CAPÍTULO II

El capitán Wragge se detuvo casi en el centro de la corta hilera de casas de Rosemary Lane y abrió la puerta con su propia llave para acceder a su alojamiento. Cuando entraron en el pasillo, apareció una mujer con aire abrumado y cofia de viuda portando una bujía.

—Mi sobrina —dijo el capitán, presentando a Magdalen—. Mi sobrina está de visita en York. Ha tenido la amabilidad de acceder a ocupar el dormitorio que tiene usted vacío. Hágame el favor de considerarlo alquilado a mi sobrina y ponga especial cuidado en airear las sábanas. ¿Está arriba la señora Wragge? Muy bien. Présteme su bujía. Mi querida niña, el gabinete de la señora Wragge está en el primer piso; la señora Wragge está visible. Permítame mostrarle el camino.

Cuando el capitán empezó a subir las escaleras, la viuda con aire abrumado susurró lastimeramente a Magdalen:

—Espero que usted me pague, señorita. Su tío no lo hace.

El capitán abrió la puerta de la primera habitación del primer piso y descubrió a una figura femenina ataviada con un vestido de deslustrado raso color ámbar. Estaba sentada, solitaria, en una pequeña silla con unos guantes viejos y sucios en las manos, un viejo libro destartalado sobre las rodillas y una pequeña vela al lado. La figura terminaba en su extremo superior en una cara ancha, suave, blanca y redonda —como una luna— rodeada por una cofia y cintas verdes, y tenuemente iluminada por unos ojos de apagado color azul, que miraban directamente al vacío y no hicieron el menor caso de la aparición de Magdalen en el umbral de la puerta.

—¡Señora Wragge! —gritó el capitán, como si estuviera profundamente dormida—. ¡Señora Wragge!

La señora de los apagados ojos azules se levantó lentamente hasta alcanzar una altura en apariencia interminable. Cuando por fin alcanzó a erguirse por completo, su estatura sobrepasaba siete u ocho centímetros el metro ochenta. Por sabio designio de la Providencia, los gigantes de uno y otro sexo nacen por lo general con un carácter afable. Si se hubiera colocado a la señora Wragge al lado de un cordero, la comparación, en esas circunstancias, habría descubierto en el cordero un auténtico impostor.

—¿Té[11], capitán? —preguntó la señora Wragge, mirando sumisamente a su marido, cuya cabeza apenas le llegaba hasta el hombro aun poniéndose de puntillas.

—La menor de las señoritas Vanstone —dijo el capitán, presentando a Magdalen—. Nuestra hermosa pariente, a la que he encontrado por una feliz casualidad. Nuestra invitada por esta noche. ¡Nuestra invitada! —insistió el capitán, gritando de nuevo como si la señora alta estuviera profundamente dormida, pese a que los propios ojos de Magdalen atestiguaban lo contrario.

Una sonrisa se manifestó (mediante un débil esbozo) en el amplio espacio vacío de la faz de la señora Wragge.

—¿Oh? —dijo con tono interrogativo—. ¿Oh, en serio? Por favor, señorita, ¿no quiere sentarse? Lo siento… no, no quería decir que lo siento; es decir, estoy muy contenta… —Se interrumpió y consultó a su marido con una mirada de impotencia.

—¡Contenta, por supuesto! —gritó el capitán.

—Contenta, por supuesto —repitió la giganta del raso ámbar con mayor docilidad que nunca.

—La señora Wragge no es sorda —explicó el capitán—. Solo es un poco lenta. Físicamente apática, si se me permite la expresión. Me limito a gritarle (y le ruego que me haga usted el honor de gritarle también) como un estímulo necesario para sus ideas. Grítele, y su mente acabará respondiendo. Háblele, y se alejará a la deriva directamente. ¡Señora Wragge!

—¿Té, capitán? —preguntó la señora Wragge por segunda vez, reconociendo al instante el estímulo.

—¡Enderécese la cofia! —gritó su marido—. Le pido mil perdones —prosiguió, dirigiéndose de nuevo a Magdalen—. La triste realidad es que soy un mártir de mi propio sentido del orden. El desorden, la falta de sistema y regularidad me producen una grandísima irritación. Me distraigo, pierdo la compostura; no descanso hasta que todo vuelve a estar en su sitio. En el aspecto externo, la señora Wragge es, para mi infinito pesar, la mujer más desaliñada con la que me he tropezado. ¡Más a la derecha! —gritó el capitán cuando la señora Wragge, como una niña bien enseñada, mostró la cofia a la inspección de su marido.

Inmediatamente la señora Wragge tiró de la cofia hacia la izquierda. Magdalen se levantó y se la enderezó. El rostro de luna llena de la giganta se iluminó por vez primera. Miró la capa y el sombrero de Magdalen con admiración.

—¿Le gustan los vestidos, señorita? —preguntó de repente en un susurro confidencial—. A mí, sí.

—Enséñele a la señorita Vanstone su habitación —dijo el capitán, como si la casa entera le perteneciera—. La habitación libre, la habitación libre de la patrona, en la parte de delante del tercer piso. Ofrézcale a la señorita Vanstone cuantos artículos relacionados con el aseo pueda necesitar. No lleva equipaje. Subsane la deficiencia y luego vuelva y prepare el té.

La señora Wragge acusó recibo de estas altaneras instrucciones con una mirada de plácido desconcierto y salió de la habitación; Magdalen la siguió con una bujía que le había entregado el solícito capitán. Tan pronto como estuvieron solas en el descansillo, la señora Wragge alzó el libro viejo y destartalado que leía cuando Magdalen le fue presentada y que no había soltado en ningún momento, y lentamente se dio unos golpecitos en la frente con él.

—¡Oh, mi pobre cabeza! —dijo la alta señora en un débil soliloquio—. ¡Me zumba más que nunca!

—¿Le zumba? —repitió Magdalen, atónita.

La señora Wragge subió por las escaleras sin dar explicaciones, se detuvo frente a la puerta de una de las habitaciones del segundo piso y entró.

—Este no es el tercer piso —dijo Magdalen—. Esta no puede ser mi habitación.

—Espere un poco —imploró la señora Wragge—. Espere un poco, señorita, antes de que subamos. El zumbido que tengo en la cabeza es peor que nunca. Por favor, espere a que esté un poco mejor.

—¿Quiere que pida ayuda? —preguntó Magdalen—. ¿Llamo a la patrona?

—¿Ayuda? —dijo la señora Wragge—. ¡Cielos, no quiero ayuda! Estoy acostumbrada. Tengo un zumbido en la cabeza que va y viene desde hace… ¿cuántos años? —Se interrumpió para reflexionar, se perdió, y de repente probó con una pregunta a la desesperada—. ¿Ha estado alguna vez en los salones del restaurante Darch de Londres? —inquirió, aparentando el mayor interés.

—No —respondió Magdalen, perpleja por la extraña pregunta.

—Allí fue donde me empezó el zumbido de la cabeza —dijo la señora Wragge, siguiendo una nueva pista con gran atención y vehemencia—. Estaba empleada en el restaurante Darch para servir a los caballeros, eso es. Los caballeros llegaban todos a la vez; los caballeros tenían hambre todos a la vez; los caballeros pedían todos a la vez… —Se interrumpió y volvió a usar el viejo y gastado libro para golpearse con desánimo la cabeza.

—¿Y usted tenía que recordar todos sus pedidos por separado? —sugirió Magdalen para ayudarla—. ¿Y el esfuerzo de intentarlo la confundió?

—¡Exacto! —dijo la señora Wragge, excitándose violentamente en un momento—. Cerdo hervido con verduras y pudín de guisantes para el número uno. Guiso de buey con zanahorias y tarta de grosellas para el número dos. Tajada de cordero, que sea rápido, muy hecho y con mucha grasa para el número tres. Bacalao con chirivías, dos chuletas para continuar, vuelta y vuelta, o se acordará de mí, para el número cuatro. Cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Zanahorias y tarta de grosellas; pudín de guisantes y mucha grasa; cerdo y buey y cordero, y tajadas de todo y que sea rápido; cerveza negra para uno y rubia para otro; y pan rancio aquí y pan fresco allá; y a este caballero le gusta el queso y a aquel no. Matilda, Tilda, Tilda, Tilda, cincuenta veces hasta que ya no sabía ni cómo me llamaba. ¡Oh, Señor! ¡Oh, Señor! Todos juntos, todos al mismo tiempo, todos malhumorados, todos zumbando en mi cabeza como cuarenta mil millones de abejas. ¡No se lo diga al capitán! ¡No se lo diga al capitán! —La desgraciada criatura dejó caer el viejo y gastado libro y se golpeó la cabeza con ambas manos, clavando una mirada de ciego terror en la puerta.

—¡Calle! ¡Calle! —dijo Magdalen—. El capitán no la ha oído. Ahora ya sé qué le pasa en la cabeza. Déjeme que la refresque.

Magdalen empapó una toalla en agua y la apretó contra la cabeza ardiente y desvalida que la señora Wragge le ofreció con la docilidad de una niña enferma.

—Qué mano tiene usted —dijo la pobre criatura al notar el alivio del frescor, cogiendo con admiración una mano de Magdalen—. ¡Qué suave y blanca! Yo procuro ser una señora; siempre llevo los guantes puestos, pero no consigo tener unas manos como las suyas. De todas formas voy bien vestida, ¿no es cierto? Me gustan los vestidos; son un consuelo para mí. Siempre soy feliz cuando contemplo mis cosas. Oiga, no se enfadará conmigo, ¿verdad? Me gustaría tanto probarme su sombrero.

Magdalen la complació con la compasión siempre dispuesta de la juventud. La señora Wragge se contempló en el espejo sonriendo y asintiendo para sí con el sombrero sobre la cabeza.

—Yo tuve uno tan bonito como este en otro tiempo —dijo—, pero era blanco en lugar de negro. Lo llevaba cuando el capitán se casó conmigo.

—¿Dónde se conocieron? —preguntó Magdalen, formulando la pregunta como un posible medio de aumentar su escasa información sobre el capitán Wragge.

—En el restaurante —dijo la señora Wragge—. Era el más hambriento y el más ruidoso de todos a los que servía. Cometí más errores con él que con todos los demás juntos. Él soltaba juramentos. ¡Oh, vaya si los soltaba! Cuando dejó de gritarme, se casó conmigo. Había otros además de él que también me pretendían. Vaya, tuve donde escoger. ¿Por qué no? Cuando a una le dejan un poquito de dinero que no esperaba, si eso no te convierte en una señora, no sé qué pueda hacerlo. ¿No puede elegir a su gusto una señora? Yo recibí mi poquito dinero y tenía donde elegir, y elegí al capitán, eso es. Era el más elegante y el más bajo de todos ellos. Él se ocupó de mí y de mi dinero. Yo estoy aquí, el dinero se esfumó. No ponga esa toalla encima de la mesa, ¡a él no le gustaría! No mueva sus navajas de afeitar; no lo haga, por favor, o me olvidaré de cuál es cuál. Tengo que recordar cuál es cuál mañana por la mañana. ¡Vaya, el capitán no se afeita solo! Hizo que me enseñaran. Yo le afeito. Yo le peino y le corto las uñas; es terriblemente exigente con sus uñas. También con sus pantalones. Y con sus zapatos. Y con su periódico de la mañana. Y con sus desayunos y comidas y cenas y tés… —Se interrumpió sacudida por un súbito recuerdo, miró alrededor, observó el viejo y gastado libro en el suelo y juntó las manos con desesperación—. ¡He perdido la página! —exclamó con angustia—. ¡Oh, piedad, qué será de mí! He perdido la página.

—No se preocupe —dijo Magdalen—. Yo se la encontraré en seguida.

Recogió el libro, hojeó las páginas y descubrió que el objeto de la inquietud de la señora Wragge no era más que un viejo y anticuado Tratado del Arte de Cocinar reducido a los habituales epígrafes de Pescado, Carne y Aves, que contenía la acostumbrada serie de recetas. Pasando las hojas, Magdalen llegó a una página en particular cubierta de pequeñas gotas de humedad medio secas.

—¡Qué curioso! —dijo—. Si no fuera un libro de cocina, diría que alguien ha estado llorando sobre él.

—¿Alguien? —repitió la señora Wragge con una mirada de asombro—. No es alguien, soy yo. Le doy las gracias, sin duda esta es la página. Cielos, suelo llorar sobre el libro. Usted también lloraría si tuviera que sacar de ahí las comidas del capitán. Tan seguro como que cada vez que me siento con este libro me empieza otra vez el zumbido en la cabeza. ¿Quién lo entiende? Algunas veces me parece que lo tengo y se me escapa todo. A veces creo que no lo entiendo y lo recuerdo todo de golpe. ¡Fíjese! Esto es lo que ha pedido para desayunar mañana: «Tortilla a las hierbas. Bata dos huevos con un poco de agua o leche, sal, pimienta, cebolletas y perejil. Picar fino». ¡Vaya! ¡Picar fino! ¿Cómo voy a picarlo fino si está todo mezclado y batido? «Ponga un trozo de mantequilla del tamaño de su pulgar en la sartén». ¡Míreme el pulgar y mírese el suyo! ¿A qué tamaño se refiere? «Derretir, pero no dorar». Si no se ha de dorar, ¿qué color ha de tener? Él no me lo dice; espera que lo sepa, y yo no lo sé. «Echar la tortilla». ¡Vaya! Eso puedo hacerlo. «Deje que cuaje, levante todo el borde de la tortilla; cuando esté hecha, déle la vuelta para doblarla sobre sí». ¡Oh, la de veces que le he dado la vuelta y la he doblado en mi cabeza antes de que entrara usted! «No deje que se endurezca; ponga el plato sobre la sartén y déle la vuelta». ¿A qué le he de dar la vuelta? Oh, piedad, pruebe con la toalla fría otra vez y dígame a qué, ¿al plato o a la sartén?

—Ponga el plato sobre la sartén —dijo Magdalen—, y luego déle la vuelta a la sartén. Creo que se refiere a eso.

—Se lo agradezco de veras —dijo la señora Wragge—. Quiero grabármelo en la cabeza; repítalo, por favor.

Magdalen lo dijo una vez más.

—Y luego dé la vuelta a la sartén —repitió la señora Wragge con un súbito estallido de energía—. ¡Ahora ya lo entiendo! Oh, todas esas tortillas friéndose en mi cabeza y todas mal. Se lo agradezco mucho, se lo aseguro. Usted me ha puesto buena otra vez; solo estoy un poco cansada de hablar. Y luego déle la vuelta a la sartén, y luego déle la vuelta a la sartén, y luego déle la vuelta a la sartén. Suena como a poesía, ¿verdad?

Su voz se extinguió y ella cerró los ojos, adormeciéndose. En ese mismo momento se abrió la puerta de la habitación de abajo y las bajas notas de la meliflua voz del capitán flotaron hasta arriba llenas del acostumbrado estimulante para las facultades de su mujer.

—¡Señora Wragge! —llamó el capitán—. ¡Señora Wragge!

La señora Wragge se puso en pie sobresaltada por aquella terrible llamada.

—Oh, ¿qué me había dicho que hiciera? —preguntó distraídamente—. ¡Montones de cosas y las he olvidado todas!

—Dígale que las ha hecho cuando le pregunte —sugirió Magdalen—. Eran cosas para mí, cosas que no quiero. Recuerdo todo lo necesario. Mi habitación es la de delante en el tercer piso. Baje y dígale que iré en seguida. —Cogió la bujía y empujó a la señora Wragge al descansillo—. Dígale que iré en seguida —susurró de nuevo y subió sola al tercer piso.

La habitación era pequeña y estaba muy pobremente amueblada. En otros tiempos, la señorita Garth hubiera vacilado en ofrecer una habitación semejante en Combe-Raven a uno de los criados. Pero era tranquila, le permitió estar unos minutos a solas, y era soportable, incluso grata, por ese motivo. Se encerró en ella y se acercó mecánicamente, siguiendo el primer impulso de una mujer en un dormitorio extraño, a la pequeña mesa desvencijada y al pequeño y sucio espejo. Aguardó allí unos instantes y luego se apartó con cansado desprecio. «¿Qué importa lo pálida que esté? —pensó—. Frank no puede verme. ¡Qué importa ahora!».

Dejó a un lado capa y sombrero y se sentó para serenarse, pero los acontecimientos del día la habían dejado exhausta. El pasado, cuando intentó recordarlo, hizo solo que le doliera el corazón. El futuro, cuando intentó imaginarlo, estaba sumido en la negrura. Volvió a levantarse y se situó junto a la ventana sin cortinas; miró al exterior como si la noche desolada guardara cierta simpatía oculta hacia su propia desolación.

«¡Norah! —dijo para sí cariñosamente—. Me pregunto si Norah estará pensando en mí. ¡Oh, ojalá fuera tan paciente como ella! ¡Ojalá pudiera olvidar la deuda que tenemos con Michael Vanstone!».

Una vengativa desesperación ensombreció su rostro; paseó sin hacer ruido por la pequeña jaula que era la habitación.

«¡No, jamás hasta que esa deuda esté pagada!». Sus pensamientos se desviaron de nuevo hacia Frank. «Aún en el mar, pobrecito, cada vez más lejos de mí, navegando de día y de noche. ¡Oh, Frank, ámame!».

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Las enjugó rápidamente, se dirigió a la puerta y rio con desesperada frivolidad cuando volvió a abrirla.

«Cualquier compañía es mejor que mis propios pensamientos —espetó temerariamente saliendo de la habitación—. Me había olvidado de mis parientes recién adquiridos, mi tía medio boba y mi tío el granuja». Bajó las escaleras hasta el descansillo del primer piso y se detuvo con una momentánea vacilación. «¿Cómo terminará todo esto? —se preguntó—. ¿Hacia dónde me lleva este viaje a ciegas? ¿Quién sabe y a quién le importa?».

Entró en la habitación.

El capitán Wragge presidía junto al servicio de té con el aire de un príncipe en su salón de banquetes. A un lado de la mesa se sentaba la señora Wragge vigilando la mirada de su marido como un animal aguardando su alimento. Al otro lado había una silla vacía que el capitán señaló con mano persuasiva cuando entró Magdalen.

—¿Qué le parece nuestra habitación? —preguntó—. Confío en que la señora Wragge le haya sido de utilidad. ¿Toma usted leche y azúcar? Pruebe el pan de aquí, haga los honores a la mantequilla de York, saboree la frescura de un huevo recién puesto en la vecindad. Le ofrezco lo poco que tengo. La comida de un mendigo, mi querida niña, sazonada con la bienvenida de un caballero.

—Sazonada con sal, pimienta, cebolletas y perejil —murmuró la señora Wragge, buscando instantáneamente una palabra relacionada con la cocina y uniendo su pensamiento a la tortilla durante el resto de la velada.

—¡Siéntese erguida en la mesa! —gritó el capitán—. Más a la izquierda, más aún; así está bien. Durante su ausencia —continuó, dirigiéndose a Magdalen—, mi cerebro no ha permanecido inactivo. He estado reflexionando sobre su situación, pensando exclusivamente en su provecho. Si mañana decide dejarse guiar por la luz de mi experiencia, esa luz está a su servicio sin reservas. Sería natural que dijera: «Sé muy poco de usted, capitán, y ese poco no es favorable». Lo admito, con una condición: que me permita familiarizarla con mi persona y mi carácter cuando terminemos el té. El falso pudor es ajeno a mi naturaleza. Está usted viendo a mi mujer, mi casa, mi pan, mis huevos, y mi mantequilla exactamente como son. Véame a mí también, mi querida niña, mientras se lo toma.

Cuando terminó el té, la señora Wragge se retiró a un rincón de la habitación a una señal de su marido, con el sempiterno libro de cocina aún en la mano.

—Picar fino —susurró confidencialmente al pasar junto a Magdalen—. Es un rompecabezas, ¿a que sí?

—¡Otra vez en chancletas! —gritó el capitán señalando los pesados pies planos de su mujer—. El pie derecho. Cálcese bien el zapato, señora Wragge, ¡cálcese bien el zapato! Por favor, permítame —añadió, ofreciendo su brazo a Magdalen para conducirla hasta un pequeño y sucio sofá de crin—. Necesita descansar; después del largo viaje, realmente necesita descansar. —Acercó su silla al sofá y contempló a Magdalen con un afable aire investigador, como si fuera su médico y hubiera decidido un diagnóstico.

—¡Muy agradable!, ¡muy agradable! —dijo el capitán cuando vio a su invitada cómodamente instalada en el sofá—. Me siento como en el seno de la familia. ¿Volvemos a nuestro tema, el de mi personalidad de granuja? ¡No!, ¡no! Ni disculpas ni protestas, se lo ruego. No se ande con rodeos, y cuente con que yo hablaré sin pelos en la lengua. Ahora vayamos a los hechos; se lo ruego, vayamos a los hechos. ¿Quién y qué soy yo? Vuelva a la conversación que tuvimos en las murallas de esta interesante ciudad y empecemos una vez más desde su punto de vista. Soy un granuja y, en calidad de tal (como ya he señalado), también el hombre más útil que podía haber conocido. ¡Ahora observe! Hay muchas variedades de granujas; permítame que le hable de la mía para empezar. Soy un timador.

Su absoluta desfachatez era realmente sobrehumana. Ni un vestigio de rubor alteró la monotonía cetrina de su tez; una sonrisa curvaba sus labios sinuosos con la misma complacencia de siempre; guiñó sus ojos multicolores a Magdalen con la franqueza satisfecha de un hombre inofensivo por naturaleza. ¿Le había oído su mujer? Magdalen miró por encima del hombro del capitán hacia el rincón donde se hallaba sentada. La estudiante de cocina autodidacta estaba absorta en su tema. Había avanzado en su tortilla imaginaria hasta la etapa crítica en que tenía que echarse la mantequilla, ese trozo de mantequilla vagamente medido según el tamaño del pulgar. La señora Wragge estaba ensimismada en la contemplación de uno de sus pulgares y sacudía la cabeza como si no consiguiera satisfacerla.

—No se escandalice —prosiguió el capitán—, no se asombre. Timador no es más que una palabra de tres sílabas. T, I: ti; M, A: ma; D, O, R: dor; timador. Definición: Agricultor moral; un hombre que cultiva el campo de la compasión humana. Yo soy ese agricultor moral, ese hombre que cultiva. La mediocridad de miras estrechas, envidiosa de mi éxito en la profesión, me llama timador. ¿Qué más da? Con esa misma mezquindad se ataca a nombres de otras profesiones, llamando escritorzuelos a grandes escritores, carniceros a grandes generales, etcétera. Depende por completo del punto de vista. Adoptando el suyo, me declaro timador para entendernos. Ahora devuélvame el favor y adopte mi punto de vista. Escuche lo que tengo que decir en mi defensa sobre el ejercicio de mi profesión. ¿Continúo hablando con toda franqueza?

—Sí —dijo Magdalen—, y yo le diré después lo que pienso con toda franqueza.

El capitán se aclaró la garganta, convocó mentalmente su ejército entero de palabras —caballería, infantería, artillería y reservas—, se puso personalmente a la cabeza y se apresuró a entrar en acción con una carga general sobre las trincheras morales de la sociedad.

—Ahora observe —empezó—. Aquí estoy yo, un sujeto necesitado. Muy bien. Sin complicar la cuestión preguntando cómo he llegado a esta situación, me limitaré a inquirir si es o no es el deber de una comunidad cristiana ayudar a los necesitados. Si me dice que no, sencillamente me escandalizaré y eso será todo. Si dice que sí, entonces le ruego conteste a esta pregunta: ¿qué culpa hay en hacer que una comunidad cristiana cumpla con su deber? Podría usted decir: ¿está obligado un hombre previsor que ha ahorrado dinero a gastárselo en un desconocido imprudente que no ha ahorrado nada? ¡Por supuesto que sí! Y dígame, por favor, ¿en qué se basa? ¡Dios del Cielo!, en que él tiene el dinero, claro está. A lo largo y ancho de este mundo, el hombre que no lo tiene, lo consigue con un pretexto y otro del hombre que sí lo tiene, y en nueve casos de cada diez, el pretexto es fraudulento. ¡Cómo! Sus bolsillos están llenos y los míos vacíos, ¿y se niega a ayudarme? ¡Sucio miserable! ¿Cree que voy a permitir que viole en mi persona el sagrado deber de la caridad? No se lo permitiré, lo digo rotundamente, no se lo permitiré. Estos son mis principios como agricultor moral. ¿Principios que admiten las triquiñuelas? Desde luego. ¿Qué culpa tengo yo de que el campo de la compasión humana no pueda labrarse de ninguna otra manera? Consulte a mis hermanos agricultores que se limitan a la tierra; ¿acaso obtienen ellos sus cosechas limitándose a pedirlas? ¡No! Tienen que embaucar a la árida Naturaleza exactamente igual que yo embauco a hombres mezquinos. Tienen que arar y sembrar y abonar y avenar y todo lo demás. ¿Por qué han de obstaculizarme en la vasta ocupación de avenar a la humanidad? ¿Por qué he de ser perseguido por excitar habitualmente el más noble sentimiento de nuestra naturaleza? ¡Infamante! No tengo otra palabra para describirlo: ¡infamante! Si no tuviera confianza en el futuro, perdería la fe en la humanidad, pero tengo confianza en el futuro. ¡Sí!, uno de estos días (cuando esté muerto y enterrado), cuando las ideas se expandan y avance el conocimiento, los méritos abstractos de la profesión que ahora se denomina timo serán reconocidos. Cuando ese día llegue, que no me saquen de la tumba para hacerme un funeral público, que no se aprovechen de que no tendré voz que alzar en mi defensa insultándome con una estatua. ¡No!, que me hagan justicia en mi lápida, que me describan con una sola frase magistral a modo de epitafio. Aquí yace Wragge, embalsamado en el reconocimiento tardío de su especie; aró, sembró y cosechó a sus congéneres; una posteridad más culta le felicita por la uniforme excelencia de sus cosechas.

Se interrumpió, no por falta de confianza ni de palabras, sino meramente por falta de aliento.

—Se lo digo sinceramente con una pincelada de humor —continuó con tono agradable—. No le estoy escandalizando, ¿verdad? —Aunque cansada y desanimada (recelosa de los demás, insegura de sí misma), la desmedida desvergüenza de la defensa que el capitán Wragge hacía del timo despertó el sentido del humor de Magdalen y llevó una sonrisa a sus labios.

—¿Es especialmente abundante la cosecha de Yorkshire en estos momentos? —inquirió, usando sus mismas armas con habilidad femenina.

—Diana, ha dado en la diana —dijo el capitán, mostrando jocosamente los faldones de su raída chaqueta de caza a modo de comentario sobre la observación de Magdalen—. Mi querida niña, siempre hay cosecha aquí o en cualquier otra parte, pero un hombre no siempre puede recogerla. Me ha sido negada, lamento decirlo, la ayuda de una colaboración inteligente. No tengo nada en común con los torpes y vulgares colegas de mi profesión, que se condenan a sí mismos ante magistrados municipales y jueces del peor de todos los delitos: la estupidez incurable en el ejercicio de nuestra vocación. Estoy completamente solo, tal como me ve. Tras años de fructífera independencia, empiezan a acosarme los inconvenientes de la celebridad. En mi camino hacia el norte, me detengo en esta interesante ciudad por tercera vez, consulto mis libros en busca de las acostumbradas referencias a experiencias pasadas en este lugar, descubro que bajo el encabezamiento, «Situación personal en York», se hallan las iniciales D. C., que significan, Demasiado Conocido. Reviso el índice y busco los aledaños. Encuentro los mismos comentarios con la misma brevedad. «Leeds. D. C. Scarborough. D. C. Harrowgate. D. C.» Etcétera. ¿Cuál es la consecuencia inevitable? Suspendo mis preparativos, mis recursos se evaporan, y mi bella pariente me encuentra convertido en el paupérrimo caballero que tiene ahora ante sus ojos.

—¿Sus libros? —dijo Magdalen—. ¿A qué libros se refiere?

—Ya verá —contestó el capitán—. Confíe en mí, o no, como guste. Yo confío en usted por completo. Ya verá.

Después de estas palabras, se retiró a la habitación interior. Durante su ausencia, Magdalen lanzó una mirada furtiva a la señora Wragge. ¿Seguía ajena a la verborrea de su marido? Por completo. Había avanzado en la tortilla imaginaria hasta la última etapa del proceso culinario y ensayaba ahora la operación final de darle la vuelta, con la palma de la mano para representar el plato y el libro de cocina como sartén.

—Lo tengo —dijo la señora Wragge asintiendo, mientras miraba a Magdalen—. Primero se pone la sartén sobre el plato y luego se les da la vuelta a los dos.

El capitán Wragge regresó con un pulcro maletín negro adornado con un reluciente cierre de latón. De él sacó cinco o seis gruesos libritos de tipo mercantil encuadernados en piel de becerro y con papel vitela, cada uno de ellos con su pequeño cierre individual.

—¡Ojo! —dijo el agricultor moral—. No me atribuyo mérito alguno por esto; soy ordenado por naturaleza y nada más. He de consignarlo todo por escrito, ¡si no, me volvería loco! Aquí está mi biblioteca mercantil: Diario, Libro Mayor, Libro de Estamentos, Libro de Cartas, Libro de Observaciones, etcétera. Tenga la amabilidad de echarle un vistazo a cualquiera de ellos. Me jacto de que no hay nada parecido a un borrón ni a una entrada hecha a la ligera de la primera página a la última. Fíjese en esta habitación; ¿hay alguna silla fuera de lugar? ¡Qué yo no me entere! Míreme. ¿Tengo polvo? ¿Estoy sucio? ¿Voy mal afeitado? Soy, en resumen, un pobretón impecable, ¿o no? ¡Ojo! No me atribuyo el mérito; es la naturaleza del hombre, mi querida niña, ¡la naturaleza del hombre!

Abrió uno de los libros. Magdalen no podía juzgar la admirable corrección con que se llevaban las cuentas en él, pero sí podía apreciar la pulcritud de la caligrafía, la regularidad de las hileras de números, la exactitud matemática de las líneas trazadas con tinta roja y negra, la limpia ausencia de borrones, manchas o tachones. Aunque el sentido del orden innato en el capitán Wragge —como en muchos otros— estaba arraigado de forma excesivamente mecánica para ejercer una influencia de elevación moral sobre sus actos, había producido un efecto legítimo sobre sus hábitos y había sometido sus granujadas a un proceder tan estrictamente metódico como si se trataran de las transacciones comerciales de un hombre honrado.

—¿Le parece que mi sistema es complejo en apariencia? —prosiguió el capitán—. En realidad es la simplicidad misma. Me limito a eludir los errores de colegas inferiores. Es decir, jamás pido para mí mismo y jamás apelo a la gente rica, equivocaciones fatales ambas que los colegas de inferior categoría cometen continuamente. La gente con pocos medios tiene a veces impulsos generosos relacionados con el dinero, la gente rica no los tiene jamás. Milord, con cuarenta mil libras al año, sir John con propiedades en media docena de condados: esos son los hombres que jamás perdonan al cortés sinvergüenza por timarles un soberano; esos son los hombres que mandan llamar a los agentes de la mendicidad[12]; esos son los hombres que cuidan su dinero. ¿Quiénes son las personas que pierden chelines y monedas de seis peniques por puro descuido? Criados y empleaduchos para quienes los chelines y las monedas de seis peniques son importantes. ¿Ha oído alguna vez decir que a Rothschild o a Baring se les cayera una moneda de cuatro peniques por el agujero de una alcantarilla? La moneda de cuatro peniques está más segura en el bolsillo de Rothschild que en el de esa mujer que vocea ahora mismo sus camarones pasados en Skeldergate. Fortalecido por estos sabios principios, enriquecido por la información escrita de mi biblioteca mercantil, he recorrido la población durante años y he recogido mi caritativa cosecha con el más alentador de los éxitos. Aquí, en el libro número uno, se hallan descritos todos mis estamentos, con el sentir público dominante al que apelar en cada uno de ellos: el estamento militar, el estamento sacerdotal, el estamento campesino. Etcétera, etcétera. Aquí, en el número dos, se encuentran los casos por los que abogo: familia de un oficial que cayó en Waterloo; esposa de un pobre coadjutor aquejado de una debilidad nerviosa; viuda de un ganadero en apuros al que mató de una cornada un toro enloquecido. Etcétera, etcétera. Aquí, en el número tres, está la gente que ha oído las historias de la familia del oficial, la esposa del coadjutor, la viuda del ganadero, y la gente que no las ha oído; la gente que ha dicho que sí y la gente que ha dicho que no; la gente con la que se puede volver a intentar, los que necesitan un caso nuevo para animarlos, los que dudan, o la gente con la que hay que tener cuidado. Etcétera, etcétera. Aquí, en el número cuatro, encontramos mis diferentes tipos de letras, mis cartas de recomendación sobre mi propia valía e integridad, mis desgarradoras declaraciones de la familia del oficial, la esposa del coadjutor y la viuda del ganadero, manchadas de lágrimas, salpicadas de emoción. Etcétera, etcétera. Aquí, en los números cinco y seis, están mis subscripciones personales a obras de beneficencia, pagadas realmente en zonas remunerativas basándome en el principio de gastar uno para ganar ciento, así como el diario de mis actuaciones cotidianas, mis reflexiones y comentarios personales, mi declaración de dificultades existentes (tales como la de hallarme D. C. en esta interesante ciudad), mis entradas y salidas, condiciones atmosféricas, política y eventos públicos, fluctuaciones en mi salud, fluctuaciones de la cabeza de la señora Wragge, fluctuaciones en nuestros medios y comidas, nuestros pagos, perspectivas y principios. Etcétera, etcétera. Así, mi querida niña, gira la rueda del timador. Así pues, me ve tal como soy. Usted sabía que vivía de mi ingenio antes de que la encontrara. ¡Bien! ¿Le he demostrado o no le he demostrado que tengo ingenio del que vivir?

—No me cabe la menor duda de que se ha hecho usted justicia —dijo Magdalen serenamente.

—No estoy cansado en absoluto —continuó el capitán—. Puedo seguir toda la noche si es necesario. Sin embargo, si me he hecho justicia, quizá deba dejar que el resto de rasgos de mi carácter se desvelen por sí mismos en ocasiones futuras. Por el momento me retiro. Wragge hace mutis. ¡Y ahora vayamos al grano! Permítame inquirir qué efecto he producido en su ánimo. ¿Sigue creyendo que el granuja que le ha confiado todos sus secretos estaría dispuesto a aprovecharse vilmente de una hermosa pariente?

—Esperaré un poco —respondió Magdalen— antes de contestar a esa pregunta. Cuando he bajado a tomar el té me ha dicho que había empleado el tiempo en mi provecho. ¿Puedo preguntar cómo?

—Por supuesto —dijo el capitán Wragge—. Tendrá usted el resultado neto de todo el proceso mental. Dicho proceso abarca las acciones presentes y futuras de sus desconsoladas amigas y de los abogados que las ayudan a encontrarla. Con toda probabilidad sus acciones presentes han tomado la siguiente forma: el pasante del abogado ha desesperado de hallarla en casa del señor Huxtable y, a estas horas, después de esmeradas indagaciones en todos los hoteles, también ha desesperado de hallarla en uno de ellos. Su última posibilidad estriba en que envíe usted a alguien a buscar su baúl a la consigna; usted no lo hace y por esta noche el pasante (gracias al capitán Wragge y a Rosemary Lane) ha agotado todos sus recursos. Inmediatamente comunicará este hecho a sus jefes de Londres y ellos (¡no se alarme!) pedirán ayuda a la policía local. Teniendo en cuenta las inevitables demoras, con el ingenio aguzado y con esos carteles para ayudarle a identificarla, llegará un espía profesional, desde luego pasado mañana a más tardar, posiblemente antes. Si usted se queda en York, si intenta ponerse en contacto con el señor Huxtable, ese espía la descubrirá. Si, por otro lado, abandona la ciudad antes de que él llegue (utilizando otro medio de transporte que no sea el ferrocarril, claro está), lo dejará en el mismo brete que al pasante, lo desafiará a hallar una pista fresca sobre usted. Este es mi breve resumen sobre su situación actual. ¿Qué le parece?

—Creo que tiene un defecto —dijo Magdalen—. No termina.

—Perdóneme —replicó el capitán—. Termina en un arreglo para que parta a salvo y en un plan para que se cumplan sus deseos de convertirse en actriz. Ambos surgidos de la voz de mi propia experiencia y esperando ambos una palabra suya para que se los describa inmediatamente con todo detalle.

—Creo que sé cuál es esa palabra —dijo Magdalen, mirándolo con suma atención.

—Le aseguro que estaré encantado de oírla. Solo tiene que decir: «Capitán Wragge, hágase cargo de mí», y mis planes serán suyos desde ese mismo momento.

—Me tomaré esta noche para estudiar su propuesta —dijo ella tras unos instantes de reflexión—. Le daré una respuesta mañana por la mañana.

El capitán Wragge pareció un tanto decepcionado. No esperaba que Magdalen respondiera tan tranquilamente con reservas a las reservas por él mostradas.

—¿Por qué no decidirlo ahora mismo? —protestó con su tono más persuasivo—. Solo tiene que considerar…

—Tengo más cosas que considerar de las que usted se imagina —replicó ella—. Tengo otro objetivo en perspectiva, además del que usted ya conoce.

—¿Puedo preguntarle…?

—Perdóneme, capitán Wragge, no puede. Permítame agradecerle su hospitalidad y desearle las buenas noches. Estoy agotada. Necesito descansar.

Una vez más el capitán tuvo el sentido común de adaptarse al estado de ánimo de Magdalen con el presto dominio de sí mismo de un hombre experimentado.

—¡Agotada, por supuesto! —dijo, comprensivamente—. Ha sido imperdonable por mi parte no haberlo pensado antes. Reanudaremos nuestra conversación mañana. Permítame ofrecerle una bujía. ¡Señora Wragge!

Postrada por el ejercicio mental, la señora Wragge seguía el proceso de la tortilla en sueños. Tenía la cabeza vuelta hacia un lado y el cuerpo hacia el otro. Roncaba débilmente. Una de sus manos se levantaba sola a intervalos, agitaba una sartén imaginaria y caía con un leve golpe sobre el libro de cocina que tenía en el regazo. Al oír la voz de su marido se puso en pie sobresaltada y se encaró con él con la mente profundamente dormida y los ojos abiertos del todo.

—Ayude a la señorita Vanstone —dijo el capitán—. Y la próxima vez que se duerma en la silla, hágalo derecha. No me moleste durmiéndose torcida.

La señora Wragge abrió los ojos aún más y miró a Magdalen con asombro impotente.

—¿Está desayunando el capitán a la luz de las bujías? —preguntó dócilmente—. ¿No le he hecho la tortilla?

Antes de que la voz correctora de su marido pudiera aplicarle un nuevo estimulante, Magdalen la cogió compasivamente por el brazo y la condujo fuera de la habitación.

—¿Otro objetivo además del que yo conozco? —repitió el capitán Wragge cuando se quedó solo—. ¿Habrá un caballero en la sombra después de todo? ¿Se prepara alguna maldad con la que yo no he contado?