CAPÍTULO I
-Aquí es donde dormirás. Arréglate y baja luego otra vez a mi habitación. El almirante ha regresado y tendrás que empezar por servirle la cena de hoy.
Con estas palabras, la señora Drake, el ama de llaves, cerró la puerta, y la nueva camarera se quedó sola en su dormitorio de St. Crux.
El día era el memorable veinticinco de febrero. Apenas cuatro meses después de que la señora Lecount pusiera las instrucciones confidenciales del señor Noel Vanstone en manos de su albacea, ya se había dado la combinación de circunstancias que ella había procurado evitar desde el principio. La viuda del señor Noel Vanstone y el fideicomiso secreto del almirante Bartram se hallaban bajo el mismo techo.
Hasta entonces, los acontecimientos se habían desarrollado favorablemente para Magdalen sin excepción. Hasta entonces, ningún obstáculo se había interpuesto en su camino hacia St. Crux. Hacía tres días que Louisa —de quien había tomado prestado el nombre— había zarpado rumbo a Australia con su marido y su hijo; ella era la única a la que había confiado su secreto, pero ahora se hallaba fuera de Inglaterra. La muchacha se había mostrado cuidadosa, leal y digna de confianza hasta el último momento. Había pasado la dura prueba de la entrevista con el ama de llaves y no había olvidado las instrucciones con que Magdalen la había preparado a tal fin. Ella misma había propuesto que sacaran provecho de la demora de seis semanas causada por la muerte en la familia del almirante continuando con la práctica de las importantísimas lecciones domésticas, de cuya perfecta adquisición dependía el éxito de la audaz estratagema de su señora. Gracias al plazo así obtenido, cuando Louisa se casó y llegó el día de la despedida, Magdalen había aprendido y dominaba hasta el último detalle todo cuanto la antigua doncella podía enseñarle. El día en que cruzó los umbrales de St. Crux para emprender su peligrosa aventura, lo hizo con la fuerza de la presencia de ánimo ante las situaciones extremas que le había enseñado su reciente experiencia, con la fuerza aún mayor de sus entrenadas facultades para la asunción de identidades ajenas, y con la fuerza que las superaba a todas: dos meses de familiarización diaria con los deberes del empleo que se había comprometido a desempeñar.
Tan pronto como la señora Drake la dejó sola, Magdalen deshizo su equipaje y se vistió.
Se puso un uniforme de paño de color lavanda —el almirante Bartram había ordenado que todos los sirvientes vistieran de medio luto por la señora Girdlestone—, un delantal blanco de muselina, cofia y cuello de blanca pulcritud con cintas a juego con el vestido. Aquel uniforme de sirvienta, aquel sencillo vestido cerrado hasta el cuello, y la bonita cofia blanca en la cabeza, el vestido más modesto y el más atrayente a un tiempo que pueda llevar una mujer a los ojos de cualquier hombre, excepto un lencero, casi consiguieron borrar los tristes vestigios que el sufrimiento mental había producido en su belleza. Ataviada con el vestido de noche de una dama, escotado, y con la figura armada, más que vestida, de inflexible seda, el almirante hubiera pasado junto a Magdalen en su propio salón sin fijarse en ella. Vestida con el uniforme de tarde de una sirvienta, ningún admirador de la belleza podía verla y no volver la cabeza para mirarla una segunda vez.
Cuando bajó las escaleras de camino al dormitorio del ama de llaves, pasó junto a las entradas de dos largos corredores de piedra, uno situado en el segundo piso y el otro en el primero, en los que se abrían sendas hileras de puertas. «¡Muchas habitaciones! —pensó al mirar las puertas—. ¡Será un trabajo agotador buscar aquí lo que he venido a encontrar!».
Al llegar a la planta baja tropezó con un viejo de rostro curtido que se detuvo y la miró fijamente manifestando un gran interés. Era el mismo viejo que el capitán Wragge había visto en el jardín de atrás de St. Crux tallando un barco a escala. Lo conocían todos en los alrededores como «el timonel del almirante». Se llamaba Mazey. Sesenta años habían grabado en el rostro severo y arrugado del veterano la huella de la dura vida del mar y las borracheras en tierra. Sesenta años habían demostrado su fidelidad y, al final del viaje, habían hecho arribar a puerto su viejo y estropeado armazón dejándolo en la casa de su patrón.
No habiendo nadie más cerca a quien pudiera preguntar, Magdalen pidió al viejo que le mostrara el camino de la habitación del ama de llaves.
—Yo te lo mostraré, querida —dijo el viejo Mazey con la voz cavernosa y el tono chillón característicos de los sordos—. Tú eres la nueva camarera, ¿eh? ¡Y buena moza también! A su señoría, el almirante, le gustan las camareras con buen recorrido a proa y a popa. Tú servirás, querida, tú servirás.
—No debes prestar atención a lo que te diga el viejo Mazey —observó el ama de llaves, que abrió su puerta cuando el viejo lobo de mar expresaba su aprobación con aquellas palabras—. Tiene el privilegio de hablar como le plazca, y es pesado y desaliñado, pero no tiene mala intención.
Tras disculpar de esta forma al veterano, la señora Drake condujo a Magdalen primero a la despensa y luego al cuarto de la ropa blanca para instalarla con la debida formalidad en sus dominios domésticos. Una vez completada esta ceremonia, llevó arriba a la nueva camarera y le mostró el comedor, que se abría al corredor del primer piso. Allí le dio instrucciones de que pusiera el mantel y servicio para una sola persona, puesto que el señor George Bartram no había vuelto a St. Crux con su tío. Los ojos penetrantes de la señora Drake observaron a Magdalen atentamente mientras realizaba aquella tarea introductoria, y una vez puesta la mesa, la señora Drake pudo comprobar personalmente que, por el momento, la nueva sirvienta demostraba conocer su trabajo a la perfección.
Una hora más tarde, la sopera estaba sobre la mesa y Magdalen se hallaba sola, de pie detrás de la silla vacía del almirante, aguardando la primera revista de su amo cuando entrara en el comedor.
Un fuerte campanillazo sonó en la planta baja; unos pasos rápidos resonaron en el corredor de piedra; la puerta se abrió de pronto y entró en la habitación un anciano alto, enjuto y de piel amarilla, sagaz en la mirada, hábil en la réplica y agitado en las maneras; llevaba dos grandes perros labradores pisándole los talones, y ocupó su asiento con violenta precipitación. Los perros le siguieron y se instalaron con la mayor solemnidad a ambos lados de su silla. Aquel era el almirante Bartram y aquellos sus compañeros en la solitaria comida.
—¡Ay!, ¡ay!, ¡ay! ¡Aquí tenemos a la nueva camarera, por supuesto! —empezó, mirando a Magdalen con sus ojos penetrantes pero amables—. ¿Cómo te llamas, buena muchacha? ¿Louisa, dices? Te llamaré Lucy, si no te importa. Quita la tapa, querida. Hoy he llegado un par de minutos tarde. No dejes de ser puntual mañana por ese motivo. Suelo ser tan puntual como un reloj. ¿Qué tal estás después del viaje? ¿Has dado muchos botes en mi carro de ballestas desde la estación? Excelente la sopa; quema como un demonio; me recuerda a la que tomábamos en las Antillas en el año tres. ¿Llevas puesto el medio luto? Ven aquí y déjame ver. Ah, sí, muy limpio, y bonito, y pulcro. ¡Pobre señora Girdlestone! ¡Oh, la pobre y queridísima señora Girdlestone! No tendrás miedo de los perros, Lucy, ¿eh? ¿Cómo? ¿Te gustan los perros? ¡Eso está bien! Sé siempre amable con los animales. Estos dos perros cenan conmigo todos los días, excepto cuando recibo invitados. El perro del hocico negro es Brutus y el del hocico blanco es Cassius. ¿Has oído hablar alguna vez de Brutus y Cassius? ¿Romanos antiguos? Eso es; buena chica. Cuida bien el libro y la aguja y uno de estos días te encontraremos un buen marido. ¡Llévate la sopa, querida, llévate la sopa!
¡Aquel era el hombre cuyo secreto se había convertido en objetivo único en la vida de Magdalen! ¡Aquel era el hombre cuyo nombre había suplantado al suyo en el testamento de Noel Vanstone!
Después de la sopa llegaron el pescado y el asado, y el almirante siguió con sus divagaciones —ora en soliloquio, ora dirigiéndose a la camarera, ora hablando a los perros— siempre con la misma familiaridad y la misma falta de ilación. Magdalen observó con cierta sorpresa que los compañeros de cena del almirante no habían recibido hasta entonces las migas del plato de su amo. Las dos magníficas bestias estaban sentadas sobre los cuartos traseros con las cabezotas apoyadas sobre la mesa, contemplando cómo se desarrollaba la comida con suma atención, sin que al parecer esperaran compartirla. Magdalen se llevó el asado, cambió el plato del almirante, quitó las tapaderas de plata de las dos cazuelas que estaban a ambos lados de la mesa. Cuando ofreció el primero de los sabrosos estofados a su amo, los perros mostraron un súbito y jadeante interés. A Brutus la glotonería se le hacía agua en la boca, y la lengua de Cassius sobresalía con indescriptible expectación entre sus enormes mandíbulas.
El almirante se sirvió con generosidad, envió a Magdalen al aparador en busca de pan y, cuando creyó que ella no le veía, volcó furtivamente todo el contenido del plato en la boca de Brutus. Cassius lloriqueó débilmente cuando su afortunado compañero engulló el apetitoso estofado de un bocado.
—¡Silencio, tonto! —susurró el almirante—. ¡Ahora te tocará a ti!
Magdalen ofreció el segundo estofado al almirante. Una vez más, el anciano caballero se sirvió generosamente, una vez más envió a Magdalen al aparador, y una vez más volcó todo el contenido de su plato en la boca del perro, pero eligiendo a Cassius esta vez, como convenía a un amo atento y a un hombre imparcial. Cuando llegó el siguiente plato —consistente en un sencillo pudín y una «crema» de difícil digestión— se confirmó la sospecha de Magdalen sobre la función de los perros durante la comida. Mientras el amo se comía el sencillo pudín, los perros engullían la crema de compleja elaboración. Era obvio que el almirante temía ofender a su cocinera por un lado y a su digestión por el otro, y Brutus y Cassius eran los dos cómplices bien enseñados que le ayudaban cada día a salir de aquel fenomenal aprieto.
—¡Muy buena, muy buena! —dijo el anciano caballero con una malicia transparente—. ¡Díselo a la cocinera, querida, una crema excelente!
Tras colocar el vino y el postre sobre la mesa, Magdalen hizo ademán de retirarse. Antes de que pudiera abandonar el comedor, la llamó su amo.
—¡Detente, detente! —dijo el almirante—. Aún no conoces las costumbres de la casa, Lucy. Sirve otro vaso de vino; aquí, a mi derecha, el más grande que encuentres, querida. Tengo un tercer amigo que viene a los postres, un viejo lobo de mar borracho que me ha seguido en mis avatares por tierra y por mar durante cincuenta años como poco. Sí, sí, ese es el vaso que necesitamos. Eres una buena chica, eres una muchacha limpia y mañosa. ¡Tranquila, querida, no hay por qué asustarse!
Un repentino porrazo al otro lado de la puerta seguido por los fuertes ladridos de los perros había sobresaltado a Magdalen.
—¡Entre! —gritó el almirante. La puerta se abrió, Brutus y Cassius golpearon el suelo alegremente con el rabo y el viejo Mazey se acercó directamente a la derecha de la silla de su amo. El veterano se plantó allí con las piernas separadas en cuidadoso equilibrio, como si el comedor fuera un camarote y la casa un barco cabeceando sobre mar gruesa.
El almirante llenó el vaso grande de oporto, se llenó el suyo de clarete y se lo llevó a los labios.
—Dios salve a la reina, Mazey —dijo el almirante.
—Dios salve a la reina, señoría —dijo el viejo Mazey, bebiéndose el oporto como antes los perros habían engullido los estofados, de un golpe.
—¿Qué viento tenemos, Mazey?
—Oeste y cuarta al noroeste, señoría.
—¿Alguna novedad esta noche, Mazey?
—Sin novedad, señoría.
—Buenas noches, Mazey.
—Buenas noches, señoría.
Completada de este modo la ceremonia de sobremesa, el viejo Mazey inclinó la cabeza y volvió a salir. Brutus y Cassius se estiraron sobre la alfombra para digerir champiñones y salsas al lubrificante calor del fuego.
—Que el Señor nos haga agradecidos por los bienes recibidos —dijo el almirante—. Ve abajo, buena muchacha, y cena. Una cena ligera, Lucy, si aceptas un consejo, una cena ligera, o tendrás pesadillas. La que pronto se acuesta y pronto se levanta, querida, es una camarera sana, rica y sensata. Es la sabiduría de nuestros antepasados, no debes burlarte de ella. Buenas noches. —Con estas palabras despidió a Magdalen, y así concluyó su primer día con el almirante Bartram.
A la mañana siguiente, después del desayuno, las órdenes del almirante para la nueva camarera incluían una en particular que, en la situación de Magdalen, le interesaba recibir especialmente. En ausencia del anciano caballero, que ese día tenía unos asuntos que resolver en Ossory, Magdalen tenía instrucciones de familiarizarse con toda la parte habitada de la casa y de aprender la situación de las diversas habitaciones para saber qué campanilla les correspondía cuando se diera el caso. La señora Drake había de encargarse de supervisar la exploración de la casa, a menos que casualmente estuviera ocupada en alguna otra cosa, en cuyo caso, cualquiera de las criadas podía actuar como guía de Magdalen con igual destreza.
El almirante partió hacia Ossory al mediodía y Magdalen se presentó en la habitación de la señora Drake para iniciar el periplo por la casa. La señora Drake resultó estar ocupada en otra cosa y la remitió a la camarera principal. La susodicha sirvienta resultó hallarse aquella mañana en la misma coyuntura que la señora Drake y la remitió a las demás criadas. Las demás criadas declararon que tenían trabajo atrasado y no podían perder ni un minuto; sugirieron, sin demasiadas contemplaciones, que el viejo Mazey no tenía nada que hacer en absoluto y que conocía la casa tan bien o mejor que el abecedario. Magdalen captó la indirecta con una indignación y un desprecio que tuvo que esforzarse seriamente por ocultar. Había sospechado la noche previa (ahora estaba segura) que, incomprensiblemente, todas las criadas habían recibido su presencia con desconfianza hosca y unánime. Magdalen había visto por sí misma que la señora Drake estaba realmente ocupada esa mañana con sus cuentas, pero de todas las criadas que estaban a sus órdenes y que se habían excusado, ninguna se había molestado siquiera en fingirse más ocupada de lo habitual. Su expresión decía bien a las claras: «No nos gustas y no queremos enseñarte la casa».
Magdalen encontró al viejo Mazey, no gracias a las escasas indicaciones recibidas, sino por el sonido de la voz cascada y trémula del veterano marino, que cantaba en algún rincón apartado una estrofa de la inmortal canción marinera Tom Bowling. Justo cuando Magdalen se detenía en medio de los laberínticos corredores de piedra de la planta baja dudando del camino que debía seguir, oyó la vieja voz discordante en la distancia cantando estos versos:
His form was ofthe manliest beau-u-u-uty,
His heart was ki-i-ind and soft;
Faithful below Tom did his duty,
But now he’s gone alo-o-o-o-oft —
But now he’s go-o-o-ne aloft![32]
Magdalen continuó en dirección a la voz cascada y se encontró en un pequeño cuarto que daba al jardín de atrás. Allí estaba sentado el viejo Mazey con los anteojos caídos sobre la nariz y las viejas manos nudosas trabajando torpemente en el aparejo de su barco a escala. Allí estaban Brutus y Cassius, de nuevo haciendo la digestión frente al fuego y roncando como si les encantara. En una pared se veía a lord Nelson en llameantes acuarelas, y en la otra un retrato del último buque insignia del almirante Bartram; aparecía con todo el velamen desplegado, sobre un mar de color pizarra y un cielo asalmonado para completar la ilusión.
—Cómo, no te quieren enseñar la casa, ¿eh? —dijo el viejo Mazey—. ¡Lo haré yo, entonces! La criada principal es adusta como ella sola, querida. Eres demasiado joven y bonita para gustarles, eso es lo que ocurre. —Se levantó, se quitó los anteojos y echó algo de carbón al fuego—. Es recta como un álamo —dijo el viejo Mazey, comentando la figura de Magdalen en perezoso soliloquio—. Lo digo yo, ¡y lo dice su señoría el almirante! Ven conmigo, querida —prosiguió, dirigiéndose de nuevo a Magdalen—. Primero te enseñaré los puntos cardinales. Cuando conozcas los puntos cardinales, sea arriba, sea abajo, te parecerá sencillo navegar por la casa.
Se dirigió a la puerta, se detuvo, y acordándose de repente de su barco en miniatura, volvió para guardarlo en una alacena vacía; se dirigió de nuevo a la puerta, se detuvo una vez más, recordó que hacía frío en algunas de las habitaciones y hurgó por los rincones farfullando juramentos en busca de su sombrero. Magdalen se sentó pacientemente a esperarle. Comparó con agradecimiento el trato del viejo Mazey con el que había recibido de las mujeres. Por firme que sea nuestra resistencia, por orgulloso que sea nuestro desprecio, toda crueldad deliberada —por despreciable que sea— tiene el poder de mortificarnos. Magdalen no se dio cuenta de lo mucho que le dolía la mezquina malevolencia de las criadas de la casa hasta sentir el efecto que la tosca amabilidad del viejo marino producía después en ella. La bienvenida muda de los perros, a los que habían despertado los movimientos en la habitación, la conmovieron aún más profundamente. Brutus metió el fuerte hocico en su mano con gesto amistoso y Cassius posó una amistosa pata sobre su regazo. Su corazón suspiró con ternura por las dos criaturas a las que palmeaba y acariciaba. Le parecía que era ayer mismo cuando ella y los perros de Combe-Raven paseaban juntos por el jardín y pasaban las ociosas mañanas estivales deleitándose sobre el césped sombreado.
El viejo Mazey halló por fin su sombrero e iniciaron la exploración con los perros detrás.
Dejaron atrás la planta baja, destinada exclusivamente a las dependencias de los criados, subieron al primer piso y entraron en el largo corredor que Magdalen conocía ya por su experiencia de la noche anterior.
—Pon la espalda contra esta pared —dijo el viejo Mazey señalando el largo muro, que estaba interrumpido a intervalos irregulares por ventanas que daban a un patio y a un estanque de peces y que constituía el lado derecho del corredor. Allí se colocó Magdalen—. Pon la espalda aquí —dijo el veterano— y mira hacia delante. ¿Qué ves?
—La pared opuesta del corredor —dijo Magdalen.
—¡Ay!, ¡ay! ¿Qué más?
—Las puertas de las habitaciones.
—¿Qué más?
—No veo nada más.
El viejo Mazey se echó a reír entre dientes, guiñó el ojo y agitó el dedo índice ante Magdalen exigiendo atención.
—Estás viendo uno de los puntos cardinales, querida. Cuando tienes la espalda contra esta pared y miras delante de ti, estás mirando al norte. Si alguna vez te pierdes por aquí, pon la espalda contra la pared, mira hacia delante y repite: «¡Estoy mirando hacia el norte!». Hazlo, sé buena chica, y te orientarás.
Después de administrar esta dosis preliminar de instrucción, el viejo Mazey abrió la primera de las puertas del lado izquierdo del corredor. Era la puerta del comedor, que Magdalen ya conocía. La segunda habitación estaba habilitada como biblioteca, y la tercera, como salita. La cuarta y quinta puertas —ambas de habitaciones desmanteladas e inhabitadas, y ambas cerradas con llave— les llevaron al extremo del ala norte de la casa y a la entrada de un segundo corredor más corto que hacía ángulo recto con el primero. Allí el viejo Mazey, que durante la inspección de las habitaciones había repartido su tiempo equitativamente entre la charla sobre «su señoría el almirante» y los silbidos a los perros, regresó con la máxima celeridad a los puntos cardinales. Con expresión grave, dio instrucciones a Magdalen de que repitiera la ceremonia de poner la espalda contra la pared. Ella intentó acortar el proceso declarando (y estaba en lo cierto) que en aquella posición sabía que miraba hacia el este.
—No hables del este, querida —dijo el viejo Mazey, impasible, insistiendo en su propio método de instrucción—, hasta que no conozcas el este. Pon la espalda contra esta pared y mira hacia delante. ¿Qué ves? —El resto del catecismo prosiguió como antes. Cuando llegaron al final, el instructor de Magdalen quedó satisfecho. Rio entre dientes y le guiñó el ojo una vez más—. Ahora puedes hablar del este, querida —dijo el veterano—, pues ahora lo conoces.
Tras avanzar apenas unos metros, el corredor del ala este terminaba en un vestíbulo con una alta puerta, que veían frente a ellos mientras avanzaban. La puerta los condujo a un salón amplio y de techo alto, decorado, como todos los demás aposentos, con un valioso y anticuado mobiliario. El guía de Magdalen la llevó al otro extremo del salón y abrió una pesada puerta corredera que se hallaba frente a la puerta de entrada.
—Ponte el delantal por encima de la cabeza —dijo el viejo Mazey—. Ahora hemos llegado al salón de banquetes. El suelo está mortalmente frío y la humedad se pega a este lugar como las cucarachas a un barco carbonero. Su señoría el almirante lo llama el Paso del Ártico. Yo también le he puesto nombre. Lo llamo Hielahuesos.
Magdalen traspasó el umbral de la puerta y se encontró en el antiguo salón de banquetes de St. Crux.
A su izquierda vio una hilera de ventanales encajados profundamente en sus alféizares, que ocupaban una fachada de más de treinta metros de longitud. A su derecha, en una larga fila que iba de un lado a otro de la pared opuesta, colgaba una lúgubre colección de cuadros viejos, ennegrecidos y con los marcos podridos, que representaban escenas de batallas en tierra y en el mar. Bajo los cuadros, a mitad de altura, se abría una chimenea cavernaria coronada por una elevada repisa de mármol negro. El único mueble (si así podía llamarse) visible en la inmensa vastedad de la estancia era un sombrío trípode antiguo de metal curiosamente cincelado; se hallaba solitario en el centro del salón y sostenía un amplio recipiente circular, lleno hasta el fondo de las cenizas de un extinto fuego de carbón. El alto techo, en otra época de finos artesonados dorados, estaba sucio y cubierto de telarañas; las paredes desnudas de los dos extremos del salón tenían manchas de humedad y el frío del suelo de mármol traspasaba la estera larga y estrecha que se había colocado, paralela a las ventanas, como senda para los viajeros a través de la habitación desértica. No podía hallarse nombre mejor que el ideado por el viejo Mazey. Hielahuesos describía con precisión el salón de banquetes de St. Crux.
—¿No se enciende nunca el fuego en este deprimente lugar? —preguntó Magdalen.
—Depende del lado de Hielahuesos en que viva su señoría el almirante —dijo el viejo Mazey—. A su señoría le gusta cambiar de aposentos; a veces reside en un ala de la casa, a veces en la otra. Si vive al norte de Hielahuesos, que es de donde acabas de venir, no malgastamos carbón aquí. Si vive al sur de Hielahuesos, que es a donde vamos ahora, encendemos fuego en la chimenea y carbón en el brasero. Cada noche, cuando lo hacemos, la humedad puede más que nosotros; cada mañana volvemos, y podemos más que ella.
Con este singular comentario, el viejo Mazey condujo a Magdalen al otro extremo del salón, abrió más puertas y la hizo pasar a otra serie de cuatro aposentos, todos de tamaño moderado y todos amueblados de un modo muy parecido a los del ala norte. Magdalen miró por las ventanas y vio los desatendidos jardines de St. Crux cubiertos de zarzas y de maleza. A poca distancia de donde se hallaba, la línea suavemente sinuosa de uno de aquellos arroyos de la marea peculiares de la localidad zigzagueaba apareciendo aquí y allá, resplandeciendo bajo el sol en los claros que dejaban las zarzas y los árboles. Más lejos, la vista se extendía hacia el este por la campiña salpicada de pequeñas aldeas, atravesada una y otra vez por su red de «brazos de mar», y terminaba bruscamente en la larga línea recta del rompeolas que protege la indefensa costa de Essex de la invasión del mar.
—¿Aún tenemos más habitaciones que ver? —preguntó Magdalen, volviendo la vista atrás y mirando a un lado y a otro en busca de otra puerta.
—No hay más, querida; aquí hemos encallado, y más valdría virar y regresar a puerto —dijo el viejo Mazey—. La casa tiene otra ala, derecho hacia el sur desde donde estás tú ahora, pero se nos cae a pedazos. Tendrás que salir al jardín si quieres verla; está separada de nosotros por un mamparo de ladrillo al otro lado de esta pared. Los monjes, querida, vivían hacia el sur cientos de años antes de que su señoría el almirante naciera o pensaran en tenerlo, y bien que se lo pasaban, según tengo entendido. Se pasaban las mañanas cantando en la iglesia y las tardes bebiendo ponche en el huerto. Dormían la borrachera de ponche en los mejores lechos de plumas y engordaban gracias a sus vecinos durante todo el año. ¡Mendigos afortunados! ¡Mendigos afortunados!
Tras calificar así a los monjes, lamentando de modo evidente no haber vivido personalmente en aquellos tiempos felices, el veterano marino encabezó el camino de vuelta a través de las diferentes estancias. Al pasar de nuevo por «Hielahuesos», Magdalen lo precedió.
«Es recta como un álamo —murmuró el viejo Mazey para sí, cojeando tras su juvenil compañera y meneando la venerable cabeza para expresar su cordial aprobación—. Nunca he sido quisquilloso con la nacionalidad, pero siempre me han gustado tiesas y buenas mozas, y siempre me gustarán tiesas y buenas mozas hasta el día que me muera».
—¿Tenemos más habitaciones que ver en el segundo piso? —preguntó Magdalen cuando llegaron al punto de partida.
El tono de voz de Magdalen, alto y claro por naturaleza, había bastado hasta entonces al viejo marino duro de oído. Muy sorprendida, Magdalen comprobó que se volvía sordo de repente a su última pregunta.
—¿Te sabes bien los puntos cardinales? —preguntó el viejo Mazey—. Si no estás segura, pon otra vez la espalda contra la pared y los repetiremos, empezando por el norte.
Magdalen le aseguró que conocía ya perfectamente todos los puntos cardinales, incluido el «norte», y luego repitió su pregunta en tono más alto. El veterano marino se obstinó en seguirle el juego volviéndose más sordo que nunca.
—Sí, querida —dijo—, tienes razón, hace frío en estos corredores y a menos que vuelva junto a mi fuego, se va a apagar, ¿no es cierto? Si tienes alguna duda para orientarte, ven a verme y te la aclararé. —Guiñó el ojo con expresión benevolente, llamó a los perros con un silbido y se alejó cojeando. Magdalen le oyó reír entre dientes por su éxito en eludir su curiosidad sobre el segundo piso—. «¡Yo sé cómo tratarlas! —pensó el viejo Mazey sintiéndose triunfante—. Altas y bajas, nativas y extranjeras, novias y esposas: ¡yo sé cómo tratarlas a todas!».
Una vez sola, Magdalen llevó a la práctica la excelencia del método del viejo lobo de mar en beneficio propio; subió por las escaleras de inmediato para observar personalmente el segundo piso. El corredor de piedra era exactamente igual que el del primer piso, salvo en que tenía más puertas. Abrió las dos que tenía más cerca, una detrás de otra, al azar, y descubrió que ambas estancias eran dormitorios. El miedo a ser descubierta por otra de las criadas en una parte de la casa en la que nada tenía que hacer le aconsejó no llevar demasiado lejos sus indagaciones en el piso de los dormitorios. Rápidamente se dirigió al otro extremo del corredor para ver dónde terminaba; descubrió que daba a un trastero situado sobre el vestíbulo del primer piso y volvió sobre sus pasos inmediatamente.
Al volver por el corredor se fijó en un objeto que antes había escapado a su atención. Era una cama baja con ruedas colocada en paralelo con la pared y cerca de una de las puertas de los dormitorios. Pese a su extraña e incómoda situación, al parecer alguien dormía en ella: tenía sábanas puestas y la punta de un grueso gorro rojo de pescador asomaba bajo la almohada. Magdalen se aventuró a abrir la puerta cercana a la cama y se encontró con el dormitorio del almirante, según conjeturó por ciertos signos y señales. No se atrevió a arriesgar más que unos instantes de observación, volvió a cerrar la puerta con suavidad y regresó a la zona de la cocina.
La cama baja con ruedas y la extraña posición que ocupaba no abandonaron sus pensamientos en toda la tarde. ¿Quién podía dormir ahí? El recuerdo del gorro rojo de pescador y la fidelidad perruna de Mazey hacia su amo, de la que Magdalen había tenido ya suficientes pruebas, le ayudaron a adivinar que el viejo lobo de mar podía ser el ocupante de la cama. Pero ¿por qué, con dormitorios más que suficientes, había de pasar frío e incomodidad por la noche? ¿Por qué habría de dormir a la puerta de su amo para hacer guardia? ¿Existía algún peligro nocturno en la casa que el almirante temiera? La idea le pareció absurda, pero la posición de la cama le hacía pensar en ella una y otra vez.
Estimulada por su irrefrenable curiosidad, Magdalen se arriesgó a preguntar al ama de llaves. Confesó haber recorrido de un extremo al otro el corredor del segundo piso para ver si era tan largo como el del primero y mencionó haber observado con asombro la posición de la cama con ruedas. La señora Drake respondió a la pregunta de manera breve y áspera.
—No culpo a una chica joven como tú —dijo la vieja señora— por ser un poco curiosa cuando entra por vez primera en una casa tan extraña como esta. Pero recuerda en el futuro que tu trabajo no está en el piso de los dormitorios. El señor Mazey duerme en esa cama que has visto. Tiene la costumbre de dormir a la puerta de su amo todas las noches. —Los labios de la señora Drake se cerraron tras esta parca explicación para no volver a abrirse más.
Más tarde, Magdalen halló la oportunidad de preguntar al viejo Mazey en persona. Encontró al veterano marino de muy buen humor, fumándose una pipa y calentando en su agradable fuego una jarra de hojalata llena de cerveza.
—Señor Mazey —preguntó Magdalen audazmente—, ¿por qué tiene la cama en aquel frío corredor?
—¡Qué! Has estado arriba, mala pécora, ¿no es cierto? —dijo el viejo Mazey, mirándola maliciosamente por encima de la jarra.
Magdalen sonrió y asintió.
—¡Vamos, vamos! —dijo con tono zalamero para engatusarle—. ¿Por qué duerme ante la puerta del almirante?
—¿Por qué te haces la raya en el medio, querida? —preguntó el viejo Mazey con otra mirada maliciosa.
—Supongo que porque me he acostumbrado a hacerlo —respondió Magdalen.
—¡Ay, ay! —dijo el veterano marino—. Es por eso, ¿eh? Bueno, querida, la razón por la que tú te haces la raya en el medio es la misma por la que yo duermo ante la puerta del almirante. ¡Sé cómo tratarlas! —dijo el viejo Mazey riendo entre dientes, pasándose al soliloquio y agitando su cerveza con aire triunfal—. ¡Sé cómo tratarlas!
El tercero y último intento de Magdalen por resolver el misterio de la cama con ruedas lo realizó mientras servía la cena al almirante. Las preguntas del anciano caballero le dieron la oportunidad de referirse al tema sin que pareciera una osadía o una falta de respeto, pero el almirante resultó ser tan impenetrable, a su modo, como el viejo Mazey y la señora Drake.
—No es asunto tuyo, querida —dijo el almirante sin rodeos—. No seas curiosa. Coge tu Viejo Testamento cuando bajes y lee lo que ocurrió en el Jardín del Edén por culpa de la curiosidad. Sé buena chica y no imites a tu madre Eva.
Esa noche, cuando Magdalen pasó por el segundo piso de camino a su dormitorio, se detuvo ante el corredor y escuchó. Un biombo protegía la entrada del corredor de las miradas de los que subían. Los ronquidos que Magdalen oyó al otro lado del biombo la alentaron a rodearlo sigilosamente y dar unos cuantos pasos. Amortiguando con la mano libre la luz de la vela que llevaba, se acercó a la puerta del almirante y observó con sorpresa que habían movido la cama de donde la había visto durante el día para colocarla exactamente atravesada junto a la puerta de modo que cerraba el paso a cualquiera que intentara entrar en la habitación del almirante. Después de este hallazgo, la persona del viejo Mazey, roncando a pierna suelta con el gorro rojo de pescador calado hasta las cejas y las mantas hasta la nariz, se convirtió en un objeto de importancia secundaria en comparación con su cama. A Magdalen ya no le cabía la menor duda de que el veterano marino hacía guardia literalmente ante la puerta de su amo y de que él, el almirante y el ama de llaves compartían el secreto de este extraño proceder.
«Un extraño final —pensó Magdalen, meditando sobre su descubrimiento mientras ascendía por la escalera hacia su dormitorio—. Un extraño final para un extraño día».