CAPÍTULO II

Los cálidos rayos del sol de julio filtrándose a través de una persiana verde; una ventana abierta con flores recién cortadas en el alféizar; una cama extraña en una habitación extraña; una figura gigantesca del sexo femenino (como un sueño de la señora Wragge) alzándose junto a la cama, a punto de dar una palmada; otra mujer deteniendo (rápidamente) esas manos para que no hicieran ruido; una voz dulce protestando (de nuevo como un sueño de la señora Wragge), rompiendo el silencio con estas palabras: «Me conoce, señora, me conoce. ¡Si no puedo mostrar mi felicidad, me dará un ataque!». Tales fueron las primeras imágenes y los primeros sonidos a los que, después de seis semanas de inconsciencia, despertó Magdalen de modo súbito y extraño.

Después de un rato, las imágenes volvieron a hacerse borrosas y los sonidos se hicieron silencio. El misericordioso sueño se adueñó de ella una vez más y la devolvió a la tranquilidad del reposo.

Un día más, y las imágenes y los sonidos se hicieron más claros. Otro, y oyó la voz de un hombre al otro lado de la puerta pidiendo noticias de la enferma. No conocía la voz; la voz hablaba siempre en un prudente tono bajo y sereno. Preguntaba por ella por la mañana, cuando ella se despertaba; al mediodía, cuando tomaba el almuerzo; por la noche, antes de que volviera a dormirse. «¿Quién se preocupa tanto por mí?». Ese fue el primer pensamiento que pudo formarse en su cabeza cuando estuvo lo bastante fuerte: «¿Quién se preocupa tanto por mí?».

Transcurrieron más días; pudo hablar con la enfermera. Pudo responder a las preguntas de un hombre mayor que sabía mucho más de ella que ella misma y que declaró ser el señor Merrick, cirujano. Pudo incorporarse en la cama, apoyada en unas almohadas, preguntándose qué le había ocurrido y dónde estaba. Pudo sentir una curiosidad creciente por la voz serena que seguía preguntando por ella mañana, mediodía y noche, al otro lado de la puerta.

Un nuevo día, y el señor Merrick le preguntó si se sentía con fuerzas para ver a una vieja amiga. Una voz afable detrás de él habló desde arriba:

—Soy yo. —La voz fue seguida por la portentosa aparición corpórea de la señora Wragge con la cofia torcida; se había dejado uno de sus zapatos en la otra habitación—. ¡Oh, mírenla, mírenla! —exclamó la señora Wragge, extasiada, cayendo de rodillas a la cabecera de la cama con un golpe sordo que sacudió toda la casa—. Dios del Cielo, ya se ha recuperado lo bastante para reírse de mí. «¡Ánimo, chicos, ánimo…!». Perdóneme, doctor, ya sé que mi conducta no es propia de una señora. Es mi cabeza, señor, no soy yo. Tengo que desahogarme de alguna manera ¡o me estallará la cabeza! —Aquella mañana fue imposible arrancar una sola respuesta coherente a la señora Wragge. No hizo más que pasar de una cima de confusión verbal a otra, e incomprensiblemente terminó su visita debajo de la cama, buscando a tientas el segundo zapato.

Llegó la mañana y el señor Merrick prometió que vería a otro viejo amigo al día siguiente. Por la noche, cuando la voz preguntó por ella como de costumbre y la puerta se abrió unos centímetros para dar la respuesta, Magdalen respondió débilmente por sí misma: «Estoy mejor, gracias». Hubo un momento de silencio y luego, justo cuando la puerta volvía a cerrarse, la voz se convirtió en un susurro y dijo con fervor: «¡Gracias a Dios!». ¿Quién era aquel hombre? Magdalen se lo había preguntado a todo el mundo y nadie quería decírselo. ¿Quién era?

Llegó el día siguiente y Magdalen oyó que la puerta se abría con suavidad. Unos pasos ligeros y vivaces entraron en la habitación, una figura menuda y ágil se acercó a la cama. ¿Era un sueño? ¡No! Allí estaba él, en su auténtico ser imperecedero, derramando su copioso y desenvuelto flujo verbal, con su brillante pincelada de humor chispeando en sus ojos bicolores; allí estaba él, más audaz, más persuasivo, más respetable que nunca, con un traje de lustroso negro, con un inmaculado corbatín blanco y una exuberante pechera: ¡el desvergonzado, el invencible, el incorregible Wragge!

—¡Ni una sola palabra, mi querida niña! —dijo el capitán, acomodándose en una silla a la cabecera de la cama con su aire familiar de siempre—. Yo me encargaré de hablar y creo que reconocerá que no podría hallarse hombre más capaz para ello. Estoy realmente encantado, honradamente encantado, si se me permite utilizar una palabra en apariencia inapropiada, de verla de nuevo y en proceso de recuperación. He pensado en usted a menudo; la he echado de menos a menudo. A menudo me he dicho a mí mismo: ¡olvídala! Despeja el escenario y baja el telón sobre el pasado. Dum vivimus, vivamus[36]. Perdóneme la pedantería de la cita latina, querida, y dígame qué tal me ve. ¿Soy o no soy la viva imagen de un hombre próspero?

Magdalen intentó responderle. El torrente de palabras del capitán se desbordó sobre ella de nuevo inmediatamente.

—No se esfuerce —dijo el capitán—. Yo mismo me haré las preguntas. ¿Qué he estado haciendo? ¿Por qué tengo este aspecto tan increíblemente acomodado? ¿Y cómo he podido llegar hasta esta casa? Mi querida niña, desde que nos vimos por última vez he estado ocupado en alterar ligeramente mis viejos hábitos profesionales. He pasado de la agricultura moral a la agricultura médica. Antes, me aprovechaba de la compasión pública, ahora me aprovecho del estómago público. Estómago y compasión, compasión y estómago; piense en ello detenidamente cuando pase de la peligrosa edad de los cincuenta y convendrá conmigo en que vienen a ser lo mismo. Sea como sea, aquí estoy, por increíble que parezca; soy un hombre con ingresos, por fin. Las bases de mi fortuna son tres. Sus nombres son áloe, escamonea y gutagamba[37]. En otras palabras, ahora vivo de… una píldora. Gané algo de dinero (si lo recuerda) gracias a mi amistosa asociación con usted. Recibí un poco más por el feliz fallecimiento (requiescat in pace) de la pariente de la señora Wragge con respecto a la cual, como ya le expliqué, mi mujer tenía ciertas expectativas. Perfectamente. ¿Qué cree usted que hice? Invertí de un solo golpe todo mi capital en anuncios, y compré las drogas y las cajitas para las píldoras a crédito. El resultado lo tiene ahora ante usted. Aquí estoy: una grandiosa realidad económica. Aquí estoy, con la ropa pagada, con saldo positivo en el banco, con un criado de librea y una calesa a la puerta: solvente, floreciente, popular. Y todo gracias a una píldora.

Magdalen sonrió. El rostro del capitán adoptó una expresión de falsa gravedad; daba la impresión de que todo aquello tuviera un lado serio y de que se dispusiera a exponerlo a continuación.

—Para el público, querida, no es cosa de risa —dijo—. No pueden librarse ni de mí ni de mi píldora; tienen que tomarnos a los dos. No hay una sola forma de atraer la atención dentro de la variedad de formas humanas de anunciarse que no esté usando con el desventurado público en estos momentos. Que alquilan la última novela, allí estoy yo, en el interior de la encuadernación de cartoné del libro. Que envían a comprar la última canción, en el instante en que abren las hojas, me deslizo yo fuera. Que cogen un coche de punto, entro yo volando por la ventanilla, en letra roja. Que compran una caja de polvo dentífrico en la botica, yo la envuelvo en letra azul. Que van al teatro, caigo yo revoloteando en letra amarilla. Los títulos de mis anuncios son simplemente irresistibles. Permítame que le cite unos cuantos de los distribuidos la semana pasada. Título proverbial: «Una píldora a tiempo te ahorrará ciento». Título familiar: «Disculpe, ¿qué tal su estómago?». Título patriótico: «¿Cuáles son las tres características de un inglés de pura cepa? Su corazón, su hogar y su píldora». Título en forma de diálogo infantil: «Mamá, no me encuentro bien». «¿Qué te pasa, cariño mío?». «Quiero una píldora». Título en forma de anécdota histórica: «Nuevo hallazgo en la mina de la historia inglesa. Cuando asfixiaron a los príncipes en la Torre[38], su fiel sirviente recogió sus escasas pertenencias. Entre las conmovedoras insignificancias que tan queridas eran para los pobres niños, encontró una cajita. Contenía la píldora del momento. Es necesario señalar que aquella píldora era muy inferior a su sucesora, que príncipes y campesinos por igual pueden obtener ahora». Etcétera, etcétera. El lugar en el que se elabora mi píldora es un anuncio en sí mismo. Tengo una de las tiendas más grandes de Londres. Detrás de un mostrador (visible al público a través de una luna) trabajan en la confección de la píldora veinticuatro hombres jóvenes con blancos mandiles. Detrás de otro mostrador hay veinticuatro hombres jóvenes con blancos corbatines haciendo las cajitas. Al fondo de la tienda hay tres contables de mayor edad pasando las innumerables transacciones financieras derivadas de la píldora a enormes libros mayores. Sobre la puerta se han colocado mi nombre, mi retrato y mi firma aumentados a proporciones colosales y rodeados por el lema del establecimiento en grandes letras: «¡Abajo los médicos!». Incluso la señora Wragge ha contribuido con su parte a esta prodigiosa empresa. Ella es la celebrada mujer a la que he curado de indescriptibles dolores producidos por todas las enfermedades imaginables. Su retrato está grabado en todos los envoltorios con la siguiente inscripción: «Antes de que tomara la píldora podría haberla derribado con una pluma. ¡Fíjese ahora en ella!». Y por último, pero no menos importante, mi querida niña, la píldora ha sido la causa de que la haya encontrado a usted. Mi trabajo en la prodigiosa empresa que acabo de describirle consiste en recorrer el Reino Unido en calesa abriendo agencias por doquier. Me hallaba ocupado en esta tarea cuando recibí noticias de un amigo mío que acababa de arribar a Inglaterra tras un largo viaje por mar. Conseguí su dirección de Londres; era un inquilino de esta casa. Vine en seguida a visitarlo, y me quedé atónito por la noticia de su enfermedad, querida. Esta es, en resumen, la historia de mi relación actual con la medicina británica, y así, casualmente, puede usted verme ahora sentado en esta silla, ahora como siempre, su humilde servidor, Horatio Wragge.

De esta forma concluyó el capitán su declaración personal. Cuanto más se acercaba al fin, más atentamente miraba a Magdalen. ¿Tenían sus últimas palabras una importancia latente que no era visible en apariencia? En efecto. Su visita a la enferma tenía un serio propósito; había llegado el momento de abordarlo.

Al describir las circunstancias en las que había llegado a su conocimiento la situación de Magdalen, el capitán Wragge había bordeado los límites de la verdad con su acostumbrada destreza. Envalentonado ya fuera por la ausencia de escándalo público en relación con el matrimonio de Noel Vanstone, ya fuera por el suceso de su muerte, anunciada en las necrológicas del periódico, el capitán, que se hallaba recorriendo el circuito del este, se había aventurado a volver a Aldborough hacía quince días para abrir una agencia de venta de su milagrosa píldora. Nadie lo había reconocido salvo la patrona del hotel, que al punto insistió en que el capitán entrara en el hotel y leyera la carta de Kirke dirigida a su marido. Esa misma noche, el capitán Wragge se hallaba en Londres y se encerraba con el marino en la habitación del segundo piso de Aaron’s Buildings.

La grave naturaleza de la situación, la certeza indudable de que Kirke no conseguiría encontrar a los allegados de Magdalen a menos que supiera primero quién era ella en realidad, decidió al capitán a revelar la verdad, al menos en parte. Rehusando entrar en detalles —por razones familiares que Magdalen explicaría cuando se restableciera, si quería—, el capitán dejó a Kirke pasmado al contarle que la mujer desamparada a la que había rescatado y a la que hasta entonces conocía como señorita Bygrave no era otra que la hija menor de Andrew Vanstone. Naturalmente, al descubrimiento del nombre auténtico de Magdalen siguió la revelación, por parte de Kirke, de la relación de su propio padre con el joven oficial Vanstone en Canadá. El capitán Wragge había expresado su sorpresa, pero sin hacer más comentarios por el momento. Sin embargo, quince días más tarde, cuando el restablecimiento de la enferma impuso al cirujano la grave dificultad de responder a las preguntas que sin duda le haría Magdalen, el ingenio del capitán acudió, como de costumbre, al rescate.

—Puede decirle la verdad —dijo—, pero sin avivar los dolorosos recuerdos de su estancia en Aldborough, que no estoy autorizado a revelar. No le diga, todavía, que tan solo la conocía como la señorita Bygrave de North Shingles cuando la encontró en esta casa. Sea audaz y cuéntele que sabía quién era y que había considerado (como ella habrá de considerar) que tenía un derecho hereditario a ayudarla y protegerla por ser hijo de quien era. Yo soy, como ya le he explicado —prosiguió el capitán, ateniéndose con firmeza a su vieja reivindicación—, un pariente lejano de la familia de Combe-Raven, y si no hay nadie más a mano que pueda ayudarle a vencer estas dificultades, me hallará usted a su entera disposición.

No había nadie más a mano y la situación era desesperada. Unos desconocidos que asumieran la responsabilidad podrían agitar involuntariamente recuerdos pasados que quizá podrían significar la muerte para Magdalen si se revivían demasiado pronto. Unos parientes cercanos que aparecieran prematuramente a la cabecera de su cama podrían producir el mismo deplorable resultado. La disyuntiva estaba en irritarla y alarmarla por no contestar a sus preguntas o confiar en el capitán Wragge. En opinión del cirujano, el segundo riesgo era el menor de los dos; por ello el capitán se hallaba sentado en aquel momento junto a Magdalen, en el ejercicio de la confianza depositada en él.

¿Haría Magdalen la pregunta que quería inducir de manera ligera y agradable el capitán Wragge con su discurso preliminar? Sí, tan pronto como el capitán Wragge calló, dándole esa oportunidad, Magdalen preguntó quién era ese amigo suyo que vivía en la casa.

—Tiene usted tanto derecho a saberlo como yo mismo —dijo el capitán—. Es el hijo de uno de los antiguos amigos militares de su padre, de la época en que su padre estuvo acuartelado con su regimiento en Canadá. ¡No debe ruborizarse! Si se ruboriza me iré.

Magdalen estaba atónita, pero no alterada. El capitán Wragge había empezado por interesarla en el pasado remoto, que ella solo conocía de oídas, antes de aventurarse en el delicado terreno de la propia vida de Magdalen.

Instantes después, Magdalen avanzaba hasta su siguiente pregunta. ¿Cómo se llamaba?

—Kirke —dijo el capitán—. ¿No oyó nunca hablar de su padre, el comandante Kirke, el jefe del regimiento en Canadá? ¿No oyó nunca decir que el comandante ayudó a su padre en un momento de gran apuro como el mejor de los camaradas y el mejor de los amigos?

Sí, Magdalen creía recordar vagamente que había oído algo sobre su padre y un oficial que había sido muy bueno con él cuando era joven. Pero Magdalen no podía mirar hacia atrás durante demasiado tiempo. ¿Era pobre el señor Kirke?

Incluso el perspicaz capitán Wragge se desconcertó ante esta pregunta y contestó la verdad al azar.

—No —dijo—, no es pobre.

La siguiente pregunta de Magdalen delató sus pensamientos. Si el señor Kirke no era pobre, ¿cómo era que vivía en aquella casa?

«¡Me ha pillado! —pensó el capitán—. Solo hay un modo de escapar. Debo administrarle otra dosis de verdad».

—El señor Kirke la encontró aquí por casualidad —prosiguió en voz alta—, muy enferma y desatendida. Alguien tenía que hacerse cargo de usted mientras no pudiera hacerse cargo de sí misma. ¿Por qué no el señor Kirke? Es el hijo del viejo amigo de su padre, que es lo más parecido a ser un viejo amigo de usted. ¿Quién mejor que él para enviar a buscar la ayuda médica adecuada y la enfermera adecuada, cuando yo no estaba aquí para curarla con mi maravillosa píldora? ¡Calma, calma! No debe usted cogerme la delicadísima manga negra de mi levita de esa manera tan poco ceremoniosa.

El capitán colocó la mano de Magdalen de nuevo sobre la cama, pero ella no estaba dispuesta a permitir que la detuvieran. Se obstinó en hacer otra pregunta. ¿Cómo era posible que el señor Kirke la conociera? Ella no lo había visto nunca, jamás había oído hablar de él en toda su vida.

—Es muy probable —dijo el capitán Wragge—, pero el hecho de que usted no lo viera, no es razón para que él no la haya visto a usted.

—¿Cuándo me vio?

El capitán interrumpió sus dosis de verdad en el acto sin vacilar un solo instante.

—Hace algún tiempo, querida. No puedo decirle cuándo exactamente.

—¿Solo una vez?

De pronto el capitán Wragge vio el camino libre para administrar una nueva dosis.

—Sí —dijo—, solo una vez.

Magdalen reflexionó. La siguiente pregunta era la expresión simultánea de dos ideas; le costó un gran esfuerzo.

—Solo me vio una vez —dijo—, y hace ya algún tiempo. ¿Cómo es que me recordaba cuando me encontró aquí?

—¡Ajá! —dijo el capitán—. Por fin ha puesto el dedo en la llaga. No puede estar usted más sorprendida que yo. Un consejo, querida. Cuando esté lo bastante bien para levantarse y ver al señor Kirke, pruebe a ver cómo suena esa aguda pregunta en sus oídos e insista en que la conteste personalmente. —Tras haberse escabullido del dilema con la habilidad que le era característica, el capitán Wragge se levantó con viveza y cogió su sombrero.

—¡Espere! —rogó Magdalen—. Quiero preguntarle…

—Ni una palabra más —dijo el capitán—. Le he dado ya bastante en que pensar por hoy. Se me ha acabado el tiempo y mi calesa me espera. Salgo de viaje para recorrer el país, como de costumbre. Me dirijo a cultivar el campo de la indigestión pública con la triple reja del arado que forman el áloe, la escamonea y la gutagamba. —Al llegar a la puerta se detuvo y se dio la vuelta—. A propósito, un mensaje de mi desafortunada esposa. Si le permite venir a verla otra vez, la señora Wragge promete solemnemente no perder su zapato de nuevo. Yo no le creo. ¿Qué dice usted? ¿Puede venir?

—Sí, cuando guste —respondió Magdalen—. Si algún día me repongo, ¿podrá venir la señora Wragge y quedarse conmigo?

—Desde luego, querida. Si no tiene usted nada que objetar, le proporcionaré de antemano unos cuantos miles de impresos en rojo, azul y amarillo de su propio retrato («Antes de que tomara la píldora, podría haberla derribado con una pluma. ¡Fíjese ahora en ella!»). Con toda seguridad los dejará caer por todas partes allá donde vaya, lo que producirá unos resultados sumamente gratificantes desde el punto de vista de la promoción. No me vea como un mercenario, sencillamente conozco la época en la que vivo. —El capitán se detuvo por segunda vez y de nuevo se dio la vuelta en el umbral de la puerta—. Se ha portado usted extraordinariamente bien —dijo—, y merece una recompensa. Le daré una última información antes de irme. ¿Ha oído a alguien preguntar por usted al otro lado de la puerta en los últimos dos días? Ah, veo que sí. Pues escuche. Era el señor Kirke. —El capitán se alejó con el paso ágil de siempre. Magdalen oyó cómo se daba publicidad con la enfermera antes de cerrar la puerta—. Si alguna vez se lo preguntan —dijo en un susurro confidencial—, el nombre es Wragge y la píldora se vende en pulcras cajitas al precio de trece peniques y medio, timbre incluido. Tome usted unos cuantos ejemplares del retrato de una enferma a la que podría haber derribado con una pluma antes de que tomara la píldora; se le pide simplemente que le eche un vistazo ahora. Muchas gracias. Buenos días.

La puerta se cerró y Magdalen volvió a quedarse a solas. Pero no se sentía sola; el capitán Wragge le había dado algo nuevo en que pensar. Hora tras hora, sus pensamientos giraron en torno al señor Kirke con curiosidad hasta que llegó la noche y volvió a oír su voz a través de la puerta entreabierta.

—Le estoy muy agradecida —le dijo, antes de que la enfermera pudiera responder a las preguntas del marino—, muy, muy agradecida por su bondad.

—Procure ponerse bien —replicó él afablemente desde el otro lado—. Me sentiré más que recompensado si procura ponerse bien.

A la mañana siguiente, el señor Merrick la halló impaciente por abandonar el lecho y trasladarse al sofá de la salita. El cirujano dijo que suponía que deseaba un cambio.

—Sí —replicó ella—. Deseo ver al señor Kirke.

El señor Merrick consintió en trasladarla al día siguiente, pero le prohibió terminantemente que se inquietara aún más viendo al señor Kirke o a cualquier otra persona hasta el otro día. Magdalen intentó protestar; el señor Merrick permaneció imperturbable. Cuando el cirujano se fue, Magdalen intentó persuadir a la enfermera; la enfermera se mostró imperturbable también.

Al día siguiente la envolvieron en chales, la llevaron al sofá e improvisaron allí una cama. En la mesita cercana había unas flores y un número de un periódico ilustrado. Inmediatamente Magdalen preguntó quién lo había puesto allí. La enfermera (que no percibió la mirada de advertencia del médico) dijo que el señor Kirke había pensado que a ella le gustarían las flores y que las imágenes de los periódicos podrían distraerla. Al oír esta respuesta, la impaciencia de Magdalen por ver al señor Kirke se volvió absolutamente incontenible y el señor Merrick se vio obligado a ir de inmediato en su busca.

Magdalen miró con avidez la puerta que se abría. Su primera impresión cuando lo vio entrar suscitó la duda de si era la primera vez que veía aquella figura alta y aquel rostro franco y tostado por el sol. Pero estaba demasiado débil y agitada para seguir el hilo de sus recuerdos hasta Aldborough. Abandonó el intento y se limitó a mirarlo. Kirke se detuvo a los pies del sofá y dijo unas cuantas palabras de ánimo. Ella le hizo señas para que se acercara y le ofreció su mano enflaquecida. Kirke la tomó con dulzura y se sentó junto a ella. Ambos guardaron silencio. El rostro del marino comunicó a Magdalen el pesar y la simpatía que su silencio hubiera ocultado. Magdalen siguió cogida de su mano —conscientemente ahora— con la misma persistencia con que se había aferrado a ella el día de su encuentro. Cerró los ojos tras un vano esfuerzo por hablarle y las lágrimas le rodaron lentamente por las mejillas macilentas.

El cirujano hizo señas a Kirke de que aguardara y le diera tiempo para recobrarse. Magdalen consiguió serenarse un tanto y lo miró.

—¡Qué bueno ha sido usted conmigo! —murmuró—. ¡Y qué poco he hecho yo para merecerlo!

—¡Calle, calle! —dijo él—. No sabe usted lo feliz que me ha hecho poder ayudarla.

El sonido de la voz de Kirke pareció dar fuerzas y valor a Magdalen. Lo miró con ávido interés, con una gratitud que espontáneamente pasaba por alto todas las reservas convencionales que se interponían entre un hombre y una mujer.

—¿Dónde me había visto antes de encontrarme aquí? —preguntó Magdalen de repente.

Kirke vaciló. El señor Merrick acudió en su ayuda.

—Le prohíbo decir una sola palabra sobre el pasado al señor Kirke —dijo— y le prohíbo al señor Kirke que se la diga a usted. Hoy empieza usted una nueva vida; los únicos recuerdos que autorizo son los de hace cinco minutos.

Magdalen miró al cirujano y sonrió.

—Debo hacerle una pregunta —dijo, y de nuevo volvió el rostro hacia Kirke—. ¿Es cierto que solo me había visto una vez antes de venir a esta casa?

—¡Completamente cierto! —Kirke contestó con un súbito rubor que ella detectó al instante. Los ojos de Magdalen se animaron y miraron al marino con mayor seriedad al hacerle una nueva pregunta.

—¿Cómo es que me recordaba si solo me había visto una vez?

La mano de Kirke se cerró inconscientemente alrededor de la de Magdalen y la oprimió por primera vez. Intentó responder y titubeó en la primera palabra.

—Tengo buena memoria —respondió al fin, y apartó la vista de repente con una turbación tan ajena a su aplomo habitual que tanto el señor Merrick como la enfermera la advirtieron.

Magdalen notó aquella momentánea presión de la mano con todos los nervios de su cuerpo, con la exquisita sensibilidad que acompaña a los primeros pasos vacilantes en el camino hacia la salud. Magdalen vio el rubor de Kirke y oyó sus palabras titubeantes con la sensible percepción de su edad y de su sexo, aguzada para descubrir intuitivamente la verdad. En el momento en que Kirke apartó la vista de ella, Magdalen se soltó suavemente de su mano y volvió la cabeza sobre la almohada. «¿Es posible? —pensó con un delicioso temor que hacía palpitar más deprisa su corazón, con un rubor de deliciosa turbación que encendía sus mejillas—. ¿Es posible?».

El cirujano hizo otra seña a Kirke. Este la comprendió y se levantó inmediatamente. La alteración momentánea de su rostro y sus maneras había desaparecido. Kirke estaba convencido de que había conseguido mantener su secreto y el alivio de esta convicción le había hecho recobrar la serenidad.

—Adiós, hasta mañana —dijo al salir de la habitación.

—Adiós —respondió Magdalen en voz baja, sin mirarle.

El señor Merrick ocupó la silla que había abandonado Kirke y buscó el pulso de Magdalen.

—Lo que me temía —dijo—. Demasiado rápido.

—¡No! —exclamó Magdalen, apartando la muñeca con gesto malhumorado—. ¡Por favor, no me toque!

El señor Merrick cedió su sitio a la enfermera jovialmente.

—Volveré dentro de media hora —le susurró— para llevarla de vuelta a la cama. No la deje hablar. Muéstrele las imágenes del periódico y manténgala tranquila.

Cuando regresó el señor Merrick, la enfermera le informó de que el periódico no había sido necesario. La conducta de la paciente había sido ejemplar. No había demostrado la menor agitación ni había pronunciado una sola palabra.

Los días se sucedieron y el señor Merrick le permitía pasar cada vez más tiempo en la salita. Pronto Magdalen pudo prescindir de la cama en el sofá; pudo vestirse y sentarse en un sillón, apoyada en almohadones. Sus horas de emancipación del dormitorio constituían el gran acontecimiento diario de su vida. Eran las horas que pasaba en compañía de Kirke.

Magdalen tenía ahora un doble interés en él, en el hombre cuya protección le había salvado la razón y la vida, en el hombre cuyo más recóndito y preciado secreto había descubierto. Poco a poco se sintieron tan cómodos el uno con el otro como dos viejos amigos; poco a poco, Magdalen abusó de todos sus privilegios y llegó a conocer íntimamente el carácter de Kirke sin que este lo sospechara.

Magdalen preguntaba sin cesar. Le sonsacaba con delicadeza y sin que él se diera cuenta todo cuanto pudiera decirle sobre sí mismo y sobre su vida. Él, el menos presuntuoso de los hombres, se convirtió en un egotista en sus diestras manos. Magdalen descubrió el orgullo que sentía por su barco y se aprovechó de él sin remordimientos. Le incitó a hablar de las excelencias del navío y de las maravillas que había hecho en situaciones desesperadas como no había hablado en toda su vida a ser vivo alguno sobre la tierra. Magdalen averiguó inquietudes personales e indescriptibles regocijos de su vida como marino que ni siquiera había compartido con su piloto. Observó su rostro encendido con la deliciosa y triunfal sensación de estar añadiendo leña al fuego; le tendió trampas que le hicieron olvidar, en el fervor de sus explicaciones, toda consideración hacia el momento y el lugar y dar un golpe en la desvencijada mesita de la casa de huéspedes con la misma fuerza que si su mano hubiera descendido sobre la sólida borda de su barco. La confusión de Kirke al descubrir su descuido deleitaba a Magdalen secretamente; esta habría gritado de alegría cuando él se preguntaba con aire penitente en qué podía estar pensando.

Otras veces, Magdalen le hacía abandonar el tema de los placeres de su vida y le incitaba a hablar de sus peligros: los de aquella celosa amante, el mar, que había absorbido buena parte de su existencia, que lo había mantenido extrañamente inocente e ignorante del mundo. Kirke había naufragado dos veces. Innumerables eran las ocasiones en que él y los que le rodeaban habían sufrido la amenaza de la muerte y escapado a su destino por los pelos. Al principio siempre se mostraba reacio a hablar de la parte más oscura y horrible de su vida; solo después de que Magdalen le tentara con destreza tendiéndole pequeñas celadas en su charla, conseguía impulsarle a hablar de los terrores de las profundidades. Magdalen le escuchaba con interés, conteniendo el aliento, mirándole maravillada, mientras las terroríficas historias surgían de sus labios, doblemente vividas por la sencillez con que las contaba. La noble inconsciencia de su propio heroísmo, la cándida modestia con la que describía sus propios actos de intrépida resistencia y abnegado valor, sin que por su cabeza cruzara la idea de que fueran algo más que el simple cumplimiento de las obligaciones de la vocación que había elegido: todo ello lo elevó a un lugar en la estimación de Magdalen tan desesperadamente por encima de ella que se mostraba inquieta e impaciente hasta que, después de encumbrar al ídolo, lo volvía a bajar. Era en esas ocasiones cuando exigía de él todas las pequeñas atenciones familiares que tanto valoran las mujeres en su relación con los hombres. «Esta mano —pensaba Magdalen con un exquisito deleite en seguir secretamente la idea mientras lo tenía cerca de ella—. Esta mano, que ha rescatado a los que se ahogaban de la muerte, arregla mis almohadones con tanta ternura que apenas lo noto. Esta mano, que ha aferrado a hombres enloquecidos y amotinados y los ha obligado a cumplir con su deber por la fuerza, está mezclando mi limonada y pelando mi fruta con mayor delicadeza y pulcritud que si lo hiciera yo misma. Oh, si pudiera ser un hombre, ¡cómo me gustaría ser igual que él!».

Mientras estaba en su presencia, Magdalen no dejaba que sus pensamientos avanzaran más allá de ese punto. Solo cuando la noche los separaba se aventuraba a dejar que sus pensamientos derivaran hacia la sacrificada devoción que tan compasivamente la había salvado. Nada sabía Kirke de lo que pensaba Magdalen sobre él en la intimidad de su dormitorio durante las tranquilas horas que transcurrían hasta que se quedaba dormida. No sospechaba la influencia que ejercía sobre ella ni el aliento que daba a aquella nueva vida, que la novedad de la conciencia recobrada había vuelto tan sensible a todas las impresiones. «No tiene a nadie más que la distraiga, pobrecilla —solía pensar Kirke con tristeza, sentado a solas en su pequeño dormitorio del segundo piso—. Si un hombre rudo como yo puede aliviar el paso monótono del tiempo hasta que lleguen sus amigos, todo lo que yo pueda contarle está a su disposición».

Siempre que se quedaba solo, Kirke se sentía abatido e inquieto. Poco a poco adquirió el hábito de dar largos paseos por la noche, cuando Magdalen creía que estaba durmiendo en el piso de arriba. En una ocasión se marchó bruscamente durante el día, por unos asuntos, dijo. La noche del día anterior la conversación con Magdalen le había llevado a preguntarle su edad. «Veinte años cumplidos —pensó Kirke—. Réstale veinte a cuarenta y uno. Una resta fácil, tan fácil que podría hacerla mi sobrino». Fue caminando hasta la dársena y contempló los barcos con amargura. «No debo olvidar cómo son los barcos —se dijo—. No pasará mucho tiempo antes de que vuelva de nuevo al trabajo». Abandonó la dársena y fue a visitar a un camarada de la marina, un hombre casado. En el curso de la conversación, Kirke le preguntó cuántos años le llevaba a su mujer. Había seis años de diferencia entre ellos.

—Supongo que ya es bastante —dijo Kirke.

—Sí —dijo su amigo—. Más que suficiente. ¿Estás buscando mujer por fin? Prueba con una mujer madura de treinta y cinco. Esa es tu marca, Kirke, según mis cálculos.

El tiempo pasó deprisa y sin incidentes; el tiempo presente, que para ella era de un feliz restablecimiento y para él empezaba ya a ser motivo de desconfianza.

Una mañana temprano, el señor Merrick visitó inesperadamente a Kirke en su cuarto del segundo piso.

—Ayer llegué a la conclusión —dijo el cirujano, entrando directamente en materia— de que nuestra enferma está ya lo bastante fuerte para que corramos el riesgo de ponernos en contacto con sus allegados. En consecuencia, he seguido la pista que ese extraño individuo, el capitán Wragge, puso en nuestras manos. ¿Recuerda que nos aconsejó acudir al señor Pendril, el abogado? Hace dos día fui a verlo y él me remitió (no de tan buena gana como yo creía) a una tal señorita Garth. Ella me contó lo suficiente para convencerme de que la cautela con la que hemos obrado era necesaria. Es una historia tristísima, y me siento obligado a decir que yo, personalmente, soy muy indulgente con la pobre muchacha del piso de abajo. Su única pariente en el mundo es su hermana mayor. He sugerido que la hermana debería escribirle primero, y luego, si la carta no le causa ningún perjuicio, que podría venir a verla dentro de un par de días. No he dado la dirección para evitar que la visiten sin mi permiso. No he hecho más que comprometerme a entregar la carta, que seguramente encontraré en mi casa cuando vuelva. ¿Podría esperar usted a que le envíe a mi criado con ella? A mí me será totalmente imposible traérsela. Lo único que debe hacer usted es esperar una oportunidad en que ella no esté en la salita y poner la carta donde pueda verla cuando entre. La letra de la dirección le dirá de quién es antes de que la abra. No le diga nada, procure que la patrona esté cerca y déjela sola. Sé que puedo confiar en que obedecerá usted mis instrucciones y por eso le pido que nos haga este servicio. Parece usted alicaído esta mañana. Es lógico. Está acostumbrado a vivir al aire libre, capitán, y empieza a languidecer en este lugar cerrado.

—¿Me permite hacerle una pregunta, doctor? ¿Está languideciendo ella también en este lugar cerrado? Cuando venga su hermana, ¿se la llevará con ella?

—Desde luego, si sigue mi consejo. Dentro de una semana o menos estará lo bastante recuperada para trasladarse. Definitivamente está usted muy alicaído y tiene las manos ardiendo. Añora usted el azul del mar, capitán. ¡Añora el azul del mar! —El cirujano se fue tras expresar esta opinión.

La carta llegó una hora más tarde. Kirke la recibió de manos de la patrona con reticencia y casi con rudeza, sin mirarla. Averiguó que Magdalen aún se estaba vistiendo y tras explicar a la patrona la necesidad de que se hallara a su disposición si la llamaba, bajó al primer piso de inmediato y dejó la carta sobre la mesa de la salita.

Magdalen oyó el sonido de los pasos familiares.

—Estaré lista en seguida —dijo a través de la puerta cerrada.

Kirke no contestó; cogió su sombrero y salió de la casa. Después de un instante de vacilación, encaminó sus pasos hacia el este y fue a ver a los armadores que lo contrataban a su oficina de Cornhill.