CAPÍTULO I
Hacia las once de la mañana del tres de noviembre, la mesa del desayuno de Baliol Cottage presentaba ese aspecto fundamentalmente abandonado que produce una comida en estado de transición; es decir, una comida preparada para dos personas que una de ellas ya se ha comido y a la que aún no se ha acercado la otra. Voraz ha de ser el apetito que pueda contemplar sin un fugaz desaliento la cáscara de huevo rota, el pescado con media espina fuera, las migas en el plato y el poso en la taza. Sin duda hay una sabia resignación a esas flaquezas de la naturaleza humana que deben ser respetadas y no censuradas, en la comprensiva rapidez con que los empleados de los locales públicos borran toda huella del cliente pasado de la vista del cliente presente. Aunque su predecesor pueda haber sido la esposa amada o el hijo del alma, ningún hombre se encuentra con los rastros de un desaparecido comensal en su mesa sin una pasajera sensación de agravio en relación con la idea de su propia comida.
Una impresión parecida invadió el ánimo del señor Noel Vanstone cuando entró poco después de las once en la solitaria salita de Baliol Cottage, donde se había servido el desayuno. Miró la mesa ceñudo y tocó la campanilla con expresión de repugnancia.
—Despeja todo esto —dijo, cuando apareció la criada—. ¿Se ha ido la señora?
—Sí, señor, hace casi una hora.
—¿Está abajo Louisa?
—Sí, señor.
—Cuando hayas limpiado la mesa, envíame a Louisa.
Noel Vanstone se acercó a la ventana. La momentánea irritación abandonó su rostro, pero dejó una expresión que permaneció, una expresión de descontento que lo consumía. Exteriormente, el matrimonio le había cambiado para peor. Sus marchitas mejillas empezaban a hundirse, su frágil y menuda figura empezaba ya a encorvarse levemente. La antigua delicadeza de su cutis había desaparecido; solo quedaba la palidez enfermiza. No llevaba ya las finas guías de su rubio bigote pragmáticamente enceradas y retorcidas en sendos bucles; los débiles extremos plumosos colgaban con mansedumbre sobre las quejumbrosas comisuras de la boca. Si se hubieran contado las diez o doce semanas transcurridas desde la boda a tenor de su aspecto, bien pudieran haberse tomado por diez o doce años. Permaneció junto a la ventana arrancando hojas distraídamente de un tiesto de brezo colocado frente a ella y tarareando con tristeza el melancólico fragmento de una melodía.
La vista desde la ventana abarcaba el cauce del Nith en un meandro del río a unos cuantos kilómetros más allá de Dumfries. Aquí y allá, a través de claros invernales en la orilla arbolada, el ojo tropezaba con las amplias y llanas extensiones cultivadas del valle. Por el río navegaban las barcas y los carros avanzaban pesadamente por la carretera en dirección a Dumfries. El cielo estaba despejado, el sol de noviembre calentaba tan agradablemente como si el año fuera dos meses más joven, y la vista, famosa en Escocia por su alegre y pacífico encanto, ofrecía el mejor de los aspectos que podía adoptar en invierno. Según todas las apariencias, el señor Noel Vanstone la habría encontrado igualmente atractiva de haber estado oculta por la niebla o bañada por la lluvia. Aguardó junto a la ventana hasta que oyó la llamada de Louisa en la puerta; entonces se dio la vuelta con malhumor hacia la mesa del desayuno y le dijo que entrara.
—Sírveme el té —dijo—. Yo no tengo ni idea. Me han dejado aquí abandonado. Nadie me ayuda.
La discreta Louisa obedeció en silencio sumisamente.
—¿Ha dejado tu señora algún recado para mí antes de marcharse? —preguntó él.
—Ninguno en particular, señor. La señora ha dicho solo que se le haría muy tarde si esperaba más tiempo para desayunar.
—¿No ha dicho nada más?
—Junto a la portezuela del carruaje, señor, me ha dicho que con toda probabilidad volvería dentro de una semana.
—¿Estaba de buen humor junto a la portezuela del carruaje?
—No, señor. Me ha parecido que la señora estaba muy nerviosa e intranquila. ¿Puedo hacer algo más por usted, señor?
—No lo sé. Aguarda un minuto.
Noel Vanstone procedió a desayunar con aire descontento. Louisa aguardó con resignación junto a la puerta.
—Creo que la señora ha estado de mal humor últimamente —prosiguió él, con un repentino ataque de susceptibilidad.
—La señora no ha estado muy animada, señor.
—¿Qué quiere decir que no ha estado animada? No te andes con rodeos. ¿Es que no pinto nada en esta casa? ¿Se me va a dejar a ciegas en todo? ¿Acaso la señora puede irse por asuntos personales dejándome en casa como a un niño y yo ni siquiera puedo hacer una pregunta sobre ella? ¿Habré de soportar que una criada me salga con evasivas? ¡No pienso tolerarlo! ¿No ha estado muy animada? ¿Qué quiere decir que no ha estado animada?
—Solo quería decir que la señora no estaba de buen humor, señor.
—Entonces, ¿por qué no lo decías? ¿No conoces acaso el valor de las palabras? En ocasiones se producen las más terribles consecuencias por no conocer el valor de las palabras. ¿Te ha dicho la señora que se iba a Londres?
—Sí, señor.
—¿Qué has pensado cuando la señora te ha dicho que se iba a Londres? ¿Te ha extrañado que se fuera sin mí?
—No me he tomado la libertad de pensar que fuera extraño, señor. ¿Puedo hacer algo más por usted, por favor, señor?
—¿Cómo está la mañana ahí fuera? ¿Hace calor? ¿Da el sol en el jardín?
—Sí, señor.
—¿Has visto tú misma que el sol da en el jardín?
—Sí, señor.
—Tráeme el gabán; saldré a dar un paseíto. ¿Lo ha cepillado mi ayuda de cámara? ¿Le has visto cepillarlo tú misma? ¿Qué pretendes diciéndome que lo ha cepillado si tú no lo has visto? Déjame mirarle los faldones. Si hay una sola mota de polvo en los faldones ¡despediré al ayuda de cámara! Ayúdame a ponérmelo.
Louisa le ayudó a ponerse el gabán y le entregó el sombrero. Noel Vanstone salió de casa con irritación. El gabán era demasiado grande (había pertenecido a su padre); el sombrero era demasiado grande (lo había comprado él; era una ganga, aunque no le quedaba bien). Se hallaba sumergido en el gabán y el sombrero; parecía especialmente menudo, frágil y desagradable cuando enfiló despacio el sendero del jardín bajo el sol invernal. El sendero bajaba en suave pendiente desde la parte posterior de la casa hasta la orilla del río, de la que estaba separado por una empalizada de poca altura. Tras pasearse con lentitud de un extremo a otro del sendero durante un rato, se detuvo junto a la empalizada e, inclinándose sobre ella, contempló con apatía el suave discurrir de la corriente.
Sus pensamientos seguían enzarzados en la primera pregunta que había hecho a Louisa con preocupación; seguía dándole vueltas a las circunstancias en las que su esposa había abandonado la casa aquella mañana y la falta de respeto hacia él que suponía el modo en que se había ido. Cuanto más pensaba en el agravio, más agudo era su resentimiento. Era una persona de gran sensibilidad en lo que concernía a cualquier ofensa contra su sentido de la propia importancia. Poco a poco su cabeza fue declinando sobre sus brazos, apoyados en la empalizada, y con la profunda sinceridad de la mortificación, suspiró amargamente.
El suspiro recibió respuesta de una voz junto a él.
—Era usted más feliz conmigo, señor —dijo la voz, con un tono de afectuoso pesar.
Noel Vanstone alzó la vista con un chillido —literalmente un chillido— y se encontró frente a la señora Lecount.
¿Era aquel su espectro o la mujer? Tenía los cabellos blancos, el rostro demacrado; miraba con ojos grandes, brillantes y ojerosos sobre las mejillas hundidas. Estaba marchita y vieja. El vestido caía en bolsas alrededor de su consumida figura; no quedaba el menor rastro de su rolliza belleza otoñal. La determinación silenciosa e impenetrable, la voz suave y el tono zalamero eran las únicas reliquias del pasado que la enfermedad y el sufrimiento habían dejado en la señora Lecount.
—Tranquilícese, señor Noel —dijo la señora Lecount afablemente—. No tiene motivos para alarmarse al verme. Cuando le he preguntado, su criada me ha dicho que estaba usted en el jardín, y he venido a buscarlo. Le he seguido la pista hasta aquí, señor, sin resentimiento hacia usted, ni deseos de angustiarle siquiera con la sombra de un reproche. He venido aquí por lo que ha sido y es la ocupación de mi vida: servirle a usted.
Noel Vanstone se recobró un tanto, pero seguía privado del habla. Se agarró con fuerza a la empalizada y miró a la señora Lecount fijamente.
—Intente grabar en su cerebro, señor, lo que voy a decirle —prosiguió la señora Lecount—. No he venido aquí como enemiga, sino como amiga. He sufrido la dura prueba de la enfermedad; he sufrido la dura prueba de la angustia. Nada queda de mí salvo mi corazón. Mi corazón le perdona; mi corazón me pone a su servicio en esta hora de gran necesidad, necesidad que usted aún ha de sentir. Cójase de mi brazo, señor Noel. Un paseíto al sol le ayudará a recobrarse.
La señora Lecount enlazó la mano de Noel Vanstone en torno a su brazo y le condujo lentamente por el sendero hacia la casa. Antes de que hubiera estado cinco minutos en su compañía, había vuelto a tomar plena posesión de él por derecho propio.
—Ahora hacia abajo otra vez, señor Noel —dijo—. Lentamente cuesta abajo, al agradable calor del sol. Tengo muchas cosas que decirle, señor, que usted no espera oír de mí. Permítame hacerle primero una pequeña pregunta de tipo familiar. En la puerta de la casa me han dicho que la señora de Noel Vanstone se ha ido de viaje. ¿Estará fuera mucho tiempo?
La mano de su amo tembló sobre su brazo cuando ella formuló esta pregunta. En lugar de responder, Noel Vanstone hizo un débil intento de defenderse. Las primeras palabras que pronunció las suscitaba la primera sensación recobrada, la sensación de que su ama de llaves lo tenía bajo custodia. Intentó reconciliarse con la señora Lecount.
—Siempre he tenido la intención de hacer algo por usted —dijo con tono adulador—. Hubiera tenido noticias mías dentro de poco. ¡Por mi honor, le doy mi palabra, Lecount, de que hubiera tenido noticias mías dentro de poco!
—No lo dudo, señor —replicó la señora Lecount—. Pero por el momento no se preocupe por mí. Usted y sus intereses son primero.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó él mirándola atónito—. ¿Cómo ha conseguido encontrarme?
—Es una larga historia, señor; se la contaré en otro momento. Baste con decir por ahora que le he encontrado. ¿Volverá hoy la señora de Noel Vanstone? Un poco más alto, señor; apenas le oigo. ¡Vaya, vaya! ¡No volverá hasta dentro de una semana! ¿Y adónde ha ido? ¿A Londres, dice? ¿Y para qué? No es por curiosidad, señor Noel; le hago estas preguntas acuciada por la necesidad. ¿Por qué su esposa se ha ido sola a Londres, dejándole aquí?
Se hallaban de nuevo junto a la empalizada cuando la señora Lecount hizo esta última pregunta, y aguardaron, apoyados en ella, a que Noel Vanstone la contestara. La insistencia de la señora Lecount en asegurarle que no le guardaba rencor produjo su efecto; Noel Vanstone empezaba a serenarse. La vieja costumbre de dirigir, impotente, todas sus quejas a su ama de llaves volvió con la reaparición de esta; volvió insidiosamente en compañía de aquella impaciencia obsesiva por hablar de sus agravios que le había delatado en la mesa del desayuno y que había revelado a la doncella de su mujer la herida infligida en su vanidad.
—No puedo responder por la señora de Noel Vanstone —dijo con rencor—. La señora de Noel Vanstone no me ha tratado con el respeto que me debe. Ha dado por supuesto mi permiso y solo ha considerado conveniente decirme que el propósito de su viaje era visitar a sus amigos de Londres. Se ha ido esta mañana sin despedirse de mí. Obra a su antojo, como si yo no fuera nadie; me trata como a un niño. Aunque no se lo crea, Lecount, ni siquiera sé quiénes son sus amigos. Estoy completamente a ciegas. He de suponer que sus amigos de Londres son sus tíos.
La señora Lecount meditó la cuestión en silencio con la ayuda de lo que había conseguido averiguar en Londres. Pronto llegó a la conclusión obvia. Después de escribir a su hermana en primer lugar, con toda probabilidad Magdalen había seguido a la carta en persona. No cabía duda de que los amigos a los que pensaba visitar en Londres eran su hermana y la señorita Garth.
—No son sus tíos, señor —dijo la señora Lecount serenamente—. ¡Le diré un secreto! No tiene tíos. Otro paseíto antes de que me explique, otro paseíto para que se le tranquilicen los ánimos.
Lo tomó bajo su custodia una vez más y lo condujo de vuelta a la casa.
—¡Señor Noel! —exclamó la señora Lecount, deteniéndose de pronto a mitad de camino—. ¿Sabe cuál ha sido el mayor daño que se ha hecho a sí mismo en toda su vida? Yo se lo diré. El peor daño fue enviarme a mí a Zurich.
La mano de Noel Vanstone empezó a temblar sobre el brazo del ama de llaves una vez más.
—¡Yo no lo hice! —exclamó lastimosamente—. Todo fue obra del señor Bygrave.
—¿Reconoce usted, señor, que el señor Bygrave me engañó? —prosiguió la señora Lecount—. Me alegra oírlo. Más dispuesto estará usted a hacer el siguiente descubrimiento que le aguarda, el de que el señor Bygrave le ha engañado a usted. Él no está aquí ahora para deslizarse entre mis dedos y en este lugar no soy la desvalida mujer que era en Aldborough. ¡Gracias a Dios! —El ama de llaves pronunció esta devota exclamación con los dientes apretados. Todo el odio que tenía al capitán Wragge brotó siseante de sus labios en esas dos palabras—. Hágame el favor de sujetar mi bolsa de viaje por un lado mientras yo la abro y saco una cosa.
El interior de la bolsa desveló una serie de papeles pulcramente doblados, ordenados y numerados. La señora Lecount cogió uno de los papeles y volvió a cerrar la bolsa con un fuerte chasquido del muelle.
—En Aldborough, señor Noel, solo tenía mi opinión para sustentar mis teorías —señaló—. Mi opinión no era nada frente a la juventud y la belleza de la señorita Bygrave y el ingenio del señor Bygrave. Mi única esperanza estribaba en atacar su enamoramiento con pruebas, y en aquel momento no disponía de ellas. ¡Ahora las tengo! Estoy armada de pruebas en todos los sentidos, estoy llena de pruebas de la cabeza a los pies, rompo mi forzado silencio y con el énfasis de mis pruebas hablo. ¿Conoce usted esta letra, señor?
Noel Vanstone se echó hacia atrás al ver el papel que le tendía.
—No comprendo nada —dijo con nerviosismo—. No sé qué quiere ni qué quiere decir.
La señora Lecount le obligó a coger el papel.
—Sabrá lo que quiero decir, señor, si me presta un momento de atención —dijo—. El día siguiente a su partida a St. Crux, conseguí acceder a la casa del señor Bygrave y tuve una charla en privado con la esposa del señor Bygrave. Esa charla me proporcionó los medios para convencerle a usted que había estado buscando durante semanas. Le escribí una carta contándoselo, le escribí para decirle que perdería mi puesto a su servicio y mis expectativas de su generosidad si no probaba a mi regreso desde Suiza que mis sospechas sobre la señorita Bygrave eran ciertas. Le mandé la carta a St. Crux y la eché al correo yo misma. Bien, señor Noel, lea el papel que le he obligado a coger. Es la declaración escrita del almirante Bartram de que mi carta llegó a St. Crux y de que él se la mandó adjunta en una carta al señor Bygrave a petición de usted. ¿Le entregó el señor Bygrave esa carta? ¡No se altere, señor! Una palabra bastará como respuesta. ¿Sí o no?
Noel Vanstone leyó el papel y alzó la vista hacia ella con perplejidad y miedo crecientes. Ella aguardó obstinadamente hasta que habló.
—No —dijo Noel Vanstone con un hilo de voz—; no recibí la carta.
—¡Primera prueba! —dijo la señora Lecount, arrebatándole el papel y devolviéndolo a la bolsa—. Una más, con su amable permiso, antes de que entremos en cosas más serias aún. En Aldborough, señor, le entregué una descripción escrita de una persona anónima y le pedí que la comparara con la señorita Bygrave en la siguiente ocasión en la que estuviera en su compañía. Después de haber mostrado la descripción al señor Bygrave en primer lugar (es inútil negarlo ahora, señor Noel, ¡su amigo de North Shingles no está aquí para ayudarle!), después de haber mostrado mi nota al señor Bygrave en primer lugar, hizo usted la comparación y descubrió que fallaba en su detalle más importante. En mi descripción de la señorita desconocida había dos pequeños lunares muy juntos en la parte izquierda del cuello y no había ningún lunar en el cuello de la señorita Bygrave cuando usted lo miró. Soy lo bastante mayor para ser su madre, señor Noel. Si la pregunta no es indiscreta, ¿podría decirme cuál es el estado actual de sus conocimientos sobre el cuello de su esposa?
La señora Lecount miró a su amo con implacable firmeza. Él retrocedió unos pasos, acobardado por esa mirada.
—No podría decirlo —balbuceó—. No sé. ¿Qué pretende con esas preguntas? No he vuelto a pensar en los lunares desde entonces. Lleva el cabello recogido por abajo…
—Tiene excelentes razones para llevarlo así, señor —comentó la señora Lecount—. Intentaremos levantar esos cabellos antes de que hayamos terminado. Cuando he venido a buscarle al jardín, por la ventana de la cocina he visto a una pulcra joven con la labor en la mano que me ha mirado a los ojos como la doncella de una señora. ¿Es la doncella de su esposa esa joven? Disculpe, señor, ¿ha dicho que sí? En ese caso, otra pregunta, por favor. ¿La contrató usted o su mujer?
—Yo la contraté…
—¿Cuándo yo no estaba? ¿Cuándo yo ignoraba por completo que usted tenía intención de tomar esposa o de contratar a una doncella?
—Sí.
—En esas condiciones, señor Noel, no puede usted sospechar de que haya conspirado para engañarle con la doncella como instrumento. Entre en la casa, señor, mientras yo me quedo aquí esperando. Pregunte a la mujer que peina a la señora Noel Vanstone mañana y tarde si su esposa tiene una marca en el cuello y, en caso afirmativo, cuál es esa marca.
Noel Vanstone dio unos cuantos pasos en dirección a la casa sin pronunciar palabra, luego se detuvo y se volvió para mirar a la señora Lecount. Sus ojos entrecerrados miraban con firmeza y su rostro marchito se había serenado súbitamente. La señora Lecount avanzó hacia él. Vio el cambio, pero a pesar de conocerle muy bien, no supo interpretar su auténtico significado.
—¿Necesita usted una excusa, señor? —preguntó—. ¿No sabe cómo justificarse ante la doncella de su mujer por una pregunta como la que deseo que le haga? Es fácil encontrar buenas excusas para personas en la posición social de la doncella. Dígale que he venido aquí con la noticia de un legado para la señora Noel Vanstone y que se ha de resolver la cuestión de su identidad para que pueda recibir el dinero.
La señora Lecount señaló la casa. Él no prestó atención a su señal. Su rostro palidecía cada vez más. Miró a su ama de llaves, mudo e inmóvil.
—¿Tiene usted miedo? —preguntó la señora Lecount.
Estas palabras lo despertaron; esas palabras encendieron por fin una chispa del fuego de su hombría. Se revolvió contra ella como una oveja contra un perro.
—¡No toleraré que me interroguen y me den órdenes! —espetó, temblando como una hoja por aquella sensación nueva de su propio valor—. ¡No toleraré que me amenacen y me engañen más! ¿Cómo me ha encontrado? ¿Qué pretende viniendo aquí con sus insinuaciones y sus misterios? ¿Qué tiene que decir en contra de mi mujer?
Tranquilamente la señora Lecount abrió la bolsa de viaje y sacó su frasco de las sales por si se producía una emergencia.
—Me ha hablado usted en términos muy claros —dijo—. En términos igualmente claros, señor, tendrá su respuesta. ¿Está demasiado enojado para escuchar?
La expresión y el tono de la señora Lecount le alarmaron a su pesar. Su valor empezó a menguar de nuevo y, por desesperados que fueran sus esfuerzos por darle firmeza, le temblaba la voz al responder.
—Respóndame —dijo—, y hágalo de inmediato.
—Sus órdenes serán obedecidas al pie de la letra, señor —dijo la señora Lecount—. He venido aquí con dos objetivos. Abrirle los ojos a su propia situación y salvar su fortuna, quizá incluso la vida. Su situación es esta: la señorita Bygrave se ha casado con usted con una personalidad y un nombre falsos. ¿Podría hacer memoria? ¿Podría recordar a la mujer disfrazada que le amenazó en Vauxhall Walk? Tan seguro como que estoy aquí ahora que aquella mujer es ahora su esposa.
Noel Vanstone la miró en silencio conteniendo el aliento. Entreabrió los labios, fijó la vista con alelado asombro. Lo repentino de la revelación había superado su objetivo. Lo había dejado estupefacto.
—¿Mi esposa? —repitió, y estalló en imbéciles carcajadas.
—Su esposa —reiteró la señora Lecount.
La tensión a que estaban sometidas las facultades mentales de Noel Vanstone cedió al oír la repetición de esas dos palabras. Una idea le vino a la cabeza por primera vez. «¡Loca!», se dijo a sí mismo recordando súbitamente lo que su amigo el señor Bygrave le había dicho en Aldborough, agudizada la idea por el cambio que él en persona veía en aquel rostro ojeroso y de mirada extraviada.
Lo había dicho en un susurro, pero la señora Lecount lo oyó. Al instante se hallaba de nuevo a su lado. Por primera vez perdió los nervios y lo asió airadamente por el brazo.
—¿Quiere poner a prueba mi locura, señor? —preguntó.
Él se desasió; su incredulidad intensamente sincera empezaba a darle de nuevo valor, el valor de enfrentarse con la afirmación que ella insistía en obligarle a aceptar.
—Sí —respondió—. ¿Qué debo hacer?
—Haga lo que yo le diga —dijo la señora Lecount—. Formule a la doncella en el acto esa pregunta sobre su ama. Y si le dice que la marca está ahí, haga algo más. Lléveme a la habitación de su mujer y abra el guardarropa en mi presencia con sus propias manos.
—¿Qué quiere hacer en su guardarropa? —preguntó él.
—Lo sabrá cuando lo abra.
—¡Muy extraño! —se dijo Noel Vanstone distraídamente—. Es como la escena de una novela; no se parece en nada a la vida real.
Se dirigió lentamente a la casa y la señora Lecount se quedó esperándole en el jardín.
Tras una ausencia de apenas unos minutos, Noel Vanstone volvió a aparecer en lo alto de los escalones que llevaban del jardín a la casa. Con una mano se cogió a la barandilla de hierro mientras con la otra hacía señas a la señora Lecount para que se reuniera con él en la escalera.
—¿Qué ha dicho la doncella? —preguntó, acercándose—. ¿Ha visto la marca?
—Sí —respondió en un susurro. Lo que había oído de labios de la doncella había producido un acusado cambio en él. El horror de la inminente revelación se había apoderado de su pensamiento, dejándolo paralizado. Se movía como un autómata; hablaba y se comportaba como un hombre que anda en sueños.
—¿Quiere cogerse de mi brazo, señor?
Noel Vanstone negó con la cabeza y precedió a la señora Lecount a lo largo del pasillo y escaleras arriba, en dirección al dormitorio de su mujer. Cuando ella entró y cerró la puerta con llave, él aguardó pasivamente sus instrucciones sin hacer comentario alguno, sin mostrar apariencia de sorpresa. No se había quitado el sombrero ni el gabán. La señora Lecount se los quitó por él.
—Gracias —dijo, con la docilidad de un niño bien enseñado—. Es como la escena de una novela; no se parece en nada a la vida real.
El dormitorio no era muy amplio y los muebles eran voluminosos y anticuados. Pero se notaba el gusto innato y el refinamiento de Magdalen por todas partes, en los pequeños adornos que embellecían y alegraban la habitación. En el aire frío flotaba el fragante aroma de unos pétalos de rosa secos. La señora Lecount olisqueó el perfume frunciendo el entrecejo con desprecio y subió la hoja de la ventana hasta arriba.
—¡Bah! —dijo, con un escalofrío de virtuosa repugnancia—. ¡La atmósfera de la falsedad!
Se sentó cerca de la ventana. El armario se hallaba frente a ella, en la pared opuesta, y la cama a un lado, a su derecha.
—Abra el guardarropa, señor Noel —dijo—. Yo no voy a acercarme a él. No voy a tocar nada. Saque los vestidos usted mismo y póngalos sobre la cama. Sáquelos uno por uno hasta que yo le diga basta.
Noel Vanstone obedeció.
—Lo haré todo lo bien que sepa —dijo—. Tengo las manos frías y la cabeza pesada.
No había muchos vestidos en el armario, pues Magdalen se había llevado unos cuantos. Después de poner dos vestidos sobre la cama, Noel Vanstone se vio obligado a buscar en el fondo del armario para hallar un tercero. Cuando lo sacó, la señora Lecount le indicó que parara con un gesto. Ya había alcanzado su objetivo: había encontrado el vestido marrón de alpaca.
—Extiéndalo sobre la cama, señor —dijo la señora Lecount—. Verá que tiene un doble volante a lo largo del bajo. Levante el volante superior y recorra con los dedos el volante interior centímetro a centímetro. Si llega a un punto en el que falte un trozo de tela, deténgase y míreme.
Noel Vanstone recorrió el volante lentamente con los dedos durante algo más de un minuto, luego se detuvo y alzó la vista. La señora Lecount sacó su monedero y lo abrió.
—Cada una de las palabras que voy a pronunciar ahora, señor, serán de vital importancia para usted y para mí —dijo—. Escúcheme con la mayor atención. Cuando la mujer que dijo llamarse señorita Garth vino a vernos a Vauxhall Walk, yo me arrodillé detrás de la silla en la que estaba sentada y corté un trozo de tela del vestido que llevaba, pues podría ayudarme a reconocerlo si alguna vez lo volvía a ver. Lo hice mientras la mujer estaba concentrada hablando con usted. Desde entonces el trozo de tela ha estado guardado en mi monedero. Vea usted mismo, señor Noel, si encaja en el agujero de ese vestido que acaba de sacar con sus propias manos del guardarropa de su mujer.
La señora Lecount se levantó y le tendió el trozo de tela desde el otro lado de la cama. Él colocó el trozo en el espacio vacío del volante con toda la maña que le permitieron sus dedos temblorosos.
—¿Encaja, señor? —preguntó la señora Lecount.
El vestido se deslizó de las manos de Noel Vanstone y poco a poco la palidez mortalmente azulada que, en opinión de todos los médicos que le habían atendido, la señora Lecount debía temer, fue extendiéndose por su rostro. Ella no había contado con una respuesta como la que veía ahora en las mejillas de su amo. Acudió a su lado prestamente con el frasco de sales en la mano. Noel Vanstone cayó de rodillas ante ella, agarrándose de su vestido con la desesperación de un hombre a punto de ahogarse.
—¡Sálveme! —dijo en un susurro ronco y jadeante—. ¡Oh, Lecount, sálveme!
—Le prometo salvarle —dijo la señora Lecount—. Estoy aquí con los medios y la determinación de salvarle. Apártese de ahí, venga donde le dé el aire. —Lo alzó mientras hablaba y lo condujo hasta la ventana—. ¿Nota otra vez la fría punzada en el costado izquierdo? —preguntó, alarmada por primera vez—. ¿Tiene su mujer agua de colonia o sal volátil en la habitación? ¡No se fatigue hablando, señale el lugar!
Él señaló un viejo armarito triangular de madera de nogal comida por la carcoma, fijado en lo alto de la pared en una esquina de la habitación. La señora Lecount probó a abrirlo; estaba cerrado con llave.
Mientras hacía este descubrimiento vio que la cabeza de su amo caía lentamente hacia atrás en el butacón donde lo había colocado. Acudió a su memoria la advertencia de los médicos en años anteriores: «Si deja que se desmaye, lo deja morir», como si se la hubieran dicho la víspera. Miró de nuevo el armarito. Debajo había un nicho y en él unos cabos de cuerda, en apariencia depositados allí como útiles de embalaje. La señora Lecount agarró un trozo de cuerda sin dudarlo, ató con fuerza un extremo alrededor del pomo del armarito y, cogiendo el otro extremo con ambas manos, tiró de la cuerda súbitamente con todas sus fuerzas. La madera podrida cedió, las puertas del armarito se abrieron de golpe y un montón de baratijas cayó al suelo con estrépito. Sin pararse a mirar las piezas de porcelana rotas ni los cristales que tenía a sus pies, escudriñó el oscuro interior del armarito y vio el brillo de dos frascos de cristal. Uno se hallaba arrinconado al fondo en un extremo del armarito, el otro estaba un poco por delante, ocultándolo casi. La señora Lecount se apoderó de ambos inmediatamente y se los llevó, uno en cada mano, a la ventana, donde podía leer las etiquetas a la luz.
El frasco que miró primero fue el de la mano derecha. La etiqueta rezaba: «Sal volátil».
En el acto dejó el otro frasco sobre la mesa sin mirarlo. El otro frasco se quedó allí, esperando su turno. Contenía un líquido oscuro, y la etiqueta rezaba: «VENENO».