CAPÍTULO III

-La señorita Garth, señor —dijo la señora Lecount abriendo la puerta del gabinete y anunciando a la visitante con el tono y las maneras de una sirvienta bien educada.

Magdalen se encontró en una habitación larga y estrecha consistente en dos gabinetes convertidos en uno por el procedimiento de abrir la puerta de fuelle que los separaba. Sentado no muy lejos de la ventana más cercana, de espaldas a la luz, vio a un hombre menudo y frágil, de cabellos rubios y con aire de suficiencia, con un elegante batín blanco excesivamente grande para él y un ramillete de violetas que adornaba pulcramente el ojal de la solapa. Parecía tener una edad comprendida entre los treinta y los treinta y cinco años. Su cutis era tan delicado como el de una muchacha, sus ojos del azul más claro; un bigotito blanco y ralo adornaba su labio superior, de puntas enceradas y retorcidas para formar sendas espirales finísimas. Cuando un objeto atraía especialmente su atención, entrecerraba los párpados para mirarlo. Cuando sonreía, la piel de las sienes se le convertía en un nido de pequeñas arrugas maliciosas. Tenía un plato de fresas en el regazo, con una servilleta debajo para proteger la pureza de su batín blanco. A su derecha había una gran mesa redonda cubierta por una colección de curiosidades extranjeras que parecían proceder de los cuatro confines del globo. Aves disecadas de África, monstruos de porcelana de la China, adornos y utensilios de plata de la India y Perú, piezas de mosaico de Italia y bronces de Francia se amontonaban en confuso desorden con las burdas cajas y los sucios estuches de piel que habían servido para empaquetarlos. El hombrecillo se disculpó con vanidad alegre y afectada por el desorden de sus curiosidades, por su batín y su salud delicada, y señalando una silla con la mano, dedicó toda su atención a la visitante con cortesía pragmática. Magdalen lo miró preguntándose por un momento si la señora Lecount la había engañado. ¿Aquel era el hombre que seguía despiadadamente el ejemplo de su despiadado padre? Le costaba creerlo.

—Tome asiento, señorita Garth —repitió él, observando su vacilación y anunciando su propio nombre con voz aguda, débil e irritante por su suficiencia—. Soy el señor Noel Vanstone. Quería usted verme, ¡aquí estoy!

—¿Me permite que me retire, señor? —preguntó la señora Lecount.

—¡Por supuesto que no! —respondió su amo—. Quédese, Lecount, y háganos compañía. La señora Lecount goza de mi total confianza —continuó, dirigiéndose a Magdalen—. Lo que tenga que decirme, señora, puede decírselo a ella. Es un tesoro de virtudes domésticas. No hay casa en Inglaterra que tenga un tesoro como la señora Lecount.

El ama de llaves escuchó las alabanzas de sus virtudes domésticas con la vista fija en su elegante pechera. Pero la sagaz Magdalen había detectado previamente una mirada entre la señora Lecount y su amo que sugería que Noel Vanstone había sido instruido de antemano sobre lo que debía decir y hacer en presencia de la visitante. Esta sospecha —y los obstáculos que presentaba la habitación para colocarse de modo que la luz no le diera sobre la cara— aconsejó a Magdalen que debía mantener la guardia.

En un principio había colocado su silla casi en el centro de la habitación. Un instante de reflexión la indujo a mover su asiento hacia la izquierda para situarse muy cerca y de espaldas a la jamba izquierda de la puerta de fuelle. En esa posición bloqueaba diestramente el único paso por el que la señora Lecount podría haber rodeado la gran mesa, consiguiendo así hallarse cara a cara con Magdalen si colocaba la silla junto a su amo. A la derecha de la mesa, el espacio lo ocupaban completamente la chimenea y el guardafuegos, unas cuantas maletas y una gran caja de embalaje. A la señora Lecount no le quedó más remedio que colocarse a la altura de Magdalen, de espaldas a la jamba derecha de la puerta de fuelle, para no cometer la grosería de hacer a un lado a la visitante con la intención obvia de sentarse frente a ella. Tras una expresiva tosecilla y una firme mirada a su amo, el ama de llaves se rindió y fue a sentarse de espaldas a la jamba derecha de la puerta. «Espere un poco —pensó la señora Lecount—, ¡después me tocará a mí!».

—¡Cuidado con lo que toca, señora! —exclamó Noel Vanstone, cuando Magdalen se acercó accidentalmente a la mesa al mover su silla—. ¡Cuidado con la manga! Disculpe, pero ha estado a punto de tirar esa palmatoria. Por favor, no crea que se trata de una palmatoria vulgar. Nada de eso, es una palmatoria peruana. En todo el mundo solo hay tres iguales. Una está en poder del presidente del Perú, la otra está guardada en el Vaticano y la última se halla sobre mi mesa. Costó diez libras, vale cincuenta. Una de las gangas de mi padre, señora. Todas estas cosas son gangas que adquirió mi padre. No hay otra casa en toda Inglaterra que tenga curiosidades como estas. Siéntese, Lecount; póngase cómoda por favor. La señora Lecount es otro objeto curioso, señorita Garth; es una de las gangas de mi padre. Es usted una de las gangas de mi padre, ¿no es verdad, Lecount? Mi padre era un hombre extraordinario, señora. Su recuerdo está presente en toda la casa. En este momento llevo puesto su batín. Ya no se hace un hilo como este, no lo conseguiría ni pagando una fortuna. ¿Quiere palpar la textura? Tal vez no pueda usted juzgarla. Tal vez preferiría hablarme de esas dos pupilas suyas. Son dos, ¿no? ¿Son chicas guapas?, ¿bellezas inglesas, frescas, bien desarrolladas y regordetas?

—Disculpe, señor —intervino la señora Lecount con tono pesaroso—. Tendré que rogarle que me permita retirarme si habla de ese modo de las pobrecillas. No puedo quedarme aquí sentada oyendo cómo las ridiculiza. Piense en su situación; piense en la señorita Garth.

—¡Bondadosa criatura! —dijo Noel Vanstone, observando al ama de llaves a través de los ojos semiabiertos—. ¡Qué excelente persona es usted, Lecount! Le aseguro, señora, que la señora Lecount es una magnífica persona. Habrá observado que siente lástima por las dos chicas. Yo no llego a tanto, pero puedo ser indulgente con ellas y con usted. —Sonrió con la cortesía más cordial y cogió una fresa del plato de su regazo.

—Escandaliza usted a la señorita Garth; le aseguro, señor, que sin pretenderlo escandaliza a la señorita Garth —protestó la señora Lecount—. Ella no está acostumbrada a usted como yo. Piense en la señorita Garth, señor. Hágame ese favor y piense en la señorita Garth.

Hasta aquí Magdalen se había mantenido en su determinación de guardar silencio. De haberla dejado aflorar a la superficie, la ira abrasadora la hubiera delatado en un instante; pero hacía latir su corazón desaforadamente y le aconsejaba, mientras hablaba Noel Vanstone, que sellara sus labios. Le hubiera dejado hablar unos minutos más sin interrupción de no haber sido porque la señora Lecount se interpuso por segunda vez. La refinada insolencia compasiva del ama de llaves era típicamente femenina e incitó a Magdalen a dominarse en el acto. Jamás había imitado la voz y las maneras de la señorita Garth de forma tan admirable como cuando pronunció sus siguientes palabras.

—Es usted muy amable —dijo a la señora Lecount—. No pretendo ser tratada con especial consideración. Soy una institutriz; no espero tal cosa. Solo quiero pedir un favor. Ruego al señor Noel Vanstone que escuche lo que tengo que decirle por su propio bien.

—¿Lo ha entendido, señor? —señaló la señora Lecount—. Al parecer la señorita Garth tiene que hacerle una seria advertencia. Dice que debe escucharla por su propio bien.

El claro cutis del señor Noel Vanstone palideció. Dejó el plato de fresas entre las gangas de su padre. Le temblaba la mano y su figura menuda se retorcía con inquietud en la silla. Magdalen lo observó atentamente. «Ya he descubierto algo —pensó—, ¡es un cobarde!».

—¿Qué quiere usted decir, señora? —preguntó Noel Vanstone con visible agitación—. ¿Qué pretende diciéndome que debo escucharla por mi propio bien? Si ha venido para intimidarme, se ha equivocado de hombre. La firmeza de mi carácter era conocida por todos en nuestro círculo de Zurich, ¿no es cierto, Lecount?

—Por todos, señor —dijo la señora Lecount—. Pero oigamos a la señorita Garth. Tal vez yo haya interpretado mal sus palabras.

—Al contrario —replicó Magdalen—, ha expresado exactamente lo que quería decir. Mi propósito al venir aquí es advertir al señor Noel Vanstone de que no siga por el camino que ha tomado.

—¡No siga! —suplicó la señora Lecount—. ¡Oh, si realmente quiere ayudar a esas pobres muchachas, no hable de esa forma! ¡Aplaque su resolución mediante ruegos, señora, no la refuerce con amenazas! —El ama de llaves forzó un poco el tono de humildad con que dijo estas palabras, exageró un poco la expresión de reparo con que las acompañó. Si Magdalen no hubiera visto ya perfectamente que era una práctica habitual de la señora Lecount tomar de antemano las decisiones pertinentes a su amo para persuadirle luego de que no actuaba bajo sus dictados, sino bajo los propios, lo habría comprendido en aquel momento.

—¿Ha oído lo que acaba de decir Lecount? —señaló Noel Vanstone—. ¿Ha oído el testimonio espontáneo de una persona que me conoce desde la infancia? Tenga cuidado, señorita Garth, ¡tenga cuidado! —Satisfecho de sí mismo, alisó los faldones de su blanco batín sobre las rodillas y volvió a colocar el plato de fresas sobre su regazo.

—No es mi intención ofenderle —dijo Magdalen—. Mi único anhelo es abrirle los ojos a la verdad. Usted no conoce el carácter de las dos hermanas cuyas fortunas han caído en sus manos. Yo las conozco desde la infancia y he venido para ofrecerle las ventajas de mi experiencia en beneficio tanto de ellas como suyo. No tiene nada que temer de la mayor; acepta con resignación la suerte cruel que usted y su padre, antes que usted, le han impuesto. La conducta de la hermana menor es totalmente opuesta. Se ha negado ya a someterse a la decisión del padre de usted y se niega ahora a que la carta de la señora Lecount acalle su voz. Créame, es capaz de causarle serios trastornos si persiste en convertirla en enemiga.

Noel Vanstone mudó de color una vez más y de nuevo empezó a retorcerse en su silla.

—Serios trastornos —repitió con mirada inexpresiva—. Si se refiere a escribir cartas, señora, ya nos ha causado bastantes molestias. A mí me ha escrito una vez y dos veces a mi padre. Una de las que recibió él era una carta amenazadora, ¿no es cierto, Lecount?

—Expresaba sus sentimientos, pobrecilla —dijo la señora Lecount—. A mí me pareció cruel devolverle la carta, pero su querido padre era de distinta opinión. Lo que yo dije entonces fue: ¿por qué no dejarle expresar sus sentimientos? ¿Qué son unas cuantas palabras amenazadoras, al fin y al cabo? En su situación, pobre criatura… Son solo palabras y nada más.

—Le aconsejo que no esté tan segura —dijo Magdalen—. Yo la conozco mejor que usted.

Hizo una pausa tras estas palabras, una pausa motivada por un terror momentáneo. El aguijón de la conmiseración de la señora Lecount le había irritado tanto que a punto había estado de olvidar su personaje para hablar con su propia voz.

—Se ha referido usted a las cartas escritas por mi pupila —prosiguió, dirigiéndose a Noel Vanstone, tan pronto como volvió a sentirse segura de sí misma—. No diremos nada sobre lo que escribió a su padre, tan solo hablaremos de lo que le ha escrito a usted. ¿Hay algo impropio en su carta, alguna cosa que sea falsa? ¿No es cierto que las dos hermanas han sido cruelmente despojadas de la herencia paterna? El testamento del padre de esas señoritas habla por él y por ellas hasta el día de hoy, y únicamente habla en vano porque él ignoraba que su matrimonio le obligaba a volver a redactarlo y porque murió antes de poder remediar su error. ¿Lo niega usted?

Noel Vanstone sonrió y cogió una fresa.

—No es mi intención —dijo—. Siga, señorita Garth.

—¿No es cierto —insistió Magdalen— que la ley que ha arrebatado el dinero a esas hermanas, cuyo padre no hizo un segundo testamento, le ha entregado ahora ese mismo dinero a usted, cuyo padre no hizo ningún testamento en absoluto? Lo mire por donde lo mire, no me negará que es una crueldad para esas jóvenes huérfanas.

—Una crueldad sin duda —replicó Noel Vanstone—. A usted también se lo parece, ¿no es verdad, Lecount?

La señora Lecount meneó la cabeza y cerró sus hermosos ojos negros.

—Desgarradora —dijo—. No tengo otra palabra para describirlo, señorita Garth. Desgarradora. Lo que no acierto a comprender es cómo descubrió esa joven… ¡no!, cómo descubrió la joven señorita Vanstone que mi difunto y respetado amo no hizo testamento. ¿Salió quizá en los periódicos? Pero la estoy interrumpiendo, señorita Garth. ¿Tiene algo más que decir sobre la carta de su pupila? —El ama de llaves movió su silla hacia delante con estrépito mientras pronunciaba esas palabras, unos centímetros por delante de la silla de la visita. Fue un buen intento, pero resultó infructuoso. Magdalen se limitó a mantener la cabeza más hacia la izquierda y la caja de embalaje del suelo impedía a la señora Lecount avanzar más.

—Solo tengo una pregunta más que hacerle —dijo Magdalen—. La carta de mi pupila contenía una proposición dirigida al señor Noel Vanstone. Le ruego que me informe de por qué se ha negado a considerarla.

—¡Mi buena señora! —exclamó Noel Vanstone, arqueando sus blancas cejas con asombro satírico—. ¿Habla en serio? ¿Sabe cuál es esa proposición? ¿Ha leído la carta?

—Hablo muy en serio —dijo Magdalen—, y he leído la carta. Le implora a usted que recuerde el modo en que ha llegado a sus manos la fortuna del señor Andrew Vanstone, le informa de que la mitad de esa fortuna, dividida entre sus dos hijas, era lo que su testamento les destinaba como herencia, y pide de su sentido de la justicia que haga por esas hijas lo que él hubiera hecho por sí mismo de haber vivido. En pocas palabras, le pide que entregue usted la mitad del dinero a las hijas y le deja en libertad de conservar la otra mitad para sí. Esa es la propuesta. ¿Por qué se ha negado usted a considerarla?

—Por la razón más sencilla posible, señorita Garth —dijo Noel Vanstone de excelente humor—. Permítame que le recuerde un conocido proverbio: «Un tonto de su dinero se despide pronto». Puede que yo sea muchas cosas, señora, pero no soy tonto.

—¡No hable usted así, señor! —le amonestó la señora Lecount—. Sea serio, se lo ruego, ¡sea serio!

—Totalmente imposible, Lecount —replicó su amo—. No puedo ser serio. Mi pobre padre, señorita Garth, adoptó un elevado punto de vista moral en este asunto. Lecount, aquí presente, adopta un elevado punto de vista moral, ¿no es así, Lecount? Yo no hago nada parecido. He vivido demasiado tiempo en el ambiente del Continente para preocuparme de puntos de vista morales. Mi conducta en este asunto es tan sencilla como dos y dos son cuatro. Yo tengo el dinero y sería un idiota de nacimiento si me separara de él. ¡Ese es mi punto de vista! Simple, ¿no le parece? No me aferró a mi dignidad; no le respondo con la ley, que está de mi parte; no la culpo por venir aquí, siendo una completa desconocida, para intentar cambiar mi resolución; no culpo a las dos muchachas por querer meter la mano en mi bolsa. Todo lo que digo es que no soy lo bastante tonto para abrirla. Pas si bête, como solíamos decir en el círculo inglés de Zurich. ¿Entiende usted el francés, señorita Garth? Pas si bête. —Dejó a un lado su plato de fresas una vez más y se limpió los dedos delicadamente con su fina servilleta blanca.

Magdalen dominó su genio. De haber podido hacerle caer muerto allí mismo levantando una mano, seguramente la hubiera levantado. Pero dominó su genio.

—¿Debo entender —preguntó— que las últimas palabras que tiene que decir usted en este asunto, son las que se decían en su nombre en la carta de la señora Lecount?

—Exactamente —respondió Noel Vanstone.

—¿Ha heredado usted la fortuna de su padre, además de la fortuna del señor Andrew Vanstone, y sin embargo no se siente obligado a actuar por justicia o generosidad hacia esas dos hermanas? ¿Todo lo que considera necesario decirles es que usted tiene el dinero y que se niega a separarse de un solo penique?

—¡Lo ha expresado usted con la mayor precisión! Señorita Garth, es usted una mujer de negocios. Lecount, la señorita Garth es una mujer de negocios.

—No recurra a mí, señor —exclamó la señora Lecount, retorciéndose graciosamente las blancas y regordetas manos—. ¡No puedo soportarlo! ¡Debo intervenir! Permítame sugerirle… Oh, ¿cómo lo llaman ustedes en inglés…? Un compromiso. Querido señor Noel, se niega usted obstinadamente a hacerse justicia; tiene usted mejores motivos que el que ha ofrecido a la señorita Garth. Usted sigue el ejemplo de su honorable padre; usted considera que debe actuar en este asunto como antes actuó él en honor a su memoria. Ese es el motivo, señorita Garth. Se lo imploro de rodillas, acéptelo como su motivo. Hará lo que hizo su padre, ni más ni menos. Su querido padre hizo un ofrecimiento y él lo repetirá ahora. Sí, señor Noel, recuerde lo que la pobrecilla dice en su carta. Su hermana se ha visto obligada a emplearse como institutriz y, en cuanto a ella, al perder su fortuna ha perdido también la esperanza de casarse en muchos años. ¿Lo recordará y entregará a cada una las cien libras que su admirable padre les ofreció antes? Si lo hace, señorita Garth, ¿será bastante? ¿Si da cien libras a cada una de las desventuradas hermanas…?

—Se arrepentirá del insulto durante el resto de su vida —dijo Magdalen.

En el instante mismo en que esa respuesta escapó de sus labios, Magdalen hubiera dado cualquier cosa por retirarla. La señora Lecount había clavado por fin su aguijón en el lugar adecuado. Aquellas irreflexivas palabras de Magdalen habían brotado con toda la vehemencia de su propia voz.

No fue sino el hábito de actuar en público lo que la salvó de hacer más palpable aún el grave error que había cometido intentando enmendarlo. La práctica en el mundo teatral llegó en su rescate y la instó a continuar inmediatamente con la voz de la señorita Garth, como si nada hubiera ocurrido.

—Su intención es buena, señora Lecount —prosiguió—, pero causa usted daño en lugar de bien. Mis pupilas no aceptarán el compromiso que usted propone. Lamento haberme expresado con ira hace un momento; le ruego que me perdone. —Observó atentamente el rostro del ama de llaves en busca de información mientras pronunciaba aquellas palabras conciliatorias. La señora Lecount escapó a su escrutinio llevándose el pañuelo a los ojos. ¿Había notado o no en la voz de Magdalen el cambio momentáneo del tono fingido al tono natural? Imposible saberlo.

—¡Qué más puedo hacer! —murmuró la señora Lecount detrás de su pañuelo—. Déme tiempo para pensar, déme tiempo para recobrarme. ¿Puedo retirarme, señor, unos instantes? Esta triste escena me ha destrozado los nervios. Tengo que beber un vaso de agua o creo que me desmayaré. No se vaya todavía, señorita Garth. Le ruego que nos dé tiempo para resolver este triste asunto, si podemos. Le ruego que se quede hasta que yo vuelva.

La habitación tenía dos puertas de entrada. Una, la puerta del gabinete principal, cerca de Magdalen a mano izquierda. La otra, la del gabinete del fondo, a su espalda. La señora Lecount se retiró educadamente por esta segunda —pasando por la puerta de fuelle— a fin de no molestar a la visita pasando por delante de ella. Magdalen esperó a oír que la puerta se abría y se volvía a cerrar a su espalda y luego resolvió aprovechar la oportunidad de hallarse a solas con Noel Vanstone. Acababa de comprobar personalmente la absoluta imposibilidad de despertar un impulso generoso en aquella naturaleza mezquina. Solo le quedaba la posibilidad de tratarlo como a la cobarde criatura que era e influir en él mediante sus propios miedos.

Antes de que pudiera hablar, Noel Vanstone rompió el silencio. Por hábiles que fueran sus esfuerzos para disimularlo, se debatía entre la ira y la alarma por la deserción de su ama de llaves. Miró a su visitante con aire dubitativo; demostró una impaciencia nerviosa por tranquilizarla hasta el regreso de la señora Lecount.

—Por favor, recuerde, señora, que yo nunca he negado que este fuera un caso difícil —empezó—. Usted acaba de decir que no pretendía ofenderme y le aseguro que yo no quiero ofenderla a usted. ¿Le apetecen unas fresas? ¿Le gustaría ver las gangas de mi padre? Le aseguro, señora, que soy un hombre galante por naturaleza y compadezco a esas dos hermanas, sobre todo a la menor. Nómbreme el tema del amor y habrá encontrado usted mi punto flaco. Nada me complacería más que enterarme de que el pretendiente de la señorita Vanstone (le aseguro que yo siempre la llamo señorita Vanstone, igual que Lecount); nada me complacería más, como digo, señora, que enterarme de que el pretendiente de la señorita Vanstone había vuelto y se había casado con ella. Si un empréstito sirviera para traerlo de vuelta, si la garantía ofrecida fuera buena y si mi abogado considerara justificado que yo…

—Deténgase, señor Vanstone —dijo Magdalen—. Su apreciación de la persona con la que ha de enfrentarse es por completo errónea. Está usted muy equivocado al suponer que el matrimonio de la hermana menor, si pudiera casarse en una semana, alteraría en algo las convicciones que la indujeron a escribir al padre de usted y a usted mismo. No niego que sus actos puedan derivarse de una mezcla de motivos. No niego que ella se aferra a la esperanza de adelantar su matrimonio y a la esperanza de rescatar a su hermana de una vida dependiente. Pero aunque esos objetivos se cumplieran por otros medios, nada en el mundo la induciría a dejarle a usted en posesión de la herencia que su padre había destinado a sus hijas. ¡Yo la conozco, señor Vanstone! Es una desgraciada sin nombre, sin casa y sin amigos. La ley que le protege a usted, la ley que protege a todos los hijos legítimos la deja a ella de lado, como a la carroña. Esa ley es la de usted, no la de ella. Ella solo la conoce como instrumento de una vil opresión, de una injusticia insufrible. El sentido de esa injusticia la atormenta como si estuviera poseída por el diablo. La determinación de reparar esa injusticia arde en ella como el fuego. Si esa desgraciada joven estuviera casada y dispusiera de millones mañana mismo, ¿cree usted que se apartaría lo más mínimo de su propósito? ¡Le aseguro que lucharía hasta el último aliento de su cuerpo contra la vil injusticia que ha caído sobre las desvalidas hijas a causa de la calamidad de la muerte de su padre! ¡Le aseguro que no tendría escrúpulos en utilizar cualquier medio que una mujer desesperada pudiera emplear para obligarle a abrir esa mano que usted tiene cerrada, o morir en el intento!

Magdalen se interrumpió bruscamente. Una vez más su indomable ardor la había traicionado. Una vez más, la nobleza innata de su naturaleza pervertida había demostrado su superioridad sobre el engaño que se había rebajado a practicar. El ardid del momento se desvaneció de sus pensamientos y la resolución de su vida se abrió paso hacia el exterior con sus propias palabras y su propio tono, manando a borbotones de su corazón. Vio al enano abyecto que tenía ante sí, callando cobardemente en su silla. ¿Le habían dejado sus miedos el juicio suficiente para percibir el cambio de voz? No; su rostro le delataba: sus miedos lo habían desconcertado. Esta vez la casualidad del momento había acudido en su ayuda. La puerta de detrás de su silla no se había abierto aún. «No me han escuchado más oídos que los suyos —pensó con inconmensurable alivio—. Me he librado de la señora Lecount».

No era así. La señora Lecount no había abandonado la habitación en ningún momento.

Tras abrir la puerta y volver a cerrarla sin salir por ella, el ama de llaves se había arrodillado silenciosamente tras la silla de Magdalen. Apoyándose en la jamba de la puerta de fuelle, se sacó unas tijeras del bolsillo, esperó a que el señor Noel Vanstone (a cuya vista quedaba completamente oculta) atrajera la atención de Magdalen dirigiéndole la palabra y se inclinó esgrimiendo las tijeras. La falda del vestido de la falsa señorita Garth —el vestido de alpaca marrón con lunares blancos— tocaba el suelo al alcance del ama de llaves. La señora Lecount alzó el primero de los dos volantes que adornaban el bajo del vestido, uno sobre otro, cortó con cuidado un pequeño fragmento irregular de tela del segundo y volvió a alisar pulcramente por encima el primer volante para ocultar el agujero. Cuando Magdalen pronunció sus últimas frases, ella ya se había guardado las tijeras en el bolsillo y se había puesto en pie (ocultándose tras la jamba de la puerta de fuelle). La señora Lecount repitió tranquilamente la ceremonia de abrir y cerrar la puerta del gabinete del fondo y regresó a su asiento.

—¿Qué ha ocurrido en mi ausencia, señor? —inquirió, dirigiéndose a su amo con expresión de alarma—. ¡Está usted pálido, está alterado! Oh, señorita Garth, ¿ha olvidado usted la advertencia que le he hecho en la otra habitación?

—La señorita Garth lo ha olvidado todo —exclamó el señor Noel Vanstone, recobrando la compostura con la aparición de la señora Lecount—. La señorita Garth me ha amenazado del modo más ultrajante. Le prohíbo que compadezca a ninguna de esas dos jóvenes nunca más, Lecount, sobre todo a la menor. ¡Es la criatura más miserable de la que he oído hablar en mi vida, capaz de cualquier cosa! Si no consigue mi dinero por las buenas, amenaza con obtenerlo por las malas. La señorita Garth acaba de decírmelo a la cara. ¡A la cara! —repitió, cruzándose de brazos como si lo hubieran insultado gravemente.

—Cálmese, señor —dijo la señora Lecount—. Se lo ruego, cálmese y déjeme hablar con la señorita Garth. Lamento oír, señora, que ha olvidado usted lo que le he dicho en la habitación contigua. Ha alterado usted al señor Noel, ha comprometido los intereses por los que había venido a abogar y se ha limitado a repetir lo que ya sabíamos. El lenguaje que se ha permitido usar en mi ausencia es el mismo que su pupila cometió la insensatez de emplear cuando escribió por segunda vez a mi difunto amo. ¿Cómo puede una señora de su edad y su experiencia repetir seriamente tales necedades? Esa joven alardea y amenaza. Hará esto, hará lo otro. Usted goza de su confianza, señora. Dígame, por favor, en pocas palabras, ¿qué puede hacer?

Pese a la sagacidad con que fue lanzada la pulla, rebotó sin causar daño. La señora Lecount había clavado su aguijón con demasiada frecuencia. Magdalen se levantó con un dominio absoluto de su personaje y dio tranquilamente por concluida la entrevista. Aunque ignoraba lo que había ocurrido detrás de la silla, notó un cambio en la expresión y los modales de la señora Lecount que le aconsejaron no correr más riesgos y no permanecer más tiempo en aquella casa.

—No gozo de la confianza de mi pupila —dijo—. Ella responderá personalmente con sus actos a su pregunta cuando llegue el momento. Solo puedo decirle, por mi experiencia de su carácter, que no es jactanciosa. Lo que escribió al señor Michael Vanstone era lo que estaba dispuesta a hacer, lo que tengo razones para creer que estaba a punto de hacer cuando la muerte de él echó por tierra sus planes. El hijo del señor Michael Vanstone solo tiene que insistir en seguir el ejemplo de su padre para averiguar sin mucha tardanza que no me equivoco en lo que respecta a mi pupila y que no he venido aquí para intimidarle con vanas amenazas. He cumplido con mi tarea. Dejo al señor Noel Vanstone que elija entre dos alternativas: compartir la fortuna del señor Andrew Vanstone con las hijas del señor Andrew Vanstone o persistir en su negativa y atenerse a las consecuencias. —Inclinó la cabeza y se dirigió a la puerta.

Noel Vanstone se puso en pie, luchando su ira y su alarma por decidir cuál de las dos habría de expresarse primero en su rostro completamente demudado. Antes de que pudiera abrir la boca, las manos regordetas de la señora Lecount se posaron sobre sus hombros, lo sentaron nuevamente en su silla con suavidad y devolvieron el plato de fresas a su antigua posición sobre el regazo.

—Coma unas cuantas fresas más, señor Noel —dijo—, y déjeme a mí a la señorita Garth.

Siguió a Magdalen al pasillo y cerró la puerta a su espalda.

—¿Reside usted en Londres, señora? —preguntó la señora Lecount.

—No —contestó Magdalen—. Resido en el campo.

—Si quisiera escribirle, ¿adónde puedo dirigir mi carta?

—A la oficina de correos de Birmingham —dijo Magdalen, mencionando el último lugar en el que se había alojado y adonde todavía le enviaban todas las cartas.

La señora Lecount repitió la dirección para fijarla en su memoria, avanzó dos pasos y puso tranquilamente la mano derecha sobre el brazo de Magdalen.

—Un consejo, señora —dijo—, antes de que se vaya. Es usted una mujer audaz e inteligente. No sea demasiado audaz, no sea demasiado inteligente. Arriesga más de lo que cree. —De repente se puso de puntillas y susurró sus siguientes palabras al oído de Magdalen—: ¡La tengo en la palma de mi mano! —dijo la señora Lecount, siseando con violento énfasis cada sílaba. Apretó la mano izquierda a hurtadillas mientras hablaba. Era la mano que ocultaba el fragmento de tela del vestido de Magdalen, la mano que lo sostenía con fuerza en aquel momento.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Magdalen, apartándola de sí.

La señora Lecount se alejó cortésmente para abrir la puerta principal.

—Ahora no quiero decir nada —dijo—. Espere un poco, puede que se vea con el tiempo. Una última pregunta, señora, antes de despedirnos. Cuando su pupila era una niña pequeña e inocente, ¿se divertía alguna vez construyendo castillos de naipes?

Magdalen contestó con impaciencia haciendo un gesto afirmativo.

—¿La vio usted alguna vez construir un castillo cada vez más alto —prosiguió la señora Lecount— hasta convertirse en una auténtica pagoda de naipes? ¿Vio usted alguna vez cómo se agrandaban sus ojos infantiles al mirarlo y se sentía tan orgullosa de lo que ya había hecho que quería hacer más? ¿La vio usted alguna vez mantener firme su suave manita, contener su respiración inocente y poner una carta más en la cima? ¿Vio caer el castillo entero, un segundo después, hecho un montón de ruinas sobre la mesa? Ah, lo vio. Por favor, déle un mensaje amistoso de mi parte. Me atrevería a decir que su castillo ya es demasiado alto; le recomiendo que tenga cuidado antes de poner esa última carta.

—Recibirá su mensaje —dijo Magdalen con la aspereza y la enfática inclinación de cabeza de la señorita Garth—. Pero dudo que le preocupe. Su mano es bastante más firme de lo que usted supone, y creo que colocará esa última carta.

—Derribando el castillo —dijo la señora Lecount.

—Y volviéndolo a construir —replicó Magdalen—. Le deseo buenos días.

—Buenos días —dijo la señora Lecount, abriendo la puerta—. Una última cosa, señorita Garth. ¡Piense usted en lo que le he dicho en la habitación de atrás! ¡No deje de probar el ungüento amarillo para esa dolorosa afección de sus ojos!

Cuando Magdalen atravesó el umbral de la puerta, el cartero subía los peldaños de la casa con una carta en la mano, escogida del montón.

—¿El señor Noel Vanstone? —oyó decir al hombre cuando iba por el jardín en dirección a la calle.

Traspasó la verja. Poco se imaginaba ella de qué nuevas dificultades y peligros la había salvado su oportuna partida. La carta que el cartero acababa de depositar en las manos del ama de llaves no era otra que el anónimo enviado a Noel Vanstone por el capitán Wragge.