CAPÍTULO VIII

Cuando Magdalen y su padre se encontraron en el sendero de la arboleda, el rostro del señor Vanstone dejaba traslucir que algo le había complacido desde que había abandonado su casa por la mañana. Respondió de inmediato a la pregunta que la curiosidad de su hija le dirigió comunicándole que acababa de visitar la pequeña casa del señor Clare y que, en aquel lugar tan poco prometedor, había recogido una noticia sorprendente para la familia de Combe-Raven.

Al entrar en el estudio del filósofo esa mañana, el señor Vanstone lo había hallado demorándose aún en su tardío desayuno con una carta abierta al lado en lugar del libro que, en otras ocasiones, tenía al alcance de la mano durante sus comidas. El señor Clare alzó la carta en cuanto su visitante entró en la estancia e inició la conversación bruscamente preguntando al señor Vanstone si estaba bien de los nervios y si se sentía lo bastante fuerte para la conmoción de una sorpresa abrumadora.

—¿Nervios? —repitió el señor Vanstone—. Gracias a Dios, que yo sepa a mis nervios no les pasa nada. Si tiene algo que decirme, con conmoción o sin ella, suéltelo sin más.

El señor Clare alzó un poco más la carta y frunció el entrecejo a su visitante desde el otro lado de la mesa del desayuno.

—¿Qué le he dicho siempre? —preguntó, con la expresión y las maneras más agrias y solemnes.

—Muchas más cosas de las que puedo conservar en la memoria —respondió el señor Vanstone.

—Y tanto en presencia de usted como sin usted delante —continuó el señor Clare—, siempre he sostenido que el fenómeno más importante de la sociedad moderna es… la enorme prosperidad de los tontos. Muéstreme a un tonto cualquiera y yo le mostraré una sociedad que dará a ese personaje altamente favorecido nueve oportunidades de cada diez y que, en la décima, hará rechinar los dientes ante el hombre más sabio que exista. Allá donde mire, en todos los grandes cargos hay siempre un asno, instalado fuera del alcance de todos los grandes intelectos de este mundo para que no puedan derribarlo. La imbecilidad complaciente es el soberano supremo que rige nuestro sistema social; apaga la luz inquisitiva de la inteligencia con total impunidad y ulula como una lechuza ante cualquier forma de protesta: «¡Fijaos en lo bien que nos desenvolvemos todos en la oscuridad!». Un día de estos esa audaz afirmación será rebatida en la práctica y todo el podrido sistema de la sociedad moderna se desplomará con un estallido.

—¡Dios no lo quiera! —exclamó el señor Vanstone, mirando en derredor como si el estallido estuviera a punto de producirse.

—¡Con un estallido! —repitió el señor Clare—. Esa es mi teoría, en pocas palabras. Pasemos ahora a la notable aplicación de la misma, que esta carta sugiere. Ahí tenemos al patán de mi hijo…

—¡No me diga que Frank va a tener otra oportunidad! —exclamó el señor Vanstone.

—Ahí tenemos a ese bobo sin remisión de Frank —prosiguió el filósofo—. Jamás ha hecho nada en la vida para ayudarse a sí mismo y, como consecuencia necesaria, la sociedad trama una conspiración para encumbrarlo. Apenas ha tenido tiempo para echar por la borda esa oportunidad que le brindó usted cuando llega esta carta y pone la pelota a sus pies una segunda vez. Mi primo rico (que intelectualmente es digno de estar a la cola de la familia y, por lo tanto, claro está, se halla a su cabeza) ha tenido la amabilidad de recordar que existo y ha ofrecido sus influencias para ayudar a mi hijo primogénito. Lea esta carta y luego fíjese en la serie de acontecimientos. Mi primo rico es un bobo que medra con los bienes raíces; ha hecho algo para otro bobo que medra en política y que, a su vez, conoce a un tercer bobo que medra en el comercio y que puede hacer algo por un cuarto bobo, que por el momento no medra con nada, cuyo nombre es Frank. Así sigue girando la rueda. Así las mejores recompensas humanas las disfrutan los tontos en interminable sucesión. Mañana despacharé a Frank. A su debido tiempo, volverá a nuestras manos como un chelín falso; otras oportunidades se cruzarán en su camino como consecuencia necesaria de su meritoria imbecilidad. Pasarán los años, puede que yo no viva para verlo, ni tampoco usted; no importa, el futuro de Frank es igualmente cierto; métalo en el ejército, en la Iglesia, la política, lo que prefiera, y deje que lo arrastre la corriente: acabará siendo general, obispo o ministro, gracias al gran mérito moderno de no hacer nada en absoluto para merecer ese puesto. —Con este resumen de las perspectivas mundanas de su hijo, el señor Clare arrojó la carta con desprecio al otro lado de la mesa y se sirvió otra taza de té.

El señor Vanstone leyó la carta con ávido interés y placer. Estaba escrita en un tono de cordialidad algo empalagoso, pero las ventajas prácticas que ofrecía a Frank estaban fuera de toda duda. El que escribía tenía medios para aprovechar el interés de un amigo en una gran firma mercantil de la City (un interés fuera de lo común), y había ejercido dicha influencia de inmediato en favor del primogénito del señor Clare. Frank sería recibido en la empresa en condiciones muy distintas a las de un vulgar oficinista; se le «daría un empujón» a la más mínima oportunidad, y la primera «cosa buena» que pudiera ofrecer la casa, tanto en el país como en el extranjero, se pondría a su disposición. Si poseía aptitudes y mostraba una cierta diligencia en aplicarlas, su fortuna estaba hecha, y cuanto antes fuera enviado a Londres para empezar, mejor para sus intereses.

—¡Qué maravillosa noticia! —exclamó el señor Vanstone, devolviendo la carta—. Estoy encantado. Tengo que volver y contarlo en casa. Esta oportunidad es cincuenta veces mejor que la mía. ¿Qué demonios quería decir usted con eso de los abusos de la sociedad? La sociedad se ha portado extraordinariamente bien, en mi opinión. ¿Dónde está Frank?

—Escondido —dijo el señor Clare—. Una de las intolerables peculiaridades de los patanes es que siempre andan escondiéndose por ahí. No he visto a mi patán esta mañana. Si lo encuentra en alguna parte, déle un puntapié y dígale que quiero verle.

La opinión del señor Clare sobre los hábitos de su hijo podría haber sido expresada con mayor cortesía en su forma, pero en cuanto al contenido, resultó estar en lo cierto aquella mañana en particular. Tras dejar a Magdalen, Frank había aguardado entre los árboles a distancia segura con la esperanza de que abandonara la compañía de su hermana y volviera junto a él. La aparición del señor Vanstone inmediatamente después de la partida de Norah no le animó a mostrarse, sino que le resolvió a regresar a su casa. Volvió caminando con descontento, y así cayó en las garras de su padre, totalmente desprevenido ante el anuncio, por parte de tan formidable autoridad, de que partía para Londres.

Mientras tanto el señor Vanstone había comunicado la noticia, en primer lugar a Magdalen y luego, de vuelta en casa, a su esposa y a la señorita Garth. Era un hombre demasiado despistado para observar que Magdalen parecía extrañamente sobresaltada y la señorita Garth extrañamente aliviada por el anuncio de la buena fortuna de Frank. Charló sobre él sin recelar nada en absoluto, hasta que sonó la campana del almuerzo y entonces, por primera vez, notó la ausencia de Norah. Esta envió recado abajo, cuando ya se habían sentado a la mesa, diciendo que un dolor de cabeza le impedía salir de su habitación. Cuando la señorita Garth subió poco después para comunicarle la noticia de Frank, cosa extraña, Norah no pareció demasiado aliviada al oírla. El señor Francis Clare se había ido ya en una ocasión anterior (señaló) y había regresado. Podía volver de nuevo, y antes de lo que ellos creían. No dijo más sobre ese tema; no hizo referencia a lo que había ocurrido en la arboleda. Su inquebrantable reserva parecía haberse fortalecido desde su arrebato de la mañana. Se encontró con Magdalen más tarde como si nada hubiera ocurrido; no se produjo reconciliación formal entre ellas. Una de las peculiaridades de Norah era que huía de reconciliaciones ratificadas abiertamente y se refugiaba con timidez en las reconciliaciones silenciosas e implícitas. Magdalen comprendió, por su expresión y su actitud, que su hermana había hecho su primera y última protesta. Fuera por orgullo, malhumor, o poca confianza en sí misma, o porque desesperara de obtener algún bien, el resultado no ofrecía lugar a dudas: Norah había decidido seguir siendo pasiva en el futuro.

Esa tarde, el señor Vanstone sugirió un paseo en coche a su hija mayor como el mejor remedio para su dolor de cabeza. Ella aceptó de buena gana acompañar a su padre, quien propuso entonces, como de costumbre, que Magdalen fuera con ellos. No la encontraron por ninguna parte. Por segunda vez aquel día se había adentrado sola en los jardines. En esta ocasión la señorita Garth —que, tras adoptar las opiniones de Norah, había pasado del extremo de no hacer el más mínimo caso a Frank al otro extremo de creerle capaz de planear una fuga en cinco minutos— se ofreció a salir inmediatamente y hacer todo lo posible por encontrar a la joven desaparecida. Tras una prolongada ausencia, volvió sin éxito, con la absoluta certeza de que Magdalen y Frank se habían encontrado en secreto en alguna parte, pero sin haber descubierto el menor indicio que confirmara sus sospechas. Para entonces el carruaje se hallaba en la puerta y el señor Vanstone no deseaba esperar más. Él y Norah se fueron juntos, y la señora Vanstone y la señorita Garth se sentaron en casa con sus respectivas labores.

Media hora más tarde Magdalen entró en la habitación tranquilamente. Estaba pálida y deprimida. Recibió las reconvenciones de la señorita Garth con cansada distracción; explicó con indiferencia que había estado deambulando por el bosque; eligió unos libros y volvió a dejarlos; suspiró con impaciencia y subió a su habitación.

—Creo que Magdalen está acusando la reacción de ayer —dijo la señora Vanstone serenamente—. Es tal como pensábamos. Ahora que se ha terminado la diversión teatral, le preocupa que no haya más.

Se presentaba aquí la oportunidad de iluminar a la señora Vanstone con la luz de la verdad, demasiado favorable para desperdiciarla. La señorita Garth consultó con su conciencia, vio la ocasión y la aprovechó al punto.

—Olvida —dijo— que cierto vecino nuestro se marcha mañana. ¿Le digo la verdad? Magdalen está preocupada por la partida de Francis Clare.

La señora Vanstone alzó la vista de su labor con una leve sonrisa de sorpresa.

—No es posible —dijo—. Es natural que Frank se sienta atraído por Magdalen, pero no creo que Magdalen corresponda a ese sentimiento. Frank es tan distinto a ella, tan tranquilo y reservado, tan aburrido e incapaz, pobrecillo, en algunas cosas… Es apuesto, lo sé, pero es tan completamente distinto a Magdalen que no lo creo posible, desde luego que no.

—¡Mi querida y buena señora! —exclamó la señorita Garth con gran asombro—, ¿supone de verdad que las personas se enamoran unas de otras por las similitudes de su carácter? En la gran mayoría de los casos es justamente lo contrario. Los hombres se casan con las últimas mujeres, y las mujeres con los últimos hombres, que sus amigos hubieran creído posible que les gustaran. Ninguna frase acude con mayor frecuencia a nuestros labios que esta: «¿Qué le habrá encontrado el señor Tal a esa mujer para casarse con ella?», o «¿Cómo ha podido la señora Tal echarse a perder casándose con ese hombre?». ¿Todavía no le ha enseñado toda su experiencia del mundo que las chicas se encaprichan obcecadamente de hombres que son totalmente indignos de ellas?

—Muy cierto —dijo la señora Vanstone serenamente—. Lo había olvidado. Aun así, parece inexplicable, ¿no cree?

—¡Inexplicable, porque ocurre todos los días! —exclamó la señorita Garth en tono de chanza—. Conozco a muchas personas excelentes que argumentan en contra de esta experiencia evidente del mismo modo que leen los periódicos por la mañana y niegan por la noche que la vida moderna ofrezca romanticismo alguno sobre el que puedan trabajar escritores o pintores. En serio, señora Vanstone, le doy mi palabra, gracias a esa desdichada función teatral Magdalen está siguiendo con Frank el mismo camino que muchas jovencitas han recorrido antes que ella. Frank es completamente indigno de ella; es, casi en todos los aspectos, su opuesto, y por esa misma razón, sin saberlo, se ha enamorado de él. Magdalen es decidida e impetuosa, inteligente y dominante; no es una de esas mujeres modélicas que quieren un hombre a quien respetar y que las proteja; su pretendiente ideal (aunque quizá ella no lo haya pensado) es un hombre al que pueda dominar. ¡Bueno!, es un consuelo que haya hombres mucho mejores, incluso de esa índole, que Frank. Es una suerte que se vaya antes de que tengamos que inquietarnos más por ellos y de que el daño sea irreparable.

—¡Pobre Frank! —dijo la señora Vanstone con una sonrisa compasiva—. Lo conocemos desde que iba en pantalón corto y Magdalen llevaba delantales. No nos rindamos todavía con él. Puede que lo haga mejor esta segunda vez.

La señorita Garth alzó la vista, atónita.

—Y suponiendo que lo haga mejor —dijo—, ¿qué pasará?

La señora Vanstone cortó un hilo suelto de su labor y rio de buena gana.

—Mi buena amiga —dijo—, hay un viejo proverbio que nos recomienda no vender el choto antes de parir la cabra. Esperemos un poco antes de vender el nuestro.

No era fácil hacer callar a la señorita Garth cuando esta hablaba bajo la influencia de una firme convicción, pero esta réplica selló sus labios. Reanudó su labor y pensó cosas inexpresables que se reflejaron en su fisonomía.

El comportamiento de la señora Vanstone era ciertamente extraordinario en aquellas circunstancias. Por un lado se encontraba una joven —con un gran atractivo personal, con perspectivas pecuniarias poco habituales, con una posición social que hubiera justificado la propuesta de matrimonio del mejor caballero de la vecindad— arrojándose tercamente en brazos de un joven perezoso sin dinero, que había fracasado en su primer comienzo en la vida y que, aun triunfando en su segundo intento, no se hallaría en los años venideros en posición de casarse con una señorita de fortuna en condiciones de igualdad. ¡Y por el otro, se encontraba la madre de la joven, libre de toda angustia ante la perspectiva de una unión que estaba lejos de ser deseable, por no decir otra cosa, y que no estaba segura en absoluto, a juzgar por sus propias palabras y expresiones, de que el matrimonio entre la hija del señor Vanstone y el hijo del señor Clare no fuera un resultado para la intimidad entre los dos jóvenes tan satisfactorio como los padres de ambos pudieran haber deseado! Era muy desconcertante. Era casi tan incomprensible como aquel otro misterio —el misterio ya olvidado— del viaje a Londres.

Frank hizo su aparición por la noche y anunció que su padre le había sentenciado cruelmente a abandonar Combe-Raven en el tren parlamentario[7] de la mañana siguiente. Mencionó esta circunstancia con un aire de resignación sentimental y escuchó las ruidosas expresiones de júbilo del señor Vanstone acerca de sus nuevos proyectos con una leve y silenciosa sorpresa. La suave melancolía de esta actitud aumentó considerablemente sus encantos personales. A su modo afeminado, estaba más apuesto que nunca aquella noche. Sus dulces ojos castaños vagaron por la habitación con una inefable ternura; llevaba los cabellos bellamente peinados; sus delicadas manos colgaban de los brazos de la silla con gracia lánguida. Parecía un Apolo convaleciente. Jamás en ninguna ocasión anterior había practicado con mayor éxito el arte social que solía cultivar: el arte de presentarse en sociedad en el papel de un íncubo bien educado y hacer que sus congéneres se sintieran agradecidos por permitirles sentarse a sus pies. Fue innegablemente una velada aburrida. El señor Vanstone y la señorita Garth llevaron todo el peso de la conversación. La señora Vanstone acostumbraba guardar silencio; Norah se mantenía obstinadamente en un segundo término; Magdalen estaba más callada y menos efusiva que en ninguna otra ocasión precedente. Se mantuvo tensa y en guardia desde el comienzo hasta el fin. Las pocas miradas significativas que lanzó a Frank cayeron sobre él como relámpagos y se esfumaron antes de que ningún otro pudiera verlas. Incluso cuando le llevó el té, y cuando, al hacerlo, perdió el dominio de sí misma ante la tentación que ninguna mujer puede resistir —la tentación de tocar al hombre que ama—, incluso entonces, sostuvo el platillo con tal destreza que este ocultó su mano. El dominio que Frank tenía de sí mismo era mucho menos disciplinado; solo duró mientras permaneció pasivo. Cuando se levantó para marcharse, cuando notó la cálida presión de los dedos de Magdalen ciñéndole la mano y el rizo de cabellos que deslizó en ella en aquel momento, se volvió torpe y confuso. Hubiera traicionado a Magdalen y a sí mismo de no ser por el señor Vanstone, que cubrió su retirada con toda la inocencia del mundo acompañándole afuera sin dejar de palmearle el hombro.

—¡Qué Dios te bendiga, Frank! —exclamó la voz amiga que jamás tenía una nota áspera para nadie—. Te aguarda la fortuna. Ve, muchacho, ve y conquístala.

—Sí —dijo Frank—. Gracias. Será bastante difícil llegar y conquistarla, al principio. Por supuesto, como usted siempre me ha dicho, es deber de un hombre vencer sus dificultades y no hablar de ellas. Al mismo tiempo, desearía no sentirme tan inseguro a la hora de hacer cuentas. Es descorazonador sentirse inseguro a la hora de hacerlas. Oh, sí, escribiré para decirle qué tal me va. Le estoy muy agradecido por su amabilidad y lamento mucho no haber tenido éxito con la ingeniería. Creo que me habría gustado más la ingeniería que el comercio. Ahora ya no tiene remedio, ¿no? Gracias de nuevo. Adiós.

De este modo se alejó para adentrarse en un nebuloso futuro comercial, tan perdido, tan pusilánime, tan caballero como siempre.