CAPÍTULO III
La primera mirada de Magdalen a la habitación vacía le descubrió la carta sobre la mesa. Tal como había predicho el cirujano, la dirección le reveló el remitente en cuanto vio la letra.
Ni un solo sonido escapó de su garganta. Se sentó junto a la mesa, pálida y silenciosa, con la carta en el regazo. Intentó abrirla por dos veces y la dos veces la volvió a dejar. El pasado no estaba solo en sus pensamientos mientras miraba la letra de su hermana; el miedo a Kirke también estaba allí. «¡Mi vida pasada! —pensó—. ¿Qué pensará de mí cuando conozca mi vida pasada?».
Hizo un nuevo esfuerzo y rompió el sello. Una segunda carta cayó del sobre, dirigida a ella con una letra que no le era familiar. Dejó esta segunda carta a un lado y leyó las líneas que le había escrito Norah.
Ventnor, isla de Wight, 24 de agosto
Mi queridísima Magdalen:
Cuando leas esta carta intenta pensar que fue ayer cuando nos vimos por última vez y aparta de tus pensamientos (como yo lo he hecho con los míos) el pasado y cuanto a él se refiere.
Me han prohibido tajantemente que te altere o te canse con una carta demasiado larga. ¿Está mal que te diga que soy la mujer más feliz del mundo? Espero que no, pues no puedo guardar el secreto.
Cariño, prepárate para la mayor sorpresa que te he dado en toda mi vida. Me he casado. Hoy hace solo una semana que me despedí de mi antiguo nombre, una semana solo desde que me convertí en la feliz esposa de George Bartram de St. Crux.
Ciertos obstáculos se interpusieron en nuestro matrimonio al principio, me temo que algunos de ellos por mi culpa. Afortunadamente para mí, mi marido sabía desde el principio que le amaba; me dio una segunda oportunidad para decírselo después de haber perdido la primera y, como puedes ver, tuve la sensatez de aprovecharla. Deberías estar especialmente interesada en este matrimonio, cariño, pues tú has sido la causa. De no haber ido yo a Aldborough en busca de algún indicio sobre tu paradero, de no haber sido porque circunstancias en las que tú estabas envuelta llevaron allí a George al mismo tiempo, quizá mi marido y yo no hubiéramos llegado a conocernos. Cuando George y yo recordamos aquellos primeros días, te recordamos a ti.
Debo mantener mi promesa de no cansarte, debo poner punto y final a esta carta (totalmente en contra de mi voluntad). ¡Paciencia, paciencia!, pronto nos veremos. George y yo iremos a buscarte a Londres para traerte con nosotros a Ventnor. Piensa que esta invitación no solo te la hago yo, sino también mi marido. No creas, Magdalen, que me casé con él hasta que le enseñé a pensar de ti lo mismo que pienso yo, a desear lo que deseo y a esperar lo que yo espero. Podría decir mucho más sobre esto, mucho más sobre George, si diera rienda suelta a mis pensamientos y a mi pluma; pero debo dejar a la señorita Garth (a petición suya) un espacio en blanco en la última página de esta carta; así pues, tan solo añadiré unas palabras más antes de despedirme para prevenirte de que me reservo otra sorpresa hasta que nos veamos. No intentes adivinarla; podrías pasarte años sin acercarte en lo más mínimo a la verdad.
Con todo el cariño de tu hermana,
NORAH BARTRAM
(AÑADIDO POR LA SEÑORITA GARTH)
Mi querida niña:
Si alguna vez hubiera llegado a perder el cariñoso recuerdo que tengo de ti, volvería a brotar de nuevo en mi corazón ahora que sé que Dios ha querido devolverte a nosotros desde el borde de la tumba. Añado estas líneas a la carta de tu hermana, pues no estoy segura de que te encuentres tan bien como ella cree para aceptar su propuesta. No ha dicho una sola palabra sobre ella o sobre su marido que no sea cierta. Pero el señor Bartram es un extraño para ti, y si crees poder restablecerte de un modo más cómodo y agradable bajo la protección de tu vieja institutriz que bajo la de tu nuevo cuñado, ven primero conmigo y confía en que habré de convencer a Norah del cambio de planes. He apalabrado la opción a una casita de campo en Shanklin, lo bastante cerca de tu hermana para permitir que os veáis siempre que gustéis, y al mismo tiempo lo bastante lejos para garantizarte el privilegio de estar a solas cuando lo desees. Mándame unas líneas antes de que nos encontremos para decir sí o no. Yo mandaré aviso a Shanklin en el próximo correo.
Con todo el cariño de,
HARRIET GARTH
La carta se deslizó de la mano de Magdalen. Pensamientos que no había tenido jamás acudieron a ella en aquel momento.
Norah, cuyo valor ante la desgracia inmerecida había sido el valor de la resignación; Norah, que había aceptado pacientemente su triste suerte; que, de principio a fin, no había planeado venganza alguna ni se había rebajado a ningún tipo de engaño; Norah había alcanzado el objetivo que su hermana, con todo su ingenio, con toda su resolución y su audacia, no había logrado. Abierta y honorablemente, enamorados ambos, Norah se había casado con el hombre que poseía el dinero de Combe-Raven. ¡La intriga de Magdalen para recuperarlo solo había servido para abrir el camino que acabaría reuniendo a marido y mujer!
A la luz de este abrumador descubrimiento, la vieja contienda resurgió; y el Bien y el Mal combatieron una vez más por hacerse con ella, pero esta vez algunas fuerzas se añadieron a su lado mejor: el aliento que había recibido su nueva vida, el sentido más noble que había crecido parejo a la gratitud hacia el hombre que la había salvado. Todos los impulsos más elevados de su naturaleza, los que jamás le habían permitido errar con impunidad, los que la habían torturado antes y después de su matrimonio con los remordimientos que ninguna mujer despiadada y malvada por naturaleza puede sentir; todos los elementos más nobles de su carácter aunaron sus fuerzas para el combate final y le dieron arrestos para afrontar sin acobardarse indignamente la revelación que se abría ante sus ojos. A la luz de su propia vida inmortal, la verdad se alzaba cada vez con mayor claridad de las cenizas de sus pasiones muertas, de la tumba de sus esperanzas enterradas. Cuando volvió a mirar la carta, cuando leyó una vez más que la recuperación de la fortuna perdida era un triunfo de su hermana, no de ella, Magdalen ya había pisoteado victoriosamente los pequeños celos y las excusas mezquinas y pudo decir con el corazón en la mano: «¡Norah se lo ha merecido!».
Pasaron las horas. Magdalen siguió absorta en sus pensamientos y sin prestar atención a la segunda carta, que no había abierto todavía, hasta el regreso de Kirke.
El marino se detuvo en el rellano frente a la puerta y, entreabriéndola apenas, sin entrar en la habitación, preguntó a Magdalen si necesitaba alguna cosa. Magdalen le rogó que entrara. Kirke tenía el rostro cansado; parecía más viejo de lo que Magdalen había visto hasta entonces.
—¿Ha puesto usted esta carta aquí para mí? —preguntó Magdalen.
—Sí. Me lo ha pedido el doctor.
—Supongo que el doctor le dijo que era de mi hermana. Ella y la señorita Garth van a venir a verme. Ellas le darán las gracias por todas sus bondades hacia mí mejor que yo.
—No tengo derecho a su agradecimiento —replicó él con seriedad—. Lo que he hecho no lo he hecho por ellas, sino por usted. —Kirke esperó un momento y la miró. Su rostro le habría traicionado en aquella mirada, su voz le habría traicionado en las siguientes palabras que pronunció, de no haber sido porque ella ya había adivinado la verdad.
—Cuando vengan sus amigos —dijo él—, supongo que se la llevarán a un lugar mejor que este.
—No pueden llevarme a lugar alguno —dijo ella con tono afable— del que pueda pensar lo que pienso del lugar en que usted me encontró. No pueden llevarme con un amigo más querido que el amigo que ha salvado mi vida.
Se produjo un silencio momentáneo.
—Hemos sido muy felices aquí —prosiguió él, con un tono cada vez más bajo—. ¿No me olvidará cuando nos hayamos dicho adiós?
Magdalen palideció cuando oyó esas palabras y, levantándose de la silla, se arrodilló junto a la mesa para alzar los ojos hacia el rostro de Kirke y obligarle a mirarla.
—¿Por qué dice eso? —preguntó—. No vamos a decirnos adiós; todavía no, al menos.
—Creía… —empezó él.
—¿Sí?
—Creía que sus amigos venían para…
—¿Cree de verdad que voy a irme con alguien —dijo Magdalen, interrumpiéndole con vehemencia—, aunque sea el familiar más querido que tengo en el mundo, dejándole a usted aquí, sin preocuparme y sin saber si iba a volver a verle o no? ¡Oh, no piense eso de mí! —exclamó con lágrimas ardientes en los ojos—. ¡Estoy segura de que no piensa eso de mí!
—No —dijo él—, jamás he pensado y jamás podré pensar nada injusto o indigno de usted.
Antes de que pudiera añadir nada más, Magdalen se alejó de la mesa tan súbitamente como se había acercado a ella y regresó a su silla. La respuesta de Kirke le había recordado inconscientemente la cruel necesidad que seguía pendiente: la necesidad de contarle la historia del pasado. Por la cabeza de Magdalen no pasó en ningún momento la idea de ocultarle aquella historia. «¿Me amará cuando sepa la verdad como me ama ahora?». Este era su único pensamiento cuando abordó el asunto en su presencia sin echarse atrás.
—Olvidemos ahora mis sentimientos —dijo—. Hay una razón para que no me vaya antes de tener la seguridad de que volveré a verle. Tiene usted derecho, más derecho que ninguna otra persona, a saber cómo llegué hasta aquí, perdida para mis parientes y amigos, y por qué había caído tan bajo cuando me encontró.
—No tengo ningún derecho —se apresuró a decir él—. No deseo saber nada que le aflija contarme.
—Usted ha cumplido siempre con su deber —replicó Magdalen con una débil sonrisa—. Déjeme seguir su ejemplo, si puedo, e intentar cumplir con el mío.
—Tengo edad suficiente para ser su padre —dijo él con amargura—. El deber es más fácil de cumplir a mi edad que a la suya.
La cuestión de la edad ocupaba los pensamientos de Kirke de un modo tan obsesivo que imaginaba que a Magdalen debía de ocurrirle igual. Ella ni siquiera lo había pensado. La referencia que Kirke acababa de hacer a la edad no la apartó en lo más mínimo del tema sobre el que quería hablarle.
—No sabe usted cuánto valoro la buena opinión que tiene de mí —dijo Magdalen, esforzándose denodadamente por mantener su debilitado coraje—. ¿Cómo puedo merecer su bondad, cómo puedo creer que soy digna de su estima hasta que le haya abierto mi corazón? ¡Oh, no dé alas a mi miserable debilidad! ¡Ayúdeme a contarle la verdad, oblígueme a hacerlo por mi propio bien si no es por el suyo!
A Kirke le conmovió profundamente la ferviente sinceridad de aquella súplica.
—Cuéntela —dijo—. Tiene usted razón, y yo estaba equivocado. —Aguardó un momento y reflexionó—. ¿Le sería más fácil escribirla que contarla? —preguntó al fin con una delicada consideración hacia Magdalen.
—Mucho más fácil —respondió Magdalen, aferrándose a la sugerencia con agradecimiento—. Podré estar más segura de mí misma, podré estar segura de que no le ocultaré nada, si lo escribo. ¡Pero usted no me escriba! —añadió de pronto, comprendiendo con la instintiva y veloz perspicacia de una mujer el peligro que corría renunciando a su influencia personal sobre él—. Espere a que nos veamos y dígame lo que piensa de sus propios labios.
—¿Dónde quiere que se lo diga?
—¡Aquí! —respondió ella con vehemencia—. Aquí, donde me halló desamparada, aquí, donde me ha devuelto a la vida y donde he aprendido a conocerle. Podré soportar las palabras más duras si me las dice en esta habitación. Es imposible que esté fuera más de un mes; un mes será más que suficiente. Si vuelvo… —Se interrumpió, confusa—. Solo pienso en mí misma cuando debería pensar en usted. Tiene sus propias ocupaciones y sus propios amigos. ¿Quiere decidir por los dos? ¿Dirá usted cómo ha de ser?
—Será como usted desee. Si vuelve dentro de un mes, aquí me encontrará.
—¿No supondrá ningún sacrificio para su comodidad o para sus planes?
—No supondrá nada más que un viaje de vuelta a la City —respondió él. Se levantó y cogió su sombrero—. Ahora debo salir para allá inmediatamente —añadió— o no llegaré a tiempo.
—¿Es una promesa? —dijo Magdalen y extendió la mano.
—Sí —respondió él con cierta tristeza—. Es una promesa.
Aun siendo leve, la sombra de melancolía que mostraban sus maneras afligió a Magdalen. Olvidando sus otras preocupaciones en su ansiedad por animarle, Magdalen apretó suavemente la mano que le tendía. «Si esto no le dice la verdad, no lo hará nada», pensó.
No consiguió decirle la verdad, pero obligó a Kirke a plantearse una pregunta que no se había atrevido a hacerse hasta entonces. «¿Es su gratitud o su amor lo que me habla? —se preguntó—. Si por ventura yo fuera más joven, podría esperar que fuera su amor». Aquella terrible diferencia que se planteó por primera vez el día en que ella le dijo su edad empezó a obsesionarle de nuevo cuando abandonó la casa. Durante todo el trayecto hasta la oficina de los armadores fue restando veinte de cuarenta y uno a intervalos.
Cuando se quedó sola, Magdalen se acercó a la mesa para escribir la respuesta que solicitaba la señorita Garth aceptando con gratitud su proposición.
La segunda carta, que antes había dejado a un lado y había olvidado, fue el primer objeto que atrajo su atención al cambiar de sitio. La abrió inmediatamente y buscó la firma, dado que no reconocía la letra. Con indescriptible asombro su remitente resultó ser nada menos que… ¡el viejo señor Clare!
La carta del filósofo prescindía de toda fórmula de cortesía para entrar en materia sin preámbulos de ninguna clase y con total inflexibilidad.
Tengo más noticias para ti de ese canalla despreciable que es mi hijo. Aquí están descritas con la mayor brevedad posible.
Si lo recuerdas, siempre te dije que Frank era un cobarde escurridizo. La primera pista que se ha tenido de él después de que huyera de sus jefes en la China lo presenta bajo ese mismo carácter. ¿Dónde crees que ha aparecido? Pues oculto tras un par de toneles de harina a bordo de un navío inglés que volvía a Londres desde Hong-Kong.
El nombre del barco era Liberación y su capitán un tal Kirke. En lugar de actuar como un hombre sensato y arrojar a Frank por la borda, el capitán Kirke fue lo bastante estúpido para escuchar su historia. Frank sacó el máximo partido de sus desventuras, de eso puedes estar segura. Estaba medio muerto de hambre; era un inglés perdido en un país extranjero sin un solo amigo que lo ayudara; su única oportunidad de volver a casa era meterse a escondidas en la bodega de un navío inglés, y eso había hecho dos días atrás en Hong-Kong. Esa fue su historia. Cualquier otro capitán habría mandado colgar inmediatamente a cualquier otro patán en la situación de Frank. Naturalmente, aunque no merecía la compasión de nadie, fue mimado y compadecido en el acto. El capitán lo tomó bajo su protección, la tripulación sintió lástima de él y los pasajeros le dieron palmaditas en la espalda. Le alimentaron y vistieron, y le regalaron el pasaje de vuelta a casa. Es mucha suerte, dirás. Nada de eso; nada es bastante para mi despreciable hijo.
El barco hizo escala en el cabo de Buena Esperanza. Entre sus otros desatinos, el capitán Kirke admitió a una pasajera a bordo en aquel lugar. No era una mujer joven, ni mucho menos, sino la vieja viuda de un colono rico. ¿Es necesario que diga que inmediatamente se interesó muchísimo por Frank y sus desgracias? ¿Es necesario que te cuente lo que siguió? Repasa la carrera de mi hijo y verás que lo que siguió estaba de acuerdo con lo que había ocurrido antes. Frank no merecía el interés de tu pobre padre en él, y lo tuvo. No merecía tu cariño, y lo tuvo. No merecía el mejor puesto en una de las mejores oficinas de Londres, y lo tuvo; no merecía una oportunidad igualmente buena en una de las mejores casas mercantiles de la China; no merecía comida, ropa, compasión y un pasaje gratuito de vuelta a casa, y todo ello lo obtuvo. Por último, pero no menos importante, ni siquiera merecía casarse con una mujer lo bastante vieja para ser su abuela, ¡y lo ha hecho! No hace ni cinco minutos que he mandado tirar sus participaciones de boda al pozo ciego y he arrojado al fuego la carta que las acompañaba. La última información que contiene la carta es que su mujer y él están buscando una finca que les convenga. ¡Fíjate bien en lo que te digo! Frank conseguirá una de las mejores propiedades de Inglaterra; naturalmente le seguirá un escaño en la Cámara de los Comunes y, a continuación, uno de los legisladores de este país gobernado por asnos será ¡el señor patán en persona!
Si eres la muchacha sensata que siempre he creído que eras, hace tiempo que habrás aprendido a valorar a Frank en su justa medida, y las noticias que te envío solo servirán para confirmar el desprecio que sientes por él. ¡Ojalá tu pobre padre viviera para ver este día! Muy a menudo he echado de menos a mi viejo charlatán, pero jamás había sentido su pérdida con tanta intensidad como cuando llegaron las participaciones de boda y la carta de Frank a esta casa.
Tu amigo, si alguna vez necesitas uno,
FRANCIS CLARE, PADRE
Magdalen leyó la carta de cabo a rabo, momentáneamente perturbada su tranquilidad por la aparición del nombre de Kirke en el singular relato del señor Clare. Los días en que podía haberle causado dolor habían quedado atrás; hacía mucho tiempo que se le había caído la venda de los ojos. El propio señor Clare se hubiera sentido satisfecho de ver el tranquilo desprecio con que Magdalen dejó a un lado su carta. El único pensamiento serio que le dedicó concernía a Kirke. La indiferencia con que el capitán se había referido, en su presencia, a los pasajeros de su barco sin mencionar a ninguno por su nombre le demostraba que Frank debía de haber guardado silencio sobre el compromiso que una vez existiera entre ellos. Tendría que ser ella quien hiciera la confesión de aquella ilusión desvanecida como parte de la historia del pasado que se había comprometido a revelar.
Escribió a la señorita Garth y envió la carta al correo inmediatamente.
A la mañana siguiente recibió unas líneas de respuesta. La señorita Garth había escrito para alquilar la casita de campo de Shanklin y el señor Merrick había autorizado que Magdalen se trasladara al día siguiente. Norah sería la primera en llegar a la casa y la seguiría la señorita Garth con un cómodo carruaje en el que transportar a la enferma hasta el ferrocarril. Se habían previsto cuantas disposiciones le fueran útiles: ella solo tendría que realizar el esfuerzo de moverse.
Magdalen leyó la carta con agradecimiento, pero sus pensamientos terminaron por alejarse y seguir a Kirke en su regreso a la City. ¿Cuál era ese asunto que le había llevado hasta allí ya por la mañana? ¿Y por qué la promesa que habían intercambiado le obligaba a volver a la City por segunda vez en un día?
¿Sería por casualidad algún asunto relacionado con el mar? ¿Le habían tentado los armadores para que volviera a su barco?