CAPÍTULO II
Pasó la primera semana, pasó la segunda, y Magdalen no parecía más cerca de descubrir el fideicomiso secreto que el primer día de servicio en St. Crux.
Pero la quincena, pese a carecer de incidentes, no fue una quincena perdida. La experiencia la había convencido ya de un importante punto: le había demostrado que podía desafiar la arraigada desconfianza de las otras criadas. Con el tiempo, las mujeres se habían acostumbrado a su presencia en la casa, aunque sin abandonar la convicción de que la recién llegada no era una de ellas. Todo lo que podía hacer en su defensa era mantener su instintiva suspicacia femenina dentro de los límites puramente negativos que había ocupado desde el principio, y lo consiguió.
Día tras día, las mujeres la observaban con la infatigable vigilancia de la malicia y la desconfianza, y día tras día ni un solo avance hacia el hallazgo recompensaba sus esfuerzos. En silencio, con inteligencia y aplicación, con el recuerdo siempre presente de quién era y de su posición, la nueva camarera hacía su trabajo. Los únicos ratos de descanso y relajación eran los que pasaba de vez en cuando con los perros y el viejo Mazey de día, y el precioso intervalo de tiempo nocturno en el que se hallaba a salvo de ser observada en la soledad de su cuarto. Gracias a la abundancia de habitaciones en St. Crux, cada una de las sirvientas tenía la posibilidad de dormir en una propia si lo deseaba. Sola en la noche, Magdalen podía atreverse a ser ella misma; podía soñar con el pasado y despertarse del sueño sin que ojos curiosos vieran que lloraba; podía meditar sobre el futuro sin que los susurros la asaltaran desde los rincones, acusándola de «llevar algo entre manos».
Convencida por el momento de la absoluta seguridad de su situación en la casa, aprovechó también una segunda oportunidad en su favor —antes de que concluyera la quincena— que alivió su espíritu de todas las posibles dudas sobre el formidable asunto de la señora Lecount.
En parte por los chismes de las mujeres durante las comidas en el comedor de los criados y en parte por un párrafo señalado en un periódico suizo que halló una mañana abierto sobre el butacón del almirante, Magdalen obtuvo la agradable garantía de que esta vez no había temor alguno a que el ama de llaves hiciese una peligrosa aparición en escena. Al parecer la señora Lecount había pasado más de una semana en St. Crux a partir de la fecha de la muerte de su amo, y luego había abandonado Inglaterra para vivir de las rentas de su legado en un honorable y próspero retiro en su lugar natal. El párrafo del periódico suizo describía la consecución de este laudable proyecto. La señora Lecount no solo se había establecido en Zurich, sino que (consciente de la precariedad de la vida) también había determinado el uso que se daría a su fortuna cuando ella muriera. La mitad iría a parar a los fondos de una «Beca Lecompte» para estudiantes pobres en la Universidad de Ginebra. La otra mitad tendrían que emplearla las autoridades municipales de Zurich en la manutención y educación de un cierto número de niñas huérfanas, originarias de la ciudad, a las que se prepararía para el servicio doméstico. El articulista suizo hacía alusión a estos filantrópicos legados en un estrafalario panegírico. Se felicitaba a Zurich por poseer un dechado de virtudes públicas, y de la comparación entre la señora Lecount y Guillermo Tell como benefactores de Suiza, este último salía malparado.
Empezó la tercera semana y Magdalen se hallaba ya en disposición de dar su primer paso en dirección al hallazgo del fideicomiso secreto.
Gracias al viejo Mazey averiguó que su amo tenía la costumbre de ocupar las habitaciones del ala norte durante los meses de invierno y primavera, y de cruzar el Paso Ártico de Hielahuesos y vivir en las habitaciones orientadas al este que daban al jardín en verano y otoño. Mientras el salón de banquetes permaneciera húmedo y desmantelado debido a los escasos recursos financieros del almirante y mientras el interior de St. Crux se viera así incómodamente dividido en dos residencias separadas, no había arreglo mejor que aquel. De vez en cuando (según dio a entender a Magdalen su informador) había días, tanto en invierno como en verano, en que el almirante se inquietaba por las habitaciones que no ocupaba en ese momento e insistía en comprobar el estado de los muebles, los libros y los cuadros con sus propios ojos. En tales ocasiones —tanto en invierno como en verano— se mantenía encendido un gran fuego en la chimenea del salón de banquetes durante varios días antes, así como el carbón en el trípode, para tener la estancia todo lo cálida que permitieran las circunstancias. Tan pronto como se calmaban las inquietudes del anciano caballero, las habitaciones volvían a cerrarse y se abandonaba de nuevo a Hielahuesos a la humedad, la desolación y la ruina. Hacía pocos días que había concluido una de esas migraciones temporales; el almirante se había convencido de que las habitaciones del ala este no habían empeorado en absoluto por culpa de la ausencia de su amo y ahora se podía contar con que permanecería en el ala norte durante semanas; quizá, si la estación era fría, durante los próximos meses.
Por insignificantes que fueran en sí mismos, estos detalles tenían una gran importancia para Magdalen, pues la ayudaron a fijar los límites de su campo de búsqueda. Suponiendo que, con toda probabilidad, el almirante guardara todos sus documentos importantes a mano, estaba casi segura de que el fideicomiso secreto estaba guardado en alguna habitación del ala norte.
¿En qué habitación? La pregunta no tenía una respuesta fácil.
De las cuatro habitaciones habitables que estaban a disposición del almirante durante el día —es decir, el comedor, la biblioteca, la salita y el salón al que se llegaba desde el vestíbulo—, la biblioteca parecía ser la estancia en la que pasaba con preferencia la mayor parte de su tiempo. En esta habitación había una mesa con cajones que se cerraban con llave, había cinco armaritos bajo los estantes de libros, todos ellos cerrados con llave. Había receptáculos igualmente cerrados en las otras habitaciones, y en todos ellos podían guardarse documentos.
Magdalen había acudido a la llamada de la campanilla y había visto al almirante abriendo y cerrando cajones y armarios, ora en una habitación, ora en otra, pero sobre todo en la biblioteca. En ocasiones había observado que la expresión del almirante era temerosa e impaciente cuando se volvía para mirarla y darle órdenes junto a un bargueño o un armario abiertos, y Magdalen dedujo que algo relacionado con sus bienes y documentos —podía o no tratarse del fideicomiso secreto— lo acuciaba y molestaba de vez en cuando. En más de una ocasión, le había oído guardar algo bajo llave en una de las habitaciones, salir y meterse en otra habitación, aguardar allí unos minutos, regresar luego a la primera habitación con las llaves en la mano y andar en los cerrojos una y otra vez con brusquedad. Esta nerviosa intranquilidad con respecto a las llaves y los armarios podía ser consecuencia de un carácter inquieto, agravado en un hombre activo por naturaleza por la indolencia de la vida retirada, una vida que vagaba continuamente entre insignificancias, sin una tarea regular en todo el día que le diera estabilidad. Por otro lado, era igualmente probable que tanto ir y venir, tanto abrir y cerrar, pudieran atribuirse a la existencia de una responsabilidad privada que se hubiera entrometido inesperadamente en la apacible existencia de un anciano y que le atormentara con una sensación opresiva desconocida hasta aquellos últimos años. Cualquiera de estas dos interpretaciones podía explicar la conducta del almirante de una forma razonable y probable. En la situación de Magdalen, era imposible decir cuál era la interpretación correcta.
Un único hecho cierto pudo comprobar desde el primer día de observación: el almirante era un hombre muy cuidadoso con sus llaves.
Todas las llaves pequeñas las tenía en una anilla, en el bolsillo del pecho de su levita. Las más grandes las guardaba juntas por lo general, pero no siempre, en uno de los cajones de la mesa de la biblioteca. Algunas veces las dejaba allí durante la noche; otras, se las llevaba consigo al dormitorio en un pequeño cesto. No tenía horarios regulares para dejarlas o llevárselas consigo, no había razón aparente para que una vez las guardara bajo llave en un cajón de la mesa de la biblioteca y en otra ocasión las guardara en cualquier otro lugar. La obstinación y el capricho impenitente de su conducta a ese respecto desafiaba todo intento por hallar en ella un sistema y frustraba todos los esfuerzos por preverla de antemano.
La esperanza de obtener alguna información definitiva que le permitiera actuar tendiendo al almirante astutas celadas en sus conversaciones resultó ser completamente vana desde el principio.
En la situación de Magdalen, todo experimento de ese tipo habría sido muy difícil y peligroso con cualquier hombre; con el almirante, sencillamente era imposible. Su tendencia a derivar de un tema a otro; su costumbre de mantener la lengua siempre ocupada mientras hubiera alguien, fuera quien fuese, al alcance de su voz; su cómica falta de dignidad y reserva con las sirvientas prometía mucho en apariencia, y en realidad no servía para nada. Por tímida y respetuosa que se mostrara, siempre que intentaba aprovecharse de esta actitud de su amo o de la evidente simpatía que sentía por ella, el anciano descubría en el acto cada avance de Magdalen desde su propia posición y la ponía al instante en su sitio con un extraño buen humor que no producía ofensa, pero también con una franqueza tan directa que no ofrecía salida. Por contradictorio que pueda parecer, el almirante Bartram era demasiado familiar para ser abordado; mantenía la distancia entre él y su criada con mayor eficacia que si hubiera sido el hombre más orgulloso de Inglaterra. La reserva sistemática de un superior hacia un inferior puede a veces ser superada; la familiaridad sistemática jamás.
El tiempo transcurría lentamente. La cuarta semana dio comienzo y Magdalen no había descubierto nada. Sus expectativas eran nulas. Aun en el caso, en apariencia desesperado, de que hallara el modo de hacerse con las llaves del almirante, no podía contar con retenerlas más que unas pocas horas sin despertar sospechas; horas que podían desperdiciarse completamente por no saber en qué dirección emprender la búsqueda. El fideicomiso podía estar guardado en cualquiera de los veinte receptáculos para papeles ubicados en cuatro habitaciones diferentes. Y Magdalen no tenía la menor idea de la habitación en que podía mirar, ni qué receptáculo era el más prometedor para empezar, ni qué posición con respecto a los demás documentos podía esperarse que ocupara el único de ellos que le era necesario. Impedida por incertidumbres insuperables de toda índole, condenada, por así decirlo, a vagar con los ojos vendados al borde mismo del éxito, aguardaba Magdalen la oportunidad que no llegaba, el suceso que nunca ocurría, con una paciencia que se estaba convirtiendo ya en la paciencia de la desesperación.
Noche tras noche, volvía la vista hacia los días pasados y no se alzaba en su memoria acontecimiento alguno que los distinguiera entre sí. Las únicas interrupciones en la monótona uniformidad de la vida en St. Crux las causaban las fechorías características del viejo Mazey y de los perros.
De vez en cuando, el carácter salvaje original resurgía en el temperamento de Brutus y Cassius. Las modestas comodidades del hogar, los sabrosos encantos de los estofados, el decoroso deleite de las digestiones llevadas a cabo sobre las esteras frente al fuego, todo perdía su atractivo y los perros ingratos abandonaban la casa para buscar aventuras y disipación en el mundo exterior. En esas ocasiones, la conversación formularia de preguntas y respuestas que en la sobremesa mantenían el viejo Mazey y su señor variaba en un pequeño detalle. A «Dios salve a la reina, Mazey» y «¿Qué viento tenemos, Magdalen?» les seguía: «¿Dónde están los perros, Mazey?». Y «Han soltado amarras, señoría, los condenados» era la invariable respuesta del veterano marino. El almirante siempre suspiraba y meneaba gravemente la cabeza al oír la noticia, como si Brutus y Cassius fueran sus hijos y le trataran con una falta del debido respeto filial. Los perros regresaban siempre al cabo de dos o tres días, flacos, sucios y avergonzados. Invariablemente, durante todo el día siguiente permanecían atados, caídos en desgracia. Un día más y los cepillaban para dejarlos limpios y eran entonces readmitidos formalmente en el comedor. Allí, la civilización, actuando con sutileza por medio de una cacerola, volvía a adueñarse de ellos, y a los dos hijos pródigos del almirante se les hacía la boca agua al ver que quitaban las tapas de las cazuelas, como siempre.
El viejo Mazey, a su manera, resultó que en ciertas ocasiones tenía inclinaciones tan lamentables como los perros. De vez en cuando también su carácter salvaje original surgía a la superficie; también él perdía el gusto por las comodidades de la casa y la abandonaba con ingratitud. Solía desaparecer a media tarde y regresar de noche, borracho como una cuba. Era un marino demasiado experimentado para que sobreviniera ningún desastre en tales ocasiones. Puede que sus picaras y viejas piernas le hicieran dar rodeos, pero no le fallaban jamás; puede que sus picaros y viejos ojos vieran doble, pero siempre le mostraban el camino de vuelta a casa. Por mucho que lo intentaban, las criadas no conseguían nunca persuadirle de que estaba borracho; él siempre desdeñaba tal imputación. Se negaba incluso a admitir la idea hasta haber comprobado personalmente su estado mediante un infalible criterio propio.
En esos casos de emergencia báquica, tenía la costumbre de tambalearse obstinadamente hacia su habitación de la planta baja para sacar del armarito la miniatura del barco y probar si podía seguir con la tarea, que jamás completaría, de aparejar el barco. Cuando había aplastado los palos diminutos y roto en pedazos las delicadas cuerdas, entonces y solo entonces, admitía el veterano los hechos con la autoridad de la evidencia. «¡Ay, ay! —solía decir para sí—. Las mujeres tienen razón. ¡Otra vez borracho, Mazey, otra vez borracho!». Hecho este descubrimiento, solía aguardar astutamente en la planta baja hasta que el almirante se metía en su cuarto y luego subía por las escaleras calzado con discretas zapatillas de orillo para ocupar su puesto. La cautela le recomendaba que no intentara meterse en la cama con ruedas (lo que hubiera constituido una invitación a la catástrofe si por casualidad se caía contra la puerta de su amo), de modo que se paseaba de un extremo al otro del corredor hasta recuperar la serenidad. En más de una ocasión, Magdalen había asomado la cabeza desde el otro lado del biombo y había visto al viejo lobo de mar haciendo su guardia con paso vacilante, imaginándose a sí mismo de nuevo de servicio en un barco. «Este barco es excepcionalmente movido con mar gruesa» solía musitar cuando sus piernas lo llevaban en zigzag al otro lado del pasillo o lo dejaban momentáneamente paralizado, estudiando los «puntos del compás» con la espalda apoyada en la pared, según su propio sistema. «Una noche espantosa, cuidado —decía sin dejar de divagar y dando otra vuelta—. Negra como boca de lobo, y con el viento otra vez en contra». Al día siguiente, el viejo Mazey habría de quedarse en la planta baja, caído en desgracia, como los perros. Y al otro día, recuperaba sus privilegios, también como los perros, y se introducía un nuevo cambio en la fórmula de la sobremesa. Al entrar en el comedor, el viejo marino se detenía en seco y, con la espalda apoyada en la puerta, presentaba sus disculpas de la siguiente forma, breve pero cabal:
—Por favor, señoría, estoy avergonzado de mí mismo. —Así empezaba y concluía la disculpa.
—No debe volver a ocurrir, Mazey —solía responder el almirante.
—No volverá a ocurrir, señoría.
—Muy bien. Ven y tómate tu vaso de vino. Dios bendiga a la reina, Mazey. —El veterano marino bebía su oporto de un trago y el diálogo concluía como era habitual.
Así pasaron los días, sin incidentes de mayor importancia que aliviaran la monotonía, hasta que se acercó el final de la cuarta semana.
El último día se produjo un acontecimiento; el último día, la promesa de futuro tanto tiempo diferida empezó a renacer inesperadamente. Mientras Magdalen extendía el mantel sobre la mesa del comedor, como de costumbre, la señora Drake entró brevemente y, por primera vez, le ordenó que pusiera la mesa para dos personas. El almirante había recibido carta de su sobrino. Esperaban el regreso del señor George Bartram esa misma tarde.