CAPÍTULO IV

Cuando, el día de la partida de George Bartram, sonó en St. Crux, a la hora acostumbrada, la campanilla de la comida para los criados, se observó que el asiento de la nueva camarera estaba vacío. Enviaron a una de las criadas a su dormitorio para hacer averiguaciones, y esta regresó con la información de que «Louisa» se sentía un poco débil y que rogaba que excusaran su presencia. Se invocó entonces la autoridad superior del ama de llaves. La señora Drake subió arriba inmediatamente para cerciorarse de la verdad por sí misma. Su primera mirada inquisitiva la convenció de que la indisposición de la camarera, fuera cual fuese la causa, no era fingida por pereza o malhumor. La camarera rechazó los remedios que le ofrecía el ama de llaves y se limitó a pedir permiso para probar la eficacia de un paseo al aire libre.

—Estaba acostumbrada a hacer más ejercicio del que hago aquí —explicó—. ¿Podría salir al jardín y probar qué tal me sienta un poco de aire fresco?

—Desde luego. ¿Podrás pasear sola o te envío a alguien para que te acompañe?

—Iré sola, si le parece, señora.

—Muy bien. Ponte el chal y el sombrero, y cuando salgas quédate en el jardín del ala este. Algunas veces el almirante pasea por el jardín del ala norte y podría sorprenderse si te viera allí. Ven a mi habitación cuando hayas hecho ejercicio y tomado el aire y veremos qué tal estás.

Minutos después, Magdalen se hallaba en el jardín del ala este. Lucía el sol en el cielo despejado, pero la fría sombra de la casa caía sobre la tapia del jardín y enfriaba el aire del mediodía. Magdalen caminó hacia las ruinas del antiguo monasterio, situado en el lado sur de la hilera de edificios más modernos. Allí había espacios abiertos y solitarios para respirar libremente, allí el pálido sol de marzo se filtraba por entre las aberturas que dejaban la desolación y la ruina y la tentaban con la reconfortante promesa de la primavera.

Subió tres o cuatro escalones de piedra hendida y se sentó en unos restos ruinosos a pleno sol. El lugar que había elegido era en otro tiempo la entrada a la iglesia. En siglos pretéritos, por allí transcurría un continuo desfile de pecados y sufrimientos humanos, día tras día, en dirección al confesionario, más allá de donde ella estaba sentada. De todas las desventuradas mujeres que habían hollado aquellas viejas piedras en época antigua, ninguna era tan desventurada como la mujer cuyos pies descansaban ahora sobre ellas.

Las manos de Magdalen temblaban cuando las colocó a los costados para sostenerse sobre el asiento de piedra. Las puso sobre el regazo y también temblaron. Las sostuvo en alto y las miró con perplejidad; temblaban mientras las miraba. «¡Cómo una vieja!», dijo débilmente, y volvió a dejarlas caer a los lados.

Esa mañana, por primera vez, se había visto obligada a admitir el cruel descubrimiento de que sus fuerzas empezaban a flaquear en el momento en que más confianza había depositado en ellas, cuando más las necesitaba. Había recibido la sorpresa de la inesperada partida del señor Bartram como si se tratara de una conmoción producida por la más horrible calamidad que hubiera podido acontecer. Aquel freno a sus esperanzas —que en otro tiempo hubiera servido tan solo para reavivar su capacidad de resistencia y redoblar sus esfuerzos— causó en ella un terror tan asfixiante, la dejó postrada con una desesperación tan absoluta como si se hubiera producido el desastre culminante de su expulsión de St. Crux. Solo un aviso podía interpretarse de un cambio así. En el espacio de tiempo de poco más de un año había acumulado las devastadoras y debilitadoras emociones de toda una vida. Los dones, la salud y la fuerza que tan pródigamente le había otorgado la Naturaleza empezaban a agotarse al fin tras ser maltratados con impunidad durante tanto tiempo.

Magdalen alzó la vista hacia el lejano y desvaído azul del cielo. Oyó los trinos gozosos de los pájaros entre la hiedra que cubría las ruinas. ¡Oh, la fría distancia de los cielos! ¡Oh, la despiadada alegría de los pájaros! ¡Oh, el horror solitario de hallarse allí sentada, sintiéndose vieja, débil y consumida en plena juventud! Se levantó con un último esfuerzo de la voluntad e intentó dominar el ataque de histeria que pugnaba por estallar en su pecho moviéndose y mirando lo que la rodeaba. Magdalen caminó de un lado a otro bajo el sol, cada vez más deprisa. El ejercicio la ayudó a través de la fatiga. Reprimió desesperadamente las lágrimas que pugnaban por asomar a sus ojos. Luchó contra el dolor que se aferraba a ella, y se libró de sus zarpas. Poco a poco, empezó a tener de nuevo la cabeza despejada; el miedo desesperado a sí misma empezó a ser menos vivido y real en sus pensamientos. Aún quedaban reservas de juventud y fortaleza en ella; había un alma, gravemente herida, pero aún no estaba vencida.

Poco a poco extendió los límites de su paseo; poco a poco recobró el uso de su poder de observación.

Los restos del monasterio no estaban tan ruinosos en su extremo oeste como los del este. En algunos lugares, donde aún se hallaban en pie los gruesos muros antiguos, se habían llevado a cabo reparaciones en otro tiempo. Se habían tendido toscos tejados de tejas rojas sobre cuatro de las antiguas celdas, se habían añadido puertas de madera, y las viejas celdas monásticas se habían convertido en cobertizos para guardar los muchos trastos viejos de St. Crux. Las puertas no tenían candados. Magdalen solo tenía que abrirlas para que entrara la luz del sol sobre los despojos. Resolvió investigar los cobertizos uno por uno, no por curiosidad ni con la idea de hacer descubrimiento alguno: su único objetivo era matar el tiempo y evitar que los pensamientos que tanto la molestaban volvieran a aparecer.

El primer cobertizo que abrió contenía las herramientas del jardinero, grandes y pequeñas. El segundo estaba lleno de trozos de muebles, marcos comidos por la carcoma, vasos rotos, cajas sin tapa y libros a los que se había arrancado la encuadernación. Cuando, tras echar una ojeada indiferente, Magdalen se volvió para salir, su pie tropezó con alguna cosa en el suelo que tintineó contra un fragmento de porcelana rota. Magdalen se agachó y descubrió que el objeto que tintineaba era una llave oxidada.

Magdalen recogió la llave y la miró. Salió de nuevo al aire con la llave en la mano y reflexionó. Seguramente había más llaves viejas y oxidadas que personas. ¿Y si recogía todas las que encontrara y las probaba todas, una tras otra, en los cajones de gabinetes y armaritos que estaban siempre cerrados para ella? ¿Existía alguna posibilidad de que una de ellas encajara para justificar aquel riesgo? Si las cerraduras de St. Crux eran tan anticuadas como los muebles, si no tenían sutilezas de moderna invención, sin duda existía una posibilidad. ¿Quién podía decir si la llave misma que tenía en la mano no era el duplicado perdido de una de las llaves del manojo del almirante? Careciendo de otros medios para hallar el camino hacia su objetivo, valía la pena correr el riesgo. Una chispa del viejo espíritu centelleó en sus ojos cansados cuando dio media vuelta y entró de nuevo en el cobertizo.

Media hora más tarde había llegado al límite de tiempo que podía aventurarse a permanecer al aire libre. En ese intervalo, había registrado todos los cobertizos y había encontrado cinco llaves más. «¡Cinco oportunidades más!», pensó, mientras escondía las llaves y regresaba apresuradamente a la casa.

Tras ir a ver al ama de llaves a su habitación, subió a su dormitorio para quitarse el chal y el sombrero y aprovechó la oportunidad para guardar allí su botín hasta la noche. Las llaves tenían una gruesa capa de polvo y orín, pero no se atrevió a limpiarlas hasta que llegara la hora de acostarse y estuviera libre de las miradas curiosas de las criadas, en la soledad de su dormitorio.

Cuando durante la hora de la cena se encontró frente al almirante, como de costumbre, advirtió de inmediato un cambio en él. Por primera vez desde que lo conocía, el anciano caballero estaba callado y triste. Comió menos de lo habitual y apenas le dijo cinco palabras juntas desde el principio de la comida hasta el fin. Era evidente que sus pensamientos estaban ocupados a su pesar por algún desagradable tema de reflexión. Durante la velada, Magdalen se preguntó de vez en cuando y con creciente perplejidad cuál podía ser ese tema.

Por fin las perezosas horas llegaron a su fin; era el momento de acostarse. Antes de dormir, Magdalen limpió todas las llaves de impurezas y puso aceite en las muescas para que entraran suavemente en las cerraduras. La última dificultad que quedaba por resolver era la de elegir el momento en que podía probar su experimento con el menor riesgo de ser interrumpida y descubierta. Solo le quedaba esperar y dejarse guiar por los acontecimientos del día siguiente.

Por la mañana, los acontecimientos justificaron por primera vez en St. Crux la confianza que había depositado en ellos. ¡Por la mañana, la única dificultad que la tenía perpleja desapareció de repente gracias al almirante en persona! Toda la casa se sorprendió cuando el almirante anunció durante el desayuno que había dispuesto lo necesario para marcharse a Londres al cabo de una hora, que pasaría la noche en la ciudad y que volvería a St. Crux al día siguiente a tiempo para cenar. No dio más explicaciones al ama de llaves ni a nadie más, pero era fácil ver que la razón de su viaje a Londres tenía suma importancia para él. Engulló el desayuno con prisas y aguardó con impaciencia el carruaje antes de que este se detuviera ante la puerta.

La experiencia había enseñado a Magdalen a ser cauta. Esperó un poco después de la partida del almirante Bartram antes de arriesgarse a probar el experimento con las llaves. Hizo bien. La señora Drake aprovechó la ausencia del almirante para revisar el estado de las habitaciones del primer piso. El resultado de su investigación no la satisfizo en absoluto, escobas y plumeros se aplicaron al trabajo y mientras duró la luz del día, no dejaron de entrar y salir criadas de las habitaciones.

Pasó la tarde y la oportunidad que aguardaba Magdalen no se presentó. Llegó de nuevo la hora de acostarse. Magdalen se vio en la disyuntiva de confiar en las dudosas posibilidades de la mañana siguiente o de probar audazmente las llaves en medio de la noche. En otros tiempos hubiera hecho su elección sin vacilar. Ahora vaciló, pero aún la sostenían los restos de su antiguo arrojo, y decidió probar de noche.

En St. Crux se acostaban temprano. Sería suficiente con que esperara en su dormitorio hasta las once y media. A esa hora bajó la escalera a hurtadillas con las llaves en el bolsillo y la bujía en la mano.

Al pasar por la entrada del corredor del segundo piso se detuvo y escuchó. No se oían ronquidos ni débil arrastrar de pies al otro lado del biombo. Se asomó y miró con desconfianza. El corredor de piedra estaba desierto y la cama baja con ruedas estaba vacía. Magdalen había visto con sus propios ojos al viejo Mazey dirigirse a los pisos superiores con una bujía en la mano, de eso hacía más de una hora. ¿Había aprovechado la ausencia de su amo para disfrutar del desacostumbrado placer de dormir en una habitación? Acababa de ocurrírsele esta idea cuando llegó a sus oídos un ruido desde el otro extremo del corredor. Magdalen avanzó hacía allí sigilosamente y oyó tras la puerta del último y más alejado de los dormitorios los fuertes ronquidos del veterano marino. Este descubrimiento resultaba sorprendente por más de un motivo. Aumentaba el impenetrable misterio de la cama con ruedas, pues demostraba a las claras que el viejo Mazey no tenía una incivilizada preferencia por pasar la noche en el corredor; dormía de aquella forma tan extraña e incómoda única y exclusivamente por el almirante.

No era el momento indicado para detenerse a pensar en lo que esta conclusión podía sugerir. Magdalen volvió sobre sus pasos por el corredor y bajó hasta el primer piso. Dejó atrás las habitaciones más cercanas y probó primero en la biblioteca. En la escalera y los corredores un miedo indecible había acelerado su pulso, pero la sensación de seguridad volvió cuando se encontró entre las cuatro paredes de la habitación y cerró la puerta al silencio fantasmal del corredor.

Probó primero la cerradura del cajón de la mesa. Ninguna de las llaves encajaba en ella. A continuación probó con el bargueño. ¿Fracasaría el segundo intento como el primero?

¡No! Una de las llaves encajaba. Tras hurgar un poco con paciencia, una de las llaves dio la vuelta a la cerradura. Magdalen examinó el interior con avidez. Había unos estantes arriba y un largo cajón debajo. Los estantes estaban llenos de ejemplares de minerales curiosos, pulcramente etiquetados y ordenados. El cajón se dividía en compartimentos. Dos de ellos contenían papeles. En el primero no descubrió más que una colección de facturas con sus recibos. En el segundo halló un montón de documentos, pero la letra, amarilleada por el tiempo, bastó para que comprendiera que el fideicomiso no estaba allí. Después de cerrar las puertas del bargueño con cierta dificultad, siguió probando llaves en los armaritos de las estanterías antes de proseguir sus investigaciones en el resto de los cuartos.

Los armaritos de las estanterías se resistieron a sus esfuerzos, igual que los cajones y armaritos de todas las demás habitaciones. Una tras otra, Magdalen probó pacientemente todas las cerraduras. Fue inútil. La posibilidad que le había ofrecido el bargueño de la biblioteca había sido la primera y la última.

Volvió a su dormitorio sin ver nada más que su propia sombra deslizándose ni oír nada más que sus propios pasos furtivos en el silencio de la medianoche. Tras guardar mecánicamente las llaves donde antes las había escondido, miró su cama y le dio la espalda con un escalofrío. El recuerdo de lo que había sufrido aquella mañana durante su paseo por el jardín seguía vívidamente grabado en su cerebro. «Otra posibilidad que pruebo —pensó—, ¡y otra ocasión perdida! Me hundiré si pienso en ello, y pensaré en ello si me acuesto y me quedo despierta en la oscuridad». Magdalen había llevado consigo un costurero a St. Crux como una de las pequeñas cosas que era deseable poseer en su papel de sirvienta; lo abrió ahora para aplicarse a la labor con resolución. Su falta de destreza con la aguja la ayudó en su objetivo obligándola a concentrarse en la tarea y alejando los pensamientos sobre los dos asuntos que ahora más temía: el futuro y ella misma.

Al día siguiente regresó el almirante tal como había previsto. Su visita a Londres no había mejorado su estado de ánimo. La sombra de una duda insuperable seguía entristeciendo su expresión; su lengua infatigable permaneció extrañamente quieta mientras Magdalen le servía su solitaria cena. Por la noche, los ronquidos volvieron a resonar con fuerza al otro lado del biombo; el viejo Mazey había vuelto a la incómoda cama con ruedas.

Pasaron tres días más. Llegó el mes de abril. El segundo día del mes, regresando tan inesperadamente como se había ido hacía una semana, el señor George Bartram reapareció en St. Crux.

Llegó a primera hora de la tarde y mantuvo una conversación con su tío en la biblioteca. Finalizada la entrevista, abandonó de nuevo la casa y el mozo de cuadra le llevó a la estación a tiempo de coger el último tren para Londres. Durante el camino, el mozo advirtió que «el señor George parecía más contento que otra cosa al abandonar St. Crux». También observó que, a su regreso, el almirante echaba pestes de su sobrino por haber agotado a los caballos, señal esta de mal genio por parte de su amo que según él no tenía precedentes desde que le conocía. Magdalen había padecido de forma similar la irascibilidad del anciano con respecto a su trabajo. El almirante se había mostrado descontento con todo lo que hizo Magdalen en el comedor y había encontrado motivo de queja en todos los platos, uno tras otro, desde el caldo de cordero al queso tostado.

Los dos días siguientes transcurrieron según la rutina acostumbrada. Al tercero se produjo un incidente. Fue algo tan irrelevante en apariencia como que sonara la campanilla del salón. En realidad, fue el presagio de una catástrofe inminente, el terrible heraldo del fin.

Era tarea de Magdalen responder a la llamada de la campanilla. Llamó a la puerta del salón como de costumbre. No hubo respuesta. Tras llamar de nuevo con idéntico resultado, se aventuró a entrar en la habitación y al instante recibió en la cara una corriente de aire frío. La pesada puerta corredera del otro extremo estaba abierta y la atmósfera ártica de Hielahuesos se filtraba libremente en el salón vacío.

Magdalen aguardó cerca de la puerta, dudando sobre lo que debía hacer. Sin duda era la campanilla del salón la que había sonado y no otra. Aguardó mirando a través de la puerta abierta hacia la vastedad del salón de banquetes desmantelado.

Una breve reflexión la persuadió de que sería mejor volver abajo y esperar a que volviera a sonar la campanilla. Cuando se volvía para abandonar la habitación, miró hacia atrás por casualidad, y en ese preciso momento vio que se abría la puerta en el extremo opuesto del salón de banquetes, la puerta que conducía a la primera de las habitaciones del ala este. Salió por ella un hombre alto que llevaba gabán y sombrero y que se dirigió rápidamente hacia el salón. Sus andares lo traicionaron cuando aún se hallaba a medio camino. Magdalen reconoció al almirante.

Él pareció no solo irritado, sino también sorprendido al encontrar a su camarera esperándole en el salón, e inquirió con tono áspero y suspicaz qué hacía allí. Magdalen respondió que había acudido al sonar la campanilla. La expresión del almirante se suavizó un poco al oír la explicación.

—Sí, sí, claro —dijo—. He llamado y luego lo he olvidado. —Deslizó la puerta corredera hasta cerrarla mientras hablaba—. Carbón —dijo con impaciencia, señalando el cubo vacío del carbón—. He llamado para pedir carbón.

Magdalen volvió a la planta baja. Comunicó la orden del almirante a la criada cuyo principal deber consistía en ocuparse de los fuegos y regresó a la despensa. Tras cerrar la puerta suavemente, se sentó para reflexionar a solas.

En el salón había tenido la impresión —impresión que perduraba— de que había sorprendido accidentalmente al almirante Bartram en una visita a las habitaciones del ala este que, por alguna razón conocida solo por él, deseaba mantener en secreto. Obsesionada de noche y de día por la idea que dominaba todos sus actos y pensamientos, Magdalen salvó todas las dificultades lógicas de un salto y asoció de inmediato la sospecha de una secreta acción por parte del almirante con la sospecha similar que apuntaba hacia él como depositario del fideicomiso secreto. Hasta entonces, había creído firmemente que el almirante guardaba todos sus documentos importantes en alguna de la serie de habitaciones que habitaba en aquel momento. ¿Por qué no podía guardar algunos de ellos en otras habitaciones?, se preguntó ahora, recelando de la conclusión que hasta entonces le había parecido satisfactoria. El recuerdo de las llaves escondidas aún en su dormitorio hizo que aquel nuevo punto de vista le pareciera aún más razonable. Con una excepción poco importante, aquellas llaves no le habían servido en las habitaciones del ala norte de la casa. ¿No servirían para los bargueños y armaritos del ala este, que aún no había intentado abrir ni había pensado hacerlo? Valía la pena intentarlo si existía una posibilidad, por pequeña que fuera, de obtener mayor provecho de las llaves del que había obtenido hasta entonces. Si existía una posibilidad, aunque fuera remota, de que el fideicomiso estuviera escondido en alguno de los muebles con cerradura del ala este, tenía que ponerla a prueba. ¿Cuándo? La respuesta la dictó su propia experiencia. A la hora en que no hubiera ojos curiosos ni hubiera de temer accidentes. Cuando la casa estuviera silenciosa en medio de la noche.

Conocía demasiado bien su propia personalidad alterada y temía la influencia depresiva de una demora. Decidió correr el riesgo, temerariamente, esa misma noche.

Magdalen cometió más errores cuando sirvió la cena. Las críticas del almirante por su modo de servir la mesa fueron más severas que nunca, pero las palabras más duras no le causaban el menor dolor; en realidad apenas le oía, no pensaba en otra cosa más que en la prueba que se avecinaba. Las horas, que habían discurrido lentamente la noche de su primer experimento con las llaves, pasaron ahora con rapidez. Cuando llegó la hora de acostarse, la pilló por sorpresa.

En esta ocasión, Magdalen aguardó más tiempo. El almirante se hallaba en casa, podía cambiar de opinión y bajar de nuevo al primer piso después de haber subido a su dormitorio, podía haber olvidado algo en la biblioteca y quizá bajar a buscarlo. Dieron las doce en el reloj del corredor de los criados antes de que se arriesgara a salir de su dormitorio con las llaves de nuevo en el bolsillo y la bujía en la mano.

En el primer tramo de escaleras en el que puso el pie con gran vacilación, la asaltó de repente un indecible miedo a los peligros desconocidos. Se detuvo, razonando consigo misma. No se había echado atrás ante ningún sacrificio, no se había dejado dominar por el miedo al llevar a cabo la estratagema mediante la que había conseguido entrar en St. Crux y, ahora, cuando había vencido pacientemente la larga serie de dificultades iniciales, vacilaba. «No retrocedí ante nada para llegar hasta aquí —se dijo—. ¿Qué locura es esta que me hace retroceder ahora?».

Su pulso se aceleró con aquella idea y la vergüenza le dio ánimos para seguir. Bajó por las escaleras del tercero al segundo piso, y del segundo al primero, desconfiando de la cercanía de su dormitorio, por si se le ocurría arrepentirse. Un minuto después había llegado al final del corredor, había cruzado el vestíbulo y había entrado en el salón. Solo cuando puso la mano en el pesado pomo de cobre amarillo de la puerta corredera, solo en ese momento antes de abrir esa puerta, hizo una pausa para recobrar el aliento. El salón de banquetes se hallaba al otro lado del tabique de madera contra el que se apoyaba; su exaltada imaginación notaba ya el frío sepulcral rodeándola.

Corrió la puerta unos centímetros y se detuvo, momentáneamente alarmada. Cuando el almirante la había cerrado en su presencia ese mismo día, ella no había oído ningún ruido. Cuando el viejo Mazey la había abierto para mostrarle las habitaciones del ala este, ella no había oído ningún ruido. Ahora, en el silencio de la noche, notaba por primera vez que la puerta hacía un ruido sordo, parecido al de una ráfaga de viento.

Magdalen se recobró y empujó más la puerta metiéndola hasta la mitad en el hueco de la pared destinado a recibirla. Cruzó el umbral audazmente y se enfrentó con la visión nocturna del salón de banquetes.

La luna aparecía por el lado sur de la casa. Sus pálidos rayos se filtraban por las ventanas más cercanas, formando largas franjas de luz oblicua sobre el suelo de mármol. Las negras sombras de los frontones entre ventana y ventana, alternaban con esas franjas y acentuaban el débil reverbero del resplandor lunar sobre el suelo. Hacia el otro lado, el salón se diluía misteriosamente en la oscuridad. El techo era invisible. La profunda chimenea, la repisa saliente, la larga hilera de escenas de batallas colgadas por encima de ella, todo se lo había tragado la noche. Solo se distinguía un objeto, además de las ventanas resplandecientes y el suelo listado por la claridad lunar. En medio de la última y más lejana franja de luz, se alzaba el trípode con sus delgadas patas negras, como un monstruo que la luna hubiera devuelto a la vida, un monstruo que se alzaba desde la luz para fundirse con las sombras del salón. En todas partes los sonidos habían muerto, ahogados en el frío estancado. La tranquilizadora quietud de la noche era espantosa. Los profundos abismos de oscuridad ocultaban abismos de silencio aún más inconmensurables.

Magdalen se quedó inmóvil en la puerta, forzó la vista y aguzó el oído. Miraba esperando ver aparecer algo que se moviera, escuchaba esperando oír algún ruido, y miró y escuchó en vano. Sentía escalofríos continuos. ¿Escalofríos de miedo o de frío? Con aquella duda recobró su resuelta voluntad. «¡Ahora o nunca! —pensó—. Contaré las franjas de luz tres veces y cruzaré el salón».

—Una, dos, tres, cuatro, cinco. Una, dos, tres, cuatro, cinco. Una, dos, tres, cuatro, cinco.

Cuando el último número salió de sus labios por tercera vez, Magdalen atravesó el salón. Sin mirar ni escuchar nada, sosteniendo la bujía con una mano y la otra cogida maquinalmente a los pliegues de su vestido, deprisa recorrió como un fantasma aquel espectral lugar en toda su longitud. Llegó a la puerta de la primera de las habitaciones del ala este, la abrió y entró en ella corriendo. El súbito alivio de haber llegado a un refugio, la súbita entrada en una nueva atmósfera, la abrumaron momentáneamente. Tuvo el tiempo justo de dejar la bujía a salvo sobre una mesa antes de desplomarse, mareada y sin aliento, en la silla más cercana.

Poco a poco notó que el descanso la tranquilizaba. Al cabo de unos minutos fue consciente del triunfo que suponía haber conseguido llegar al ala este. Al cabo de unos minutos, se sintió con fuerzas para levantarse, sacar las llaves del bolsillo e inspeccionar las inmediaciones.

Los primeros muebles que llamaron su atención fueron un antiguo escritorio de roble tallado y una pesada mesa de marquetería con un bargueño incorporado. Probó primero el escritorio: parecía, de los dos, el más probable para guardar papeles. Tres de las llaves tenían el tamaño adecuado para la cerradura, pero ninguna de ellas alcanzó a girar. El escritorio era inexpugnable. Magdalen se alejó de él e hizo una pausa para despabilar la mecha de la bujía antes de probar con el bargueño de marquetería.

En el momento en que extendía la mano hacia la bujía, un sonido estremeció de terror la quietud del salón de banquetes, un sonido débil y fugaz, como el de una distante ráfaga de viento.

La puerta corredera del salón se había movido.

¿Hacia dónde? ¿Había empujado la puerta una mano desconocida para acabar de abrirla… o había vuelto a cerrarla? El pavor a que un agente desconocido la dejara encerrada allí, impidiéndole volver a la parte habitada de la casa, fue mayor que el terror a asomar la cabeza al salón de banquetes. Desesperadamente se dirigió a la puerta de la habitación.

La puerta se había cerrado sola después de que ella entrara, pero Magdalen volvió a abrirla con facilidad, y miró.

La visión con que tropezaron sus ojos la dejó clavada en el suelo, presa del pánico.

Cerca de la primera ventana a contar desde el salón del ala norte, bañada por el resplandor lunar, vio una figura solitaria. La figura permanecía inmóvil, surgida de la franja de luz del suelo más alejada de Magdalen. Desapareció de pronto, mientras ella la miraba. Un instante después volvía a verla en la segunda franja de luz, la perdía de nuevo, la veía en la tercera franja, volvía a perderla, y la veía en la cuarta. Poco a poco avanzó, ora perdida misteriosamente en las sombras, ora súbitamente visible a la luz, hasta llegar a la quinta franja de luz de luna, la más cercana a Magdalen. Ahí se detuvo y se desvió poco a poco hacia el centro del salón. Se detuvo de nuevo al llegar al trípode, estremeciéndose de forma audible en medio del silencio, con ambas manos sobre las cenizas apagadas como si hubiera fuego para calentárselas. La figura volvió sobre sus pasos, avanzó por la senda de luz, se detuvo junto a la quinta ventana, se desvió de nuevo y se acercó silenciosamente a través de las sombras al lugar exacto en que se encontraba Magdalen.

Magdalen se quedó sin habla, sin voluntad. Todos sus sentidos menos el de la vista estaban paralizados. Su vista —fuertemente sujeta por las cadenas de su propio terror— miraba inmutable hacia delante. Magdalen se hallaba en el umbral de la puerta, cerrando el paso a la figura que avanzaba hacia ella entre las sombras.

La figura se acercó.

Las cadenas del terror que la sujetaban se partieron en mil pedazos cuando la figura llegó al alcance de su mano. Magdalen retrocedió. La luz de la bujía dio de lleno en el rostro de la figura, mostrándole… al almirante Bartram.

Iba envuelto en una larga bata gris. Tenía la cabeza descubierta y los pies descalzos. En la mano izquierda llevaba su pequeña cesta de llaves. El almirante pasó junto a ella despacio, moviendo los labios sin cesar y con los ojos muy abiertos y fijos, con la vidriosa mirada de la muerte. Aquellos ojos revelaron la verdad a Magdalen. Era sonámbulo.

El terror de verle de aquella manera no podía compararse al que había sentido al posar la vista sobre la aparición espectral en el salón bajo la luz de la luna. Esta vez Magdalen pudo dominarse, pudo sondear la profundidad de su propio miedo.

El almirante pasó junto a ella y se detuvo en el centro de la habitación. Magdalen se acercó a él para oír lo que murmuraba para sí. Se aventuró aún más cerca y oyó el nombre de su difunto marido brotando claramente de los labios del sonámbulo.

—¡Noel! —decía, con el tono bajo y monótono del que anda en sueños—. ¡Mi buen Noel, llévatela! Me angustia día y noche. No sé dónde puede estar a salvo. No sé dónde guardarla. ¡Llévatela, Noel, llévatela!

Mientras pronunciaba estas palabras, caminó hacia el bargueño de marquetería. Se sentó en la silla que había frente a él y buscó una llave entre las del cesto. Magdalen lo siguió sigilosamente y se colocó detrás de la silla esperando con la bujía en la mano. El almirante encontró la llave y abrió el bargueño. Abrió después un cajón, el segundo de una hilera, sin dudarlo un instante. El único contenido del cajón era una carta doblada. El almirante la sacó y la colocó ante él sobre la mesa.

—¡Llévatela, Noel! —repitió, mecánicamente—. ¡Llévatela!

Magdalen miró por encima de su hombro y leyó las siguientes líneas, escritas con la letra de su marido, sobre la parte superior de la carta: «Para guardar en su poder y ser abierta solo por usted el día de mi fallecimiento. Noel Vanstone». Vio las palabras claramente, con el nombre y la dirección del almirante escritos debajo.

¡El fideicomiso al alcance de su mano! ¡El fideicomiso hallado por fin en su escondite!

Magdalen dio un paso hacia delante con la intención de esquivar la silla con sigilo y arrebatar la carta de la mesa. En el instante en que se movió, el almirante cogió la carta, cerró el bargueño, se levantó, dio media vuelta y se plantó frente a ella.

Guiada por un primer impulso, Magdalen extendió la mano hacia la carta que el almirante sostenía en el aire. La luz amarillenta de la bujía le daba de lleno. La espantosa muerte en vida de su rostro, el misterio del cuerpo dormido, moviéndose para obedecer inconscientemente a la mente que soñaba, la intimidaron; la mano le tembló y la dejó caer de nuevo al costado.

El almirante devolvió a la cesta la llave del bargueño y cruzó la habitación en dirección al escritorio, con la cesta en una mano y la carta en la otra. Magdalen volvió a dejar la bujía sobre la mesa y lo contempló. El sonámbulo abrió el escritorio del mismo modo que antes había abierto el bargueño. Una vez más, Magdalen extendió la mano y una vez más retrocedió ante el misterio y el terror del sueño del almirante, que metió la carta en un cajón en el fondo del escritorio y volvió a cerrar la pesada tapa de roble.

—Sí —dijo—. Está más segura ahí, como tú dices, Noel. Está más segura ahí. —Esas fueron sus palabras. Así, de vez en cuando, sus palabras le traicionaban, revelando al hombre muerto que vivía y hablaba de nuevo en el sueño.

¿Había cerrado con llave el escritorio? Magdalen no había oído dar la vuelta a la llave. Cuando el almirante se alejó caminando de nuevo hacia el centro de la habitación, Magdalen intentó abrir la tapa. Estaba cerrada con llave. Hecho esto, se dio la vuelta para ver qué hacía el sonámbulo: estaba saliendo de la habitación con la cesta de llaves en la mano. Cuando los ojos de Magdalen se posaron sobre él, cruzaba el umbral de la puerta.

Una inescrutable fascinación se adueñó de ella, una misteriosa atracción hizo que lo siguiera a su pesar. Cogió la bujía y siguió al almirante como una autómata, como si también ella fuera sonámbula. Una detrás del otro, avanzando lentamente y sin ruido, atravesaron el salón de banquetes. Una detrás del otro pasaron por el salón, caminaron por el corredor y subieron por las escaleras. Magdalen le siguió hasta su dormitorio. Una vez allí, entró y cerró la puerta con suavidad. Ella se detuvo y miró la cama baja con ruedas. La habían apartado un poco de la puerta por el lado de los pies. ¿Quién la había movido? Magdalen acercó la bujía y miró hacia la almohada con súbita curiosidad y recelo.

La cama con ruedas estaba vacía.

Este descubrimiento la sobresaltó solo un momento. Pese a la lógica de las conclusiones que podían deducirse de aquel hecho, Magdalen no llegó a deducirlas. Su espíritu recobraba lentamente el uso de sus facultades mentales, afectado aún por las impresiones más profundas que había experimentado hacía un momento. Siguió al almirante al interior de su dormitorio como antes lo había seguido por el salón de banquetes.

¿Había vuelto a acostarse? ¿Dormía aún? Magdalen escuchó junto a la puerta. No se oía el menor sonido en el interior del cuarto. Probó a abrir la puerta y, viendo que no la habían cerrado, la abrió con suavidad unos centímetros para escuchar de nuevo. Los altibajos de la respiración profunda y regular del almirante llegaron inmediatamente a sus oídos. Aún dormía.

Magdalen entró en la habitación y se acercó a la cama donde vio al almirante, haciendo pantalla con la mano para tapar la bujía. El sueño del sonámbulo había pasado; el anciano se había sumido ahora en un sueño profundo y pacífico; sus labios estaban inmóviles, su mano yacía sobre el cubrecama en absoluto reposo. Tenía el rostro vuelto hacia el lado derecho de la cama. Ahí tenía una mesita al alcance de la mano. Cuatro objetos había sobre ella: la bujía, las cerillas, la limonada que solía beber todas las noches y su cesta de llaves.

La idea de apoderarse de las llaves aquella noche (si se le presentaba una oportunidad cuando el almirante no tuviera la cesta en las manos) había cruzado sus pensamientos por primera vez al verlo entrar en su dormitorio. La había abandonado, de momento, con la sorpresa de descubrir que la cama con ruedas estaba vacía. La recuperó en el instante en que la mesita atrajo su atención. Era inútil perder tiempo en buscar una llave entre las otras, no estaba familiarizada con ella y no podría identificarla fácilmente. Cogió, pues, todas las llaves con su cesta y cerró la puerta sin ruido cuando salió de la habitación.

La cama con ruedas volvió a atraer su interés al encontrarla en su camino y le obligó a pensar en ella. Tras una breve reflexión, empujó el pie de la cama hasta su posición habitual, atravesada contra la puerta. Tanto si el veterano marino se hallaba en la casa como si no, podía regresar al puesto del que había desertado en cualquier momento. Si veía que la cama no estaba en su lugar habitual podía sospechar que ocurría algo raro, podía despertar a su amo y podía descubrirse que faltaban las llaves.

No ocurrió nada cuando bajó por las escaleras; no ocurrió nada cuando avanzó por el corredor. La casa estaba tan silenciosa y solitaria como siempre. Atravesó el salón de banquetes, esta vez sin vacilar; los acontecimientos de la noche habían reforzado su ánimo contra terrores imaginarios. «¡Ya es mía!», susurró para sí en un incontenible estallido de júbilo cuando entró en la primera de las habitaciones del ala este y depositó la bujía sobre el viejo escritorio.

Aun entonces, su paciencia hubo de ponerse nuevamente a prueba. Pasaron unos minutos, que parecieron horas, antes de que diera con la correspondiente llave y alzara la tapa del escritorio. ¡Por fin abrió el cajón interior! ¡Por fin tenía la carta en la mano!

La carta había sido sellada en su momento, pero el sello estaba roto. Magdalen la abrió de inmediato para cerciorarse de que se hallaba efectivamente en posesión del fideicomiso antes de abandonar la habitación. Lo primero que apareció ante sus ojos fue el final de la carta. Terminaba al principio de la tercera hoja y la firmaba Noel Vanstone. Bajo ese nombre había el siguiente añadido con la letra del almirante:

Recibí esta carta al mismo tiempo que el testamento de mi amigo, Noel Vanstone. En caso de que yo muera sin dejar otras instrucciones al respecto, ruego a mi sobrino y a mis albaceas que comprendan que me considero absolutamente obligado a cumplir lo que se me pide en este documento.

ARTHUR EVERARD BARTRAM

Magdalen no leyó estas líneas. Se limitó a observar que no estaban escritas con la letra de Noel Vanstone y, pasándolas por alto porque carecían de importancia para sus fines, volvió las hojas de la carta y concentró toda su atención en las frases que iniciaban la primera página.

Esto es lo que leyó:

Querido almirante Bartram:

Cuando abra usted mi testamento (en el que se le nombra mi único albacea), descubrirá que también le he nombrado a usted heredero universal de todos mis bienes tras el pago de un legado de cinco mil libras. El propósito de esta carta es comunicarle confidencialmente el objetivo con el que he depositado mi fortuna en sus manos.

Le ruego que tome nota de que es mi intención que entregue este gran legado…

Hasta ahí había llegado con curiosidad e interés, conteniendo el aliento; entonces perdió la concentración. Algo —estaba demasiado absorta en la lectura para saber qué— se había interpuesto entre la carta y ella. ¿Era un nuevo sonido en el salón de banquetes? Miró por encima del hombro hacia la puerta que quedaba a su espalda y escuchó. No oyó nada, no vio nada. Volvió a enfrascarse en la carta. La letra era apretada. Su impaciencia por leer más le jugó una mala pasada y no encontró el punto donde la había dejado. Sus ojos, atraídos por un borrón, se posaron sobre una frase posterior a la que había dejado inconclusa. Las primeras tres palabras que vio captaron de nuevo su atención; eran las primeras palabras que veía en la carta referidas a George Bartram. Excitada por este hallazgo, continuó leyendo ávidamente antes de hacer un segundo intento por recuperar el punto perdido:

Si su sobrino no cumple estas condiciones, es decir, si siendo soltero o viudo en el momento de mi fallecimiento, no se casa siguiendo al pie de la letra mis instrucciones dentro de los seis meses civiles siguientes, es mi deseo que no reciba…

Había leído hasta esa palabra, hasta esa palabra y no más, cuando una mano llegó por detrás de ella, interponiéndose entre la carta y sus ojos, y la agarró por la muñeca con fuerza.

Magdalen se dio la vuelta con un chillido de terror y se encontró cara a cara con el viejo Mazey.

El veterano marino tenía los ojos inyectados en sangre, su mano era robusta, llevaba torcidas las zapatillas a rayas y su cuerpo se balanceaba de un lado a otro, apoyado en las piernas bien abiertas. Si aquella noche hubiera puesto a prueba su estado mediante el infalible criterio de su barco en miniatura, la sentencia habría sido inevitablemente la habitual: «Otra vez borracho, Mazey, otra vez borracho».

—¡Tú, joven Jezabel! —dijo el viejo lobo de mar, con una mirada maliciosa en un lado del rostro y ceñudo en el otro—. La próxima vez que te des un paseíto nocturno por los alrededores de Hielahuesos, utiliza primero esos penetrantes ojos que tienes y asegúrate de que no hay nadie más paseándose por el jardín. ¡Suelta eso, Jezabel, suéltalo!

Sujetando fuertemente el brazo de Magdalen con una mano, le arrebató la carta con la otra, la metió de nuevo en el cajón abierto y cerró el escritorio. Magdalen no se resistió, no dijo nada. Había perdido toda su energía, su poder de resistencia estaba agotado. Los terrores de aquella horrible noche, encadenados unos a otros en una ininterrumpida sucesión de conmociones, habían conseguido por fin que se derrumbara. Se rindió con una sumisión y tembló con un desvalimiento como si fuera la mujer más débil del mundo.

El viejo Mazey le soltó el brazo y señaló con solemnidad ebria una silla en un rincón de la habitación. Magdalen se sentó sin pronunciar una sola palabra. El veterano (que resollaba con fuerza) se apoyó con ambos codos en la tapa oblicua del escritorio y desde esta posición de mando se dirigió a Magdalen una vez más.

—¡Ven, que voy a encerrarte! —dijo, meneando la venerable cabeza con severidad judicial—. Mañana por la mañana habrá una comisión investigadora, y yo soy testigo, ¡mala suerte!, yo soy testigo. Has cometido un robo, mala pécora, eso es lo que has hecho. Las llaves de su señoría el almirante, robadas; el escritorio de su señoría el almirante, saqueado; y las cartas personales de su señoría el almirante, abiertas. ¡Robo! ¡Robo! ¡Ven, que voy a encerrarte! —Se irguió lentamente con la ayuda de ambas manos, asistido por la sólida resistencia del escritorio, e inició un lacrimoso soliloquio—. ¿Quién lo hubiera pensado? —dijo el viejo Mazey paternalmente, con los ojos llorosos—. Si la miras por fuera, es recta como un álamo; mírala por dentro, y es tan retorcida como el pecado. Y tan buena moza que es. ¡Qué lástima!, ¡qué lástima!

—¡No me haga daño! —dijo Magdalen con un hilo de voz cuando el viejo Mazey se acercó tambaleándose y volvió a agarrarla por la muñeca—. Estoy asustada, señor Mazey, estoy horriblemente asustada.

—¿Daño? —repitió el veterano marino—. Demasiado apego te tengo para hacerte daño, ¡qué vergüenza, a mi edad! ¿Si te suelto la muñeca caminarás delante de mí, donde yo pueda verte? ¿Serás una buena chica y caminarás derecha hasta tu dormitorio?

Magdalen prometió lo que le pedía con el sincero anhelo de refugiarse en su habitación. Se levantó e intentó coger la bujía del escritorio, pero la astuta mano del viejo Mazey fue más rápida.

—Deja ahí la bujía —dijo el veterano, olvidando por un momento su posición de responsabilidad para guiñarle un ojo—. Tienes las piernas un poco más veloces que yo, querida, y podrías dejarme en la oscuridad si no llevo yo la luz.

Regresaron a la parte habitada de la casa. Tambaleándose detrás de Magdalen, con la cesta de llaves en una mano y la bujía en la otra, el viejo Mazey comparó, pesaroso, la figura de la muchacha con la rectitud del álamo y su carácter con la sinuosidad del pecado durante todo el camino de vuelta a través de Hielahuesos y por las escaleras hasta su dormitorio. Llegados a su destino, se negó tajantemente a darle la bujía hasta haberla visto a buen recaudo dentro de la habitación. Cuando se cumplió esta condición, entregó la vela con una mano y con un rápido movimiento de la otra sacó la llave de la cerradura por la parte interior y cerró la puerta. Magdalen le oyó reír entre dientes felicitándose por su destreza, y oyó cómo metía la llave en la cerradura con infinita dificultad. Por fin consiguió cerrar con un profundo gruñido de alivio.

—¡Ahí está bien segura! —oyó Magdalen que decía volviendo a su apesadumbrado soliloquio—. Una buena moza como he visto pocas. ¡Qué lástima!, ¡qué lástima!

Los últimos sonidos de su voz se apagaron en la distancia y Magdalen se quedó sola en su habitación.

El viejo Mazey bajó al corredor del segundo piso, donde quedaba siempre una luz encendida durante la noche, cogiéndose fuerte a la barandilla. Se dirigió a la cama baja con ruedas y, apoyándose en la pared opuesta, la contempló con atención. La prolongada contemplación del lugar donde pasaba la noche no pareció contentarle. Sacudió la cabeza ominosamente y, sacando unas viejas zapatillas remendadas del bolsillo de su gabán, las examinó con aire de duda infinita.

—No doy en el blanco esta noche —masculló—. Estoy hecho un lío, eso es lo que pasa, estoy hecho un lío.

Daba la casualidad de que las viejas zapatillas remendadas y la confusión del veterano marino se asociaban íntimamente en una relación causa efecto. Las zapatillas pertenecían al almirante, que se había encaprichado irracionalmente, como en tantas otras cosas, de aquel par en particular, y que seguía insistiendo en llevarlas pese a que hacía ya tiempo que habían quedado fuera de servicio. A primera hora de la tarde, el viejo Mazey había llevado las zapatillas al remendón de la aldea para que las arreglara al momento y tenerlas preparadas cuando su amo las pidiera a la mañana siguiente. El viejo lobo de mar se había quedado supervisando el trabajo hasta la caída de la tarde y luego el zapatero y él se fueron a la posada de la aldea para beber a la salud de cada uno antes de despedirse. Esta ceremonia social se había prolongado hasta bien entrada la noche y, como consecuencia natural, se habían separado en un estado de total embriaguez por ambas partes.

Si la borrachera no hubiera tenido más resultado que aquel paseo por los jardines de St. Crux durante el cual el viejo Mazey había visto luz en las ventanas del ala este, sin duda a la mañana siguiente la habría recordado como uno de los logros más dignos de encomio de toda su vida. Pero de ella se había derivado otra consecuencia que el viejo lobo de mar veía ahora de manera borrosa a causa del estado de desconcierto en que el alcohol había dejado su cerebro. Había cometido una falta de disciplina y de confianza. En pocas palabras, había desertado de su puesto.

La única salvaguarda que protegía al almirante Bartram de su propia tendencia constitucional al sonambulismo era la guardia que mantenía su viejo y fiel sirviente ante la puerta. De nada habían servido las súplicas para que el almirante se sometiera a la precaución habitual en casos como el suyo. El almirante se negaba tajantemente a que lo encerraran en su habitación; se negaba incluso a admitir su tendencia a andar dormido siempre que tenía algún sueño perturbador. Una y otra vez se había despertado el viejo Mazey a causa de los repetidos intentos del anciano por apartar la cama con ruedas o pasar por encima de ella estando dormido, y una y otra vez el amo se había negado a creer al veterano marino cuando este le había informado por la mañana. Estos incidentes del pasado acudieron confusamente a la memoria del viejo lobo de mar mientras miraba la puerta del dormitorio con expresión de alelada sorpresa, obligándole a plantearse la seria pregunta de si el almirante había abandonado su habitación aquella noche. Si por desgracia había padecido un ataque de sonambulismo, las zapatillas que el viejo Mazey tenía en la mano apuntaban directamente a la conclusión de que su amo debía de haberse paseado descalzo y en la fría noche por las escaleras y corredores de piedra de St. Crux.

—¡Quiera Dios que no se haya movido! —musitó el viejo Mazey, sobrecogido por la mera idea, a pesar de su audacia y de que estaba borracho—. ¡Si su señoría ha estado paseando esta noche, será su muerte!

Obligado por una fuerza mayor, constante en su fidelidad perruna hacia el almirante, ya que no en otra cosa, el viejo Mazey se esforzó por sacudirse de encima el embotamiento causado por la bebida. Examinó la cama con la mirada más clara y la cabeza más despejada. La precaución tomada por Magdalen de volverla a poner en su posición habitual la presentaba necesariamente a los ojos del viejo Mazey como una cama que no había sido desplazada en ningún momento. A continuación examinó la colcha. No vio el más leve vestigio de las hendiduras que habrían dejado necesariamente unos pies si hubieran pasado por encima de ella. Ante él tenía pruebas evidentes, las únicas que podían reconocer sus desconcertados ojos, de que el almirante no se había movido de la habitación.

—¡Mañana haré la promesa de no volver a beber! —masculló el viejo Mazey en un arranque de agradecido alivio. En seguida los vapores etílicos volvieron a envolver insidiosamente su cerebro y el veterano marino retomó su acostumbrado remedio y se paseó por el corredor en zigzag haciendo guardia sobre la cubierta de un barco imaginario.

Poco después de la salida del sol, Magdalen oyó de repente el ruido de la llave en la cerradura. La puerta se abrió y el viejo Mazey reapareció en el umbral. Tras varias horas, la fiebre de la embriaguez se había enfriado hasta convertirse en un leve rubor penitente. Resollaba con más fuerza que nunca en una sucesión de roncos gruñidos y meneaba la venerable cabeza sin cesar, pensando en sus propias faltas.

—¿Qué tal estás ahora, mi joven tiburón terrestre con enaguas? —preguntó el viejo marino—. ¿Te ha dejado dormir tu conciencia?

—No he dormido —dijo Magdalen, y se apartó de él, pues temía lo que pudiera hacerle—. No recuerdo lo que ocurrió después de que usted cerrara la puerta. Creo que debí de desmayarme. ¡No me asuste otra vez, señor Mazey! Me siento terriblemente débil y enferma. ¿Qué quiere?

—Quiero decirte algo muy serio —respondió el viejo Mazey con inescrutable solemnidad—. Hace más de una hora que estoy pensando en venir aquí y soltarlo todo. Fíjate en lo que te digo, jovencita. Voy a deshonrarme a mí mismo.

Magdalen retrocedió más y más mirándolo con alarma creciente.

—Sé cuál es mi deber hacia su señoría el almirante —prosiguió el viejo Mazey, señalando tristemente con la mano en dirección al dormitorio de su amo—. Pero por mucho que lo intente, no tengo valor para prestar testimonio contra ti, mala pécora. Me gustaron tus formas (sobre todo la cintura) desde que entraste en esta casa y no puedo evitar que sigan gustándome, aunque hayas cometido un robo y aunque seas más retorcida que el pecado. He mirado con indulgencia a las buenas mozas que se han cruzado en mi vida, y es demasiado tarde ahora para mirarlas con severidad. Tengo setenta y siete o setenta y ocho años, no lo sé bien. Soy un viejo casco abollado con las junturas abiertas y las bombas atascadas, y las aguas de la Muerte entran a toda presión. Soy un miserable pecador como cualquiera de los que encontrara por estos lares, con la excepción de Thomas Nagle, el zapatero remendón, que es peor que yo, porque es el más joven de los dos y debería ser más sensato. Pero en resumidas cuentas, la cuestión es que me iré a la tumba mirando con indulgencia a las buenas mozas. ¡Una vergüenza, joven Jezabel, una verdadera vergüenza!

A su pesar, los ingobernables ojos del veterano marino volvieron a lanzar destellos de malicia mientras concluía su arenga; las últimas reservas de austeridad abandonaron su rostro y se atrincheraron, consternadas alrededor de las comisuras de la boca. Magdalen volvió a acercarse a él e intentó hablar. Con solemnidad, el viejo Mazey le indicó que se alejara moviendo de nuevo tristemente la mano.

—¡Nada de engatusarme con palabras! —dijo el viejo Mazey—. Ya soy bastante malo sin necesidad de eso. Tengo el deber de informar a su señoría el almirante y lo haré. Pero si quieres escabullirte antes de que informe del robo y de que empiece la comisión de investigación, cometeré la deshonra de dejarte marchar. Hoy es día de mercado en Ossory y Dawkes se irá hasta allí en carro dentro de un cuarto de hora. Dawkes te llevará si se lo pido. Sé cuál es mi deber: mi deber es encerrarte bajo llave y ver a Dawkes en el Infierno antes que pedirle que te lleve. Pero no tengo valor para ser duro con una buena moza como tú. Se lleva en la sangre y no se puede arrancar de la piel. ¡Una vergüenza, te digo, una auténtica vergüenza!

Esta propuesta, ofrecida de forma tan extraña y repentina, cogió a Magdalen totalmente por sorpresa. Los acontecimientos de la víspera la habían trastornado hasta el punto de no ser capaz de decidir nada en tan breve plazo.

—Es usted muy bueno conmigo, señor Mazey —dijo—. ¿Podría quedarme un minuto a solas para pensarlo?

—Sí —respondió el viejo lobo de mar. Dio media vuelta en el acto y salió de la habitación—. «Todas son iguales —prosiguió el viejo Mazey, pensando aún en el sexo opuesto—. Les ofrezcas lo que les ofrezcas, siempre quieren algo más. Altas y bajas, nativas y extranjeras, novias y esposas, ¡todas son iguales!».

Una vez a solas, Magdalen tomó su decisión con menos dificultad de lo que había previsto.

Si se quedaba en la casa, solo tenía dos caminos ante sí: acusar al viejo Mazey de hablar bajo los efectos de una alucinación de borracho o someterse a las circunstancias. Aunque el viejo marino era culpable de su derrota cuando acariciaba ya el triunfo, la consideración que le había mostrado hacía imposible la idea de defenderse a su costa, aun suponiendo, lo que era altamente improbable, que esa defensa fuera creída. Del segundo de los dos casos (el sometimiento a las circunstancias), no cabía esperar más que un resultado: el despido inmediato, y quizá el desenmascaramiento. ¿Qué ganaría ella arrostrando semejante humillación, abandonando la casa públicamente deshonrada a los ojos de las criadas que la habían detestado y habían recelado de ella desde el principio? El accidente que había arrebatado literalmente el fideicomiso de sus manos era irreparable. La única compensación aparente de aquel desastre, en otras palabras, el descubrimiento de que el fideicomiso existía en realidad y de que el matrimonio de George Bartram en un determinado plazo de tiempo era uno de sus contenidos, tenía un valor que solo podría medirse cuando lo sometiera a la experiencia del señor Loscombe. Cuantos motivos podían ocurrírsele, la instaban a abandonar la casa clandestinamente mientras tuviera esa oportunidad. Se asomó al corredor y llamó al señor Mazey en voz baja.

—Acepto su oferta con agradecimiento, señor Mazey —le dijo—. No imagina usted hasta qué punto fue dura la medida que tomó conmigo al arrancarme aquella carta de la mano. Pero cumplía usted con su deber, y le agradezco que me salve esta mañana, por duro que fuera conmigo anoche. No soy tan mala como usted cree, se lo aseguro.

El viejo Mazey desechó el tema volviendo a agitar con tristeza la mano.

—¡Dejémoslo! —dijo el veterano marino—. ¡Dejémoslo! No tiene importancia para un viejo granuja como yo, muchacha. Aunque fueras cincuenta veces peor de lo que eres, te dejaría marchar. Ponte el chal y el sombrero y ven conmigo. Soy una vergüenza para mí mismo y una advertencia para los demás, eso es lo que soy. ¡Nada de equipaje, ojo! Deja aquí todos tus trapos para que los registren, si es necesario, a discreción de su señoría el almirante. Con tu equipaje puedo ser duro, joven Jezabel, ya que no lo soy contigo.

El viejo Mazey abandonó la habitación seguido de Magdalen. «Cuanto menos la vea, mejor, sobre todo la cintura», se dijo, mientras bajaba cojeando y apoyándose en la barandilla.

El carro se hallaba en el patio de atrás cuando llegaron a la planta baja; Dawkes (que era el criado del administrador de la granja) ajustaba en aquel momento la última hebilla del arnés del caballo. La blanca escarcha era aún visible en la penumbra y las gotas centelleaban sobre el largo pelaje de Brutus y Cassius, que vagaban por el patio, echando vaho por la boca y moviendo lentamente el rabo a la espera de que partiese el carro. El viejo Mazey se acercó a Dawkes solo y ejerció su influencia sobre el criado, que, mirándola con imperturbable asombro, colocó un cojín de cuero sobre el asiento del carro para su compañera de viaje. Magdalen aguardó, aterida de frío, mientras se completaban los preparativos para la partida, sin reparar en nada más que en la vertiginosa confusión de sus pensamientos y la impotente paralización de sus emociones. Los acontecimientos de la noche se entremezclaban de un modo espantoso con las triviales circunstancias que se desarrollaban ante sus ojos en el patio. Magdalen se sobresaltó, con el mismo y súbito terror de la noche, cuando el viejo Mazey fue en su busca. Tembló con la misma desamparada confusión de la noche cuando el veterano marino posó su indulgente mirada sobre ella por última vez y le dio un beso en la mejilla al despedirse. Inmediatamente, notó que la ayudaba a subir al carro y que le daba una palmada en la espalda. En seguida le oyó decirle en un susurro confidencial que, sentada o de pie, seguía siendo recta como un álamo. Después hubo una pausa en la que no se dijo ni se hizo nada, y luego el conductor del carro tomó las riendas y se encaramó a su sitio.

Magdalen se reanimó en el momento de la partida y miró hacia atrás. Lo último que vio de St. Crux fue al viejo Mazey meneando la cabeza en el patio con sus compañeros de disipación, los perros, siguiendo sus movimientos con el rabo. Las últimas palabras que oyó fueron las que dijo el viejo lobo de mar para rendir su tributo de despedida a los encantos de Magdalen.

—Con robo o sin él —dijo el viejo Mazey—, es una buena moza como hay pocas. ¡Qué pena!, ¡qué pena!

FIN DE LA SÉPTIMA ESCENA