CAPÍTULO I

El siete de junio, los armadores del buque mercante Liberación fueron informados de que el barco había hecho escala en Plymouth para el desembarco de pasajeros y de que posteriormente había reanudado su trayecto hasta el puerto de Londres. Cinco días más tarde, el barco se hallaba en el río y era remolcado hasta la dársena de la India Oriental.

Una vez completados los trámites que le incumbían personalmente, el capitán Kirke escribió a la rectoría de su cuñado en Suffolk para anunciar su llegada el día diecisiete de ese mismo mes. Como de costumbre en tales casos, recibió una lista de encargos de su hermana el día antes de abandonar Londres. Uno de esos encargos le llevó a la vecindad de Camden Town. Llegó a destino desde la dársena en un coche de punto y despidió el vehículo; luego se encaminó de nuevo hacia el sur, en dirección a New Road.

No conocía bien aquel distrito de la ciudad y cada vez prestaba menos atención a lo que le rodeaba. Animados por la perspectiva de volver a ver a su hermana, sus pensamientos llevaron su memoria a la noche en que se había despedido de ella abandonando la casa a pie. El hechizo del que había sido víctima de manera tan extraña en aquella época no se había dejado vencer por los acontecimientos posteriores. El rostro que le había obsesionado en la solitaria carretera había seguido atormentándole en el solitario mar. La mujer que lo había seguido, como en un sueño, hasta la puerta de su hermana lo había seguido —pensamiento de sus pensamientos, alma de su alma— hasta la cubierta de su barco. Así en la tormenta como en la calma, durante el viaje de ida, así en la tormenta como en la calma, durante el viaje de vuelta, ella no se había apartado de su lado. Ahora, en el incesante tumulto de las calles de Londres, no se apartaba de él. Kirke sabía cuál iba a ser la primera pregunta que brotaría de sus labios cuando viera a su hermana y a sus sobrinos. «Procuraré hablar de alguna otra cosa —pensó—. Pero cuando Lizzie y yo estemos a solas, saldrá sin que pueda evitarlo».

La necesidad de esperar a que pasara una recua de carros en una bocacalle para poder cruzar lo devolvió a la realidad. Miró en derredor, momentáneamente confuso. No conocía la calle; se había perdido.

El primer transeúnte al que preguntó parecía no tener tiempo que perder en informarle. Tras indicar con prisas que cruzara la calle, que doblara en la primera bocacalle a mano derecha y que allí volviera a preguntar, el desconocido siguió andando sin ceremonias ni esperar a que le diera las gracias.

Kirke siguió sus indicaciones y torció a la derecha. La calle era corta y estrecha y de míseras casas. Alzó la vista al pasar por la esquina para averiguar dónde se hallaba. El lugar se llamaba Aaron’s Buildings.

Calle abajo, en la misma acera de «edificios» en la que él se encontraba, una pequeña multitud de mirones se había congregado en torno a dos coches de punto, ambos detenidos ante la misma puerta. Kirke avanzó hacia la multitud para preguntar el camino a cualquier desconocido cortés que hubiera entre ellos y que no tuviera tanta prisa. Al acercarse a los coches, vio a una mujer peleándose con los cocheros y oyó lo bastante para comprender que se habían enviado dos vehículos por error donde solo se necesitaba uno.

La puerta de la casa estaba abierta; cuando se volvió a mirar vio el pasillo con facilidad por encima de las cabezas de la gente.

La visión con que se encontraron sus ojos debería haber sido ocultada a los curiosos de la calle por una mera cuestión de piedad. Kirke vio a una muchacha desaliñada con cara de susto, de pie en mitad del pasillo junto a una silla desvencijada, sosteniendo a la mujer que la ocupaba y que estaba demasiado débil para sostenerse por sí misma. La mujer, que parecía muy enferma, iba a marcharse en uno de los coches cuando terminara la disputa callejera. Cuando Kirke posó sus ojos en ella, tenía la cabeza gacha y el viejo chal que la cubría había caído hacia delante ocultando la parte superior de su rostro.

Antes de que apartara la vista, la muchacha que se ocupaba de ella le levantó la cabeza y devolvió el chal a su sitio. Esta acción dejó la cara al descubierto durante el breve instante en que la cabeza tardó en inclinarse de nuevo sobre el pecho. En ese instante, Kirke vio a la mujer cuya belleza atormentaba su vida, cuya imagen seguía vivida en su recuerdo apenas hacía cinco minutos.

La conmoción del doble reconocimiento —el reconocimiento al mismo tiempo del rostro y del horrible cambio operado en él— lo dejó mudo y paralizado. La presencia de ánimo ante cualquier caso extremo, que había sido una constante en su vida, flaqueó por primera vez. La sórdida calle, la escuálida multitud que rodeaba la puerta, bailaron ante sus ojos. Kirke se tambaleó y se agarró a la verja de hierro de la casa que había a su espalda.

—¿Adónde la llevan? —oyó que preguntaba una mujer cerca de él.

—Al hospital, si la admiten —fue la respuesta—. O al asilo, si no la quieren allí.

Aquella horrible respuesta le incitó a la acción. Kirke se abrió paso y entró en la casa.

El malentendido se había resuelto en la calle y uno de los coches se había marchado. Kirke atravesó el umbral de la puerta en el momento en que se disponían a trasladar a la mujer. El cochero que se había quedado se hallaba a un lado de la silla y la mujer que antes discutía con los dos cocheros, al otro. La levantaban en el preciso instante en que la alta figura de Kirke se recortó en el umbral.

—¿Qué están haciendo con esa señora? —preguntó.

El cochero le miró con la insolencia de su respuesta en los ojos antes de que saliera por sus labios, pero la mujer fue más rápida que él, vio la agitación contenida en el rostro de Kirke y soltó la silla inmediatamente.

—¿La conoce usted, señor? —preguntó con viveza—. ¿Es usted amigo suyo?

—Sí —contestó Kirke sin vacilar.

—No es culpa mía, señor —se defendió la mujer, acobardada por la mirada que Kirke clavó en ella—. Yo hubiera esperado pacientemente hasta que sus amigos la hubieran encontrado, ¡de verdad!

Kirke no dijo nada. Se volvió para hablarle al cochero.

—Salga —dijo— y cierre la puerta. Le enviaré su dinero ahora mismo. ¿De qué habitación la ha sacado para traerla aquí? —preguntó, dirigiéndose de nuevo a la mujer.

—Del dormitorio del primer piso, señor.

—Muéstreme el camino.

Kirke se agachó y alzó en brazos a Magdalen. La cabeza de Magdalen descansó suavemente sobre el pecho del marino; sus ojos se alzaron con perplejidad hacia el rostro del marino. Sonrió y le habló en un susurro incoherente. Imaginaba hallarse de nuevo en su hogar y sus palabras entrecortadas dieron a entender que se creía de nuevo una niña en brazos de su padre.

—¡Pobre papá! —dijo en voz baja—. ¿Por qué estás tan triste? ¡Pobre papá!

La mujer condujo a Kirke hasta el dormitorio del primer piso. Era muy pequeño y disponía de un mísero mobiliario, pero la estrecha cama estaba limpia y lo poco que había estaba bien cuidado. Kirke depositó a Magdalen en la cama con suavidad. Ella le cogió una mano con sus dedos ardientes.

—No le digas nada a mamá; se preocuparía —dijo—. Que venga Norah. —Kirke intentó desasirse dulcemente, pero ella se aferró a su mano con mayor ansia. Él se sentó entonces a la cabecera de la cama esperando que a ella le apeteciera soltarle. La mujer los miraba desde un rincón sin dejar de llorar. Kirke la observó detenidamente.

—Hable —dijo serenamente y en voz baja al cabo de un rato—. Hable en su presencia y dígame la verdad.

La mujer habló con profusión de lágrimas y de palabras.

Hacía una quincena que había alquilado el primer piso a la señora, que le había pagado un mes de alquiler y le había dado el nombre de Gray. Los tres primeros días, la señora se había ausentado de la mañana a la noche y había vuelto en las tres ocasiones con aspecto de estar agotada y decepcionada. La dueña de la casa había sospechado que se ocultaba de sus allegados bajo un nombre falso y que había intentado en vano conseguir dinero o empleo durante los tres días que había pasado tanto tiempo fuera para luego volver tan decepcionada. Fuera como fuese, al cuarto día había caído enferma, con accesos de frío y de fiebre alternativamente. Al quinto día estaba peor, y al sexto estaba a veces demasiado adormilada para poder hablar con ella o deliraba. El boticario (que se encargaba de dar asistencia médica por aquellos pagos) había ido a verla y había expresado la opinión de que se trataba de una fiebre de carácter grave. Había dejado una «droga salina» que la dueña de la casa pagó de su bolsillo y que había administrado sin resultado. Luego se había tomado la libertad de registrar la única bolsa que tenía por equipaje y no había hallado en ella más que la ropa interior imprescindible; no había vestidos ni adornos, ni siquiera un fragmento de carta que le ayudara a descubrir a sus allegados. Entre el riesgo de dejar que siguiera en su casa en tales circunstancias y la crueldad de echar a la calle a una mujer enferma, la patrona no había vacilado: ella estaba dispuesta a permitir que su inquilina se quedara con la esperanza de que la señora acabara restableciéndose o que sus amigos aparecieran. Pero no hacía ni media hora que su marido —que no se acercaba jamás a la casa sino para pedir dinero— había llegado para robarle sus exiguas ganancias, como de costumbre. Ella se había visto obligada a decirle que no había cobrado alquiler por el primer piso y que no era probable que lo cobrara hasta que la señora se pusiera bien o la encontraran sus amigos. Al oír esto, el marido había insistido sin la menor compasión en que, enferma o no, la señora tenía que irse. Podían llevarla al hospital, y si allí le cerraban las puertas, siempre quedaba el asilo. Si no se había ido al cabo de una hora, el marido amenazaba con volver y sacarla de allí personalmente. Su mujer sabía demasiado bien que era lo bastante animal para cumplir su palabra, así que no tuvo más remedio que hacer lo que exigía, en bien de la propia señora.

La mujer contó esta horrible historia con toda la traza de sentirse sinceramente avergonzada de ella. Cuando se acercaba al final de sus explicaciones, Kirke notó que los dedos ardientes aflojaban la presión alrededor de su mano. Miró hacia la cama. Los cansados ojos de Magdalen se cerraban con el rostro vuelto aún hacia el marino; se sumía en el sueño.

—¿Hay alguien en la otra habitación? —preguntó Kirke en un susurro—. Venga conmigo, tengo algo que decirle.

La mujer le siguió por la puerta que comunicaba el dormitorio con la habitación contigua.

—¿Cuánto le debe? —preguntó Kirke.

La patrona indicó la suma. Kirke la colocó sobre la mesa ante ella.

—¿Dónde está su marido? —fue su siguiente pregunta.

—Esperando en la taberna a que pase la hora.

—Puede usted llevarle el dinero o no, según le convenga —dijo Kirke tranquilamente—. Solo quiero avisarle de una cosa con respecto a su marido. Que no entre en esta casa mientras yo no esté, si no quiere verlo con todos los huesos rotos. ¡Espere! Aún no he terminado. ¿Sabe de algún médico en la vecindad en quien se pueda confiar?

—No hay ninguno por este barrio, señor. Pero sé de uno que está a media hora de aquí andando.

—Vaya en el coche a buscarlo, y si está en casa, tráigalo con usted. Dígale que le espero aquí para consultarle un grave caso. Le pagaré bien, y también a usted. ¡Deprisa!

La mujer salió de la habitación.

Kirke se sentó a aguardar su regreso. Ocultó el rostro entre las manos e intentó asimilar la extraña y conmovedora situación en la que accidentalmente se encontraba.

Oculta en un barrio sórdido y apartado de Londres, bajo un nombre falso, desamparada y sin amigos, abandonada a la compasión de unos desconocidos por culpa de una enfermedad que había afectado a mente y cuerpo por igual. Así volvía a encontrar a la mujer que había abierto un mundo nuevo de belleza ante sus ojos, ¡la mujer que había despertado el amor en él con una sola mirada! ¿Qué horrible desgracia se había abatido tan cruelmente sobre ella para que hubiera caído tan bajo? ¿Qué enigmático destino le había guiado en la hora de mayor necesidad hasta el último refugio de su pobreza y desesperación? «Si el destino quiere que vuelva a verla otra vez, la veré». Recordó estas palabras, palabras memorables que dijera a su hermana al despedirse. Con esa idea en su corazón había acudido a la llamada del deber. Meses y meses habían transcurrido; miles y miles de millas de desolada extensión sobre las aguas agitadas los habían separado. Y en ese lapso de tiempo y sobre la inmensidad de los océanos, día tras día y noche tras noche, en su magnífico barco que navegaba con dificultad contra los vientos, había avanzado él acercándose cada vez más al final que le aguardaba; había viajado a ciegas hasta llegar al encuentro en el umbral de aquella miserable casa. «¿Qué me ha traído hasta aquí? —se dijo a sí mismo en un susurro—. ¿La misericordia del azar? ¡No! La misericordia divina».

Kirke aguardó sin prestar atención al lugar en que se hallaba, sin ser consciente del tiempo transcurrido, hasta que un ruido de pasos en la escalera se interpuso de pronto entre sus pensamientos y él. La puerta se abrió y la patrona mostró el camino al médico.

—El doctor Merrick —dijo, acercándole una silla.

—Señor Merrick —dijo el visitante con una leve sonrisa y se sentó en la silla—. No soy médico. Soy cirujano general[33].

Médico o cirujano, había algo en su rostro y sus maneras que le hizo de inmediato digno de confianza a los ojos de Kirke.

Tras unas cuantas palabras introductorias, el señor Merrick envió a la patrona al dormitorio para averiguar si la enferma estaba despierta o dormía. La mujer regresó y dijo que estaba «entre las dos cosas, delirando otra vez y ardiendo». El cirujano entró de inmediato en el dormitorio indicando a la patrona que lo siguiera y cerrara la puerta tras ella.

Largos y aburridos minutos transcurrieron hasta que volvió a la salita y, cuando reapareció, su rostro habló por él antes de que le preguntaran.

—¿Es grave la enfermedad? —preguntó Kirke en voz baja, con expresión preocupada y la vista fija en el rostro del cirujano.

—Es una enfermedad peligrosa —dijo el señor Merrick, poniendo énfasis en esta última palabra.

El cirujano acercó su silla a Kirke y lo miró detenidamente.

—¿Puedo hacerle unas preguntas que no son estrictamente médicas? —inquirió.

Kirke inclinó la cabeza.

—¿Puede usted decirme qué vida ha llevado antes de llegar a esta casa y caer enferma?

—No tengo modo de saberlo. Acabo de regresar a Inglaterra tras una larga ausencia.

—¿Sabía usted que estaba aquí?

—Lo he descubierto accidentalmente.

—¿No tiene parientes, una madre, una hermana, que puedan cuidarla aparte de usted?

—Nadie, a menos que consiga encontrar a sus familiares. Nadie más que yo.

El señor Merrick no dijo nada. Miró a Kirke más atentamente que antes. «¡Qué raro! —pensó—. Está aquí como la única persona que se ocupa de ella, ¿y eso es todo lo que sabe?».

Kirke vio su expresión de duda y se dispuso a despejarla antes de que siguieran hablando.

—Veo que le sorprende mi posición en este asunto —dijo con sencillez—. ¿Querría usted considerarme como un pariente, un hermano o un padre, hasta que pueda encontrar a sus allegados? —Se le quebró la voz y puso la mano sobre el brazo del cirujano con gesto serio—. Me he impuesto esta obligación —dijo—, ¡y como hay Dios que seré digno de ella!

La pobre cabeza cansada descansó de nuevo sobre su pecho, los pobres dedos enfebrecidos sujetaron su mano una vez más cuando Kirke pronunció estas palabras.

—Le creo —dijo con calor el cirujano—. Creo que es usted un hombre honesto. Perdóneme si le ha parecido que me entrometía en sus asuntos. Respeto su reserva; a partir de este momento es sagrada para mí. Para ser justos, permítame decirle que las preguntas que le he formulado no eran producto de una mera curiosidad. La enfermedad que la ha postrado en la cama no puede tener una causa corriente. Ha tenido que sufrir una prolongada tensión mental, una incertidumbre agotadora y terrible, que han causado finalmente el colapso. Me hubiera ayudado saber cuál fue el motivo de esa tensión o cuánto tiempo duró hasta caer vencida por ella. Esa era mi esperanza.

—Cuando me ha dicho usted que su enfermedad es peligrosa —dijo Kirke—, ¿se refería a que es peligrosa para su razón o para su vida?

—Para ambas —respondió el señor Merrick—. Todo su sistema nervioso ha cedido, todas las funciones ordinarias de su cerebro se han colapsado. No puedo darle una explicación más sencilla sobre la naturaleza de la enfermedad. La fiebre que tanto asusta a la patrona es tan solo el efecto. La causa es la que he mencionado. Puede que pase semanas tumbada en esa cama alternando los estados de delirio con los de reposo sin recobrar la conciencia. No debe alarmarse usted si duerme mucho más tiempo de lo que sería normal. Dormir es el mejor remedio para su enfermedad, su sueño no ha de sufrir la menor perturbación. Todo lo que podemos hacer es vigilarla, ayudarla con estímulos de vez en cuando y esperar a que actúe la Naturaleza.

—¿Ha de permanecer aquí? ¿No cabría la posibilidad de trasladarla a un lugar mejor?

—Por el momento, ninguna. Según creo, la han molestado ya bastante, y ha empeorado visiblemente por esa causa. Aunque mejore, aunque vuelva en sí, sería un peligroso experimento moverla demasiado pronto, la menor excitación o alarma sería fatal para ella. Tendrá que sacarle el mejor partido posible a este sitio. He dado instrucciones a la patrona y enviaré a una buena enfermera para que la ayude. Nada más puede hacerse. Su vida está en manos de usted tanto como en las mías, si es que puede decirse que una vida está en manos humanas. Todo depende de los cuidados que reciba en esta casa bajo la dirección de usted. —Tras estas palabras de despedida, el señor Merrick se levantó y abandonó la habitación.

Una vez a solas, Kirke se acercó a la puerta que comunicaba las habitaciones, llamó con unos golpes suaves e indicó a la patrona que quería hablar con ella.

Kirke había recuperado gran parte de su aplomo y de su habitual firmeza tras la entrevista con el cirujano. Un hombre que viviera en el ambiente artificial que Kirke no había respirado jamás habría sido muy consciente de los aspectos materiales de aquella situación extraña y novedosa, de las serias dificultades que le planteaba y de los numerosos equívocos a que podía prestarse en el futuro. Kirke no se paró a pensarlo siquiera. Solo atendió al deber que le reclamaba, un deber que las últimas palabras del cirujano habían expuesto con claridad ante él. Todo dependía de los cuidados que recibiera en aquella casa, bajo su dirección. Aquella era su responsabilidad y actuó en consecuencia, de manera inconsciente, del mismo modo que hubiera hecho en un caso de emergencia con mujeres y niños a bordo de su propio barco. Interrogó a la casera con preguntas cortas y secas; el único cambio visible en él fue el tono de su voz, aún más bajo, y la preocupación con que miraba de vez en cuando hacia la habitación donde yacía Magdalen.

—¿Ha comprendido las instrucciones del cirujano?

—Sí, señor.

—La casa debe mantenerse en silencio. ¿Quién vive aquí?

—Solo mi hija y yo, señor. Vivimos en las salitas. Las cosas nos han ido mal desde la Anunciación[34]. Las dos habitaciones de arriba están por alquilar.

—Las alquilo yo, y las dos de abajo también. ¿Conoce usted a algún hombre bien dispuesto y digno de confianza que pueda realizar encargos para mí?

—Sí, señor. ¿Quiere usted que vaya…?

—No. Que vaya su hija. No debe usted abandonar la casa hasta que llegue la enfermera. No me mande al recadero aquí arriba; los hombres de su índole suelen pisar fuerte. Bajaré yo y hablaré con él en la puerta.

Kirke bajó cuando llegó el recadero y lo envió a comprar papel, pluma y tinta en primer lugar. A continuación lo despachó en busca de una persona que pudiera encargarse de amortiguar el ruido de las ruedas al rodar por la calle vertiendo restos de cortezas[35] delante de la casa, como era habitual. Una vez cumplido el encargo, el mensajero tuvo que llevar dos cartas al correo. La primera estaba dirigida al cuñado de Kirke. En ella le comunicaba brevemente lo que había ocurrido y le indicaba que diera la noticia a su mujer como creyera oportuno. La segunda carta iba dirigida al dueño del hotel de Aldborough. El nombre falso de Magdalen en Aldborough era el único por el que la conocía Kirke; se le había ocurrido que la única posibilidad de hallar a sus parientes estribaba en seguir el rastro de sus supuestos tíos desde Aldborough.

Hacia el final de la tarde, una respetable matrona de mediana edad llegó a la casa con una carta del señor Merrick. El cirujano respondía de ella como persona cuidadosa en quien se podía confiar; había cuidado a su propia esposa. De vez en cuando le ayudaría una señora que era miembro de una comunidad religiosa del distrito y que había mostrado un caritativo interés por aquel caso. El cirujano iría a visitar a la paciente hacia las ocho de la tarde para cerciorarse de que no le faltaba nada.

La llegada de la enfermera y el alivio de saber que podía confiar en ella permitieron a Kirke pensar en sí mismo. Tenía el equipaje preparado para el viaje a Suffolk previsto para el día siguiente. Sencillamente sería necesario trasladarlo del hotel a la casa de Aaron’s Buildings.

Kirke se detuvo solo una vez en su camino al hotel para mirar el escaparate de una juguetería en una de las calles principales. Los barcos en miniatura le recordaron a su sobrino. «Mi pequeño tocayo sufrirá una decepción cuando vea que no llego mañana —pensó—. Tengo que compensar al niño enviándole un regalo de parte de su tío». Entró en la tienda y compró uno de los barcos. Lo embalaron y pusieron en su presencia la dirección a la que debía enviarse. Kirke puso una tarjeta en la cubierta del barco en miniatura antes de que clavetearan la tapa de la caja, con esta frase:

«Un barco para el pequeño marino con todo el cariño del marino grande».

—A los niños les gusta que les escriban, señora —dijo con tono de disculpa a la dependienta—. Envíen la caja lo antes posible. Me gustaría que el niño la recibiera mañana.

Kirke regresó a Aaron’s Building con su equipaje hacia el anochecer. Se quitó las botas en el pasillo y llevó él mismo su baúl arriba, deteniéndose al pasar por el primer piso para preguntar por la enferma. El señor Merrick se encontraba allí para contestarle.

—Hace unos minutos se ha despertado y deliraba —dijo el cirujano—. Pero hemos conseguido tranquilizarla y ahora duerme.

—¿No ha dicho nada que pudiera ayudarnos a encontrar a sus allegados, señor?

El señor Merrick meneó la cabeza.

—Puede que pasen muchas semanas —dijo— y que la historia de esa pobre muchacha siga siendo un misterio para nosotros. Lo único que podemos hacer es esperar.

Así concluyó el día, el primero de muchos que estaban por venir.