CAPÍTULO IV

La señora Lecount regresó al gabinete con el fragmento del vestido de Magdalen en una mano y la carta del capitán Wragge en la otra.

—¿Se ha desembarazado usted de ella? —preguntó Noel Vanstone—. ¿Le ha cerrado por fin la puerta en las narices a la señorita Garth?

—No la llame señorita Garth, señor —dijo el ama de llaves con una sonrisa de desprecio—. Es la señorita Garth tanto como usted. Nos han obsequiado con la interpretación de una inteligente farsa, y si hubiéramos despojado a nuestra visitante de su disfraz, creo que debajo habríamos encontrado a la señorita Vanstone en persona. Aquí tiene una carta que acaba de entregarme el cartero.

La dejó sobre la mesa al alcance de su amo. El asombro de Noel Vanstone ante el descubrimiento que acababa de serle comunicado concentró toda su atención en el rostro de la señora Lecount. Ni siquiera llegó a mirar la carta que ella había colocado delante de él.

—Créame, señor —prosiguió la señora Lecount, sentándose tranquilamente—. Cuando nuestra visitante llegue a casa, guardará sus cabellos grises en una caja y se curará esa dolorosa afección de los ojos con agua caliente y una esponja. Si se hubiera pintado las arrugas de la cara tan bien como se ha pintado la inflamación de los ojos, la luz no me habría mostrado nada y sin duda me habría engañado. Pero he visto las arrugas pintadas, he visto la piel de una mujer joven debajo de ese cutis sucio. He oído, en esta habitación, su voz auténtica traicionada por un arrebato, así como otra voz falseada por el acento, y creo que el aspecto de esa señora era falso de los pies a la cabeza. Era la chica en persona, señor Noel, y una chica muy audaz, además.

—¿Por qué no ha cerrado usted la puerta y llamado a la policía? —preguntó el señor Noel—. Mi padre habría llamado a la policía. Usted sabe tan bien como yo, Lecount, que mi padre habría llamado a la policía.

—Perdóneme, señor —dijo la señora Lecount—, pero creo que su padre hubiera esperado a tener para la policía algo más que lo que nosotros tenemos ahora. Volveremos a ver a esa joven, señor. Quizá la próxima vez venga aquí con su propio rostro y su propia voz. Tengo curiosidad por ver cómo es su cara. Tengo curiosidad por saber si lo que oí de su voz en un arrebato bastará para que la reconozca cuando esté tranquila. Obra en mi poder un pequeño recuerdo de su visita que ella no conoce, y no escapará de mí tan fácilmente como cree. Si resulta ser un recuerdo útil, le haré saber lo que es. En caso contrario, me abstendré de molestarle con semejante insignificancia. Permítame recordarle, señor, la carta que tiene al lado. Aún no la ha leído.

Noel Vanstone abrió la carta. Dio un respingo cuando leyó las primeras líneas, vaciló, y luego acabó de leer a toda prisa. El papel se le cayó de la mano y él se desplomó en la silla. La señora Lecount se puso en pie con la velocidad de una mujer joven y recogió la carta.

—¿Qué ha ocurrido, señor? —preguntó. Su rostro cambió al formular la pregunta, y sus grandes ojos negros se endurecieron violentamente, con auténtico asombro y alarma.

—Llame a la policía —exclamó su amo—. Lecount, insisto en que he de ser protegido. ¡Llame a la policía!

—¿Puedo leer la carta, señor?

Él agitó la mano débilmente. La señora Lecount leyó la carta con atención y cuando terminó la dejó sobre la mesa sin hacer comentarios.

—¿No tiene nada que decirme? —preguntó Noel Vanstone, mirando a su ama de llaves con profunda consternación—. ¡Lecount, van a robarme! El sinvergüenza que ha escrito esta carta lo sabe todo y no quiere contarme nada a menos que le pague. ¡Van a robarme! Sobre esta mesa hay bienes por valor de miles de libras, bienes que jamás podrán ser reemplazadas, bienes que ni todas las testas coronadas de Europa podrían reunir aunque lo intentaran. ¡Cierre puertas y ventanas a cal y canto, Lecount, y llame a la policía!

En lugar de obedecerle, la señora Lecount cogió un gran abanico de papel verde del manto de la chimenea y se sentó frente a su amo.

—Está usted excitado, señor Noel —dijo—, está acalorado. Permítame que le refresque.

Con el rostro tan duro como siempre —con menos cariño en la expresión y las maneras del que mostrarían la mayoría de las mujeres al rescatar a una mosca medio ahogada en una jarra de leche—, le abanicó paciente y silenciosamente durante más de cinco minutos. Ningún ojo experto que observara la peculiar palidez azulada del cutis de Noel Vanstone y la acentuada dificultad con que respiraba hubiera dejado de percibir que el gran órgano de la vida era en aquel hombre, como el ama de llaves antes había afirmado, demasiado débil para la función que se le había designado. El corazón se afanaba penosamente en realizar su trabajo como si fuera el de un anciano.

—¿Se siente más aliviado, señor? —preguntó la señora Lecount—. ¿Puede pensar un poco? ¿Puede ejercitar su buen juicio?

Se levantó y puso la mano sobre el corazón de su amo con una atención tan mecánica y un interés tan poco genuino como si tocara los platos de la cena para cerciorarse de que habían sido debidamente calentados.

—Sí —prosiguió, y sentándose de nuevo volvió a abrir el abanico—, ya está mejorando, señor Noel. No me pregunte por esa carta anónima hasta que haya reflexionado y me haya dado primero su opinión. —Siguió abanicándole sin dejar de mirarle a la cara atentamente—. Piense —dijo—, piense sin molestarse en expresar sus pensamientos, señor. Confíe en que sabré leerlos gracias a la total armonía de nuestras opiniones. Sí, señor Noel, esa carta es un miserable intento de asustarle. ¿Qué dice? Dice que es usted el objeto de una conspiración dirigida por la señorita Vanstone. Eso ya lo sabemos, la señora de los ojos inflamados nos lo ha dicho. Nos burlamos de esa conspiración. ¿Qué más dice la carta? Dice que su autor posee una valiosa información que le dará si paga usted por ella. ¿Cómo ha llamado a esa persona hace un momento, señor?

—Le he llamado sinvergüenza —dijo Noel Vanstone, recobrando su vanidad e irguiéndose lentamente en la silla.

—Estoy de acuerdo con usted, señor, como en todo lo demás —prosiguió la señora Lecount—. Es un sinvergüenza que posee realmente la información y que habla en serio, o es un portavoz de la señorita Vanstone y ella le ha hecho escribir esa carta con el propósito de desconcertarnos mediante otra forma de disfraz. Tanto si la carta es falsa como si es auténtica (¿no estoy leyendo ahora sus pensamientos, más atinados que los míos, señor Noel?), usted sabe que no le conviene poner en guardia a sus enemigos utilizando a la policía en este asunto, al menos no demasiado pronto. Estoy completamente de acuerdo con usted. Nada de policía por el momento. Dejará usted que ese hombre o mujer anónimos suponga que se asusta fácilmente; le tenderá una trampa para conseguir la información en respuesta a la trampa que le han tendido para conseguir su dinero. Responderá usted a la carta y verá el resultado, y solo pagará los gastos de emplear a la policía cuando sepa que esos gastos son necesarios. De nuevo estoy de acuerdo con usted; nada de gastos, si podemos evitarlo. Mis pensamientos y los suyos, señor Noel, con respecto a este asunto, son idénticos en todos los detalles.

—Es así como lo ve usted, Lecount, ¿no es cierto? —dijo Noel Vanstone—. Lo mismo pienso yo; ciertamente eso es lo que pienso. No pagaré ni un penique a la policía si puedo evitarlo. —Volvió a coger la carta y tras una segunda lectura se sintió irritado y perplejo—. ¡Pero ese hombre quiere dinero! —espetó con impaciencia—. Parece usted olvidar, Lecount, que ese hombre quiere dinero.

—Dinero que usted le ofrecerá, señor —replicó la señora Lecount—, pero que, como usted había previsto ya, no le será entregado. ¡Ni hablar! Dirá usted a ese hombre: «Extienda la mano, señor», y cuando la tenga extendida le dará una palmada por las molestias y se meterá la mano en el bolsillo. ¡Me alegra tanto verle reír, señor Noel! Me alegra que haya recuperado el buen humor. Responderemos a la carta mediante un anuncio en el periódico, como indica su autor. ¡Esos anuncios son tan baratos! Tiembla un poco su pobre mano, señor. ¿Quiere que empuñe la pluma por usted? No estoy capacitada para hacer más, pero siempre puedo prometerle sostener la pluma.

Sin esperar respuesta, el ama de llaves se dirigió al gabinete del fondo y regresó con pluma, tinta y papel. Colocando un cuaderno de papel secante sobre sus rodillas y con un aspecto modélico de alegre sumisión, se instaló una vez más frente a la silla de su amo.

—¿Quiere que escriba a su dictado, señor? —inquirió—. ¿O hago un breve borrador y lo corrige usted luego? Redactaré un breve borrador. Déjeme ver la carta. Tenemos que publicar el anuncio en The Times y dirigirlo a «Un amigo desconocido». ¿Qué digo, señor Noel? Espere; lo escribiré y luego podrá verlo por usted mismo: «Se solicita a un amigo desconocido que indique (mediante anuncio) una dirección a la que poder enviarle una carta. La información que ofrece será recompensada con una suma de…». ¿Qué suma de dinero desea que escriba, señor?

—No escriba nada —dijo Noel Vanstone con un súbito arrebato de impaciencia—. Las cuestiones de dinero son cosa mía; digo que las cuestiones de dinero son cosa mía, Lecount. Déjemelo a mí.

—Por supuesto, señor —dijo el ama de llaves, alargando el cuaderno de papel secante a su amo—. No olvidará ser generoso al ofrecer dinero, ¿verdad?, sabiendo de antemano que no piensa desprenderse de él.

—¡No me dicte, Lecount! ¡No me someteré a su dictado! —dijo Noel Vanstone, cada vez más impaciente en reafirmar su independencia—. Tengo intención de llevar este asunto yo mismo. ¡Yo mando, Lecount!

—Usted manda, señor.

—Mi padre mandaba antes que yo. Y yo soy hijo de mi padre. ¡Le digo, Lecount, que soy hijo de mi padre!

La señora Lecount inclinó la cabeza con gesto sumiso.

—Tengo intención de escribir la suma de dinero que yo considere conveniente —prosiguió Noel Vanstone, asintiendo vehementemente con su menuda cabeza rubia—. Quiero enviar este anuncio en persona. La criada lo llevará a la librería para que lo publiquen en The Times. Cuando haga sonar la campanilla dos veces, envíeme a la criada. ¿Lo ha entendido, Lecount? Envíeme a la criada.

La señora Lecount volvió a inclinar la cabeza y se dirigió despacio hacia la puerta. Sabía con exactitud cuándo dirigir a su amo y cuándo dejarlo actuar por sí solo. La experiencia le había enseñado a gobernarlo en todos los puntos esenciales y a ceder después en todos los puntos menores. Era característico de su débil naturaleza —como lo es de todas las naturalezas débiles—, que el señor Noel Vanstone se impusiera obstinadamente en las menudencias. Rellenar el espacio en blanco del anuncio era la menudencia en aquel caso, y la señora Lecount acalló las sospechas de su amo de estar siendo dirigido concediéndosela inmediatamente. «Mi mula ha coceado —pensó para sí en su propia lengua, cuando abría la puerta—. Nada más puedo hacer hoy con ella».

—¡Lecount! —gritó su amo cuando se disponía a salir al pasillo—. Vuelva.

La señora Lecount volvió.

—No la habré ofendido, ¿verdad? —preguntó Noel Vanstone con inquietud.

—Por supuesto que no, señor —contestó la señora Lecount—. Como usted acaba de decir, usted manda.

—¡Magnífica criatura! Déme la mano. —Le besó la mano y sonrió con gran satisfacción por su afectuoso proceder—. ¡Lecount, es usted una noble criatura!

—Gracias, señor —dijo el ama de llaves. Hizo una reverencia y salió—. «Si tuviera cerebro en esa cabeza de mono suya —dijo para sus adentros una vez en el pasillo—, ¡menudo granuja sería!».

Solo en el gabinete, Noel Vanstone se sumió en inquietas reflexiones sobre el espacio en blanco del anuncio. La insinuación aparentemente superflua de la señora Lecount, que fuera generoso al ofrecer dinero puesto que no tenía intención de desprenderse de él, se basaba en un profundo conocimiento de su carácter. Noel Vanstone había heredado el sórdido amor de su padre por el dinero, sin heredar la capacidad práctica de su padre para ver los usos a los que puede destinarse el dinero. Su única idea en relación con las riquezas era la de conservarlas… Era tan avaro por naturaleza que la mera perspectiva teórica de ser generoso le intimidaba. Empuñó la pluma, volvió a dejarla y leyó la carta anónima por tercera vez, meneando la cabeza con suspicacia. «Si le ofrezco a este hombre una gran suma de dinero —pensó de repente—, ¿cómo sé que no hallará un modo de hacérmela pagar realmente? Las mujeres siempre tienen prisas. Lecount siempre tiene prisa. Tengo toda la tarde a mi disposición. Aprovecharé la tarde para meditarlo».

Malhumoradamente, dejó el cuaderno de papel secante y el borrador del anuncio sobre la silla que la señora Lecount acababa de abandonar. Cuando regresó a la suya, meneó su pequeña cabeza con solemnidad y se alisó el blanco batín sobre las rodillas con el aire de un hombre absorto en angustiadas reflexiones. Transcurrieron los minutos; los cuartos y las horas se sucedieron unos a otros en la esfera del reloj de la señora Lecount, y Noel Vanstone seguía perdido en un mar de dudas, seguía sin perturbar la tranquilidad de la campanilla del gabinete para llamar a la criada.

Mientras tanto, tras despedirse de la señora Lecount, Magdalen se había abstenido prudentemente de cruzar la calle para llegar a su alojamiento, y solo se había atrevido a regresar después de dar un rodeo por la vecindad. De nuevo en Vauxhall Walk, el primer objeto que atrajo su atención fue un coche de punto parado a la puerta de su pensión. Unos cuantos pasos más le permitieron ver a la hija de la patrona de pie junto al coche, enzarzada en una disputa con el cochero por el precio del trayecto. Observando que la muchacha le daba la espalda, Magdalen aprovechó inmediatamente la circunstancia y se introdujo en la casa sin ser vista.

Recorrió el pasillo, subió por las escaleras y se encontró en el primer descansillo, ¡cara a cara!, con su compañera de viaje. Allí estaba la señora Wragge abrazada a una pila de pequeños paquetes, esperando con ansiedad el resultado de la disputa con el cochero en la calle. Dar media vuelta era imposible; un airado vocerío se adentraba en el pasillo de abajo. Vacilar era totalmente inútil. No le quedaba más que una salida, la de seguir adelante, y Magdalen se lanzó a ella con desesperación. Apartó a la señora Wragge para pasar sin decir una palabra, corrió a su habitación, se despojó de capa, sombrero y peluca y los escondió arrojándolos al espacio vacío entre la cabecera del sofá cama y la pared.

En los primeros instantes, el asombro privó del habla a la señora Wragge y la dejó clavada en el sitio. Dos de los paquetes que sostenía en los brazos se le cayeron en las escaleras. La visión de tamaña catástrofe la reanimó.

—¡Ladrones! —gritó la señora Wragge, súbitamente acometida por esa idea—. ¡Ladrones!

Magdalen la oyó a través de la puerta de su habitación, que no había tenido tiempo de cerrar completamente.

—¿Es usted, señora Wragge? —llamó con su voz normal—. ¿Qué ocurre? —Cogió una toalla mientras hablaba, la mojó y se la pasó rápidamente por la parte inferior del rostro. Al oír la voz familiar, la señora Wragge giró en redondo, se le cayó un tercer paquete y, olvidándolo en medio de su asombro, subió el segundo tramo de escaleras. Magdalen salió al descansillo del primer piso apretándose la frente con la toalla como si sufriera dolor de cabeza. Necesitaba tiempo para quitarse las cejas postizas y una supuesta jaqueca fue el pretexto más conveniente que pudo hallar para ocultarlas.

—¿A qué vienen esos gritos que perturban la casa? —preguntó—. Silencio, por favor, tengo un espantoso dolor de cabeza.

—¿Ocurre algo, señora? —preguntó la patrona desde el pasillo.

—Nada en absoluto —contestó Magdalen—. Mi amiga es tímida y la disputa con el cochero la ha asustado. Pague a ese hombre lo que pida y déjele marchar.

—¿Dónde está? —preguntó la señora Wragge en un trémulo susurro—. ¿Dónde está la mujer que ha pasado corriendo por mi lado y se ha metido en su habitación?

—¡Bah! —dijo Magdalen—. No ha pasado ninguna mujer por su lado, como usted dice. Entre y véalo usted misma.

Abrió la puerta. La señora Wragge entró en la habitación, miró por todas partes, no vio a nadie, y mostró su asombro por el resultado dejando caer un cuarto paquete y temblando de pies a cabeza sin poderlo evitar.

—La he visto entrar aquí —dijo la señora Wragge con voz temerosa—. Una mujer con una capa gris y un sombrero papalina. Una maleducada. Ha pasado corriendo por mi lado en la escalera; eso es lo que ha hecho. Aquí está la habitación y no hay ninguna mujer en ella. ¡Dénos un devocionario! —exclamó, adquiriendo una palidez cadavérica mientras el resto de la colección de paquetes se le caía a los pies formando una pequeña cascada—. Quiero leer algo piadoso. Quiero pensar en mi muerte. ¡He visto un fantasma!

—¡Tonterías! —dijo Magdalen—. Está soñando despierta; las compras han sido demasiado para usted. Métase en su cuarto y quítese el sombrero.

—He oído hablar de fantasmas en camisón, fantasmas con sábana y fantasmas encadenados —prosiguió la señora Wragge, petrificada en su propio círculo mágico de paquetes de ropa interior y telas—. Aquí hay un fantasma peor que todos ellos, un fantasma con capa gris y sombrero papalina. Sé lo que es —continuó la señora Wragge, deshaciéndose en lágrimas de arrepentimiento—. Es mi castigo por ser tan feliz lejos del capitán. Es mi castigo por haber llevado los zapatos en chancletas en la mitad de las tiendas de Londres, primero un pie y luego el otro, todo el tiempo que he estado fuera. Soy una pecadora. No me deje; haga lo que haga, querida, ¡no me deje! —Aferró el brazo de Magdalen con fuerza y sufrió un nuevo ataque de temblores ante la mera idea de quedarse sola.

La única alternativa que quedaba en una emergencia como aquella era la de someterse a las circunstancias. Magdalen condujo a la señora Wragge a una silla tras haber colocado esta en una posición que le permitiera darle la espalda mientras se quitaba las cejas postizas con la ayuda de un poco de agua.

—Espere ahí un momento —dijo— e intente tranquilizarse mientras me mojo la cabeza.

—¿Tranquilizarme? —repitió la señora Wragge—. ¿Cómo voy a tranquilizarme cuando parece que tenga la cabeza separada del cuerpo? El peor zumbido que me haya provocado el libro de cocina no es nada comparado con el zumbido que me provoca ahora el fantasma. ¡Qué triste final para unas vacaciones! Puede usted llevarme a casa cuando quiera, querida. ¡Yo ya he tenido bastante!

Tras lograr por fin quitarse las cejas postizas, Magdalen era libre para combatir la desafortunada impresión producida en la mente de su compañera con todas las armas disuasorias que pudiera esgrimir su ingenio.

Su empeño resultó vano. La señora Wragge persistió en creer —basándose en pruebas que, dicho sea de paso, hubieran satisfecho a muchos videntes más juiciosos que ella— que había sido obsequiada con una visita sobrenatural del mundo de los espíritus. Lo único que pudo hacer Magdalen fue comprobar mediante un cuidadoso interrogatorio que la señora Wragge no había sido lo bastante perspicaz para identificar al supuesto fantasma como el personaje de la vieja señora del norte de su espectáculo. Una vez convencida sobre ese particular, no le quedaba más recurso que dejar el resto a la incapacidad natural para retener impresiones —a menos que esas impresiones se renovaran continuamente— que era una de las debilidades características de la mente de su compañera. Tras animar a la señora Wragge asegurándole reiteradas veces que una aparición (según las leyes y reglas de los fantasmas) no significaba nada a menos que fuera seguida inmediatamente por otras dos, tras desviar de nuevo su atención pacientemente hacia los paquetes caídos en el suelo y en las escaleras, y tras prometer que dejaría abierta de par en par la puerta que comunicaba ambas habitaciones si ella se comprometía por su parte a retirarse a su habitación y a no decir nada más sobre el horrible asunto del fantasma, Magdalen se aseguró por fin el privilegio de reflexionar sobre los acontecimientos de aquel día memorable, sin ser interrumpida.

Su primer movimiento había tenido dos graves consecuencias. La señora Lecount le había tendido una trampa para hacerle hablar con su propia voz y había tropezado accidentalmente con la señora Wragge cuando iba disfrazada.

¿Qué ventaja había obtenido que compensara aquellos desastres? La ventaja de saber más sobre Noel Vanstone y sobre la señora Lecount de lo que habría descubierto en varios meses si se hubiera confiado a las pesquisas realizadas por otros en su nombre. Una duda que la tenía perpleja hasta entonces se había resuelto por fin. Ahora veía con claridad que era imposible aplicar al hijo el plan que había ideado contra Michael Vanstone, y que la aguda perspicacia del capitán Wragge había descubierto parcialmente cuando ella le avisó por primera vez de que debían disolver su asociación. El hábito de especular del padre había sido el eje sobre el que pivotaba toda la maquinaria de su conspiración. En el doblemente sórdido carácter del hijo no se descubría tal posición ventajosa. Noel Vanstone era invulnerable precisamente allí donde su padre podía ser atacado.

Habiendo llegado a esta conclusión, ¿cómo determinaría qué camino debía seguir en el futuro? ¿Qué nuevos medios podía descubrir que la condujeran secretamente a su objetivo, desafiando la maliciosa vigilancia de la señora Lecount y la mezquina desconfianza de Noel Vanstone?

Se hallaba sentada frente al espejo peinándose maquinalmente y con sus pensamientos ocupados por aquella consideración crucial. La agitación del momento había dado un tinte febril a sus mejillas y sus grandes ojos grises se veían más luminosos. Era consciente de que la favorecía; era consciente de que su belleza ganaba con el contraste después de quitarse el disfraz. Sus hermosos cabellos de color castaño claro parecían más espesos y suaves que nunca ahora que habían escapado de su aprisionamiento bajo la peluca gris. Los trenzó de un modo y otro con dedos ágiles y diestros; los dejó caer en bucles sobre sus hombros; los juntó echándolos hacia atrás y se puso de perfil para ver cómo caían, para ver sus hombros y su espalda libres de las deformidades artificiales de la capa con rellenos. Al poco rato volvía a mirarse en el espejo una vez más, hundía ambas manos en sus cabellos y, apoyando los codos sobre la mesa, examinaba su reflejo cada vez más cerca hasta que el aliento empañó el cristal. «Puedo tener a cualquier hombre vivo a mis pies —pensó con una sonrisa de triunfo soberbio—, ¡siempre que conserve mi belleza! Si ese desgraciado despreciable me viera ahora…». Un súbito horror hacia sí misma le impidió llevar ese pensamiento a su término. Se apartó del cristal, temblando, y se tapó el rostro con las manos.

—¡Oh, Frank! —musitó—. ¡De no ser por ti, cuán miserable podría ser! —Sus ávidos dedos arrancaron la pequeña bolsa de seda blanca del escondite de su pecho; sus labios la devoraron con besos silenciosos—. ¡Querido mío! ¡Mi ángel! ¡Oh, Frank, cómo te amo! —Los ojos se le llenaron de lágrimas. Se los enjugó coléricamente, devolvió la bolsa a su lugar y le dio la espalda al espejo—. «Ya basta de mí misma —pensó—. ¡Basta por hoy de mi loca y miserable persona!».

Horrorizada ante la previsión de su siguiente paso —horrorizada ante el futuro que rápidamente se ensombrecía y que se asociaba ahora en sus más íntimos pensamientos con Noel Vanstone—, recorrió la habitación con mirada impaciente buscando alguna ocupación casera que pudiera distraerla. El disfraz que había arrojado entre la pared y la cama volvió a su memoria. Era imposible dejarlo allí. La señora Wragge (ocupada ahora en ordenar sus paquetes) podía cansarse de su ocupación, podía volver a entrar en cualquier momento, podía pasar junto a la cama y ver la capa gris. ¿Qué hacer?

Su primera idea fue la de poner de nuevo el disfraz en el baúl. Pero después de lo ocurrido era peligroso guardarlo tan cerca mientras ella y la señora Wragge estuvieran bajo el mismo techo. Resolvió deshacerse de él esa noche y audazmente enviarlo de nuevo a Birmingham. Su sombrerera cabía dentro del baúl. La sacó, arrojó dentro peluca y capa, y aplastó sin miramientos el sombrero por encima. El vestido (que aún no se había quitado) era suyo; la señora Wragge estaba acostumbrada a vérselo puesto, no había necesidad de devolverlo. Antes de cerrar la sombrerera, garabateó apresuradamente estas líneas en una hoja de papel: «Me llevé las cosas que se incluyen aquí por error. Por favor, guárdelas con el resto de mi equipaje hasta que reciba de nuevo noticias mías». Colocó el papel sobre el sombrero, escribió la dirección del capitán Wragge en Birmingham sobre la sombrerera, la llevó abajo inmediatamente y envió a la hija de la patrona con ella a la estafeta postal más próxima. «Una dificultad resuelta», pensó, volviendo a su habitación.

La señora Wragge estaba todavía ocupada en ordenar sus paquetes sobre su estrecho camastro. Se dio la vuelta con un débil grito cuando entró Magdalen.

—Creía que era el fantasma otra vez —dijo la señora Wragge—. Intento que lo que me ha ocurrido me sirva de lección, querida. He ordenado todos mis paquetes tal como al capitán le gustaría verlos. Llevo los dos zapatos bien calzados. Si cierro los ojos esta noche (cosa que no creo que haga), me dormiré tan recta como me lo permitan las piernas. Y jamás volveré a tener otras vacaciones tan largas en toda mi vida. Espero ser perdonada —dijo la señora Wragge, meneando lúgubremente la cabeza—. Espero humildemente que seré perdonada.

—¡Perdonada! —repitió Magdalen—. Si otras mujeres necesitaran ser perdonadas tan poco como usted… ¡Bueno!, ¡bueno! ¿Qué le parece si abre algunos de estos paquetes? ¡Vamos! Quiero ver lo que ha comprado hoy.

La señora Wragge vaciló, suspiró con arrepentimiento, reflexionó unos instantes, alargó la mano tímidamente hacia uno de los paquetes, pensó en la advertencia sobrenatural, y se apartó de sus propias compras con un desesperado ejercicio de control sobre sí misma.

—Abra este —dijo Magdalen para animarla—. ¿Qué es?

Los apagados ojos azules de la señora Wragge empezaron a brillar débilmente pese a sus remordimientos, pero sacudió la cabeza con abnegación. La pasión dominante de las compras podía volver a reclamar lo que era suyo, pero el fantasma aún no había sido conjurado.

—¿Lo ha comprado a buen precio? —preguntó Magdalen confidencialmente.

—¡Baratísimo! —exclamó la pobre señora Wragge, cayendo en la trampa de cabeza y abalanzándose sobre el paquete con tanta avidez como si no hubiera ocurrido nada.

Magdalen la tuvo comentando sus compras durante más de una hora y luego decidió sensatamente distraer su atención de todo recuerdo fantasmal de otro modo, llevándola a dar un paseo.

Cuando abandonaban su alojamiento, la puerta de la casa de Noel Vanstone se abrió y apareció la criada con un nuevo encargo que cumplir. Al parecer le habían encomendado una carta en aquella ocasión, que llevaba cuidadosamente en la mano. Consciente de no haber formado aún plan alguno, ni para el ataque ni para la defensa, Magdalen se preguntó con un temor momentáneo si la señora Lecount había decidido ya entablar nuevos contactos y si la carta estaba dirigida a la «señorita Garth».

La carta no tenía tal destinataria. Noel Vanstone había resuelto por fin su problema pecuniario. El espacio en blanco del anuncio se había rellenado y la contestación de la señora Lecount a la advertencia anónima del capitán Wragge estaba a punto de ser insertada en The Times.

FIN DE LA TERCERA ESCENA