CAPÍTULO I

El viejo palacio arzobispal de Lambeth, en la orilla sur del Támesis —con su Paseo y sus Jardines del Obispo—, es una reliquia arquitectónica del antiguo Londres, inestimable para todos los amantes de lo pintoresco en la utilitaria ciudad actual. Al sur de este venerable edificio se encuentra el laberinto de calles de Lambeth, y casi a mitad de camino en la parte del laberinto de casas que está más cerca del río discurre la doble y sucia hilera de edificios conocida ahora, como en tiempos pretéritos, por el nombre de Vauxhall Walk.

La red de calles lúgubres que se extienden en la inmediata vecindad alberga una población en su mayor parte de la clase más baja. En aquellas donde abundan las tiendas, la sórdida lucha contra la pobreza se muestra desvergonzadamente sobre el sucio pavimento, reúne sus fuerzas a lo largo de la semana y, aumentando hasta formar tumulto el sábado por la noche, recibe el amanecer del domingo a la mortecina luz de gas. En barrios londinenses como estos, míseras mujeres cuyos rostros jamás sonríen frecuentan las carnicerías, apretando con fuerza en la mano las reliquias de los salarios de los hombres que se han salvado de las tabernas, con ojos que devoran la carne que no osan comprar, con dedos ansiosos que la tocan con la misma avidez que los dedos de sus hermanas ricas tocan una piedra preciosa. En este distrito, como en otros distritos alejados de los barrios prósperos de la metrópoli, vagabundea el Londres repugnante —donde la inmundicia de las calles corre pareja a la de las ropas y el lenguaje—, amenazador y brutal, en las esquinas y las puertas de las botillerías; es la vergüenza pública de este país, una advertencia desatendida de conflictos sociales que aún están por llegar. Aquí la ruidosa presunción del progreso —que tanto ha reformado las maneras y tan poco ha alterado a los hombres— tropieza con la flagrante contradicción que esparce sus pretensiones a los cuatro vientos. Aquí, mientras la prosperidad nacional se deleita, como un nuevo Baltasar, en el espectáculo de su propia magnificencia, está la inscripción en el muro[15] que advierte al monarca de que se ha pesado su gloria en la balanza y de que su poder ha sido hallado deficiente.

Enclavado en un barrio como este, Vauxhall Walk sale ganando con la comparación y reclama para sí una respetabilidad que cualquier observador imparcial ha de reconocer. Buena parte de él sigue compuesta por casas particulares. Las tiendas esparcidas aquí y allá no se ven asaltadas por las muchedumbres de calles más populosas. El comercio no es turbulento, ni se incita al consumidor a «comprar» voceando las mercancías. Los amantes de los pájaros buscan la agradable tranquilidad del sitio, y las palomas se arrullan y los canarios trinan en Vauxhall Walk. Carros y coches de punto de segunda mano, viejos armazones de camas, ruedas sueltas de carruajes para quienes puedan necesitar una que complete el juego, se encuentran aquí en el mismo depósito. Un afluente en el gran flujo de gas que ilumina Londres tiene su origen en fábricas establecidas en este lugar. Aquí los seguidores de John Wesley[16] han erigido una iglesia construida antes del período de la conversión metodista a los principios de la religión arquitectónica. Y para colmo de sorpresas, aquí —donde miles de luces brillaron en otro tiempo, donde dulces sonidos llenaron de melodiosa música la noche hasta el amanecer, donde la belleza y la elegancia de Londres dieron fiestas y bailaron durante las temporadas estivales de todo un siglo— se extiende, hoy en día, una horrible franja de lodo y porquería: el cadáver abandonado de los Jardines Vauxhall convirtiéndose en polvo a la luz del sol.

El mismo día que el capitán Wragge concluía la última entrada en su crónica de acontecimientos, una mujer aparecía en la ventana de una de las casas de Vauxhall Walk y arrancaba del cristal un papel impreso que habían pegado en él con oblea para anunciar que se alquilaban habitaciones. Las habitaciones eran dos y se hallaban en el primer piso. Acababan de alquilarlas dos señoras que habían pagado una semana por adelantado, dos señoras que eran Magdalen y la señora Wragge.

Tan pronto como la dueña de la casa abandonó la habitación, Magdalen se acercó a la ventana y miró con cautela la hilera de edificios del otro lado de la calle, que tenían mayores pretensiones en tamaño y apariencia que el resto de casas de Vauxhall Walk; en una de ellas se había inscrito la fecha de construcción: el año 1759. Se hallaban separadas de la acera por pequeños jardines. Esta peculiaridad de su situación, añadida a la amplitud de la carretera que se interponía entre ellas y las pequeñas casas que tenían frente por frente impedía a Magdalen ver los números sobre las puertas u observar más que un esbozo general del atuendo y la figura de quien pudiera acercarse a las ventanas. No obstante, allí permaneció clavando la vista con impaciencia en una de las casas de la hilera que quedaba prácticamente a la misma altura que la suya, la casa que había buscado antes de entrar en su nuevo alojamiento, la casa habitada en aquel momento por Noel Vanstone y la señora Lecount.

Tras vigilar por la ventana en silencio durante diez minutos o más, volvió la vista de repente a la habitación para observar el efecto que su comportamiento podía haber producido en su compañera de viaje.

No apreció en ella la menor causa de aprensión. La señora Wragge se había sentado a la mesa y estaba absorta arreglando una serie de breves circulares y tentadoras listas de precios que imprimían los comerciantes para anunciarse y que arrojaban por las ventanillas al interior de los coches de punto cuando salían de la estación de Londres.

—A menudo he oído hablar de las lecturas ligeras —dijo la señora Wragge, cambiando con nerviosismo el orden de las circulares igual que un niño cambia con nerviosismo el orden de un conjunto de juguetes nuevos—. Aquí hay lectura ligera impresa en bonitos colores. Aquí están todas las cosas que voy a comprar cuando salga de tiendas mañana. Préstenos un lápiz, por favor. No se enfadará, ¿verdad? Tengo ganas de señalarlas todas. —Alzó la mirada hacia Magdalen, rio entre dientes gozosamente pensando en el cambio experimentado en su situación y palmeó la mesa con sus manazas, presa de un gozo incontenible—. ¡Sin libro de cocina! —exclamó—. ¡Sin zumbido en la cabeza! ¡Sin capitán al que afeitar mañana! Arrastro los pies, llevo la cofia torcida y nadie me grita. ¡Por mi vida que esto sí que son vacaciones! —Sus manos golpearon la mesa con más estrépito que antes hasta que Magdalen las silenció ofreciéndole un lápiz. La señora Wragge recobró su dignidad instantáneamente, apoyó los codos sobre la mesa y se sumergió en unas compras imaginarias el resto de la tarde.

Magdalen regresó junto a la ventana. Cogió una silla, se sentó tras la cortina y clavó la vista una vez más en la casa de enfrente.

Las ventanas del primero y del segundo piso tenían las persianas echadas. La ventana de la planta baja tenía la persiana subida y estaba entreabierta, pero no se acercó a ella criatura viviente alguna. A ambos lados de la calle se abrieron las puertas de las casas y empezó a salir y entrar gente. Docenas de niños se echaron a la calle para jugar e invadieron los pequeños jardines para recuperar balones y volantes[17] perdidos. Riadas de personas caminaban en una u otra dirección de forma ininterrumpida. Carros abarrotados de mercancías pasaban rodando pesadamente de camino a la cercana estación o volviendo de ella. La incesante actividad de la vida cotidiana en aquel distrito se agitaba en todas partes menos en una. Transcurrieron las horas y allí seguía la casa de enfrente, cerrada aún, privada aún de todo signo de vida humana, dentro o fuera de ella. El único objeto que había decidido a Magdalen a aventurarse personalmente en Vauxhall Walk —el objeto de estudiar aspecto, maneras y costumbres de la señora Lecount y su señor desde un lugar de observación conocido únicamente por ella— había fracasado hasta ese momento. Después de tres horas de mirar por la ventana, no había descubierto ni siquiera si la casa estaba realmente habitada.

Poco después de las seis, la patrona estorbó el estudio de la señora Wragge extendiendo el mantel para cenar. Magdalen se sentó a la mesa en una posición desde la que seguía teniendo la misma vista por la ventana. No ocurrió nada. La cena llegó a su fin; la señora Wragge (adormecida por la influencia narcótica de hacer anotaciones en las circulares y de comer y beber con un apetito agudizado por la ausencia del capitán) se retiró a un sillón y se durmió en una postura que hubiera causado a su marido un agudísimo sufrimiento mental; dieron las siete; las sombras de la noche estival se alargaron furtivas sobre el pavimento gris y los muros pardos de las casas, y todavía la puerta de enfrente seguía cerrada; todavía la única ventana abierta seguía sin mostrar nada más que la negrura del interior, inerte e inmutable como si esa habitación fuera una tumba.

Los suaves ronquidos de la señora Wragge se hicieron más graves; la noche siguió su curso monótonamente. Eran cerca de las ocho cuando por fin ocurrió algo. La puerta principal de la casa de enfrente se abrió por primera vez y una mujer apareció en el umbral.

¿Era la señora Lecount esa mujer? No. Al acercarse, su vestido denotó que era una criada. Llevaba una gran llave en la mano y era evidente que se dirigía a realizar un encargo. Incitada, en parte por la curiosidad y en parte por el impulso del momento, que movía su impetuosa naturaleza a la acción tras la resistencia pasiva de muchos horas, Magdalen cogió su sombrero y resolvió seguir a la criada a su destino fuera cual fuese.

La mujer la condujo a la cercana y amplia calle de tiendas llamada Lambeth Walk. Después de andar un corto trecho y mirar a un lado y a otro con el aire vacilante de una persona que no está familiarizada con el vecindario, la criada cruzó la calle y entró en una papelería. Magdalen cruzó la calle a su vez y la siguió al interior.

La inevitable demora con que entró en la tienda en esas circunstancias hizo que Magdalen llegara demasiado tarde para oír lo que pedía la mujer. Sin embargo, alcanzó a oír las primeras palabras que pronunció el dependiente, las cuales le indicaron que la criada quería comprar una guía de trenes.

—¿Se refiere a una guía para este mes o a una guía para julio? —preguntó el tendero, dirigiéndose a la clienta.

—El amo no me ha dicho cuál —respondió la mujer—. Lo único que sé es que se va al campo pasado mañana.

—Pasado mañana será uno de julio —dijo el tendero—. La guía que quiere su señor es la del nuevo mes. No saldrá a la venta hasta mañana.

La criada abandonó la tienda tras comprometerse a volver el día siguiente y emprendió el camino de vuelta a Vauxhall Walk.

Magdalen compró la primera chuchería que vio sobre el mostrador y regresó apresuradamente en la misma dirección. El descubrimiento que acababa de hacer era de gran importancia para ella y era consciente de la necesidad de actuar en consecuencia a la mayor brevedad posible.

Cuando entró en la salita de su alojamiento, encontró a la señora Wragge, que acababa de despertarse, sumida en una perplejidad soñolienta, con la cofia caída sobre los hombros y uno de los pies descalzos. Magdalen se esforzó en convencerla de que estaba cansada del viaje y de que lo más sensato que podía hacer era acostarse. La señora Wragge se mostró totalmente dispuesta a beneficiarse de su sugerencia siempre que primero encontrara su zapato. Por desgracia, mientras buscaba el zapato tropezó con las circulares apartadas en una mesita y recordó de inmediato su actividad de la tarde.

—Dénos el lápiz —dijo la señora Wragge, reuniendo las circulares con movimientos violentos y apresurados—. Todavía no puedo acostarme, no he marcado ni la mitad de cosas que quiero. Veamos, ¿dónde lo había dejado? «Pruebe el biberón de Finch para niños». ¡No!, tiene una cruz; la cruz significa que no lo quiero. «Comodidad en el campo. Los indestructibles pantalones de caza de Buckler». ¡Oh, cielos, cielos! Me he perdido. No, aquí está. Aquí está mi marca. «Elegantes trajes de cachemira auténticamente oriental, suntuosos; rebajados a una libra, diecinueve chelines y seis peniques. No pierda tiempo. Solo quedan tres». ¡Solo tres! ¡Oh, préstenos el dinero y vayamos a comprar uno!

—Esta noche no —dijo Magdalen—. ¿Qué le parece si ahora se acuesta y termina con las circulares mañana? Yo las pondré en la mesita de noche y podrá seguir tan pronto como se despierte; será lo primero que haga por la mañana.

Esta sugerencia recibió la aprobación inmediata de la señora Wragge. Magdalen la llevó a la habitación contigua y la acostó como a una niña con sus juguetes al lado. La habitación era tan estrecha, la cama tan pequeña y la señora Wragge, ataviada con la indumentaria blanca adecuada para la ocasión, con su cara de luna rodeada por el amplio halo del gorro de dormir, parecía tan grande y desproporcionada que, pese a su impaciencia, Magdalen no pudo reprimir una sonrisa al dar las buenas noches a su compañera de viaje.

—¡Ajá! —exclamó la señora Wragge alegremente—. Compraremos ese traje de cachemira mañana. ¡Acérquese! Quiero susurrarle algo. Fíjese en mí. ¡Voy a dormir torcida y el capitán no está aquí para chillarme!

En la salita había un sofá cama que la patrona preparó oportunamente. Una vez hecho esto y tras haberle llevado unas bujías, dejó sola a Magdalen para que pudiera trazar su rumbo futuro tal y como sus pensamientos le aconsejaran.

De las preguntas y respuestas que había tenido ocasión de escuchar por la tarde en la papelería se extraía claramente la conclusión de que a la temporada de residencia de Noel Vanstone en Vauxhall Walk le faltaba un solo día para llegar a su fin. La primera y prudente resolución de Magdalen, que consistió en pasar varios días observando sin ser vista la casa de enfrente antes de aventurarse a entrar en ella personalmente, había sido irremediablemente frustrada por el giro que habían tomado los acontecimientos. Se encontraba en el dilema de correr de manera precipitada todos los riesgos al día siguiente o de hacer una pausa y esperar una oportunidad futura que tal vez no se presentaría jamás. No veía un camino intermedio. Hasta que hubiera visto a Noel Vanstone con sus propios ojos y hubiera descubierto lo peor que podía temer de la señora Lecount —hasta que hubiera alcanzado este doble objetivo con la necesaria precaución de mantener en secreto su identidad— no podría avanzar un solo paso hacia la ejecución del propósito que la había llevado a Londres.

Uno tras otro pasaron los minutos de la noche; uno tras otro se sucedieron sus atropellados pensamientos y seguía sin llegar a una decisión, seguía dudando con una vacilación que era nueva en el conocimiento que tenía de sí misma. Por fin cruzó la habitación con impaciencia en busca del alivio trivial de abrir su baúl y sacar de él las pocas cosas que necesitaba para pasar la noche. El capitán Wragge no andaba desencaminado en sus sospechas. Allí, ocultos entre dos vestidos, estaban los elementos para disfrazarse que él había echado en falta en el baúl de Birmingham. Magdalen les dio la vuelta uno por uno para verificar que no había olvidado nada de lo que necesitaba y regresó una vez más a su puesto de observación junto a la ventana.

La casa de enfrente estaba sumida en la oscuridad hasta el salón. Allí, la persiana que antes estaba abierta cubría ahora la ventana: la luz que ardía tras ella le permitió ver por primera vez que la estancia estaba habitada. Sus ojos se iluminaron y se encendió su rostro al verlo.

—¡Ahí está! —dijo en un susurro furioso—. ¡Ahí vive de nuestro dinero, en la casa cuyas puertas me ha cerrado la amenaza de su padre! —Dejó caer la persiana que había alzado, volvió al baúl y sacó la peluca gris que formaba parte de su disfraz teatral para el personaje de la vieja señora del norte. La peluca se había arrugado; Magdalen se la puso y se dirigió al tocador para peinarla—. Su padre le ha prevenido contra Magdalen Vanstone —dijo, repitiendo el pasaje de la carta de la señora Lecount, y rio amargamente mientras se miraba en el espejo—. Me pregunto si su padre le ha prevenido contra la señorita Garth. Mañana es más pronto de lo que yo esperaba. No importa; mañana se verá.