CAPÍTULO II

El hombre alto que había pasado por delante del capitán Wragge en la oscuridad siguió caminando con rapidez por el paseo, acortó camino a través de una pequeña extensión de tierra baldía y entró por la puerta abierta del Aldborough Hotel. La luz del pasillo que al pasar le dio de lleno en el rostro demostró la veracidad de la suposición del capitán Wragge: el desconocido era el señor Kirke, de la marina mercante.

Al encontrarse con el dueño en el pasillo, el señor Kirke le saludó inclinando la cabeza con la familiaridad de un antiguo cliente.

—¿Tiene usted el periódico? —preguntó—. Quiero echar un vistazo a la lista de visitantes.

—Lo tengo en mi habitación, señor —dijo el dueño, encabezando la marcha hacia un gabinete del fondo—. ¿Cree usted que encontrará a algún amigo suyo aquí?

El marino buscó la lista sin responder en cuanto colocaron el periódico en sus manos y la recorrió con el dedo, nombre por nombre. El dedo se detuvo de repente en esta línea: «Sea-View Cottage: señor Noel Vanstone». Kirke, del servicio mercante, repitió el nombre para sus adentros y dejó el periódico con aire pensativo.

—¿Ha encontrado a algún conocido, capitán? —preguntó el dueño.

—He encontrado un nombre que conozco, un nombre del que mi padre hablaba a menudo en sus tiempos. ¿Tiene familia este tal señor Vanstone? ¿Sabe si hay una joven en la casa?

—No sabría decírselo, capitán. Mi mujer llegará en seguida. Seguro que ella lo sabe. Debe de hacer bastante tiempo, si su padre conocía a ese señor Vanstone, ¿no?

—Sí, fue hace mucho tiempo. Mi padre conoció a un oficial subalterno con ese nombre cuando se hallaba en Canadá con su regimiento. Sería curioso que el de aquí resultara ser el mismo hombre y que esa joven fuera su hija.

—Discúlpeme, capitán, pero parece usted algo pendiente de esa joven —dijo el dueño con una agradable sonrisa.

Al señor Kirke no pareció agradarle demasiado el derrotero que acababa de tomar el buen humor del dueño. Volvió bruscamente al tema del oficial subalterno y el regimiento en Canadá.

—La historia de aquel pobre hombre era la más triste que he oído en mi vida —dijo, mirando de nuevo distraídamente la lista de visitantes.

—¿Se causaría algún daño si me la contara, señor? —preguntó el dueño—. Triste o no, una historia es una historia, cuando se sabe que es verídica.

El señor Kirke vaciló.

—No creo que hiciera bien en contarla —dijo—. Si ese hombre o cualquier pariente suyo vivieran todavía, no les gustaría que unos desconocidos conocieran una historia como la suya. Lo único que puedo decirle es que mi padre salvó a ese joven oficial en terribles circunstancias. Se despidieron en Canadá. Mi padre se quedó con su regimiento; el joven oficial abandonó el ejército y volvió a Inglaterra. No volvieron a verse. Sería curioso que este Vanstone fuera el mismo hombre. Sería curioso…

Se interrumpió de repente cuando otra referencia a «la joven» estaba a punto de escapar de sus labios. En ese mismo momento entró la esposa del dueño y el señor Kirke trasladó inmediatamente sus preguntas a la autoridad más alta de la casa.

—¿Sabe usted algo de este señor Vanstone que aparece en la lista de visitantes? —preguntó el marino—. ¿Es un hombre mayor?

—Es un hombrecillo de aspecto miserable —respondió la mujer—, ¡pero no es viejo, capitán!

—Entonces no es el hombre al que me refería. Quizá sea el hijo. ¿Vive alguna señora con él?

La patrona levantó el mentón e hizo una mueca de desprecio.

—Tiene un ama de llaves —dijo—. Una mujer de mediana edad, no es de mi clase. Tal vez me equivoque, pero no me gusta ver a una mujer tan bien vestida en su posición.

—Debo de haber cometido un error con la casa —dijo el señor Kirke, que empezaba a desconcertarse—. ¿Sea-View Cottage no es esa que tiene el césped cortado en forma octogonal y un asta de bandera blanca en el centro del paseo de gravilla?

—¡Esa no es Sea-View, señor! Es North Shingles de la que habla, donde reside el señor Bygrave. Su esposa y su sobrina han llegado hoy en la diligencia. Su esposa es lo bastante alta para exhibirla en la feria, y la mujer peor vestida que he visto jamás. Pero la señorita Bygrave es una joven digna de verse, si se me permite decirlo. En mi opinión es la chica más guapa que hemos tenido en Aldborough desde hace mucho tiempo. ¡Me pregunto quiénes serán! ¿Le suena el nombre, capitán?

—No —respondió el señor Kirke con una sombra de decepción en su rostro moreno y curtido—. No había oído nunca ese nombre.

Tras estas palabras, se levantó para marcharse. En vano le invitó el dueño a beber un último vaso; en vano insistió la patrona para que se quedara diez minutos más y tomara una taza de té. Él se limitó a aducir que su hermana lo estaba esperando y que debía regresar a la casa parroquial inmediatamente.

El señor Kirke abandonó el hotel en dirección oeste y caminó hacia el interior a lo largo de la carretera con toda la celeridad que le permitía la oscuridad.

«¿Bygrave? —pensó—. ¡Ahora que conozco su nombre, de qué me va a servir! Si hubiera sido Vanstone, tal vez el hijo de mi padre hubiera gozado de alguna ocasión de trabar relación con ella». Se detuvo y volvió la vista hacia Aldborough.

—¡Qué estúpido soy! —exclamó de repente, golpeando el suelo con el bastón—. Cumplí los cuarenta en mi último cumpleaños. —Se dio la vuelta y continuó más deprisa que antes con la cabeza gacha; sus resueltos ojos negros escudriñaban la oscuridad del terreno de la misma forma que otras muchas veces el mar desde la cubierta de su barco.

Después de caminar más de una hora, Kirke llegó a una aldea con una pequeña y primitiva iglesia y una casa parroquial, situadas la una junto a la otra en el fondo de una hondonada. Entró en la casa por la parte de atrás y halló a su hermana, la esposa del clérigo, sentada sola con su labor en la salita.

—¿Dónde está tu marido, Lizzie? —preguntó, sentándose en una silla en un rincón.

—William ha ido a ver a un enfermo. Tuvo el tiempo justo antes de salir —añadió con una sonrisa— para hablarme de la joven y afirma que no volverá a Aldborough contigo hasta que sientes la cabeza y te cases. —Se interrumpió y miró a su hermano con mayor atención de la que le había dedicado hasta entonces—. ¡Robert! —exclamó, dejando a un lado su labor y acercándose a él repentinamente—. Pareces inquieto y angustiado. William bromeaba sobre tu encuentro con la joven, pero… ¿Es serio? Dime, ¿cómo es?

Él volvió la cabeza.

La hermana se sentó en un taburete a sus pies e insistió en mirarlo.

—¿Es serio? —repitió en voz baja.

El rostro curtido de Kirke no estaba acostumbrado a disimulos; respondió por él antes de que pronunciara una sola palabra.

—No se lo digas a tu marido hasta que me haya ido —pidió con una rudeza que nunca antes había conocido su hermana—. Sé que merezco que se burlen de mí, pero aun así me duele.

—¿Te duele? —repitió ella, atónita.

—No puedes considerarme ni la mitad de idiota de lo que me considero yo, Lizzie —prosiguió Kirke con amargura—. Un hombre de mi edad no debería hacer estas cosas. No la he visto más de un minuto y ahí me ves, rondando el lugar hasta después del anochecer con la esperanza de volver a verla; agazapado, habría dicho yo si hubiera encontrado a uno de mis hombres haciendo lo que hacía yo. Creo que estoy embrujado. No es más que una muchacha, Lizzie, dudo de que haya cumplido los veinte, tengo edad para ser su padre. Da igual; la tengo metida en la cabeza a mi pesar. He visto su rostro mirándome en la más completa oscuridad en cada paso que he dado hasta llegar a esta casa; me está mirando ahora tan claramente como te veo a ti; más aún.

Kirke se levantó con gesto impaciente y empezó a caminar de un lado a otro de la estancia. Su hermana lo miró con la sorpresa y también con la simpatía pintadas en el rostro. Estaba acostumbrada a ver a su hermano siempre dueño de sí mismo desde que era adolescente. En los años posteriores, con la ruina de la familia, él había sido su ejemplo y su sostén. Ella sabía que en situaciones críticas y desesperadas de la vida en alta mar, cuando cientos de compañeros habían buscado en la sangre fría de su hermano la salvación ante la amenaza de la muerte, no habían buscado en vano. Jamás en toda su vida había visto que la mente serena y equitativa de su hermano perdiera el equilibrio como lo veía ahora.

—¿Cómo puedes hablar de esa manera tan poco razonable sobre tu edad y sobre ti mismo? —dijo—. No hay mujer que sea lo bastante buena para ti, Robert. ¿Cómo se llama?

—Bygrave. ¿Te suena?

—No, pero podría trabar relación con ella. Si tuviéramos un poco más de tiempo, si pudiera ir a Aldborough y verla, pero te vas mañana; tu barco zarpa al final de la semana.

—¡Gracias a Dios! —dijo Kirke con vehemencia.

—¿Te alegras de marcharte? —preguntó ella, cada vez más asombrada.

—Y mucho, Lizzie, por mi propio bien. Si quiero recobrar el buen juicio, habré de hallarlo en la cubierta de mi barco. Esa chica se ha interpuesto ya entre mis pensamientos y yo; no permitiré que se interponga también entre mi deber y yo. Eso lo tengo muy claro. Por idiota que sea, tengo el sentido común suficiente para no dejarme tentar por la cercanía de Aldborough mañana por la mañana. Estoy en condiciones de caminar otros treinta kilómetros; emprenderé el regreso esta noche.

Su hermana se levantó y lo cogió con fuerza del brazo.

—¡Robert! —exclamó—. No hablarás en serio. No pensarás marcharte a pie y solo en medio de la noche.

—Solo significa que despedirnos será lo último que hagamos esta noche, querida, en lugar de ser lo primero que hagamos por la mañana —replicó él con una sonrisa—. Intenta ser indulgente conmigo, Lizzie. Me he pasado la vida en el mar y no estoy acostumbrado a tener el ánimo tan alterado. En tierra los hombres están acostumbrados, se lo toman con calma. Yo no puedo. Si me quedara aquí, no descansaría. Si esperara hasta mañana, volvería allí a echarle otra mirada. No quiero sentirme más avergonzado de mí mismo de lo que ya estoy. Quiero concentrarme de nuevo en mi deber y en mí mismo sin pararme a pensarlo dos veces. La oscuridad no significa nada para mí; estoy acostumbrado a la oscuridad. Caminaré por la carretera para no perderme. ¡Déjame marchar, Lizzie! El único amor con el que puedo tener tratos a mi edad es mi barco. ¡Déjame volver a él!

Su hermana siguió sujetándole con fuerza por el brazo y rogándole que se quedara hasta la mañana siguiente. Él la escuchó con absoluta paciencia y amabilidad, pero Lizzie no consiguió hacerle cambiar de opinión.

—¿Qué le diré a William? —imploró—. ¿Qué pensará cuando vuelva y vea que te has marchado?

—Dile que he seguido el consejo que nos dio en el sermón del domingo pasado. Dile que he dado la espalda al mundo, al demonio y a la carne.

—¡Cómo puedes hablar así, Robert! Y además están los niños; prometiste no marcharte sin despedirte de los niños.

—Eso es cierto. Hice una promesa a mis sobrinos y la cumpliré. —Se quitó los zapatos, empujándolos con los pies mientras hablaba, sobre la estera que había al otro lado de la puerta—. Acompáñame con la luz hasta arriba, Lizzie; me despediré de los dos sin despertarlos.

Ella comprendió la inutilidad de seguir oponiéndose y, cogiendo la bujía, precedió a su hermano escaleras arriba.

Los niños —ambos de corta edad— dormían juntos en la misma cama. El menor de ellos era el favorito de su tío, de quien era tocayo. El niño dormía beatíficamente abrazado con fuerza a un tosco juguete de madera. Los ojos de Kirke se suavizaron cuando se acercó de puntillas por su lado de la cama y lo besó con femenina dulzura.

—¡Pobre hombrecito! —dijo el marino afectuosamente—. Le tiene tanto cariño a su barco de madera como yo a su edad. Le tallaré uno mejor cuando vuelva. ¿Me entregarás a mi sobrino uno de estos días, Lizzie, y me dejarás hacer un marino de él?

—¡Oh, Robert, ojalá te casaras y fueras tan feliz como yo!

—Se me ha pasado la época, querida. Habré de sacar el mayor partido posible de lo que tengo con la ayuda de mi sobrino.

Salió de la habitación. Las lágrimas rodaban por las mejillas de su hermana cuando le siguió hasta la salita.

—Hay algo desesperado y terrible en esta forma de dejarnos —dijo—. ¿Quieres que vaya a Aldborough mañana e intente trabar relación con ella por ti, Robert?

—¡No! —respondió él—. Déjala en paz. Si el destino quiere que vuelva a ver otra vez a esa chica, la veré. Deja actuar al destino y obrarás correctamente. —Se puso los zapatos y cogió su bastón y su sombrero—. No voy a caminar más de lo que pueda —dijo alegremente—. Si no me alcanza la diligencia en la carretera, la esperaré donde me pare a desayunar. Sécate esas lágrimas, querida, y dame un beso.

Lizzie tenía las facciones y la tez como su hermano, y también un toque de su carácter; se enjugó las lágrimas y se despidió de él con valentía.

—Volveré dentro de un año —dijo Kirke en la puerta, volviendo a adoptar sus viejas maneras de marino—. Te traeré un chal de la China, Lizzie, y una caja de té para tu despensa. No dejes que los chicos me olviden y no pienses que hago mal marchándome así. Sé que hago bien. ¡Qué Dios te bendiga y te guarde, querida, y a tu marido y a tus hijos! ¡Adiós!

Se inclinó y besó a su hermana. Ella corrió hacia la puerta para verlo marchar. Una ráfaga de aire apagó la vela y la negra noche lo engulló en un instante.

Tres días después el buque mercante de primera clase, Deliverance —capitán: Kirke—, zarpó de Londres con destino al mar de la China.