CAPÍTULO X

De regreso a la casa, Magdalen notó de repente que le tocaban el hombro por detrás cuando atravesaba el vestíbulo. Dio media vuelta y se encontró con su hermana. Antes de que pudiera hacerle pregunta alguna, una alterada Norah le dirigía estas palabras:

—Te pido perdón; te pido que me perdones.

Magdalen miró a su hermana con asombro. Todo recuerdo de las duras palabras que habían intercambiado en la arboleda había sido borrado por los nuevos intereses que la absorbían; tan completamente borrados como si la airada entrevista no se hubiera producido jamás.

—¡Perdonarte! —repitió, atónita—. ¿Por qué?

—Me he enterado de tus nuevos planes —prosiguió Norah, hablando con una sumisión mecánica que parecía casi descortés—. Quería hacer las paces contigo; quería decirte que siento lo ocurrido. ¿Podrás olvidarlo? ¿Podrás olvidar y perdonar lo que ocurrió en la arboleda? —Intentó continuar, pero su inveterada reserva (o quizá una obstinada confianza en sus propias opiniones) la hizo callar tras esas últimas palabras. Su rostro se ensombreció de repente. Antes de que su hermana pudiera responder, se dio la vuelta bruscamente y corrió escaleras arriba.

La puerta de la biblioteca se abrió antes de que Magdalen pudiera seguir a su hermana y la señorita Garth se acercó a ella con el propósito de manifestar los sentimientos más adecuados para la ocasión.

No eran los sentimientos maquinalmente sumisos que Magdalen acababa de oír. Norah había combatido la enraizada desconfianza que le inspiraba Frank por respeto a la decisión irrefutable de sus padres en su favor, y había reprimido la franca expresión de su antipatía aunque el sentimiento en sí permaneciera incólume. La señorita Garth no hizo tal concesión a los dueños de la casa. Hasta entonces había ocupado una posición de gran autoridad en todos los asuntos familiares, y se negaba rotundamente a bajarse del pedestal por respeto a cambio alguno en las circunstancias familiares, por asombroso o inesperado que fuera ese cambio.

—Te ruego que aceptes mis felicitaciones —dijo, rebosando toda ella de objeciones implícitas contra Frank—; mis felicitaciones y mis disculpas. Cuando te sorprendí besando al señor Francis Clare en la glorieta, no tenía la menor idea de que vuestras actividades estuvieran en consonancia con las intenciones de tus padres. No voy a dar mi opinión al respecto. Me limito a lamentar mi aparición accidental en el papel de obstáculo en el curso del verdadero amor, que parece fluir gratamente en las glorietas pese a lo que Shakespeare pueda aducir en sentido contrario. En el futuro, ten la amabilidad de considerarme un obstáculo superado. ¡Qué seas muy feliz! —Los labios de la señorita Garth se cerraron como una trampa con esta última frase y sus ojos contemplaron el futuro del matrimonio llenos de ominosas profecías.

Si las preocupaciones de Magdalen no hubieran sido demasiado serias para permitir el libre uso de su lengua, como era su costumbre, habría tenido a punto la adecuada réplica satírica. En aquel momento, la señorita Garth solo consiguió irritarla.

—¡Bah! —exclamó, y corrió escaleras arriba en dirección al dormitorio de su hermana.

Llamó a la puerta y no obtuvo respuesta. Probó a abrirla, y se resistió. La hosca e intratable Norah se había encerrado en su cuarto.

En otras circunstancias, Magdalen no se hubiera limitado a llamar a la puerta; hubiera llamado a su hermana en voz cada vez más alta hasta molestar a toda la casa y conseguir su objetivo. Pero las dudas y miedos de la mañana la habían desanimado ya. Bajó de nuevo despacio y cogió su sombrero del velador del vestíbulo.

—Me ha dicho que me ponga el sombrero —dijo para sí, con una blanda docilidad filial que era completamente ajena a su carácter.

Salió al jardín por el lado de la arboleda y aguardó allí el regreso de su padre. Transcurrió media hora, luego cuarenta minutos, y finalmente le llegó su voz desde la lejanía de los árboles.

—¡Ven aquí! —le oyó gritar al perro. Magdalen palideció.

—¡Está enfadado con Snap! —exclamó en un susurro. En aquel momento apareció su padre, caminando deprisa, con la cabeza gacha y Snap pegado a sus talones, caído en desgracia. Mientras Magdalen observaba estos signos funestos, el súbito aumento de su alarma reavivó su energía natural y la desesperación la impulsó a enterarse de lo peor cuanto antes.

Caminó resueltamente al encuentro de su padre.

—La respuesta está escrita en tu cara —dijo débilmente—. El señor Clare ha sido tan cruel como siempre. ¿Ha dicho que no el señor Clare?

El señor Vanstone se volvió hacia ella con una repentina severidad, tan desconocida hasta la fecha que Magdalen dio un respingo de puro terror.

—¡Magdalen! —dijo—; cuando vuelvas a hablar de mi viejo amigo y vecino, que no se te olvide esto: el señor Clare acaba de hacerme un favor que recordaré con agradecimiento el resto de mi vida. —El señor Vanstone se detuvo de pronto tras pronunciar estas extraordinarias palabras. Viendo que había sobresaltado a su hija, su natural bondad le impulsó de inmediato a suavizar el reproche y poner fin a la incertidumbre que a todas luces atormentaba a Magdalen—. Dame un beso, cariño —prosiguió—, y a cambio te diré que el señor Clare ha dado su consentimiento.

Magdalen quiso darle las gracias, pero el súbito placer del alivio fue demasiado para ella. Solo pudo rodearle el cuello en silencio. Él notó que temblaba de pies a cabeza y dijo unas cuantas palabras para calmarla. Al oír el tono alterado de la voz de su amo, el sumiso rabo de Snap surgió con fuerza de entre sus patas y sus pulmones pusieron modestamente a prueba su situación con un breve ladrido experimental. Aquel modo extrañamente apropiado que tuvo el perro de reafirmarse en su antigua posición fue, entre todos, el paréntesis que más convenía para que Magdalen volviera a ser la de antes. Alzó en brazos al lanudo y menudo terrier y acto seguido lo besó.

—¡Cielito mío! —exclamó—. ¡Estás casi tan contento como yo! —Se volvió de nuevo hacia su padre con una mirada de cariñoso reproche—. Me habías asustado, papá —dijo—. Estabas tan raro…

—Volveré a estar bien mañana, querida. Hoy estoy un poco trastornado…

—No será por mi causa…

—No, no.

—¿Es por algo que has oído en casa del señor Clare?

—Sí; nada por lo que debas alarmarte; nada que no se pueda haber disipado mañana. Ahora deja que me vaya, querida, tengo que escribir una carta y quiero hablar con tu madre.

Se separó de ella para entrar en la mansión. Magdalen permaneció un rato en el jardín para embeberse de toda la felicidad de sus nuevas sensaciones; luego se dirigió a la arboleda para disfrutar del placer aún mayor de transmitirlas. El perro la siguió. Magdalen silbó y dio unas palmadas.

—¡Encuéntralo! —dijo con la mirada radiante—. ¡Encuentra a Frank! —Snap se adentró correteando en la arboleda con un gruñido sanguinario. ¿Había malinterpretado quizá a su joven ama y se consideraba su emisario en la búsqueda de una rata?

Mientras tanto el señor Vanstone entraba en la casa. Se encontró con su esposa, que descendía lentamente por la escalinata y se acercó para ofrecerle el brazo.

—¿Cómo ha terminado todo? —preguntó con inquietud, mientras él la conducía hasta el sofá.

—Felizmente, tal como esperábamos —respondió su marido—. Mi viejo amigo ha hecho justicia a la opinión que tenía de él.

—¡Gracias a Dios! —dijo la señora Vanstone con fervor—. ¿Te ha sido muy difícil, cariño? —preguntó mientras su marido le arreglaba los cojines del sofá—. ¿Te ha dolido tanto como yo temía?

—Tenía un deber que cumplir, querida, y así lo he hecho.

Tras responder de esta guisa, vaciló. Aparentemente tenía algo más que decir; algo, quizá, sobre el desasosiego pasajero que era consecuencia de su entrevista con el señor Clare y que las preguntas de Magdalen le habían obligado a confesar. Una mirada a su esposa resolvió sus dudas en sentido negativo. Se limitó a preguntarle si estaba cómoda y luego dio media vuelta para abandonar la estancia.

—¿Tienes que irte? —preguntó ella.

—He de escribir una carta, querida.

—¿Algo sobre Frank?

—No, ya habrá tiempo para eso mañana. Una carta al señor Pendril. Quiero que venga inmediatamente.

—Por negocios, supongo.

—Sí, querida, negocios.

El señor Vanstone salió y se encerró en la pequeña habitación junto a la puerta principal que llamaba su estudio. Él, que por naturaleza difería siempre al máximo la redacción de sus cartas, manifestó en aquel momento la incongruencia de abrir el secreter y sacar la pluma sin un momento de dilación. Se extendió a lo largo de tres páginas de papel de cartas; escribió con una soltura de expresión y una rapidez en la mano que raras veces caracterizaban su proceder cuando se ocupaba de la correspondencia ordinaria. Escribió la dirección como sigue: «Entrega inmediata: Señor William Pendril, Serle Street, Lincoln’s Inn, Londres», luego apartó la epístola lejos de sí y se sentó en la mesa, trazando líneas sobre el papel secante con la pluma, sumido en meditaciones.

«No —se dijo—, nada más puedo hacer hasta que llegue Pendril». Se levantó; su rostro se iluminó cuando pegó el sello en el sobre. La redacción de la carta le había aliviado considerablemente; su porte lo demostraba cuando salió del estudio.

En el umbral de la puerta halló a Norah y a la señorita Garth que se disponían a salir juntas de paseo.

—¿En qué dirección vais? —preguntó—. ¿Pasaréis cerca de la oficina de correos? Quiero que entregues esta carta por mí, Norah. Es muy importante; tan importante que no quiero confiársela a Thomas como de costumbre.

Norah se hizo cargo de la carta sin tardanza.

—Si te fijas, querida —continuó su padre—, verás que he escrito al señor Pendril. Espero que esté aquí mañana por la tarde. ¿Querrá usted dar las instrucciones necesarias, señorita Garth? El señor Pendril dormirá aquí mañana por la noche y se quedará hasta el domingo. ¡Espere un momento! Hoy es viernes. ¿No es cierto que tenía un compromiso el sábado por la tarde? —Consultó su libreta y leyó una de las entradas con expresión de fastidio—. Molino de Grailsea, tres en punto, sábado. Justo la hora en que llegará Pendril, y he de estar en casa para verle. ¿Cómo voy a arreglarlo? El lunes será demasiado tarde para el asunto de Grailsea. Iré hoy y con un poco de suerte pillaré al molinero a la hora de comer. —Miró el reloj—. No me da tiempo a ir en carruaje; tendré que coger el tren. Si salgo ahora mismo encontraré el tren que vuelve de Londres en la estación y me iré en él hasta Grailsea. Ocúpate de la carta, Norah. Habré vuelto para la cena; si el tren de regreso no me va bien, pediré prestada una calesa.

Cogía su sombrero cuando Magdalen apareció en la puerta tras su entrevista con Frank. La premura de movimientos de su padre atrajo su atención y le preguntó adónde iba.

—A Grailsea —respondió el señor Vanstone—. Tu asunto, Magdalen, se ha interpuesto en el mío, y el mío ha de cederle el paso.

Pronunció estas palabras de despedida con sus antiguas maneras campechanas e inició su marcha con el característico movimiento de su fiel bastón.

—¡Mi asunto! —dijo Magdalen—. Creía que mi asunto estaba zanjado.

La señorita Garth señaló con gesto significativo la carta que sostenía Norah.

—Tu asunto, sin la menor duda —dijo—. El señor Pendril vendrá mañana, y el señor Vanstone parece singularmente impaciente porque llegue. ¡Ya tenemos aquí a la ley y los problemas que comporta! Las institutrices que se asoman a las glorietas no son el único obstáculo en el curso del verdadero amor; el papeleo es a veces un obstáculo. Espero que encuentres el papel tan flexible como yo; espero que todo salga bien. ¡Vamos, Norah!

La segunda pulla de la señorita Garth resultó tan inofensiva como la primera. Magdalen había regresado a casa algo disgustada, tras haber visto interrumpida su entrevista con Frank por culpa de un mensajero del señor Clare, a quien habían encargado llamar al hijo a la presencia del padre. Aunque se había acordado durante la conversación privada entre el señor Vanstone y el señor Clare que las cuestiones debatidas esa mañana no se comunicarían a los hijos hasta que concluyera el año de prueba —y aunque en tales circunstancias el señor Clare no tenía nada que decir a Frank que Magdalen no pudiera transmitirle de un modo mucho más agradable—, no por ello estaba menos resuelto el filósofo a informar personalmente a su hijo sobre la concesión paterna que lo salvaba del exilio chino. El resultado era la súbita orden de que se presentara en casa, cosa que sobresaltó a Magdalen, pero que no pareció tomar a Frank por sorpresa. Su experiencia filial desveló el misterio de los motivos del señor Clare con total sencillez.

—Cuando mi padre está de buen humor —dijo malhumoradamente—, se complace avasallándome por mi buena suerte. Ese mensaje significa que quiere avasallarme ahora.

—No vayas —sugirió Magdalen.

—He de hacerlo —replicó Frank—. De lo contrario no me dejará en paz. Está cebado y cargado y tiene la intención de explotar. Explotó una vez, cuando me aceptó el ingeniero; explotó una segunda vez, cuando me aceptó la oficina de la City, y va a explotar la tercera vez, ahora que tú me has aceptado. De no ser por ti, desearía no haber nacido. Sí, tu padre ha sido bueno conmigo, lo sé, y habría tenido que irme a la China de no ser por él. Estoy seguro de que he de estarle muy agradecido. Por supuesto, no teníamos derecho a esperar nada más; aun así, es descorazonador que nos hagan aguardar un año, ¿verdad?

Magdalen le cerró la boca mediante un procedimiento sumarísimo al que incluso Frank se sometió con agrado. No obstante, no olvidó interpretar su descontento a la luz más favorable. «¡Cuánto me quiere! —pensó—. Un año de espera es todo un suplicio para él». Magdalen regresó a casa lamentando secretamente no haber oído más quejas halagadoras de Frank. La sátira sutil de la señorita Garth, dirigida a ella cuando se hallaba en semejante estado de ánimo, fue malgastar saliva. ¿Qué le importaba a ella la sátira? ¿Qué otra cosa importa a la juventud y al amor salvo ellos mismos? Esta vez, Magdalen ni siquiera soltó un «¡Bah!». Dejó a un lado su sombrero en sereno silencio y se encaminó lánguidamente hacia la salita para hacer compañía a su madre. Durante la comida, se alimentó de terribles presagios sobre una pelea entre Frank y su padre, con alguna interrupción accidental en forma de pollo frío y pastelillos de queso. Dedicó media hora al piano y tocó, en ese tiempo, selecciones de las canciones de Mendelssohn, las mazurcas de Chopin, las óperas de Verdi y las sonatas de Mozart; las cuales se combinaron en aquella ocasión para producir una única obra inmortal titulada «Frank». Cerró el piano y subió a su estancia para pasar las horas soñando placenteramente con escenas de su futuro matrimonio. Se cerraron los postigos verdes, se colocó el butacón frente al espejo, se llamó a la doncella, como de costumbre, y el peine ayudó a la señorita en la meditación a través de sus cabellos, hasta que el calor y la pereza aunaron sus efectos narcóticos y Magdalen cayó en brazos de Morfeo.

Pasaban de las tres cuando se despertó. Al bajar de nuevo, encontró a su madre, a Norah y a la señorita Garth sentadas juntas, disfrutando de la sombra y el fresco bajo el porche de la fachada de la casa.

Norah tenía el horario de trenes en la mano. Habían estado comentando las posibilidades de que el señor Vanstone cogiera el tren de vuelta y llegara pronto. Este tema las había llevado a continuación al asunto que debía despachar en Grailsea: una obra de caridad, como siempre, en favor del molinero, que era su antiguo sirviente en la granja, y que se veía apremiado por serias dificultades pecuniarias. De ahí pasaron sin darse cuenta a un tema que se repetía a menudo entre ellas y no se agotaba nunca: las alabanzas al propio señor Vanstone. Cada una tenía una experiencia que relatar sobre su naturaleza sencilla y liberal. La conversación parecía resultar dolorosa para la señora Vanstone. El momento de la verdad estaba demasiado cerca para no sentirse nerviosa y sensible con respecto al asunto que ocupaba siempre el lugar predominante en su corazón. Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando Magdalen se unió al pequeño grupo bajo el porche; tembló su frágil mano cuando indicó a su hija menor que ocupara la silla vacante a su lado.

—Hablábamos de tu padre —dijo en voz baja—. Oh, querida, ojalá tu vida de casada fuera tan feliz como… —Se le quebró la voz; rápidamente se llevó el pañuelo a la cara y apoyó la cabeza en el hombro de Magdalen. Norah lanzó una mirada suplicante a la señorita Garth, que recondujo de inmediato la conversación al tema más trivial del regreso del señor Vanstone.

—Nos preguntábamos —dijo, con una significativa mirada a Magdalen—, si tu padre abandonará Grailsea a tiempo para coger el tren, o si lo perderá y se verá obligado a volver en calesa. ¿Qué opinas tú?

—Yo creo que papá perderá el tren —contestó Magdalen, captando la insinuación de la señorita Garth con la acostumbrada rapidez—. Lo último a lo que atenderá en Grailsea será el asunto que lo ha llevado hasta allí. Siempre que tiene que hacer algo, lo aplaza hasta el último momento, ¿no es cierto, mamá?

La pregunta reanimó a su madre tal y como Magdalen pretendía.

—No cuando se trata de una obra caritativa —dijo la señora Vanstone—. Ha ido a ayudar al molinero en un momento de acuciante necesidad.

—¿Y no sabes ya lo que hará? —insistió Magdalen—. Jugará con los hijos del molinero, cotilleará con la madre y charlará con el padre. En el último momento, cuando le queden cinco minutos para coger el tren, dirá: «Vamos a la oficina a echar un vistazo a los libros de cuentas». Hallará los libros terriblemente complicados; sugerirá que se soliciten los servicios de un contable y arreglará el problema al punto, prestando el dinero mientras tanto; volverá al trote cómodamente en la calesa del molinero y nos contará lo agradable que estaban los caminos en el frescor de la noche.

La pequeña caracterización esbozada por sus palabras era demasiado parecida al natural para que no lo reconocieran. La señora Vanstone mostró su aprobación con una sonrisa.

—Cuando vuelva tu padre —dijo—, pondremos a prueba tu relato sobre su proceder. Creo —continuó, levantándose lánguidamente de la silla— que será mejor que me meta en casa y descanse en el sofá hasta que vuelva.

El pequeño grupo del porche se separó. Magdalen se alejó hacia el jardín en busca de Frank para que le relatara la entrevista con su padre. Las otras tres señoras entraron juntas en la casa. Cuando la señora Vanstone estuvo cómodamente instalada en el sofá, Norah y la señorita Garth la dejaron reposando y se retiraron a la biblioteca para echar una ojeada al último paquete de libros procedente de Londres.

Era un apacible día de estío sin nubes. Una ligera brisa del oeste atemperaba el calor; las voces de los braceros que trabajaban en un campo cercano llegaban alegremente hasta la casa; el reloj de la iglesia de la aldea dio los cuartos, que llegaron flotando en el viento con un repicar más limpio y una melodía más sonora de lo habitual. Por las ventanas abiertas se filtraron los dulces olores de la campiña y del jardín, llenando la casa de su fragancia, y las aves de la pajarera que Norah tenía arriba lanzaron al sol trinos de felicidad exultante.

El reloj de la iglesia daba las cuatro y cuarto cuando se abrió la puerta de la salita y la señora Vanstone atravesó sola el vestíbulo. En vano había intentado sosegarse. Estaba demasiado agitada para descansar y para dormir. Por un momento, dirigió sus pasos hacia el porche, luego dio media vuelta y miró alrededor sin saber adónde ir ni qué hacer. Mientras aún dudaba, la puerta medio abierta del estudio de su marido atrajo su atención. La estancia parecía hallarse en un estado de lamentable desorden. Los cajones estaban abiertos; chaquetas y sombreros, libros de cuentas y papeles, pipas y cañas de pescar se mezclaban por todas partes en un batiburrillo. Entró y empujó la puerta a su espalda, pero tan suavemente que volvió a dejarla abierta. «Me distraeré ordenando su habitación —pensó—. Me gustaría hacer algo por él antes que guardar cama como una inválida». Empezó arreglando los cajones, y en uno de ellos encontró abierta la libreta de su banquero. «Pobre cariño mío, ¡qué descuidado es! Los criados podrían haberse enterado de todos sus asuntos, si no se me hubiera ocurrido asomarme». Ordenó los cajones; luego pasó a los diversos objetos esparcidos sobre una mesa auxiliar. Entre los papeles vio un pequeño y viejo libro de música con su nombre escrito en tinta descolorida. La alegría del hallazgo la hizo ruborizarse como una jovenzuela. «¡Qué bueno es conmigo! Se acuerda de mi pobre y viejo libro de música y lo guarda para mí». Cuando se sentó junto a la mesa con el libro abierto, el tiempo pasado volvió a ella con toda su ternura. El reloj dio la media, dio los tres cuartos, y ella seguía sentada allí con el libro de música sobre el regazo, reviviendo felizmente en sueños las viejas canciones, pensando con agradecimiento en la época dorada en que la mano de su marido pasaba las páginas para ella, en que su voz le susurraba las palabras que la memoria de una mujer jamás olvida.

Norah se despegó del volumen que estaba leyendo y miró el reloj que había sobre la repisa de la chimenea de la biblioteca.

—Si papá vuelve en tren —dijo—, estará aquí dentro de diez minutos.

La señorita Garth se sobresaltó y alzó los ojos soñolientos del libro que acababa de caérsele de la mano.

—No creo que vuelva en tren —replicó—. Volverá trotando, como ha comentado Magdalen irrespetuosamente, en la calesa del molinero.

Alguien llamó a la puerta de la biblioteca mientras pronunciaba estas palabras. Apareció el lacayo y se dirigió a la señorita Garth.

—Una persona desea verla, señora.

—¿Quién es?

—No lo sé, señora. Un desconocido para mí; un hombre de aspecto respetable; y ha manifestado el deseo expreso de hablar con usted.

La señorita Garth salió al vestíbulo. El lacayo cerró la puerta de la biblioteca y se retiró bajando por la escalera de la cocina.

El hombre se hallaba junto a la puerta principal, sin salir del felpudo. No cesaba de mover los ojos, estaba pálido, parecía enfermo, parecía asustado. Manoseaba su gorro con nerviosismo y lo movía hacia atrás y hacia delante, pasándoselo de una mano a otra.

—¿Quería usted verme? —preguntó la señorita Garth.

—Le ruego me disculpe, señora. Usted no es la señora Vanstone, ¿verdad?

—Por supuesto que no. Soy la señorita Garth. ¿Por qué lo pregunta?

—Trabajo en la oficina del jefe de la estación de Grailsea…

—¿Sí?

—Me han encomendado…

Se interrumpió de nuevo. Su mirada errante se posó en el felpudo y sus manos inquietas estrujaron el gorro con mayor fuerza. Se humedeció los secos labios y volvió a intentarlo.

—Me han encomendado que le transmita una grave noticia.

—¿Grave para mí?

—Grave para todos en esta casa.

La señorita Garth dio un paso hacia él; le miró a los ojos con firmeza. Se le heló la sangre en pleno calor veraniego.

—¡Alto! —dijo con súbita desconfianza, y lanzó una mirada de preocupación a la puerta de la salita. Estaba cerrada—. Dígame lo peor; y hable bajo. Ha habido un accidente. ¿Dónde?

—En la vía férrea. Cerca de la estación de Grailsea.

—¿El tren en dirección a Londres?

—No, el que volvía a la una cincuenta…

—¡Qué Dios Todopoderoso nos asista! ¿El tren en que el señor Vanstone se dirigía a Grailsea?

—El mismo. Me han enviado aquí en el tren que va a Londres; han despejado la vía justo a tiempo para que pueda circular. No han querido dar la noticia por escrito; me han dicho que debía ver a «la señorita Garth» y contárselo. Hay siete pasajeros gravemente heridos y dos…

La siguiente palabra murió en sus labios; alzó la mano en el más absoluto silencio. Con los ojos desorbitados por el horror, alzó la mano y señaló por encima del hombro de la señorita Garth.

Esta se volvió a medias y miró hacia atrás.

Frente a ella, en el umbral de la puerta del estudio, se hallaba la dueña de la casa. Llevaba su viejo libro de música apretado con ambas manos, con fuerza maquinal. Era un espectro de sí misma. Con una espantosa vaciedad en la mirada, con una espantosa serenidad en la voz, repitió las últimas palabras del hombre:

—Siete pasajeros gravemente heridos y dos…

Sus torturados dedos aflojaron la presa, el libro cayó; ella se desplomó hacia delante pesadamente. La señorita Garth la cogió antes de que cayera; la cogió y se volvió hacia el hombre con el cuerpo desmayado de la esposa en los brazos para oír el destino fatal del marido.

—El mal ya está hecho —dijo—, puede hablar. ¿Está herido o muerto?

—Muerto.