vista. En la estación no había una sola alma conocida; nadie reparó en nosotras, nadie nos dijo adiós. La lluvia empezaba a caer de nuevo cuando ocupamos nuestros asientos en el tren. No puedo, no oso contarle lo que sentimos al ver el ferrocarril, ni los horribles recuerdos que acudieron a nuestro pensamiento sobre la calamidad que nos ha dejado huérfanas. He procurado con todas mis fuerzas evitar el tono pesimista en esta carta, pues no quería devolverle toda la bondad que nos ha mostrado apenándole con nuestro dolor. Tal vez me haya entretenido demasiado en la pequeña historia de nuestra partida. Solo puedo aducir como disculpa que no hay lugar en mi corazón para nada más y que lo que no está en mi corazón, no lo escribirá mi pluma.
Llevamos tan poco tiempo en nuestro nuevo domicilio que no tengo nada más que contarle, excepto que la hermana de la señorita Garth nos ha recibido con la más sincera amabilidad. Tiene el tacto de dejarnos a nuestro aire hasta que nos hallemos mejor dispuestas para pensar en nuestros planes de futuro y para hacer lo posible por ganarnos el sustento. La casa es tan grande y la posición de nuestras habitaciones ha sido tan cuidadosamente elegida que apenas noto —salvo cuando oigo las risas de las más pequeñas en el jardín— que vivimos en un colegio.
Con los mejores deseos de la señorita Garth y de mi hermana, querido señor Pendril, y mi profundo agradecimiento,
NORAH VANSTONE
II
DE LA SEÑORITA GARTH AL SEÑOR PENDRIL
Westmoreland House,
Kensington, 23 de septiembre de 1846
Mi querido señor:
Escribo estas líneas con una congoja imposible de describir con palabras. Magdalen nos ha abandonado. A hora temprana ha dejado la casa en secreto esta mañana y nada sabemos de ella desde entonces.
Quisiera verle y hablar con usted personalmente, pero no me atrevo a dejar a Norah. Debo dominarme; debo intentar escribir.
Nada ocurrió ayer que nos previniera, a mí o a Norah, sobre esta última —he estado a punto de escribir la peor— de nuestras desgracias. El único cambio que notamos en la desdichada joven fue una mejoría cuando nos deseamos buenas noches. Me dio un beso, cosa que no hacía últimamente, y rompió a llorar cuando abrazó a su hermana a continuación. Tan poco sospechábamos la verdad que tomamos estos signos de renovado cariño y afecto por una promesa de mejores perspectivas para el futuro.
Esta mañana, cuando su hermana ha entrado en su habitación, la ha encontrado vacía y sobre el tocador había una nota de su puño y letra dirigida a Norah. No he conseguido convencer a Norah de que se separe de la nota, de modo que solo puedo enviarle la copia que le adjunto. Verá usted que no proporciona pista alguna sobre la dirección que ha tomado Magdalen.
Consciente de que el tiempo apremia en esta terrible emergencia, he examinado la habitación y (con ayuda de mi hermana) he interrogado a los criados en cuanto he sabido de la ausencia de Magdalen. Su guardarropa estaba vacío, al igual que todos sus baúles menos uno, que evidentemente se ha llevado consigo. Creemos que ha vendido sus vestidos y sus joyas en secreto, que ayer hizo sacar de la casa el único baúl que se ha llevado y que ella se ha ido esta mañana a pie. Las respuestas que nos ha dado una de las criadas son tan poco satisfactorias que estamos convencidas de que Magdalen la sobornó para que la ayudara y de que la mujer ha dispuesto todo lo necesario para la huida que a ella no le habría sido posible llevar a cabo por sí sola sin ser descubierta.
Sobre el propósito inmediato con el que nos ha abandonado, no me cabe la menor duda.
Tengo razones (que puedo explicarle en un momento más oportuno) para estar segura de que se ha ido con la intención de probar fortuna en los escenarios. Tiene en su poder la tarjeta de un actor de profesión que supervisó una función teatral de aficionados en Clifton en la que ella tomó parte, y a él ha acudido en busca de ayuda. Yo vi la tarjeta en su momento y sé que el actor se llama Huxtable. La dirección no la recuerdo exactamente, pero estoy casi segura de que era algún lugar relacionado con el teatro en Bow Street, Covent Garden. Le suplico que no pierda un solo momento para enviar a alguien a realizar las pesquisas pertinentes; creo firmemente que el primer indicio de sus intenciones se hallará en esa dirección.
Si no tuviéramos nada peor que temer que su intento de convertirse en actriz, no sentiría la consternación y la congoja que ahora me domina. Cientos de muchachas han obrado con igual temeridad y no han acabado mal después de todo. Pero mis temores sobre Magdalen no empiezan y terminan con el riesgo que corre ahora.
Hay algo que me ronda la cabeza desde que salimos de Combe-Raven, mucho más en las seis últimas semanas que al principio. Hasta el momento en que Francis Clare abandonó Inglaterra, estoy segura de que Magdalen mantenía la secreta esperanza de que él haría lo posible por volver a verla. Desde el día en que supo que las medidas que usted había adoptado para impedirlo habían tenido éxito, desde el día en que se convenció de que el buque se lo había llevado lejos, nada ha despertado su interés. Se ha abandonado cada vez con mayor desesperación a sus propios pensamientos, pensamientos que en mi opinión se formaron por primera vez el día en que se enteró de que los planes de los que dependía su matrimonio se habían malogrado por completo. Ha trazado algún loco plan para disputar la fortuna de su padre a Michael Vanstone y ha huido para hacerse actriz únicamente como medio de librarse de toda dependencia, lo que le permitirá arrostrar cuantos peligros guste totalmente a salvo del control familiar. Dejo a usted que imagine lo que me cuesta escribirle estas palabras. Ha pasado el tiempo en que pueda importarme consideración alguna sobre mis propios sentimientos. Todo cuanto pueda decir que sirva para abrirle los ojos al auténtico peligro y refuerce su convicción de la urgente necesidad de alejarlo, lo digo a mi pesar sin vacilación ni reservas de ningún tipo.
Una palabra más y habré concluido.
La última vez que tuvo usted la amabilidad de venir a esta casa, ¿recuerda cómo nos violentó y afligió Magdalen interrogándole sobre el derecho que tenía a llevar el apellido de su padre? ¿Recuerda que insistió en sus preguntas hasta que le obligó a admitir que, legalmente hablando, ella y su hermana carecen de apellido? Me permito recordárselo porque usted tiene cientos de clientes en los que pensar y bien pudiera ser que hubiera olvidado tal circunstancia. Sin duda aquella conversación con usted barrió cualquier reticencia natural a engañarnos y a rebajarse a sí misma con la adopción de un nombre falso, que hubiese podido adoptar Magdalen. Tenemos que encontrarla mediante una descripción de su persona; no podemos seguirle el rastro de ningún otro modo.
No se me ocurre nada más que pueda orientarle en esta deplorable emergencia. Por amor de Dios, no ahorre medios ni energías. Debería recibir mi carta antes de las diez de esta mañana. Envíeme unas líneas de respuesta para asegurarme que emprenderá en seguida las acciones oportunas. Mi única esperanza de tranquilizar a Norah es mostrarle unas palabras de aliento de su pluma. Dándole las gracias, le saluda atentamente,
HARRIET GARTH
III
DE MAGDALEN A NORAH (ADJUNTA A LA CARTA ANTERIOR)
Querida mía:
Intenta perdonarme. He luchado contra mí misma hasta quedar rendida por el esfuerzo. Soy la más desdichada de todas las criaturas. Nuestra tranquila vida aquí me enloquece; no puedo soportarlo más, debo marcharme. Si supieras qué pensamientos tengo, si supieras cuánto los he combatido y de qué modo tan horrible han seguido obsesionándome en la solitaria quietud de esta casa, sentirías lástima por mí y me perdonarías. ¡Oh, cariño mío, no te sientas ofendida porque no te abra mi corazón como debería! No me atrevo. No me atrevo a mostrarme a ti como realmente soy.
Te ruego que no envíes a nadie a buscarme. Te escribiré y aliviaré todas tus inquietudes. Ya sabes, Norah, que tenemos que ganarnos la vida; solo me voy para ganarme la mía del modo para el que estoy más capacitada. Tanto si lo logro como si fracaso, ningún daño puedo hacerme. No tengo posición social que perder ni apellido que envilecer. No dudes de que te quiero; no permitas que la señorita Garth dude de mi gratitud. Me voy desolada por dejaros, pero debo hacerlo. Si os hubiera querido menos, tal vez habría tenido valor para deciros esto en persona, pero ¿cómo confiar en que podría resistirme a vuestra persuasión y soportar ver vuestra congoja? ¡Adiós, querida mía! Recibe un millar de besos y todo mi amor hasta que volvamos a vernos.
IV
DEL SARGENTO BULMER (DE LA POLICÍA) AL SEÑOR PENDRIL
Scotland Yard,
29 de septiembre de 1846
Señor:
Su pasante me informa de que las partes interesadas en nuestra investigación sobre la señorita desaparecida están impacientes por tener noticias de la misma. Hoy he ido a su bufete para hablar sobre este asunto. No habiéndole encontrado en él y dado que no me será posible volver a intentarlo mañana, le escribo estas líneas para evitar demoras y decirle cuál es la situación hasta el momento.
Lamento comunicarle que no se ha producido avance alguno desde mi último informe. El rastro de la señorita que descubrimos hace casi una semana sigue siendo la última pista de que disponemos. Este caso podría parecer simple para un observador externo, pero visto de cerca empeora considerablemente y se convierte, para serle sincero, en un problema de difícil solución.
La situación es como sigue:
Hemos seguido la pista de la señorita hasta el agente teatral de Bow Street. Sabemos que a hora temprana de la mañana del veintitrés llamaron al agente mientras se vestía y tuvo que bajar a hablar con la señorita que aguardaba en un coche de alquiler frente a su puerta. Sabemos que al serle mostrada la tarjeta del señor Huxtable, escribió en ella la dirección de dicho señor en el campo y oyó que la joven ordenaba al cochero que la llevara a la estación de Great Northern. Creemos que cogió el tren de las nueve. La seguimos en el tren de las doce. Hemos averiguado que llegó al alojamiento del señor Huxtable a las dos y media, que allí se enteró de que no lo esperaban hasta las ocho de la tarde, que dejó dicho que volvería a esa hora y que no regresó. El señor Huxtable afirma que la señorita y él no se han visto. La primera cuestión que se plantea es: ¿debemos creer al señor Huxtable? He hecho averiguaciones sobre su carácter; sé de él tanto o más que él mismo, y en mi opinión debemos creerle. Según mis informes, es un hombre absolutamente honrado.
Aquí, pues, estriba la dificultad del asunto. La señorita se fue con un propósito determinado. En lugar de seguir hasta cumplirlo, se detiene cuando lo tiene a su alcance. ¿Por qué se ha detenido y dónde? Desgraciadamente estas son las preguntas para las que aún no tenemos respuesta.
Mi opinión sobre el tema es brevemente la siguiente: no creo que haya sufrido ningún accidente grave. En nueve casos de cada diez, los accidentes graves salen a la luz por sí solos. Mi teoría es que ha caído en manos de una persona o personas que están interesadas en ocultarla y que tienen la sagacidad suficiente para conseguirlo. Por el momento no puedo decir si está con ellos de buen grado o por la fuerza. No deseo crear falsas esperanzas ni falsos temores; deseo detenerme en la opinión que ya he expresado. Con respecto al futuro, puedo decirle que he dejado allí a uno de mis hombres en comunicación diaria con las autoridades. También me he encargado de que circulen ampliamente los carteles ofreciendo una recompensa para quien dé noticia de su paradero. Finalmente, he dispuesto todo lo necesario para que se vigilen los carteles anunciadores de todos los teatros de provincias, así como a las compañías teatrales. Hace algunos años esto hubiera supuesto un gasto considerable de tiempo y dinero. Afortunadamente para el caso que nos ocupa, los teatros de provincias se encuentran en situación precaria. Excepto en las grandes ciudades, apenas queda teatro abierto, por lo que podremos vigilarlos todos con poco gasto y menos dificultades.
Estos son los pasos que he considerado útil tomar por el momento. Si usted opina de otra manera, solo tiene que darme sus indicaciones y yo las atenderé con la mayor diligencia. No desespero en modo alguno de encontrar a la señorita y de devolverla sana y salva a sus amigas. Le ruego que así se lo comunique a ellas. Reciba un respetuoso saludo,
ABRAHAM BULMER
V
CARTA ANÓNIMA DIRIGIDA AL SEÑOR PENDRIL
Señor:
Una llamada a la sensatez. Los amigos de cierta señorita están perdiendo tiempo y dinero inútilmente. Su pasante de confianza y su detective de la policía están buscando una aguja en un pajar.
Al día de hoy, nueve de octubre, aún no la han encontrado; antes encontrarían el paso del Noroeste[9]. Aleje a sus sabuesos y quizá tenga noticias sobre la seguridad de la señorita de su puño y letra. Cuanto más tiempo dediquen a buscarla, más tiempo permanecerá como está ahora: perdida.
(La carta va precedida de una nota escrita por el señor Pendril:
«No hay medio aparente de seguir el rastro de la carta adjunta hasta su remitente. Matasellos: “Charing Cross”. Marca del papel del interior del sobre, cortada. Letra, seguramente de hombre, disimulada. Quienquiera que la escribió está correctamente informado. No se ha descubierto aún pista alguna de la menor de las señoritas Vanstone».)