CAPÍTULO III
Cuando regresó a la casa, la señorita Garth no hizo el menor esfuerzo por ocultar su desfavorable opinión sobre el desconocido vestido de negro, cuyo propósito era sin duda obtener ayuda pecuniaria de la señora Vanstone. Lo que parecía menos inteligible era la naturaleza de su reclamación, a menos que fuera la de un pariente pobre. ¿Había mencionado alguna vez la señora Vanstone, en presencia de sus hijas, el nombre del capitán Wragge? Ninguna de ellas recordaba haberlo oído antes. ¿Se había referido la señora Vanstone en alguna ocasión a algún familiar pobre que dependiera de ella? Al contrario, en los últimos años había expresado la duda de que le quedara algún pariente con vida. Sin embargo, el capitán Wragge había manifestado claramente que el nombre de su tarjeta traería «un asunto familiar» a la memoria de la señora Vanstone. ¿Qué significaba? ¿Qué el desconocido mentía sin una razón manifiesta, o bien un segundo enigma relacionado con el misterioso viaje a Londres?
Todas las probabilidades parecían apuntar a una conexión oculta entre los «asuntos familiares» que tan súbitamente habían alejado a los señores Vanstone de su hogar y el «asunto familiar» asociado al nombre del capitán Wragge. Las dudas de la señorita Garth volvieron a aguijonear su curiosidad mientras sellaba su carta a la señora Vanstone con la tarjeta del capitán incluida.
La respuesta llegó a vuelta de correo.
Madrugadora como siempre entre las mujeres de la casa, la señorita Garth se hallaba en el comedor cuando le llevaron la carta. Un primer vistazo a su contenido la convenció de la necesidad de leerla en privado con mayor detenimiento, antes de que le formularan preguntas embarazosas. Dejó dicho a la criada que se encargara Norah de hacer el té esa mañana y subió de inmediato a la soledad y seguridad de su dormitorio.
La carta de la señora Vanstone era extensa. La primera parte se refería al capitán Wragge y ofrecía sin reservas las obligadas explicaciones sobre aquel hombre y los motivos que lo habían llevado hasta Combe-Raven.
Según se afirmaba en la carta, la madre de la señora Vanstone había estado casada dos veces. El primer marido era un tal doctor Wragge, un viudo con hijos pequeños, uno de los cuales era el capitán de aspecto tan poco militar cuya dirección se limitaba a la oficina de correos de Bristol. La señora Wragge no había tenido hijos de su primer marido y después se había casado con el padre de la señora Vanstone. De ese segundo matrimonio era la señora Vanstone el único descendiente. A ambos los había perdido cuando era aún joven y, en el transcurso de los años, todos los familiares de su madre (que eran entonces los parientes más cercanos que le quedaban) habían ido muriendo uno tras otro. En el momento en que esto escribía, no tenía un solo pariente vivo en el mundo, salvo quizá ciertos primos a los que nunca había visto y de cuya existencia, ni siquiera en aquel momento, tenía la certeza.
En tales circunstancias, ¿qué vínculo familiar tenía el capitán Wragge con la señora Vanstone?
Ninguno en absoluto. Como hijo del primer marido de su madre con su primera esposa, ni siquiera la cortesía mejor entendida podría haberlo incluido en época alguna en la lista de los parientes más lejanos de la señora Vanstone. Perfectamente consciente de ello (continuaba diciendo la carta), el capitán Wragge había insistido, sin embargo, en imponerse como una especie de pariente, y ella había tenido la debilidad de sancionar la intrusión, únicamente por miedo a que, en caso contrario, se presentara a sí mismo al señor Vanstone y se aprovechara sin vergüenza ninguna de su generosidad. Con el natural deseo de evitar que su marido fuera molestado, y seguramente engañado también, por una persona que reclamaba una relación de parentesco con ella, y pese a lo ridícula que resultara esta pretensión, hacía muchos años que había adoptado la práctica de asistir al capitán de su propio peculio, con la condición de que no se acercara jamás a su casa y de que no se tomara la libertad de recurrir al señor Vanstone en modo alguno.
Tras admitir sin ambages la imprudencia de tal proceder, la señora Vanstone proseguía explicando que tal vez se había sentido inclinada a mantenerlo por haberse acostumbrado desde su juventud a ver al capitán viviendo a expensas de uno u otro miembro de la familia de su madre. Poseedor de talentos que pudieran haberlo distinguido en casi cualquier carrera que hubiera elegido, había sido, empero, una vergüenza para todos sus parientes desde sus años juveniles. Lo habían expulsado del regimiento de la milicia[3] en el que en otro tiempo disfrutara de un destino. Había probado un empleo tras otro y había fracasado en todos de forma indigna para acabar viviendo de su ingenio en el sentido más bajo y ruin de la frase. Se había casado con una pobre mujer ignorante que había servido como moza de taberna y que había entrado inesperadamente en posesión de una pequeña suma de dinero. Esta pequeña herencia la había despilfarrado sin compasión hasta el último cuarto de penique. Hablando claro, era un sinvergüenza incorregible y acababa de añadir una más a la larga lista de sus fechorías infringiendo con total desfachatez las condiciones bajo las cuales le había asistido la señora Vanstone hasta entonces. Esta había escrito de inmediato a la dirección indicada en la tarjeta en tales términos y con tal resolución que le impedirían, eso esperaba y creía ella, volver a aventurarse cerca de la casa nunca más. De este modo concluía la señora Vanstone la primera parte de su carta, referida exclusivamente al capitán Wragge.
Aunque su declaración, así presentada, implicaba una debilidad de carácter en la señora Vanstone que, tras muchos años de íntima comunicación, la señorita Garth jamás había detectado, aceptó la explicación como algo natural, recibiéndola de buen grado en tanto que podía comunicarse, en esencia y sin faltar al decoro, para aplacar la irritada curiosidad de las jóvenes. Por esta razón, sobre todo, leyó atentamente la primera parte de la carta con una agradable sensación de alivio. Muy diferente fue la impresión que experimentó cuando pasó a la segunda y cuando la hubo leído hasta el final.
La segunda parte de la carta estaba dedicada al asunto del viaje a Londres.
La señora Vanstone empezaba por referirse a la larga e íntima amistad que había existido entre la señorita Garth y ella. Sentía que en honor a esa amistad debía explicarle en confidencia el motivo que la había inducido a abandonar el hogar con su marido. La señorita Garth había tenido la delicadeza de no demostrarlo, pero lógicamente su sorpresa debía de haber sido grande, y aún lo era sin duda, por el misterio que había envuelto su partida, y era indudable que debía de haberse preguntado qué relación tenía la señora Vanstone con asuntos familiares que (en su posición independiente en lo que a parientes se refería) por fuerza habían de concernir solo al señor Vanstone.
Sin mencionar esos asuntos, lo cual no era deseable ni necesario, la señora Vanstone procedía a decir que despejaría todas las dudas de la señorita Garth de inmediato, en lo que a ella atañía, con una sencilla declaración. Había acompañado a su marido a Londres con el propósito de visitar a cierto médico de gran prestigio, a fin de consultarle un asunto muy delicado y angustioso relacionado con el estado de su salud. Más claro aún: el motivo de su angustia era ni más ni menos la posibilidad de volver a ser madre.
Cuando se le había planteado la duda por primera vez, la señora Vanstone la había considerado un mero error. El largo intervalo de tiempo transcurrido desde el nacimiento de su último hijo, la grave enfermedad padecida tras la muerte de ese niño en la infancia, su edad, todo la indujo a desechar la idea tan pronto como acudió a su cabeza. Pero la idea volvía una y otra vez a su pesar. Había sentido entonces la necesidad de consultar a la más alta autoridad médica y, al mismo tiempo, había temido que sus hijas se alarmaran si llamaba a un médico de Londres a su casa. Esa opinión médica había sido obtenida en las circunstancias antes mencionadas. Su duda se había convertido en certeza, y el resultado, que se produciría hacia el final del verano, era, a su edad y con las peculiaridades de su constitución, una fuente de gran inquietud futura, por no decir otra cosa. El médico había hecho lo posible por animarla, pero ella había comprendido el significado de sus preguntas mejor de lo que él suponía y sabía que veía el futuro con serias dudas.
Tras haber revelado estos detalles, la señora Vanstone requería de la señorita Garth que los mantuviera en secreto. No había querido comentar con ella sus sospechas hasta que se confirmaran y ahora sentía una reticencia aún mayor a permitir que sus hijas se alarmaran en modo alguno por su causa. Lo mejor sería olvidar el asunto por el momento y aguardar con esperanza a que llegara el verano. Mientras tanto, confiaba en que se reunirían todos felizmente el veintitrés del mes corriente, día que el señor Vanstone había fijado para su regreso. Con esta indicación y los mensajes acostumbrados, la carta llegaba a su fin de manera brusca y confusa.
En los primeros minutos, una simpatía natural hacia la señora Vanstone fue el único sentimiento del que fue consciente la señorita Garth después de haber leído la carta. Al poco, sin embargo, en su pensamiento creció una sombra de duda que la dejó perpleja y consternada. ¿Era realmente la explicación que acababa de leer tan satisfactoria y completa como pretendía ser? Contrastándola con los hechos, desde luego que no.
Indiscutiblemente, la mañana de su partida, la señora Vanstone había abandonado la casa muy animada. A su edad y con su estado de salud, ¿era compatible aquel estado de ánimo con la visita al médico que pensaba hacer? Además, ¿no tenía nada que ver aquella carta de Nueva Orleans que había hecho necesario el viaje del señor Vanstone con la partida de la esposa? ¿Por qué, si no, había alzado la vista con tal vehemencia al oír el comentario de su hija sobre el matasellos? Admitiendo el motivo alegado para su viaje, ¿acaso la actitud de la señora Vanstone la mañana en que se abrió aquella carta, y de nuevo la mañana de la partida, no sugería la existencia de algún otro motivo que su carta seguía ocultando?
Si así era, la conclusión que se derivaba resultaba muy dolorosa. Sintiéndose obligada por la larga amistad que la unía a la señorita Garth, la señora Vanstone le había otorgado en apariencia su máxima confianza sobre un tema para así mantener la más estricta reserva sobre otro sin que ella sospechara. De talante franco y abierto por naturaleza en sus propios asuntos, la señorita Garth evitó llevar claramente sus dudas hasta ese punto; el mero hecho de que se le hubiera ocurrido parecía implicar una falta de lealtad hacia una estimada amiga digna de confianza.
Guardó bajo llave la carta en su escritorio, se levantó con decisión para atender los efímeros intereses del día y bajó de nuevo al comedor. Entre múltiples incertidumbres, al menos tenía una cosa clara: los señores Vanstone volvían el veintitrés del mes corriente. ¿Quién podía decir que su regreso no aportaría nuevas revelaciones?