CAPÍTULO IX

Transcurrieron tres meses. Durante ese tiempo, Frank permaneció en Londres desempeñando sus deberes y escribiendo de vez en cuando para informar al señor Vanstone, como había prometido.

Sus cartas no demostraban entusiasmo alguno por la profesión mercantil. Seguía manifestándose lamentablemente inseguro en sus cuentas. También estaba más convencido que nunca —cuando por desgracia era ya demasiado tarde— de que prefería la ingeniería al comercio. Pese a esta convicción; pese a los dolores de cabeza causados por permanecer sentado en un taburete alto, agachado sobre libros de contabilidad y en un ambiente malsano; pese a la ausencia de vida social, y a los desayunos apresurados, y las malas comidas en chop-houses[8], acudía regularmente a la oficina y su diligencia en el pupitre era infatigable. Remitía al señor Vanstone al jefe del departamento en el que trabajaba si aquel deseaba corroborar estas afirmaciones. Tal era el tono general de sus cartas, y el destinatario de estas y el padre de Frank discrepaban sobre ellas de manera tan radical como de costumbre. El señor Vanstone las aceptaba como pruebas del firme progreso de ciertos principios de amor al trabajo en el que las escribía. El señor Clare adoptó su característico punto de vista opuesto.

—Estos hombres de Londres —dijo el filósofo— no dejan que los patanes les tomen el pelo. Tienen cogido a Frank por el pescuezo, él no puede desasirse y convierte en mérito el haber cedido ante la pura necesidad.

El intervalo de tres meses de prueba para Frank en Londres pasó con menor animación de lo habitual entre los habitantes de Combe-Raven.

A medida que se acercaba el verano y pese a denodados esfuerzos por dominar su estado de ánimo, la señora Vanstone se hallaba cada vez más deprimida.

—Hago todo lo posible —comentó a la señorita Garth—; doy ejemplo de alegría a mi marido y a mis hijas, pero temo que llegue el mes de julio.

Las secretas aprensiones de Norah con respecto a su hermana la volvieron más seria y menos comunicativa de lo acostumbrado a medida que avanzaba el año. Incluso el señor Vanstone perdió parte de su flexibilidad de ánimo cuando se acercó el mes de julio. Guardó las apariencias en presencia de su esposa, pero en todas las demás ocasiones su aspecto y sus maneras adquirieron una perceptible sombra de tristeza. Magdalen estaba tan cambiada desde la marcha de Frank, que contribuía al abatimiento general en lugar de aliviarlo. Todos sus movimientos se volvieron lánguidos; todos sus quehaceres habituales los desempeñaba con la misma cansada indiferencia; pasaba las horas sola en su habitación; perdió el interés por lucir hermosos y alegres vestidos; tenía los párpados pesados, los nervios irritables, su cutis había empeorado visiblemente; en una palabra, se había convertido en una opresión y un aburrimiento para sí misma y para cuantos la rodeaban. Por más que la señorita Garth combatió estas crecientes dificultades domésticas con vigor, también su ánimo empezó a flaquear con el esfuerzo. Su memoria volvía, cada vez con mayor frecuencia, a la mañana del mes de marzo en que los señores de la casa habían partido hacia Londres y se había producido el primer cambio serio en muchos años en la atmósfera familiar. ¿Cuándo se aclararía esa atmósfera de nuevo? ¿Cuándo dejarían paso las nubes del cambio al sol de tiempos pasados más felices?

Pasó la primavera y los comienzos del verano. El temido mes de julio llegó con sus noches sin brisa, sus mañanas despejadas y sus días sofocantes.

El día quince de ese mes, ocurrió algo que tomó a todos por sorpresa salvo a Norah. Por segunda vez, sin la menor razón aparente —por segunda vez, sin una palabra de aviso por anticipado—, ¡Frank reapareció en la casa de su padre!

Los labios del señor Clare se abrieron para saludar el regreso de su hijo en el viejo papel de «chelín falso» y se cerraron de nuevo sin pronunciar una palabra. La prodigiosa compostura de las maneras de Frank delataba que la noticia que le iba a comunicar no era la de su despido. Frank respondió a la inquisitiva expresión sardónica de su padre explicándole al punto que aquella misma mañana en la oficina le habían hecho una propuesta muy importante para su futuro beneficio. Su primera idea había sido comunicarle los detalles por carta, pero los socios de la firma habían reflexionado y convenido que la necesaria decisión sería más fácil de tomar tras una entrevista personal con su padre y sus amigos. Así pues, dejando a un lado la pluma, se había encomendado de inmediato al ferrocarril.

Tras esta explicación preliminar, Frank procedió a describir la propuesta que le habían dirigido sus jefes con toda la apariencia externa de considerarla a la luz de una dificultad inaceptable.

Era evidente que la gran firma de la City había realizado exactamente el mismo descubrimiento con respecto a su oficinista que antes se vio obligado a aceptar el ingeniero en relación con su pupilo. El joven, como lo expresaron ellos cortésmente, estaba necesitado de algún estímulo especial que lo espabilara. Sus jefes (que actuaban así por sentirse obligados hacia el caballero que recomendara a Frank) habían estudiado la cuestión con detenimiento y habían decidido que el único uso prometedor que podían dar al señor Francis Clare era enviarlo inmediatamente a otro confín del globo.

Como consecuencia de esta decisión, se le proponía que entrara a formar parte de la oficina de sus agentes en la China, que permaneciera allí, familiarizándose plenamente, in situ, con el comercio del té y de la seda durante cinco años, y que regresara al expirar ese período a la casa central de Londres. Si hacía buen uso de sus oportunidades en la China, volvería siendo aún joven, capacitado para un puesto de confianza y un buen sueldo, y con plena justificación para esperar que en una fecha no muy distante la firma le ayudaría a emprender un negocio por su cuenta. Tales eran los nuevos proyectos que —adoptando la teoría del señor Clare— se imponían sobre el siempre reacio, incapaz e ingrato Frank. No había tiempo que perder. La respuesta definitiva debía estar en la oficina el «lunes, veinte», ya que debían mandar una carta a sus agentes en la China en el correo de ese mismo día, y Frank habría de seguir a la carta en la siguiente oportunidad o rehusar en favor de algún otro joven más emprendedor.

La reacción del señor Clare ante esta extraordinaria noticia fue en extremo sorprendente. La gloriosa perspectiva del destierro de su hijo a la China pareció trastornar su cerebro. El firme pedestal de su filosofía se desplomó a sus pies; los prejuicios sociales volvieron a hacer presa de su mente. ¡Aferró a Frank por el brazo y lo acompañó a Combe-Raven, en el asombroso papel de visitante de la casa!

—Aquí estoy con mi patán —anunció, antes de que la atónita familia pudiera pronunciar una sola palabra—. Escuchen su historia, todos ustedes. Por primera vez en la vida, me ha reconciliado con la anomalía de su existencia. —Frank narró la propuesta china por segunda vez con tono lastimero e intentó añadirle un rosario de objeciones y dificultades de su propia cosecha. Su padre lo detuvo en la primera palabra, señaló con gesto perentorio hacia el sudeste (de Somersetshire a la China) y dijo sin la menor vacilación—: ¡Ve! —El señor Vanstone, imaginando con gozo doradas visiones en el futuro de su joven amigo, se hizo eco de aquella decisión monosilábica de todo corazón. La señora Vanstone, la señorita Garth, e incluso Norah expresaron su conformidad. Frank quedó petrificado por una absoluta unanimidad de opinión que no había previsto y, por una vez en la vida, Magdalen se vio sin recursos para oponerse.

En lo tocante a los resultados prácticos, la asamblea familiar empezó y terminó con la opinión general de que Frank debía aceptar. Las facultades del señor Vanstone se hallaban tan alteradas por la súbita llegada del hijo y la inesperada visita del padre, y por la noticia que ambos traían consigo, que pidió un aplazamiento antes de que se estudiaran con detalle las necesarias disposiciones en relación con la partida de su joven amigo.

—¿Y si lo consultamos con la almohada? —propuso—. Mañana tendremos la cabeza un poco más despejada, y aún habrá tiempo suficiente para resolver todas las dudas. —Se aceptó la sugerencia con prontitud y se aplazó toda acción hasta el día siguiente.

Ese día estaba destinado a resolver más dudas de las que el señor Vanstone imaginaba.

Por la mañana temprano, tras tomarse el té sola como de costumbre, la señorita Garth cogió su sombrilla y salió al jardín. Había dormido mal, y diez minutos al aire libre antes de que la familia se reuniera para el desayuno tal vez ayudaran a compensar, pensó, la pérdida de una noche de descanso.

Deambuló hasta el extremo más alejado de los arriates de flores, y luego regresó por otro sendero que conducía de vuelta a la casa pasando junto a una glorieta ornamental, desde cuyo rincón se dominaba el panorama de los campos. Un ligero ruido —parecido, pero distinto al chirrido de un ave— llegó a sus oídos cuando se acercaba a la glorieta. La rodeó hasta la entrada; se asomó al interior, y descubrió a Magdalen y a Frank sentados muy juntos. La horrorizada señorita Garth vio que el brazo de Magdalen rodeaba inequívocamente el cuello de Frank y, lo que era peor aún, la posición de su rostro en el momento del descubrimiento demostraba sin lugar a dudas que acababa de ofrecer a la víctima del comercio chino el primer y mejor consuelo que una mujer puede ofrecer a un hombre. En pocas palabras, acababa de dar un beso a Frank.

En vista de la emergencia con la que se enfrentaba, la señorita Garth comprendió instintivamente que no valía la pena malgastar saliva en frases de reproche corrientes.

—Supongo —comentó, dirigiéndose a Magdalen con la implacable seguridad de una señora de mediana edad, carente de recuerdos de besos propios para la ocasión—, supongo (sean cuales sean las excusas que tengas el descaro de sugerir) que no me negarás que mi deber me obliga a contarle a tu padre lo que acabo de ver.

—Le ahorraré la molestia —respondió Magdalen con serenidad—. Se lo contaré yo misma.

Tras estas palabras, se volvió para mirar a Frank, que permanecía de pie, completamente impotente, en un rincón de la glorieta.

—Verás lo que ocurre —dijo con una radiante sonrisa—. Y también usted —añadió al pasar junto a la institutriz para volver a la casa. Los ojos de la señorita Garth la siguieron con indignación, y Frank se escabulló por su lado aprovechando aquella oportunidad favorable.

Dadas las circunstancias, una mujer respetable solo podía tomar un camino: estremecerse. La señorita Garth manifestó su protesta de esa forma y regresó a la casa.

Cuando terminó el desayuno y la mano del señor Vanstone descendió hacia su bolsillo en busca de su cigarrera, Magdalen se levantó, miró significativamente a la señorita Garth y siguió a su padre al vestíbulo.

—Papá —dijo—. Quiero hablar contigo esta mañana, en privado.

—¡Ay!, ¡ay! —dijo el señor Vanstone—. ¿De qué, querida?

—De… —Magdalen vaciló, buscó una manera satisfactoria de expresarse y la halló—. De un asunto serio, papá.

El señor Vanstone cogió su sombrero de la mesa del vestíbulo, abrió los ojos en muda expresión de perplejidad, intentó asociar en su cabeza dos conceptos de tan extravagante disparidad como Magdalen y «asunto serio», fracasó y se dirigió resignadamente hacia el jardín.

Magdalen se cogió del brazo de su padre y caminó con él hasta un asiento sombreado a una distancia conveniente de la casa. Limpió de polvo el asiento con su elegante delantal de seda antes de que su padre lo ocupara. El señor Vanstone no estaba acostumbrado a una atención tan extraordinaria como aquella. Se sentó con aire más desconcertado aún que antes. Magdalen se instaló inmediatamente sobre sus rodillas y acomodó la cabeza en su hombro.

—¿Peso mucho, papá? —preguntó.

—Sí, querida, pesas —dijo el señor Vanstone—, pero no demasiado para mí. Quédate así, si quieres. ¿Bien? ¿Y cuál puede ser ese asunto tan serio?

—Empieza con una pregunta.

—¿Ah, sí? Eso no me sorprende. Los asuntos serios, con las personas de vuestro sexo, querida mía, siempre empiezan con preguntas. Dime.

—¡Papá! ¿Piensas darme permiso para casarme algún día?

El señor Vanstone abrió los ojos más y más. La pregunta, utilizando su propia expresión, lo dejó de piedra.

—¡Ese sí que es un asunto serio! —dijo—. ¡Vaya, Magdalen!, ¿qué está tramando ahora esa cabeza de chorlito que tienes?

—No lo sé exactamente, papá. ¿Quieres contestar a mi pregunta?

—Lo haré si puedo, querida; me has dejado de piedra. Bueno, no lo sé. Sí, supongo que tendré que darte permiso para casarte, uno de estos días, si podemos encontrar un buen marido para ti. ¡Qué acalorada estás! Levanta la cara y deja que el aire te refresque. ¿No? Bueno, como quieras. Si hablar de asuntos serios significa que te haga cosquillas en la mejilla con mi patilla, no tengo nada que oponer. Sigue, querida. ¿Cuál es la siguiente pregunta? ¡Al grano!

Magdalen era demasiado mujer para hacer algo por el estilo. Empezó dando un rodeo y calculó la distancia hasta su objetivo con la precisión de la anchura de un cabello.

—Ayer nos quedamos todos muy sorprendidos, ¿verdad, papá? Frank ha tenido una suerte increíble, ¿verdad?

—Es el tipo con más suerte con que me he tropezado —dijo el señor Vanstone—. Pero ¿qué tiene eso que ver con ese asunto tuyo? Tal vez tú sepas de lo que hablas, Magdalen. ¡Qué me aspen si lo sé yo!

Magdalen se acercó un poco más.

—Supongo que hará fortuna en la China —dijo—. Está muy lejos, ¿no es así? ¿Te diste cuenta, papá, de que Frank parecía muy triste y abatido ayer?

—Me sorprendió tanto la noticia —dijo el señor Vanstone—, y me quedé tan atónito por la visión de la afilada nariz del viejo Clare en mi casa, que no me fijé demasiado. Ahora que me lo recuerdas, sí. No creo que Frank aceptara gustoso su buena suerte; no, en absoluto.

—¿No te extraña, papá?

—Sí, querida, bastante.

—¿No crees que es duro que a uno lo envíen lejos durante cinco años para hacer fortuna entre salvajes abominables, y perder de vista a los amigos durante todo ese tiempo? ¿No crees que Frank nos echará terriblemente de menos? ¿No lo crees, papá? ¿No te parece?

—¡Despacio, Magdalen! Soy demasiado viejo para que bromees ahogándome con esos brazos tan largos que tienes. Tienes razón, cariño. No hay nada en este mundo que no tenga sus inconvenientes. Frank echará de menos a sus amigos de Inglaterra, qué duda cabe.

—A ti siempre te ha gustado Frank. Y a Frank siempre le has gustado tú.

—Sí, sí; es un buen muchacho; un muchacho bueno y tranquilo. Frank y yo siempre nos hemos llevado bien.

—Habéis sido como padre e hijo, ¿no es cierto?

—Cierto es, querida.

—Quizá, cuando se haya ido, pienses que será más duro para él de lo que crees ahora, ¿no?

—Es probable, Magdalen; no digo que no.

—Tal vez desearías entonces que se hubiera quedado en Inglaterra, ¿no crees? ¿Por qué no habría de quedarse en Inglaterra y hacer fortuna aquí igual que en la China?

—¡Querida mía!, en Inglaterra no tiene perspectivas. Ojalá las tuviera, por su propio bien. Deseo lo mejor para el muchacho de todo corazón.

—¿Puedo desearle yo también lo mejor, de todo corazón?

—Desde luego, cariño, es tu viejo compañero de juegos, ¿por qué no? ¿Qué ocurre? Dios me bendiga, ¿por qué llora esta niña ahora? Cualquiera diría que van a deportar a Frank de por vida. ¡No seas boba! Sabes tan bien como yo que se va a la China para hacer fortuna.

—No quiere hacer fortuna; podría hacer algo mucho mejor.

—¡Y un cuerno podría! ¿Cómo, si puede saberse?

—Me da miedo decírtelo. Tengo miedo de que te rías de mí. ¿Me prometes que no te reirás de mí?

—Cualquier cosa por complacerte, querida. Sí, lo prometo. ¡Bueno, suéltalo! ¿Cómo podría irle mejor a Frank?

—Podría casarse conmigo.

Si el panorama estival que se extendía entonces ante los ojos del señor Vanstone se hubiera metamorfoseado repentinamente en un triste paisaje invernal —si los árboles hubieran perdido todas sus hojas y los verdes campos se hubieran vuelto blancos por la nieve en un instante—, difícilmente su rostro habría expresado un asombro mayor que el que mostraba cuando la voz titubeante de su hija pronunció esas tres últimas palabras. Intentó mirarla, pero ella le negó esa posibilidad con firmeza, manteniendo el rostro oculto en su hombro. ¿Hablaba en serio? La mejilla del señor Vanstone, húmeda aún por las lágrimas de Magdalen, respondió por ella. Se produjo una larga pausa; Magdalen aguardó, con desacostumbrada paciencia, a que él hablara. Su padre salió de su asombro y dijo tan solo estas palabras:

—Me sorprendes, Magdalen; me sorprendes más de lo que puedo expresar.

Oyendo el tono alterado de su voz —el tono de una tranquila seriedad paternal—, Magdalen lo abrazó con más fuerza que antes.

—¿Te he decepcionado, papá? —preguntó débilmente—. ¡No me digas que te he decepcionado! ¿A quién iba a contarle mi secreto sino a ti? No dejes que se vaya, ¡no!, ¡no! Le romperás el corazón. Tiene miedo de decírselo a su padre; incluso teme que tú te enojes con él. Nadie hablará por nosotros, excepto…, excepto yo. ¡Oh, no dejes que se vaya! ¡No, por su propio bien, no! —susurró sus siguientes palabras en un beso—. ¡Por mi propio bien, no!

El rostro afable de su padre se ensombreció; el señor Vanstone suspiró y palmeó su rubia cabeza con cariño.

—Silencio, cariño —dijo, casi en un susurro—, ¡silencio! —Poco sospechaba ella que con cada palabra y cada acción suya, los ojos de su padre se abrían a una nueva revelación. Magdalen había hecho de él su compañero de juegos adulto, desde la infancia hasta ese mismo día. Había retozado con él cuando llevaba vestidos cortos y también cuando los cambió por otros largos. El señor Vanstone no había estado nunca separado de ella el tiempo suficiente para darse cuenta de los cambios externos que se habían producido en su hija. Su cándida experiencia paterna le había enseñado que era más alta en los últimos años, y poco más. Y en ese momento, en un intenso instante, la convicción de que era una mujer barrió su pensamiento. Lo notaba en el movimiento de su seno apretado contra él; en la excitación nerviosa de los brazos enlazados en torno a su cuello. ¡La Magdalen de su inocente experiencia, una mujer, con el corazón preso ya de la pasión dominante en las de su sexo!

—¿Has pensado bien en ello, querida? —preguntó en cuanto pudo hablar con serenidad—. ¿Estás segura…?

Magdalen respondió a la pregunta antes de que pudiera formularla.

—¿Segura de amarle? —dijo—. ¡Oh, qué palabras pueden afirmarlo tal como yo quisiera! ¡Le amo…! —Su voz se quebró suavemente, y su respuesta terminó en un suspiro.

—Eres muy joven. Tú y Frank, cariño, sois muy jóvenes.

Magdalen alzó la cabeza del hombro de su padre por primera vez. La idea y su expresión surgieron de ella al mismo tiempo.

—¿Somos mucho más jóvenes de lo que erais mamá y tú? —preguntó, con una sonrisa entre las lágrimas.

Intentó volver a colocar la cabeza en la antigua posición, pero mientras hablaba su padre la cogió por la cintura —la obligó, antes de que ella se diera cuenta, a mirarlo a la cara—, y le dio un beso en un súbito arranque de cariño, que hizo afluir de nuevo abundantes lágrimas a los ojos de Magdalen.

—No mucho, hija mía —dijo, en voz baja y temblorosa—, no mucho más jóvenes de lo que éramos tu madre y yo. —La apartó de sí y se levantó del asiento, y volvió la cara rápidamente—. Espera aquí y sosiégate; yo iré dentro y hablaré con tu madre. —Su voz temblaba al decir estas palabras de despedida, y la dejó sin volverse a mirarla una sola vez.

Magdalen aguardó; aguardó hasta cansarse, y él no volvía. Por fin, su ansiedad creciente la impulsó a entrar también en la casa. Su pecho palpitaba lleno de una turbación desconocida al acercarse vacilante a la puerta. Jamás había visto las profundidades de la sencilla naturaleza de su padre alteradas hasta el punto en que las había alterado su confesión. Casi temía su siguiente encuentro con él. Paseó en silencio de un lado a otro del vestíbulo con un aturdimiento que no sabía explicar, con el terror de ser descubierta y de que su hermana o la señorita Garth le dirigieran la palabra, lo que originó en ella una susceptibilidad nerviosa a los más leves ruidos de la casa. La puerta de la salita se abrió mientras se hallaba de espaldas a ella. Dio un violento respingo cuando miró hacia atrás y vio a su padre en el vestíbulo; su corazón latió cada vez más deprisa y notó que se ponía pálida. Una segunda mirada a su padre, que se acercaba, la tranquilizó. El señor Vanstone volvía a mostrarse sereno, pero no tan alegre como de costumbre. Magdalen se fijó en que avanzaba y se dirigía a ella con una amabilidad indulgente, que era más bien la actitud que adoptaba con su madre que la que solía adoptar con su hija menor.

—Entra, cariño —dijo el señor Vanstone, abriéndole la puerta que acababa de cerrar—. Cuéntale a tu madre lo que acabas de contarme a mí, y más, si más tienes que decir. Está mejor preparada de lo que lo estaba yo. Nos tomaremos el día de hoy para reflexionar, Magdalen, y mañana sabrás, y Frank sabrá, lo que decidamos.

Los ojos de Magdalen se animaron al mirar el rostro de su padre y ver en él la decisión ya tomada, con la doble perspicacia de su feminidad y su amor. Feliz, y hermosa en su felicidad, se llevó la mano de su padre a los labios y entró sin vacilar en la salita. Allí las palabras de su padre le habían allanado el camino; allí la conmoción primera de la sorpresa había pasado ya, y solo quedaba el placer de sentirla. Su madre había tenido su edad; comprendería cuán grande era su afecto por Frank. Así imaginaba Magdalen la entrevista, y —salvo por el hecho de que la señora Vanstone pareció recibirla con un extraño comedimiento— imaginaba bien. Al cabo de un rato, las preguntas de la madre surgieron cada vez más espontáneas de la dulce e inolvidable experiencia de su corazón maternal, reviviendo su juventud de amor y de esperanza en las réplicas de Magdalen.

A la mañana siguiente, la trascendental decisión fue anunciada. El señor Vanstone llevó a Magdalen a la habitación de su esposa y allí le expuso el resultado de la deliberación del día anterior y de la reflexión subsiguiente durante la noche. Habló con gran afabilidad y dominio de sí mismo, pero con menos palabras y más serias que de costumbre, y sostuvo la mano de su esposa con ternura durante toda la entrevista.

Comunicó a Magdalen que ni su madre ni él hallaban motivo para censurar el cariño que sentía por Frank. Había sido, en parte quizá, la consecuencia natural de una familiaridad infantil entre ellos, y en parte también, el resultado de una mayor intimidad que la función teatral había producido inevitablemente. Al mismo tiempo, era su deber de padres poner a prueba ese cariño convenientemente y por ambas partes; por el bien de Magdalen, porque su felicidad futura era lo que más les importaba; por el bien de Frank, porque estaban obligados a darle la oportunidad de mostrarse digno de la confianza depositada en él. Ambos eran conscientes de sentir una gran predilección por Frank. La excéntrica conducta del señor Clare había convertido al muchacho en objeto de su compasión y cuidados desde la infancia. Él (y sus hermanos menores) habían llenado casi el lugar de los hijos que ellos habían perdido. Aunque creían firmemente que su buena opinión era fundamentada, aun así, en bien de la felicidad de su hija, era necesario poner a prueba esa opinión fijando ciertas condiciones e interponiendo un año de plazo entre el posible matrimonio y el momento presente.

Durante ese año, Frank habría de permanecer en la oficina de Londres; sus jefes serían informados de que ciertas circunstancias familiares le impedían aceptar su oferta de empleo en la China. Frank debería considerar esta concesión como el reconocimiento de la relación que existía entre Magdalen y él, solo en ciertos aspectos. Si durante el año de prueba no justificaba la confianza que recibía —una confianza que había inducido al señor Vanstone a aceptar sin reservas toda la responsabilidad sobre sus perspectivas futuras—, los planes de matrimonio habrían de darse por anulados desde ese momento. Si, por otro lado, el resultado que el señor Vanstone esperaba con confianza se producía realmente —si el año de prueba demostraba que Frank tenía derecho a la más preciada carga que podía depositarse en sus manos—, solo entonces la propia Magdalen habría de recompensarle con todo lo que una mujer puede entregar, y el futuro que los jefes de Frank le habían presentado como resultado de una estancia de cinco años en la China se realizaría en un solo año gracias a la dote de su joven esposa.

Mientras su padre describía así el futuro, Magdalen no pudo contener la gratitud que pugnaba por manifestarse en ella. Estaba profundamente conmovida; habló desde lo más hondo de su corazón. El señor Vanstone aguardó hasta que su mujer y su hija recobraron la calma, y luego añadió las últimas explicaciones que le quedaban por dar.

—Supongo que comprendes, cariño —dijo—, que no espero que Frank viva ociosamente de la fortuna de su mujer. Mi plan es que siga aprovechando el interés que muestran por él sus actuales jefes. Gracias a su experiencia en los negocios de la City, pronto pondrán a su disposición la posibilidad de asociarse ventajosamente, y tú aportarás el dinero de inmediato. Yo limitaré la suma, querida, a la mitad de tu fortuna; y la otra mitad haré que te la asignen a ti. Todos estaremos vivos y sanos, espero —miró cariñosamente a su esposa al decir estas palabras—, todos vivos y sanos a final de año. Pero, aunque me haya ido, Magdalen, nada habrá cambiado. Mi testamento, redactado mucho antes de que pensara siquiera en tener un yerno, divide mi fortuna en dos partes iguales. Una parte la heredará tu madre, y la otra se dividirá a partes iguales entre mis hijas. Recibirás tu parte el día de tu boda (y Norah recibirá la suya cuando se case) de mi propia mano, si vivo, y por testamento, si muero. ¡Vamos, vamos, nada de caras tristes! —dijo, recuperando momentáneamente su cotidiano buen humor—. Tu madre y yo tenemos intención de vivir para ver a Frank convertido en un gran comerciante. Te dejo a ti, querida, la tarea de comunicar al hijo nuestros nuevos proyectos, mientras yo me acerco a su casa…

Se interrumpió, frunció un poco el entrecejo y miró vacilante a la señora Vanstone.

—¿Qué has de hacer en su casa, papá? —preguntó Magdalen, tras haber esperado en vano a que terminara la frase espontáneamente.

—He de consultar con el padre de Frank —contestó—. No debemos olvidar que aún nos falta el consentimiento del señor Clare para zanjar esta cuestión. Y dado que el tiempo apremia y que no sabemos qué dificultades pueda plantear, cuanto antes vaya a verlo mejor.

Dio esta respuesta en voz baja y con el tono alterado, y se levantó de su silla con una actitud entre reticente y resignada, que Magdalen observó con secreta alarma.

Miró inquisitivamente a su madre. Al parecer, también a la señora Vanstone le había alarmado aquel cambio. Parecía preocupada y nerviosa; volvió el rostro sobre el almohadón del sofá; lo volvió de repente, como si sintiera algún dolor.

—¿No te encuentras bien, mamá? —preguntó Magdalen.

—Perfectamente, cariño —respondió la señora Vanstone, seca y sucinta, sin girar la cara—. Déjame sola un rato. Solo necesito descansar.

Magdalen salió con su padre.

—¡Papá! —susurró con inquietud mientras bajaban por las escaleras—. Tú no creerás que el señor Clare va a decir que no.

—No puedo asegurártelo —respondió el señor Vanstone—. Espero que diga que sí.

—No hay ninguna razón para que diga lo contrario, ¿verdad?

Formuló la pregunta débilmente, mientras él iba en busca de su bastón y su sombrero, sin que pareciera oírla. Con la duda de si debía repetir o no la pregunta, le acompañó hasta el jardín de camino hacia la casa del señor Clare. Allí él la detuvo y la envió de vuelta a casa.

—Llevas la cabeza al descubierto, querida —dijo—. Si quieres quedarte en el jardín, no olvides que hace mucho sol; no salgas sin sombrero.

Él siguió caminando hacia la casa del señor Clare.

Magdalen aguardó unos instantes y miró a su padre. Echó de menos el acostumbrado movimiento de su bastón; vio a su pequeño terrier escocés, que había salido corriendo detrás de él, ladrando y haciendo cabriolas a su alrededor sin conseguir llamar su atención. Su padre estaba decaído, extrañamente decaído. ¿Por qué sería?