CAPÍTULO XII
Hacia las tres de la tarde, el capitán Wragge se detuvo en la estación más cercana a Ossory por la que pasaba el tren en su ruta a través de Essex. Las indagaciones que llevó a cabo inmediatamente le informaron de que podía ir en carruaje hasta St. Crux, quedarse allí un cuarto de hora y volver a la estación a tiempo para coger el tren vespertino a Londres. Diez minutos después el capitán se hallaba de nuevo en la carretera, viajando con rapidez en dirección a la costa.
Tras recorrer unos cuantos kilómetros por la carretera principal, el carruaje se desvió y el cochero se adentró en una intrincada red de caminos.
—¿Estamos lejos de St. Crux? —preguntó el capitán, empezando a impacientarse y después de ver pasar kilómetro tras kilómetro sin aparecer indicios de que el viaje llegara a su fin.
—Verá usted la casa, señor, después de la siguiente curva —dijo el cochero.
La siguiente curva de la carretera les mostró de nuevo el campo abierto. Delante del carruaje, el capitán Wragge vio una larga y oscura línea recortada en el cielo; era el dique que protege de las inundaciones las tierras bajas de Essex. Un laberinto de arroyos que serpenteaban desde el invisible mar describiendo extrañas y fantásticas curvas cruzaba las marismas de parte a parte: ríos con la marea alta, canales de lodo con la bajamar. A su derecha había una pequeña aldea pintoresca, compuesta en su mayor parte por casas de madera que se extendían de forma irregular hasta la orilla de uno de los arroyos. A su izquierda, a lo lejos, se alzaban las lúgubres ruinas de una abadía con un desolado montón de edificios que cubrían dos lados de un cuadrado anexo. Uno de los arroyos que llegaban desde el mar (llamados en Essex «brazos de mar») rodeaba casi enteramente la casa. Otro, que llegaba desde la dirección opuesta, parecía atravesar los jardines y separar un lado de la masa informe de edificios, moderadamente reformados, del otro, que estaba poco menos que en ruinas. Puentes de madera y puentes de ladrillo cruzaban el arroyo y daban acceso a la casa desde todos los puntos del perímetro. No se veía criatura humana en los aledaños ni se oía sonido alguno salvo el ronco ladrido de un perro en algún invisible patio de la casa.
—¿A qué puerta he de llevarle, señor? —preguntó el cochero—. ¿A la principal o a la de atrás?
—A la de atrás —contestó el capitán Wragge, pensando que cuanto menos atrajera la atención, mayor seguridad le ampararía.
El carruaje cruzó dos veces el arroyo antes de que el cochero hallara el camino a través de los jardines hasta un triste recinto de piedra. Junto a una puerta abierta de la parte deshabitada del lugar hallaron sentado a un anciano curtido que se afanaba en tallar a escala un barco aún a medio hacer. El anciano se levantó y se acercó a la portezuela del carruaje, subiéndose los anteojos a la frente y observando con desconcierto la aparición de un desconocido.
—¿Se halla alojado aquí el señor Noel Vanstone? —preguntó el capitán Wragge.
—Sí, señor —respondió el anciano—. El señor Noel llegó ayer.
—Llévele esta tarjeta al señor Vanstone, por favor —pidió el capitán—, y dígale que espero aquí para verle.
Pocos minutos después, Noel Vanstone apareció sin resuello y ansioso; lleno de inquietud por las noticias de Aldborough. El capitán Wragge abrió la portezuela del carruaje, aferró la mano que le tendía y tiró de él hacia dentro sin ceremonias.
—Su ama de llaves se ha ido —susurró el capitán—, y usted se casará el lunes. No se altere y no exprese sus sentimientos, no hay tiempo para eso. Consiga que el primer criado activo que encuentre en la casa le haga la bolsa en diez minutos, despídase del almirante y vuelva de inmediato conmigo para ir a coger el tren de Londres.
Noel Vanstone hizo un débil intento por formular una pregunta. El capitán se negó a escucharla.
—Hablaremos cuanto quiera de camino —dijo—. El tiempo es demasiado valioso para hablar aquí. ¿Cómo sabemos que Lecount no lo pensará mejor? ¿Cómo sabemos que no dará media vuelta antes de llegar a Zurich?
Esta sobrecogedora reflexión aterrorizó a Noel Vanstone, que cedió en el acto.
—¿Qué le digo al almirante? —preguntó con impotencia.
—¡Dígale que va a casarse, por supuesto! ¿Qué importa, ahora que Lecount no está aquí? Si le extraña que no se lo haya dicho usted antes, dígale que se fuga para casarse y que la novia le está esperando. ¡Deténgase! Cualquier carta dirigida a usted en su ausencia será enviada a este lugar, ¿no es así? Déle estos sobres al almirante y dígale que le remita sus cartas en sobres dirigidos a mí. Soy un viejo cliente del hotel al que vamos y, si lo encontramos lleno, podemos contar con que el propietario me guarde cualquier carta dirigida a mi nombre. Puede ser importantísimo que disponga de una dirección segura para recibir su correspondencia en Londres. ¿Cómo sabemos que Lecount no le escribirá de camino hacia Zurich?
—¡Qué cerebro tiene usted! —exclamó Noel Vanstone cogiendo ávidamente los sobres—. Piensa en todo.
Bajó del carruaje sumamente agitado y corrió de vuelta a la casa. Diez minutos más tarde el capitán Wragge lo tenía bajo su custodia y los caballos iniciaban el camino de regreso a la estación.
Los viajeros llegaron a Londres a su debido tiempo esa noche y hallaron alojamiento en el hotel.
Conocedor de la naturaleza nerviosa e inquisitiva del hombre con el que tenía que tratar, el capitán Wragge había previsto cierta dificultad y azoramiento para responder a las preguntas que Noel Vanstone pudiera plantearle durante el viaje hacia Londres. Con gran alivio por su parte, un alarmante descubrimiento doméstico absorbió toda la atención de su compañero de viaje. Por un increíble descuido, la señorita Bygrave no había sido provista de doncella en vísperas de su boda. Noel Vanstone declaró que él se haría enteramente responsable de corregir esta deficiencia en los preparativos; no molestaría al señor Bygrave pidiéndole ayuda, consultaría con la patrona del hotel cuando llegaran al término de su viaje y examinaría personalmente a las candidatas para la vacante. Durante todo el trayecto a Londres volvió sobre el mismo tema una y otra vez; en el hotel, se pasó toda la velada entrando y saliendo del cuarto de estar de la patrona hasta que esta se vio obligada a cerrar la puerta con llave. En todas las demás acciones relacionadas con su matrimonio, se había visto forzado a seguir los pasos de su ingenioso amigo. En la cuestión de la doncella de la dama reclamó por fin su propia posición; no siguió a nadie; ¡él llevaba la batuta!
La mañana del día siguiente se dedicó a la obtención de la licencia; Noel Vanstone aceptó vehementemente la distinción personal de declarar bajo juramento y juró de buena fe (según la información obtenida previamente del capitán) que la señorita era mayor de edad. Una vez obtenido el documento, el novio regresó para examinar el carácter y los méritos de las criadas desocupadas que la patrona se había comprometido a llamar al hotel, mientras que el capitán Wragge dirigía sus pasos, «por asuntos personales», a la residencia de un amigo que vivía en un barrio distante de Londres.
El amigo del capitán tenía relación con la ley y el asunto del capitán era de una doble naturaleza. Su primer objetivo era informarse de las consecuencias legales del inminente enlace en el futuro de los cónyuges. Su segundo objetivo era asegurarse de antemano de que destruía toda pista del lugar al que podría dirigirse cuando abandonara Aldborough el día de la boda. Tras haber logrado su propósito en ambos casos, regresó al hotel y halló a Noel Vanstone cuidando su dignidad ofendida en el cuarto de estar de la patrona. Tres doncellas personales se habían presentado para el examen y, al llegar a la cuestión del salario, todas habían tenido el descaro de declinar la oferta. Se esperaba que una cuarta candidata se presentara al día siguiente y Noel Vanstone se negó en redondo a abandonar la metrópoli hasta que apareciera. El capitán Wragge expresó abiertamente su fastidio por el retraso innecesario en el regreso a Aldborough que así se ocasionaba, pero sin que produjera el menor efecto. Noel Vanstone meneó su obstinada cabecilla y se negó solemnemente a tomarse sus responsabilidades a la ligera.
El primer suceso que se produjo el sábado por la mañana fue la llegada de la carta escrita por la señora Lecount a su amo dentro de uno de los sobres que el capitán se había dirigido a sí mismo. El capitán la recibió en su dormitorio (previo acuerdo con la camarera), la leyó con la mayor atención y se la guardó cuidadosamente en la cartera. La carta presagiaba graves acontecimientos cuando el ama de llaves regresara a Inglaterra, y era justo que entregara aquel aviso de peligro en manos de Magdalen, que era la persona amenazada.
Más tarde apareció la cuarta candidata para el puesto de doncella, una joven de escasa ambición y modales sumisos que parecía (como señaló la patrona) una persona sobre la que se había abatido la desgracia. Pasó el examen con éxito y aceptó el salario ofrecido sin un murmullo de protesta. Tras haber ratificado ambas partes el compromiso, se originaron nuevos retrasos, de los que Noel Vanstone fue una vez más la causa. No había decidido si daría más de una guinea por la alianza y desperdició el resto del día en una joyería tras otra, con tan desastrosos resultados que él y el capitán y la nueva doncella de la novia (que viajaba con ellos) llegaron a la estación con el tiempo justo para coger el último tren vespertino que salía de Londres.
Era de noche cuando abandonaron el tren en la estación más cercana a Aldborough. El capitán Wragge había permanecido extrañamente silencioso durante todo el viaje. Estaba inquieto. Había dejado a Magdalen en circunstancias críticas sin una persona adecuada para controlarla, e ignoraba por completo el curso que habían tomado los acontecimientos en North Shingles durante su ausencia.