CAPÍTULO XI

El matasellos y la letra del sobre (admirablemente imitada) advirtieron a la señora Lecount del contenido de la carta antes de abrirla. Tras aguardar un momento para serenarse, leyó el anuncio de la recaída de su hermano.

No había nada en la letra, ni expresión en parte alguna de la carta que arrojaran la más leve sombra de sospecha de que se trataba de juego sucio.

No le cupo ni la más pequeña duda de que la carta en la que se solicitaba su presencia junto al lecho de su hermano fuera auténtica. La mano que sostenía la carta cayó pesadamente sobre el regazo; el ama de llaves se volvió vieja, macilenta y ojerosa en un momento. Pensamientos muy alejados de sus objetivos e intereses del presente, recuerdos que la devolvieron a otros países que no eran Inglaterra y otros tiempos que no eran los que había pasado como ama de llaves alargaron sus sombras interiores hasta la superficie y dejaron oscuras huellas de su misteriosa transición en el rostro de la señora Lecount. Los minutos se sucedieron y en la cocina la criada aguardaba en vano que sonara la campanilla del gabinete. Los minutos se sucedieron y ella seguía sentada inmóvil, sin lágrimas, muerta para el presente y el futuro, viviendo en el pasado.

La llegada de la criada, sin que la hubiera llamado, la despertó. Con un hondo suspiro, la fría y reservada mujer dobló de nuevo la carta y se dispuso a ocuparse de los intereses y deberes del momento.

Decidió la cuestión de ir o no ir a Zurich tras una brevísima reflexión. Antes de que hubiera acercado la silla a la mesa del desayuno, había resuelto ir.

Pese a que la estratagema del capitán Wragge había funcionado admirablemente bien, podría haber fracasado de no haber sido por lo ocurrido esa mañana. El preciso accidente del que el capitán se había preocupado tanto en protegerse —el accidente que acababa de producirse pese a sus esfuerzos— era, de todos los sucesos que podían haber acaecido, el único que refutó todo cálculo previo, ¡favoreciendo directamente el propósito principal de la conspiración! Si la señora Lecount no hubiera obtenido la información que buscaba antes de recibir la carta desde Zurich, esa carta podría haberse dirigido a ella infructuosamente. Hubiera vacilado antes de abandonar Inglaterra, y esa vacilación podría haber sido fatal para la estrategia del capitán.

En todo caso, con las pruebas palpables en su poder: con el vestido descubierto en el armario de Magdalen, con el trozo cortado en su bolsillo, y con el conocimiento, obtenido por la señora Wragge, de la casa misma en la que se lo había puesto, la señora Lecount tenía ahora el medio de advertir a Noel Vanstone como antes no había podido o, en otras palabras, el medio de protegerle de cualquier tendencia peligrosa hacia la reconciliación con los Bygrave, que de lo contrario podía haberle acechado durante su ausencia en Zurich. La única dificultad que la tenía desconcertada era la de decidir si debía comunicarse con su amo personalmente o por carta antes de abandonar Inglaterra.

Miró de nuevo la carta del médico. Las palabras «sin dilación» en la frase que exigía su presencia junto al hermano moribundo estaban subrayadas dos veces. La casa del almirante Bartram estaba a cierta distancia del ferrocarril; el tiempo empleado en ir a St. Crux y volver podía ser tiempo desafortunadamente empleado a costa del viaje a Zurich. Aunque hubiera preferido infinitamente una entrevista personal con Noel Vanstone, no le quedaba más remedio, en un asunto de vida o muerte, que salvar un tiempo precioso escribiéndole una carta.

Tras enviar a alguien a reservar un asiento en la primera diligencia, se sentó a escribir a su amo.

Su primer pensamiento fue contarle todo lo ocurrido en North Shingles aquella mañana. Sin embargo, rechazó la idea después de reflexionar. En otra ocasión había confiado ya sus armas en las manos de su amo (al copiar la descripción personal de la carta de la señorita Garth) y el señor Bygrave se las había arreglado para volverlas contra ella. Esta vez decidió guardarlas en su poder. El secreto del fragmento que faltaba en el vestido de alpaca no lo conocía otra criatura viviente más que ella y estaba resuelta a guardarlo hasta su regreso a Inglaterra. Podía producir la impresión necesaria en el espíritu de Noel Vanstone sin adentrarse en detalles. Conocía, por experiencia, la clase de carta que podía confiar que produjera efecto sobre él y la escribió con las palabras siguientes:

Querido señor Noel:

Me han llegado tristes noticias desde Zurich. Mi querido hermano se muere y su médico me llama a su lado sin dilación. La urgente necesidad de tomar el primer medio de transporte que salga hacia el Continente no me deja otra alternativa. Debo aprovechar el permiso para abandonar Inglaterra que, de ser necesario, me otorgó usted amablemente al declararse la enfermedad de mi hermano y debo, para evitar toda demora, marcharme primero a Londres en lugar de ir a verle a usted a St. Crux, como me hubiera gustado.

Pese a estar dolorosamente afectada por la desgracia familiar que ha caído sobre mí, no puedo dejar pasar esta oportunidad sin hacer alusión a otro asunto que afecta seriamente a su bienestar y en el que (por ese motivo) su vieja ama de llaves tiene el mayor interés.

Voy a sorprenderle y escandalizarle, señor Noel. ¡No se altere, se lo ruego! ¡Intente dominarse!

El descarado intento de engañarle que felizmente abrió sus ojos al auténtico carácter de nuestros vecinos de North Shingles no fue el único propósito que tenía el señor Bygrave al imponerle su amistad. La infame conspiración con la que fue usted amenazado en Londres ha seguido su curso, bajo la dirección del señor Bygrave, en Aldborough. Un accidente —le diré qué accidente cuando volvamos a vernos— ha puesto a mi alcance una información preciosa para su seguridad futura. He descubierto con absoluta certeza que la persona que se hace llamar señorita Bygrave no es otra que la mujer que nos visitó disfrazada en Vauxhall Walk.

Yo lo sospechaba desde el principio, pero no tenía pruebas que sustentaran mis sospechas; no tenía medios para combatir la falsa impresión que se había producido en usted. Mis manos, gracias a Dios, ya no están atadas. Poseo una prueba irrefutable de la afirmación que acabo de hacer; prueba que podrá ver con sus propios ojos; prueba que le satisfaría aunque fuera usted un juez en un tribunal de Justicia.

Quizá, incluso así, señor Noel, ¿se negará usted a creerme? Bien. Me crea o no, tengo que pedirle un último favor que su sentido inglés del juego limpio no me negará.

Este triste viaje que voy a emprender me mantendrá alejada de Inglaterra durante una quincena o tres semanas como mucho. Me hará usted el favor —y desde luego no sacrificará usted su propio placer y conveniencia— de permanecer durante todo ese tiempo con sus amigos en St. Crux. Si antes de mi regreso alguna inesperada circunstancia le pone a usted en situación de ver de nuevo a los Bygrave, y si la natural bondad de su corazón le inclina a aceptar las excusas que en ese caso sin duda le dirigirán, impóngase una pequeña reserva por su propio bien, que no por el mío. Suspenda su coqueteo con la señorita (¡ruego a todas las demás señoritas que me perdonen por llamarla así!) hasta mi regreso. Si, cuando yo regrese, no consigo demostrar que la señorita Bygrave es la mujer que llevaba aquel disfraz y pronunció aquellas palabras de amenaza en Vauxhall Walk, me comprometo a abandonar su servicio ese mismo día, y expiaré el pecado de levantar falsos testimonios contra el prójimo renunciando a todos mis derechos a su agradecido recuerdo, tanto en el nombre de su padre como en el suyo propio. Me comprometo así sin reservas de ningún tipo y le prometo cumplirlo —si fracasa mi prueba— por la fe de una buena católica y la palabra de una mujer honrada. Su leal servidora,

VIRGINIE LECOUNT

Las últimas frases de esta carta —como muy bien sabía el ama de llaves cuando las escribió— expresaban la única apelación que sin la menor duda produciría sobre Noel Vanstone un efecto profundo y duradero. La señora Lecount podía haber empeñado su palabra, su vida o su reputación para demostrar la afirmación que había hecho, y no habría conseguido producir en él una impresión permanente. Pero al empeñar, no solo el empleo a su servicio, sino también sus reivindicaciones pecuniarias, amortiguaba de inmediato la pasión dominante de su vida en espera del resultado. No cabía la menor duda; en beneficio del que era el mayor interés de su vida —el de conservar su dinero—, esperaría.

«¡Jaque mate para el señor Bygrave! —pensó la señora Lecount mientras sellaba la carta y escribía la dirección—. La batalla ha concluido; ha terminado la partida».

Mientras la señora Lecount se ocupaba de la seguridad futura de su amo en Sea-View, los acontecimientos se precipitaban en North Shingles.

Tan pronto como el capitán Wragge se recobró de su asombro ante la aparición del ama de llaves en su propio jardín, se apresuró a entrar en la casa y, guiado por sus propios presentimientos sobre el desastre acaecido, subió directamente a la habitación de su mujer.

Jamás había sentido la pobre señora Wragge todo el peso de la indignación del capitán como lo sintió en aquel momento. La poca inteligencia natural que poseía se desvaneció de inmediato en el torbellino de ira de su marido. Los únicos hechos claros que pudo extraer de su mujer fueron dos. En primer lugar, la imprudente deserción de Magdalen de su puesto resultó no tener mejor excusa que su incorregible impaciencia: no había dormido por la noche, se había levantado con fiebre, sintiéndose fatal, y había salido sin pensar en las consecuencias con la intención de procurarse el alivio del aire fresco, pues le ardía la cabeza. En segundo lugar, la señora Wragge había visto a la señora Lecount, según su propia confesión, había hablado con ella y había acabado contándole la historia del fantasma. Tras hacer estos descubrimientos, el capitán Wragge no perdió más tiempo luchando con el terror y la confusión de su mujer. Se retiró en el acto a una ventana desde la que se dominaba la casa de Noel Vanstone y allí se apostó para vigilar a la espera de nuevos acontecimientos en Sea-View, tal como se había apostado la señora Lecount para vigilar a la espera de acontecimientos en North Shingles.

Ni una palabra sobre el desastre de la mañana escapó de sus labios cuando Magdalen regresó y lo encontró en su puesto de vigilancia. El torrente de palabras del capitán Wragge parecía haberse secado por fin.

—Le advertí lo que haría la señora Wragge —dijo—, y la señora Wragge lo ha hecho. —Siguió sentado, impávido, junto a la ventana, con una paciencia que ni siquiera la señora Lecount hubiera podido superar. La única medida activa que al parecer consideraba necesaria, la tomó a través de otra persona. Envió a la criada a la posada para alquilar un tílburi y un caballo rápido y para decir que pasaría él en persona antes del mediodía para comunicarle al posadero cuándo necesitaría el vehículo. No le traicionó un solo gesto de impaciencia hasta que se acercó la hora de salida de la primera diligencia. Entonces los sinuosos labios del capitán empezaron a contraerse con nerviosismo, y los inquietos dedos del capitán tamborilearon sin cesar sobre el cristal de la ventana.

La diligencia apareció por fin y se detuvo frente a Sea-View. Un minuto después, el propio capitán Wragge observó que entre los pasajeros que abandonaban Aldborough aquella mañana se encontraba la señora Lecount.

Una vez disipada la principal incertidumbre, quedaba por resolver una grave cuestión, a tenor de los sucesos de la mañana. ¿Cuál era el destino final del viaje de la señora Lecount, Zurich o St. Crux? Que informaría a su amo sobre la historia del fantasma de la señora Wragge y el resto de sus hallazgos en relación con nombres y lugares que pudiera haber mencionado la señora Wragge estaba fuera de toda duda. Pero de los dos medios a su disposición para causar el daño —bien en persona, bien por carta— para el capitán era de vital importancia saber cuál había elegido. Si se iba a casa del almirante, a él no le quedaría más remedio que seguir la diligencia, coger el tren en el que viajara la señora Lecount y adelantarse a ella después, en el trayecto desde la estación de Essex hasta St. Crux. Si, por el contrario, el ama de llaves se había contentado con escribir a su amo, solo sería necesario idear el modo de interceptar la carta. El capitán decidió ir a la oficina de correos en primer lugar. Suponiendo que la señora Lecount hubiera escrito una carta, no la habría dejado a merced de la criada, se habría encargado de echarla al buzón personalmente antes de abandonar Aldborough.

—Buenos días —dijo el capitán, dirigiéndose animadamente al administrador de correos—. Soy el señor Bygrave de North Shingles. Creo que tiene usted una carta en el buzón dirigida al señor…

El administrador de Correos era un hombre bajo y, por consiguiente, un hombre con una idea propia de su importancia. Con gesto solemne detuvo al capitán en plena carrera.

—Una vez se ha echado una carta, señor —dijo—, ninguna persona ajena a Correos puede tocarla hasta que llegue a su destino.

El capitán no era hombre que se dejara intimidar, ni siquiera por un administrador de Correos. Se le ocurrió una idea brillante. Sacó la cartera, en la que tenía escrita la dirección del almirante Bartram, y volvió a la carga.

—Suponga que se haya escrito mal la dirección por equivocación —empezó—. Y suponga que el remitente desea corregir el error después de haber echado la carta al buzón.

—Una vez se ha echado la carta, señor —reiteró la impenetrable autoridad local—, nadie ajeno a la oficina puede tocarla con excusa alguna.

—Lo admito de todo corazón —insistió el capitán—. Yo no quiero tocarla, solo quiero explicarme. Una señora ha echado una carta en el buzón dirigida al «Señor Noel Vanstone, residencia del almirante Bartram, St. Crux-in-the-Marsh, Essex». Tenía mucha prisa y no está segura de si ha añadido el nombre de la localidad más cercana con oficina de correos, «Ossory». Es de suma importancia que la entrega de la carta no se demore. ¿Qué le impide a usted facilitar el trabajo de Correos y ayudar a una señora añadiendo el nombre de esa localidad (si resulta que no lo ha puesto) de su propia mano? Se lo pregunto como al funcionario celoso de su deber que sin duda es usted; ¿qué objeción puede haber para no concederme mi petición?

El administrador de Correos se vio obligado a reconocer que no podía haber objeción alguna, siempre que no se añadiera más que lo necesario a la dirección, siempre que nadie tocara la carta salvo él mismo y siempre que no se permitiera que se desperdiciara el precioso tiempo de la oficina de correos. Dado que casualmente no había nada especial que hacer en aquel momento, estaba dispuesto a hacerle el favor a la señora a petición del señor Bygrave.

El capitán Wragge observó las manos del administrador de Correos mientras repasaban las cartas del buzón, conteniendo el aliento. ¿Estaba allí la carta? ¿Se detendría de pronto las manos del celoso funcionario? ¡Sí! Se detuvieron y separaron una carta del resto.

—¿«Señor Noel Vanstone» ha dicho usted? —preguntó el administrador de Correos, sin soltar la carta.

—«Señor Noel Vanstone» —respondió el capitán—. «Residencia del almirante Bartram, St. Crux-in-the-Marsh».

—«Ossory, Essex» —agregó el administrador de Correos, arrojando la carta de nuevo al buzón—. La señora no ha cometido ningún error, señor. La dirección es absolutamente correcta.

Nada salvo una oportuna consideración hacia la gran deuda contraída con las apariencias impidió al capitán Wragge lanzar al aire su blanco sombrero de copa tan pronto como se halló de nuevo en la calle. Todas sus dudas se habían despejado finalmente. La señora Lecount había escrito a su amo, ¡por lo tanto la señora Lecount se hallaba de camino a Zurich!

Con la cabeza más alta que nunca, con los faldones de su respetable levita ondeando al viento, con su natural desfachatez de carácter sentada alegremente en su trono, el capitán se encaminó pavoneándose a la posada y pidió el horario de trenes. Después de efectuar ciertos cálculos (por escrito, por supuesto), ordenó que tuvieran preparado el tílburi para una hora después, a fin de llegar a la estación a tiempo para coger el segundo tren a Londres, población con la que Aldborough no estaba comunicada por diligencia.

Su siguiente paso tuvo un cariz mucho más serio; su siguiente paso implicaba una extraordinaria seguridad en el éxito. Era jueves. De la posada se dirigió a la iglesia, habló con el sacristán y dio el aviso necesario para celebrar una boda mediante licencia el lunes siguiente.

A pesar de su audacia, el capitán tenía los nervios un poco alterados por esta última hazaña; le temblaba la mano cuando alzó el pestillo de la verja del jardín. Atendió a sus nervios con brandy y agua antes de llamar a Magdalen para informarle de sus pasos de la mañana. Era razonable esperar un nuevo estallido cuando Magdalen oyera que se había dado el último e irrevocable paso y se había concertado el día de la boda.

El reloj del capitán le advirtió de que no podía perder tiempo en vaciar el vaso. Pocos minutos después enviaba el mensaje para Magdalen. Mientras esperaba que bajara, se proveyó de ciertos materiales que eran ahora necesarios para llevar la empresa a su momento supremo. En primer lugar, escribió su nombre falso (en absoluto con el pulso tan firme como de costumbre) en una tarjeta de visita en blanco y debajo añadió estas palabras: «No hay tiempo que perder. Le espero en la puerta. Baje inmediatamente». Su siguiente acción fue sacar media docena de sobres del estuche de papel de cartas y poner en todos ellos la dirección siguiente: «Señor Thomas Bygrave, Mussared’s Hotel, Salisbury Street, Strand, Londres». Después de guardarse con cuidado los sobres y la tarjeta en el bolsillo del pecho, cerró el escritorio. Magdalen entró en la habitación cuando él se levantaba de la silla.

El capitán tardó unos instantes en decidir cuál era el mejor método para iniciar la entrevista y resolvió, según sus propias palabras, lanzarse de cabeza. En dos palabras contó a Magdalen lo ocurrido y le informó de que el lunes sería el día de su boda.

Estaba preparado para tranquilizarla si Magdalen tenía un arrebato de cólera, para razonar con ella si le suplicaba un poco más de tiempo, para compadecerla si rompía a llorar. Con indescriptible sorpresa por su parte, los hechos echaron por tierra todas sus previsiones. Magdalen le escuchó sin pronunciar una palabra, sin derramar una lágrima. Cuando el capitán terminó, ella se desplomó en una silla. Sus grandes ojos grises fijaron en él una mirada perdida. En un misterioso instante, la abandonó toda su belleza, su rostro adquirió una espantosa rigidez, como la de un cadáver. Por primera vez desde que la conocía, el miedo —un miedo avasallador— se apoderó de ella en cuerpo y alma.

—No se irá a echar atrás —dijo el capitán, intentando sacarla de aquel estado—. No me diga que va a echarse atrás en el último momento.

La luz de la inteligencia no brilló en sus ojos, su rostro no se alteró, pero lo había oído, pues se movió un poco en la silla y lentamente meneó la cabeza.

—Usted planeó este matrimonio por propia voluntad —prosiguió el capitán con la mirada furtiva y la voz titubeante de un hombre intranquilo—. La idea fue suya, no mía. No cargaré con esa responsabilidad, ¡no!, ni por dos veces doscientas libras. Si le falta valor, si se lo piensa mejor…

Se interrumpió. El rostro de Magdalen cambiaba, sus labios se movían al fin. Lentamente levantó la mano izquierda con los dedos extendidos, la miró como si no fuera su mano, contó los días con los dedos, los días que faltaban para la boda.

—Viernes, uno —susurró para sí—; sábado, dos; domingo, tres; lunes… —Las manos le cayeron sobre el regazo, su rostro volvió a ponerse rígido. El miedo mortal volvió a hacer presa de ella dejándola paralizada y sus siguientes palabras se extinguieron en sus labios.

El capitán Wragge sacó su pañuelo y se secó la frente.

—¡Malditas doscientas libras! —dijo—. ¡Ni dos mil me pagarían por esto! —Volvió a guardarse el pañuelo, sacó del bolsillo los sobres que se había dirigido a sí mismo y, situándose junto a ella por primera vez, puso la mano sobre su hombro.

—Despierte —dijo—. Tengo que decirle una última cosa. ¿Puede escucharme?

Magdalen se esforzó por salir de su estupor, un leve tinte de color cubrió sus pálidas mejillas; asintió.

—Mire esto —prosiguió el capitán Wragge, mostrándole los sobres—. Si les doy el uso para el que han sido escritos, el amo de la señora Lecount no recibirá jamás su carta. Si los rompo, mañana sabrá por el correo de la mañana que es usted la mujer que lo visitó en Vauxhall Walk. ¡Usted decide! ¿Rompo los sobres, o me los guardo en el bolsillo otra vez?

Se produjo una pausa de absoluto silencio. El murmullo de las olas estivales en la playa de guijarros y las voces de los ociosos veraneantes en el paseo entraron flotando por la ventana abierta y llenaron la vacía quietud de la habitación.

Magdalen alzó la cabeza, levantó la mano y señaló los sobres con firmeza.

—Guárdeselos —dijo.

—¿Lo dice en serio? —preguntó él.

—Lo digo en serio.

Cuando dio esta respuesta, les llegó el sonido de unas ruedas en la carretera.

—¿Oye esas ruedas? —preguntó el capitán Wragge.

—Las oigo.

—¿Ve el tílburi? —dijo el capitán, señalando por la ventana cuando el tílburi que había alquilado en la posada hizo su aparición junto a la verja del jardín.

—Lo veo.

—¿Y me dice, por su propia voluntad, que me vaya en él?

—Sí. ¡Váyase!

Sin pronunciar una sola palabra más, el capitán se fue. La criada le esperaba en la puerta con la bolsa de viaje.

—La señorita Bygrave está indispuesta —dijo el capitán—. Dile a tu señora que vaya a verla al gabinete.

Se subió al tílburi y emprendió la primera etapa del viaje hasta St. Crux.