CAPÍTULO XIV

La mañana del regreso de su marido a North Shingles iba a ser memorable en el calendario doméstico de la señora Wragge. Ella fechaba en aquella ocasión la primera noticia que recibía del matrimonio de Magdalen.

El destino de la señora Wragge en este mundo era vivir en un estado de sorpresa perpetua. Sin embargo, nunca había deambulado por un laberinto de perplejidad como el laberinto en que se perdió cuando el capitán le contó fríamente la verdad. Ella había sido lo bastante sagaz para adivinar que el señor Noel Vanstone visitaba la casa en calidad de pretendiente a prueba y había interpretado vagamente ciertas expresiones de impaciencia que habían escapado de los labios de Magdalen como mal presagio para el cortejo, pero ni con toda su perspicacia había llegado a sospechar el inminente enlace. La señora Wragge pasó del colmo del asombro a un asombro aún mayor cuando su marido continuó con las revelaciones. ¡Una boda en la familia de un día para otro!, ¡y era la boda de Magdalen!, ¡y no se había encargado un solo vestido nuevo para nadie, ni siquiera para la novia!, ¡y el traje de cachemira oriental sin acabar cuando se presentaba una ocasión inmejorable para lucirlo! La señora Wragge se desplomó descuidadamente en una silla y se golpeó las rodillas asimétricas con las manos alborotadas, olvidando por completo la presencia del capitán y su terrible mirada. ¡No le hubiera sorprendido oír a continuación que había llegado el fin del mundo y que el único mortal al que el destino había descuidado al liquidar los asuntos del planeta era ella!

El capitán Wragge dejó que su mujer se calmara sola y se retiró a la planta baja de la casa en espera de que apareciera Magdalen. Era cerca de la una cuando el sonido de pasos en la habitación de arriba le advirtió de que Magdalen se había levantado. Inmediatamente el capitán llamó a la doncella (cuyo nombre era Louisa, según había averiguado) y la envió junto a su señora por segunda vez.

Magdalen se hallaba de pie junto al tocador cuando un débil golpecito en la puerta la sobresaltó. Al golpecito le siguió el sonido de una voz dócil que se anunciaba a sí misma como «su doncella» e inquiría si la señorita Bygrave precisaba de ayuda.

—Por el momento, no —dijo Magdalen, tan pronto como se recobró de la sorpresa de hallarse inesperadamente provista de doncella—. La llamaré cuando la necesite.

Tras despedir a la mujer con esta respuesta y apartar la vista de la puerta, Magdalen miró accidentalmente por la ventana. Cualquier especulación relativa a la nueva sirvienta en la que hubiera podido detenerse quedó de inmediato aplazada ante la visión del frasco de láudano que seguía sobre el alféizar de la ventana, allí donde lo había dejado a la salida del sol. Lo cogió una vez más con una extraña mezcla de emociones contradictorias, con la vaga duda, aún entonces, de si aquella visión le recordaba una terrible realidad o un horrible sueño. Su primer impulso fue deshacerse del frasco inmediatamente. Lo alzó para arrojar su contenido por la ventana, pero se detuvo, desconfiando súbitamente del impulso que había sentido. «He aceptado mi nueva vida —pensó—. ¿Cómo sé lo que me tiene reservada esa vida?». Dio la espalda a la ventana y volvió a la mesa del tocador.

—Puede que me vea obligada a tomarlo —dijo, y metió el láudano en su neceser.

No se quedó tranquila después de hacerlo; parecía haber cierta ingratitud indefinible en aquel acto. Aun así, no hizo intento alguno por sacar el frasco de su escondite. Terminó de arreglarse apresuradamente, adelantando el momento de llamar a la doncella y olvidarse de sí misma y de sus pensamientos concentrándose en algún otro tema. Después de tocar la campanilla, sacó de la mesa la carta para Norah y la carta para el capitán, las metió junto con el láudano en el neceser y cerró este con la llave que llevaba siempre colgada de la cadena de su reloj.

La primera impresión que tuvo Magdalen de su doncella no fue agradable. No podía examinar a la chica con el ojo experimentado de la patrona del hotel de Londres, que había reconocido en ella a una joven abatida por la desgracia y que había demostrado claramente con su expresión y sus maneras de qué naturaleza sospechaba que era esa desgracia. Sin embargo, y pese a esta desventaja, Magdalen fue totalmente capaz de detectar los signos de enfermedad y dolor que acechaban bajo la superficie de la diligencia y la cortesía de la muchacha. Sospechó que tenía mal carácter, no le gustó su nombre y estaba predispuesta a recibir mal a cualquier sirvienta que hubiera contratado Noel Vanstone. Pero tras los primeros minutos, «Louisa» se granjeó sus simpatías. Respondió a todas las preguntas que le formulaba con absoluta franqueza, parecía comprender perfectamente sus deberes y no hablaba nunca si no le dirigían primero la palabra. Después de formular todas las preguntas que se le ocurrieron en aquel momento y decidir que era justo darle una oportunidad, Magdalen se levantó para salir de la habitación. El aire mismo estaba impregnado aún del ambiente opresivo de la noche anterior.

—¿Tienes algo más que decirme? —preguntó, volviéndose hacia la sirvienta con la mano en la puerta.

—Discúlpeme, señorita —dijo Louisa con tono muy respetuoso y discreto—. Creo que mi amo me dijo que la boda se celebraría mañana.

Magdalen reprimió el escalofrío que recorrió su cuerpo al oír aquella referencia a la boda en boca de una extraña y respondió afirmativamente.

—Es muy poco tiempo, señorita, para prepararlo todo. Si fuera usted tan amable de darme instrucciones sobre el equipaje antes de bajar…

—No habrá preparativos como tú supones —se apresuró a decir Magdalen—. Puedes hacer el equipaje con las pocas cosas que tengo aquí, si quieres. Mañana llevaré el mismo vestido que llevo hoy. Deja fuera el sombrero de paja y el chal claro y guarda todo lo demás en mis baúles. No tengo vestidos nuevos; no he encargado absolutamente nada para la ocasión. —Intentó añadir unas frases tópicas que justificaran con la mayor verosimilitud posible la ausencia del ajuar habitual y del vestido de novia. Pero de sus labios no saldría ninguna otra referencia a la boda. Abandonó la habitación sin pronunciar palabra.

La dócil y melancólica Louisa se quedó de piedra. «Aquí ocurre algo malo —pensó—. Casi empiezo a temer por mi nuevo empleo». Suspiró con resignación, sacudió la cabeza y se dirigió al guardarropa. Primero examinó los cajones de abajo, sacó las diversas prendas de ropa interior que había en ellos y las colocó sobre las sillas. A continuación abrió la parte superior del armario y puso los vestidos que allí había sobre la cama, unos junto a otros. El último paso consistió en empujar los baúles vacíos hasta el centro de la habitación y contrastar el espacio de que disponía con las prendas que tenía que guardar. Completó los cálculos preliminares con la presta seguridad en sí misma de una mujer que conocía muy bien su trabajo y empezó a hacer el equipaje inmediatamente. Acababa de colocar la primera prenda de ropa interior en el baúl más pequeño, cuando se abrió la puerta del dormitorio y entró la criada de la casa, ávida de chismorreos.

—¿Qué quieres? —preguntó Louisa tranquilamente.

—¿Habías visto cosa igual? —dijo la criada, yendo al grano.

—¿Igual a qué?

—A este matrimonio, claro. Me han dicho que eres de Londres. ¿Habías visto alguna vez que una señorita se case sin ajuar? No hay velo, ni banquete de boda, ni regalos para los criados. Es tentar a la Providencia, eso es lo que yo digo. Ya sé que solo soy una pobre criada, pero es malo, malo de verdad, ¡y no me importa quién me oiga!

Louisa siguió haciendo el equipaje.

—¡Fíjate en sus vestidos! —insistió la criada, agitando la mano con indignación para señalar la cama—. Yo solo soy una pobre chica, pero no me casaría ni con el mejor hombre del mundo sin un vestido nuevo que echarme a la espalda. ¡Mira esto!, fíjate en esta cosa marrón. ¡Alpaca! No irás a meter en el baúl esta cosa de alpaca, ¿verdad? ¡Pero si no sirve ni para una criada! No sé si lo aceptaría si me lo regalaran. A mí me quedaría bien si le subiera el bajo y le ensanchara la cintura, y no estaría tan mal con unos cuantos adornos de color, ¿no?

—Deja ese vestido, por favor —dijo Louisa, con la misma calma.

—¿Qué has dicho? —preguntó la otra, sin dar crédito a sus oídos.

—He dicho que dejes ese vestido. Pertenece a la señora y tengo órdenes de la señora de guardar todo lo que hay en la habitación. Tú no me ayudas presentándote aquí, me estás estorbando.

—¡Bueno! —dijo la criada—, puede que seas de Londres, como dicen, pero si esos son los modales de Londres, ¡me quedo con Suffolk! —Abrió la puerta tirando airadamente del picaporte, la cerró con un portazo, volvió a abrirla y asomó la cabeza—. ¡Me quedo con Suffolk! —dijo la criada, despidiéndose con una inclinación de cabeza para subrayar el sarcasmo.

Louisa siguió haciendo el equipaje, impertérrita.

Después de colocar la ropa interior pulcramente doblada en el baúl pequeño, pasó a ocuparse de los vestidos. Luego los revisó con atención para determinar cuál era el menos valioso y colocarlo en el fondo del baúl debajo de los demás, e hizo su elección con escasas dificultades. El primer vestido que metió en el baúl fue el vestido de alpaca marrón.

Mientras tanto, Magdalen se había reunido con el capitán en la planta baja. Aunque él no dejó de notar la languidez de su rostro ni el nerviosismo de sus movimientos, le alivió descubrir que le saludaba con absoluta tranquilidad, y que incluso se mostraba lo bastante dueña de sí misma para pedirle noticias del viaje sin más signos de agitación que un cambio de color pasajero y un leve temblor de los labios.

—Hasta aquí lo referente al pasado —dijo el capitán Wragge cuando su relato sobre la expedición a Londres pasando por St. Crux llegó a su fin—. Ahora hablemos del presente. El novio…

—Si no le importa —le interrumpió Magdalen—, llámele señor Noel Vanstone.

—De mil amores. El señor Noel Vanstone vendrá aquí esta tarde a cenar y pasar luego la velada. Se mostrará pesado hasta la saciedad, pero como ocurre con todos los pesados, no habrá manera de zafarse de él. Antes de que venga, tengo que advertirle de un par de cosas en privado. Mañana a estas horas nos habremos separado sin saber con certeza, por ninguna de las dos partes, si volveremos a vernos. Deseo ser útil a sus intereses fielmente hasta el final; deseo que sienta usted que he hecho cuanto podía hacer por su futura seguridad cuando nos digamos adiós.

Magdalen lo miró sorprendida. El capitán hablaba con el tono alterado, se mostraba agitado, extrañamente serio. Vio algo en su expresión y sus maneras que le recordó la primera noche en Aldborough, cuando los dos se habían sentado a solas en la cuesta de la atalaya y ella le había revelado sus intenciones en la penumbra solitaria.

—No tengo razones para pensar más que cosas buenas de usted —dijo Magdalen.

El capitán Wragge abandonó su silla de repente y dio una vuelta por la habitación. Las últimas palabras de Magdalen parecían haberle trastornado de manera extraordinaria.

—¡Maldita sea! —espetó el capitán—. No puedo dejar que diga eso. Tiene razones para pensar mal de mí. La he engañado. Jamás le entregué lo que le correspondía de verdad de los beneficios del espectáculo. ¡Bueno! ¡Ahora ya lo sabe!

Magdalen sonrió y le hizo señas de que volviera a sentarse.

—Ya sé que me engañó —dijo ella tranquilamente—. Se hallaba usted en el ejercicio de su profesión, capitán Wragge. Lo esperaba cuando me asocié con usted. No me quejé en su momento y no voy a quejarme ahora. Si el dinero del que se apoderó sirve de recompensa por todas las molestias que le he causado, está a su entera disposición.

—¿Querrá estrecharme la mano? —preguntó el capitán, con una torpeza y una vacilación que contrastaban vivamente con su acostumbrada desenvoltura.

Magdalen le tendió la mano. El capitán la estrechó con fuerza.

—Es usted una joven extraña —dijo, intentando hablar con un tono despreocupado—. Tiene usted un ascendiente sobre mí que no acabo de comprender. Casi me siento incómodo aceptando ahora su dinero y, sin embargo, usted no lo quiere, ¿verdad? —Titubeó—. Casi desearía —dijo— no haberla conocido en la muralla de York.

—Es demasiado tarde para desear eso, capitán Wragge. No siga. Sus palabras no hacen sino afligirme, no siga. Tenemos otras cosas de que hablar. ¿Cuáles eran esas advertencias que quería hacerme en privado?

El capitán dio otra vuelta por la habitación y se esforzó por volver a meterse en su papel cotidiano. Sacó de su cartera la carta que había dirigido la señora Lecount a su amo y se la tendió a Magdalen.

—Esta es la carta que podría haber causado nuestra ruina si hubiera llegado a su destino —dijo—. Léala con atención. Tengo una pregunta que hacerle cuando termine.

Magdalen leyó la carta.

—¿Cuál es esa prueba —inquirió— en la que la señora Lecount confía con tal seguridad en sí misma?

—Lo mismo iba a preguntarle yo —dijo el capitán Wragge—. Haga memoria de lo que ocurrió cuando probó aquel experimento en Vauxhall Walk. ¿No dispuso la señora Lecount de ninguna otra oportunidad desfavorable para usted aparte de las que ya me ha contado?

—Descubrió que llevaba el rostro maquillado y me oyó hablar con mi propia voz.

—¿Y nada más?

—Nada más.

—Perfectamente. Entonces está claro que mi interpretación de la carta es la correcta. La prueba en la que confía la señora Lecount es la infernal historia de fantasmas de mi mujer, lo cual, en pocas palabras, significa que la señorita Bygrave fue vista disfrazada como la señorita Vanstone y que el testigo es la misma persona que después se ha presentado en Aldborough en calidad de tía de la señorita Bygrave. Una excelente posibilidad para la señora Lecount si consigue echarle el guante a la señora Wragge en el momento oportuno, y ninguna posibilidad en absoluto si no lo consigue. Puede estar tranquila a ese respecto. La señora Lecount y mi mujer no volverán a verse. Mientras tanto, no olvide la advertencia que le hago al darle esta carta. Rómpala para evitar accidentes, pero no la olvide.

—Puede estar seguro de que la recordaré —dijo Magdalen, destruyendo la carta mientras hablaba—. ¿Tiene algo más que decirme?

—Tengo cierta información que darle —respondió el capitán Wragge— que podría serle útil, pues se refiere a su seguridad futura. Cuidado, no quiero saber nada de lo que hará cuando acabe el día de mañana; eso quedó acordado cuando hablamos del asunto por primera vez. No hago preguntas ni suposiciones. Lo único que quiero hacer ahora es aconsejarle sobre su situación legal después del enlace y dejar que usted haga uso del consejo como mejor le plazca, a su entera discreción. Consulté la opinión de un abogado mientras estaba en Londres, pensando que podría serle de utilidad.

—Sin duda lo será. ¿Qué dijo el abogado?

—Hablando claro, esto es lo que dijo. Si el señor Noel Vanstone descubre un día que usted se ha casado con él con un nombre falso deliberadamente, puede solicitar del tribunal eclesiástico que declare el matrimonio nulo y sin valor. El resultado de su petición dependería de los jueces, pero si pudiera demostrar que ha sido engañado intencionadamente, la opinión profesional es que tendría grandes posibilidades de conseguirlo.

—¿Y suponiendo que fuera yo quien lo solicitara? —preguntó Magdalen ávidamente—. ¿Qué ocurriría entonces?

—Podría presentar la solicitud —respondió el capitán—. Pero recuerde una cosa, tendría que presentarse ante el tribunal reconociendo su propio engaño. Ya se puede imaginar lo que pensarían los jueces.

—¿Le dijo algo más el abogado?

—Una cosa más —dijo el capitán Wragge—. Haga lo que haga la ley con el matrimonio en vida de ambos contrayentes, a la muerte de uno de los dos, el superviviente no podría solicitar la anulación y el matrimonio seguiría siendo válido hasta su muerte. ¿Lo entiende? Si él muere o muere usted, y si no se ha presentado la solicitud de anulación, el que sobreviva no podrá poner en duda el matrimonio. Pero mientras vivan los dos, si él decidiera pedir la disolución del matrimonio, lo tendría todo a su favor.

El capitán miró a Magdalen con curiosidad furtiva mientras pronunciaba estas palabras. Magdalen volvió el rostro, haciendo y deshaciendo un nudo en la cadena de su reloj distraídamente, reflexionando sin duda con la mayor concentración en lo que acababa de decirle. El capitán Wragge se acercó a la ventana con nerviosismo y contempló la vista. El primer objeto que llamó su atención fue el señor Noel Vanstone que llegaba desde Sea-View. Al instante regresó junto a Magdalen y se dirigió a ella una vez más.

—Ahí está el señor Noel Vanstone —dijo—. Una última advertencia antes de que entre. Tenga cuidado con él en lo que respeta a su edad. Me la preguntó para pedir la licencia. Yo corté por lo sano y le dije que tenía usted veintiún años, y así lo declaró él. No se preocupe por mí, a partir de mañana seré invisible, pero no olvide por su propio bien, si se habla de ello, que era mayor de edad cuando se casó. Nada más. Ha recibido usted todas las advertencias necesarias que yo podía hacerle. Ocurra lo que ocurra en el futuro, recuerde que he hecho todo lo posible.

El capitán se dirigió presuroso hacia la puerta sin aguardar respuesta y salió a recibir a su invitado en el jardín.

Noel Vanstone hizo su aparición en la verja de North Shingles llevando solemnemente su regalo de bodas con ambas manos. El objeto en cuestión era un joyero antiguo (una de las gangas de su padre); en el interior del joyero descansaba un anticuado broche con un carbúnculo engastado en plata (otra de las gangas de su padre); regalos ambos que poseían el mérito inestimable de no haber inquietado su bolsillo. Meneó la cabeza ominosamente cuando el capitán preguntó por su salud y su estado de ánimo. Noel Vanstone había pasado la noche en blanco, asaltado, una vez a solas en Sea-View, por los temores irrefrenables de una súbita reaparición de Lecount. Sea-View estaba impregnada de Lecount; Sea-View (aunque construida sobre pilotes y siendo la casa más segura de Inglaterra) era desde entonces odiosa para él. Había tenido esa sensación durante toda la noche; también había tomado conciencia de sus responsabilidades. La doncella de su dama, para empezar. Después de haberla contratado, empezaba a pensar que no iba a servirle. Podía ponérsele enferma; podía haberle engañado asumiendo una falsa personalidad; quizá la patrona del hotel y ella se habían conchabado contra él. ¡Horrible! Realmente era horrible pensarlo. Después estaba su otra responsabilidad —quizá la más pesada de las dos—, la de decidir dónde iban a pasar la luna de miel. Él hubiera preferido una de las casas vacías de su padre. Pero, excepto la de Vauxhall Walk (a la que suponía que se pondrían reparos) y la de Aldborough (en la que naturalmente no se podía ni pensar), todas estaban alquiladas. Se ponía en manos del señor Bygrave. ¿Dónde había pasado el señor Bygrave su luna de miel? Teniendo las islas Británicas para elegir, ¿dónde plantaría su tienda de campaña el señor Bygrave con la debida atención a las circunstancias?

En aquel punto finalizaron bruscamente las preguntas del novio y su rostro mostró una expresión de incontenible asombro. Su juicioso amigo, de cuyo consejo había disfrutado enteramente en todas las emergencias, le abandonó de pronto ante la emergencia de la luna de miel y se negó tajantemente a hablar de ese tema.

—¡No! —dijo el capitán, cuando Noel Vanstone abrió la boca para pedir ser escuchado—. Tendrá que disculparme. En este caso, como de costumbre, tengo mi particular punto de vista. Hace un tiempo que vivo en una atmósfera de engaños por su conveniencia. Esa atmósfera, mi buen señor, empieza a ser sofocante; mi ser moral precisa ser ventilado. Resuelva la cuestión del lugar con mi sobrina y manténgame, a petición mía, en una total ignorancia sobre su decisión. Sin duda la señora Lecount vendrá aquí a su regreso de Zurich y sin duda me preguntará adónde han ido. Puede que le parezca extraño, señor Vanstone, pero cuando le conteste que no lo sé, deseo gozar del desacostumbrado placer de sentir, por una vez, ¡qué estoy diciendo la verdad!

Expresándose así, abrió la puerta de la salita, llevó a Noel Vanstone ante Magdalen, volvió a salir inclinando la cabeza y abandonó la casa solo para pasar el resto de la tarde dando un paseo. Su rostro mostraba claros signos de inquietud y sus ojos bicolores miraban recelosamente aquí y allá mientras caminaba lentamente a lo largo de la playa. «El tiempo discurre lentamente entre nuestros dedos —pensó el capitán—. Ojalá el día de mañana hubiera pasado ya».

El día pasó y no ocurrió nada; la tarde y la noche se sucedieron plácidamente y sin incidentes. Llegó el lunes, un precioso día sin nubes. El lunes confirmó la afirmación del capitán: la boda era cosa segura. Hacia las diez de la mañana, el sacristán subió las escaleras de la iglesia y, al encontrarse bajo el pórtico al encargado de abrir los bancos[28], citó el viejo proverbio: «¡Feliz la novia para la que brilla el sol!».

Un cuarto de hora después, los contrayentes y sus acompañantes se hallaban en la sacristía y el pastor los conducía al altar. Pese a que la boda se había guardado en secreto, el hecho de que se abriera la iglesia por la mañana había bastado para darlo a conocer. Una pequeña congregación compuesta casi enteramente por mujeres se repartía por los bancos. La hermana de Kirke y sus hijos se hallaban de visita en casa de una amiga de Aldborough… y la hermana de Kirke formaba parte de la congregación.

Cuando el cortejo nupcial entró en la iglesia, Noel Vanstone contagió al capitán su terror obsesivo a la señora Lecount. En los primeros minutos, los ojos de ambos escudriñaron los bancos unidos en la misma búsqueda y se apartaron con la misma sensación de alivio. El pastor se percató de aquellas miradas y examinó la licencia con mayor detenimiento del habitual. El sacristán empezó a tener sus dudas de que el viejo proverbio sobre las novias fuera siempre certero. Las feligresas murmuraron entre sí por el inexcusable desprecio hacia las apariencias que implicaba el vestido de la novia. La hermana de Kirke susurró malévolamente al oído de su amiga: «Gracias a Dios por lo de hoy, en bien de Robert». La señora Wragge lloraba quedamente, temiendo la amenaza de no sabía qué calamidad. La única de los presentes que en su aspecto externo permaneció impávida fue la propia Magdalen. Ocupó con resignación y los ojos secos su lugar ante el altar, como si todas las fuentes de la emoción humana se hubieran helado en su interior.

El pastor abrió la Biblia.

Estaba hecho. Las espantosas palabras que ascendían de la Tierra al Cielo ya se habían pronunciado. Los hijos de los difuntos hermanos —herederos de la implacable enemistad que había separado a sus padres— eran marido y mujer.

A partir de aquel punto, los acontecimientos se precipitaron con asombrosa celeridad hasta el momento de la despedida. Ya habían regresado a la casa, pero las frases del oficio matrimonial aún parecían resonar en sus oídos. Antes de que hubieran pasado cinco minutos, el carruaje se detuvo ante la verja. Un minuto después llegó la oportunidad que Magdalen y el capitán habían estado buscando, la oportunidad de hablar en privado por última vez. Magdalen conservaba su fría resignación; parecía ahora fuera del alcance del miedo que antes la dominara y de los remordimientos que antes torturaban su alma. Con mano firme entregó al capitán el dinero prometido. Con expresión firme lo miró por última vez.

—Yo no tengo la culpa —susurró él con vehemencia—. Me he limitado a hacer lo que me pidió. —Magdalen inclinó la cabeza, la inclinó hacia él amablemente y dejó que le tocara la frente con los labios—. ¡Tenga cuidado! —dijo el capitán—. Mis últimas palabras son, ¡por amor de Dios, tenga cuidado cuando yo ya no esté! —Magdalen le dio la espalda con una sonrisa y se despidió de su mujer. La señora Wragge se esforzó por afrontar la pérdida valientemente, la pérdida de la amiga cuya presencia había sido como una luz caída del Cielo sobre el oscuro sendero de su vida.

—Ha sido usted muy buena conmigo, querida; le doy las gracias; le doy las gracias de todo corazón. —No pudo decir más; se aferró a Magdalen estallando en lágrimas, como se hubiera aferrado a ella su madre, de haber vivido para ver aquel horrible día—. ¡Temo por usted! —exclamó la pobrecilla con un frenético gemido—. ¡Oh, querida, temo por usted! —Magdalen se desasió desesperadamente, la besó y se dirigió a la puerta a toda prisa. La expresión de aquella gratitud espontánea, el llanto de aquel amor leal, consiguieron perturbar a Magdalen, que hasta entonces había permanecido impasible. El carruaje sería su refugio, pese a que el hombre con el que se había casado la esperara junto a la portezuela.

La señora Wragge intentó seguirla al jardín, pero el capitán había visto el rostro de Magdalen cuando esta salió corriendo y retuvo a su mujer en el pasillo con firmeza. Desde esa distancia se intercambiaron las últimas palabras de despedida. Mientras el carruaje estuvo a la vista de la casa, Magdalen miró hacia atrás y agitó el pañuelo cuando dio la vuelta a la esquina. Instantes después se rompía el último cabo que la unía a ellos: ¡la compañía familiar de todos aquellos meses era ya cosa del pasado!

El capitán Wragge cerró la puerta a los curiosos que observaban desde el paseo. Llevó a su mujer de nuevo a la salita y le habló con una indulgencia que jamás antes le había mostrado.

—Ella ha emprendido su propio camino —dijo—, y dentro de una hora nosotros habremos emprendido el nuestro. Llora cuanto quieras, desahógate. No niego que es digna de lástima.

Incluso entonces, incluso cuando más sombrío era su temor por el futuro de Magdalen, persistió el hábito dominante de toda una vida. Maquinalmente abrió su maletín. Maquinalmente abrió su Libro Mayor y consignó por escrito la entrada final, la entrada de su última transacción con Magdalen. «Recibido de la señorita Vanstone —escribió el capitán, ceñudo y con expresión lúgubre—. Doscientas libras».

—¿No se enfadará conmigo? —dijo la señora Wragge, mirando tímidamente a su marido a través de las lágrimas—. Quiero una palabra de consuelo, capitán. Oh, por favor, dígame, ¿cuándo volveré a verla?

El capitán cerró el libro y respondió con una palabra inexorable:

—Jamás.

Entre las once y las doce de aquella misma noche, el carruaje de la señora Lecount entraba en Zurich.

La casa de su hermano, ante la cual se detuvo, estaba cerrada. Le costó tiempo y esfuerzo despertar a la criada, que alzó las manos con mudo asombro al abrir la puerta y ver quién era la visitante.

—¿Está vivo mi hermano? —preguntó la señora Lecount entrando en la casa.

—¡Vivo! —repitió la criada—. Se ha ido de vacaciones al campo para acabar la convalecencia respirando aire puro.

El ama de llaves se tambaleó hasta dar de espaldas contra la pared del pasillo. El cochero y la criada la sentaron en una silla. La señora Lecount tenía el rostro lívido y le castañeteaban los dientes.

—Envíe a buscar al médico de mi hermano —dijo, en cuanto recuperó el habla.

El médico llegó. Ella le tendió una carta antes de que pudiera decir nada.

—¿Escribió usted esa carta?

Él la repasó rápidamente y respondió sin vacilar.

—¡Desde luego que no!

—Es su letra.

—Es una falsificación de mi letra.

La señora Lecount se levantó de la silla con nuevos bríos.

—¿Cuándo sale el tren correo en dirección a París? —preguntó.

—Dentro de media hora.

—¡Envíe a alguien inmediatamente a reservarme un asiento en él!

La criada vaciló, el médico protestó. Ella hizo oídos sordos a ambos.

—¡Envíe a alguien! —repitió—. O iré yo misma.

Los demás obedecieron. La criada fue a reservar el asiento; el médico se quedó y mantuvo una conversación con la señora Lecount. Cuando pasó la media hora, la ayudó a ocupar su asiento en el tren correo y, por su cuenta, encargó al conductor que se ocupara de la pasajera.

—Ha viajado hasta aquí desde Inglaterra sin interrupción —dijo el médico— y ahora regresa sin haber descansado. Cuide de ella o acabará desmoronándose a causa de la fatiga del doble trayecto.

El tren correo emprendió la marcha. Antes de que la primera hora del nuevo día llegase a su fin, la señora Lecount se hallaba de nuevo de camino a Inglaterra.

FIN DE LA CUARTA ESCENA