CAPÍTULO III

Se produjo una pausa de unos minutos mientras la señora Lecount desplegaba el segundo de los documentos que tenía sobre la mesa y refrescaba la memoria echándole un rápido vistazo. Hecho esto, se dirigió una vez más a Noel Vanstone, procurando bajar la voz para hacerla inaudible a quien pudiera escuchar desde el pasillo.

—Debo pedirle permiso, señor —empezó—, para volver al tema de su esposa. Lo hago de mala gana, y le prometo que lo que voy a decir ahora sobre ella lo diré, por el bien de usted y por el mío, con las palabras estrictamente necesarias. ¿Qué sabemos de esa mujer, señor Noel, si la juzgamos por su propia confesión cuando vino a vernos caracterizada como señorita Garth y por sus actos posteriores en Aldborough? Sabemos que, si la muerte no hubiera arrebatado al padre de usted de sus manos, tenía preparada una conspiración para robarle el dinero de Combe-Raven. Sabemos que cuando usted heredó el dinero, tenía preparada una conspiración para robárselo a usted. Sabemos que llevó la conspiración hasta sus últimas consecuencias, y sabemos que solo le falta que usted muera para coronar con éxito su rapacería y su engaño. Estamos seguros de todo eso. Estamos seguros de que es joven, audaz e inteligente, de que no tiene dudas ni escrúpulos ni piedad, y de que posee las cualidades personales que los hombres en general (¡lo que me resulta absolutamente incomprensible!) son lo bastante débiles para admirar. Esto no son fantasías, señor Noel, sino hechos; usted los conoce tan bien como yo.

Él hizo un gesto afirmativo y la señora Lecount continuó:

—Recuerde lo que acabo de decir sobre el pasado y mire ahora conmigo hacia el futuro. Espero y confío en que aún le queden muchos años de vida, pero supongamos, solo por un momento, que usted muere y que a su muerte queda este testamento que lega su fortuna a su primo George. Según tengo entendido existe una oficina en Londres en la que deben guardarse copias de todos los testamentos. Cualquier desconocido curioso que decida pagar un chelín por ese privilegio puede entrar en esa oficina y leer a su discreción cualquiera de los testamentos que hay allí. ¿Adivina usted por dónde voy, señor Noel? Su desheredada viuda paga el chelín y lee su testamento. Su desheredada viuda ve que el dinero de Combe-Raven, que usted ha recibido de su padre, pasa de usted a George Bartram. ¿Cuál será el resultado cierto de ese descubrimiento? El resultado será que dejará usted a su primo y amigo el legado de la venganza y el engaño de esa mujer, y la exasperación por su fracaso hará esa venganza más decidida y ese engaño más diabólico que nunca. ¿Qué es su primo George? Es un hombre generoso y confiado, incapaz de falsedad alguna, que no teme ser engañado por los demás. Déjelo a merced de los encantos sin escrúpulos y de la impenetrable falsedad de su mujer, ¡y veo el resultado tan claro como lo veo a usted ahí sentado! Le pondrá una venda en los ojos, como hizo con usted, ¡y se apoderará del dinero, pasando por encima de usted y de mí!

La señora Lecount hizo una pausa y dejó que su amo asimilara estas últimas palabras. Las circunstancias estaban expuestas de forma tan clara y la conclusión que se extraía de ellas era tan evidente que Noel Vanstone comprendió lo que la señora Lecount quería decir sin esfuerzo y de manera inmediata.

—¡Comprendo! —dijo, apretando los puños con expresión vengativa—. ¡Comprendo, Lecount! No conseguirá un solo penique. ¿Qué he de hacer? ¿Le dejo el dinero al almirante? —Se detuvo a reflexionar—. No —prosiguió—, existe el mismo peligro dejándole el dinero al almirante que dejándoselo a George.

—No existe tal peligro, señor Noel Vanstone, si sigue usted mi consejo.

—¿Cuál es?

—Ponga en práctica su idea, señor. Vuelva a empuñar la pluma y deje el dinero al almirante Bartram.

Él hundió la pluma en el tintero maquinalmente y luego vaciló.

—Sabrá usted adónde iremos a parar, señor —dijo la señora Lecount—, antes de que firme el testamento. Mientras tanto, vayamos ganando terreno mientras continuamos. Quiero que el testamento esté redactado antes de avanzar en nuestros asuntos. Empiece el tercer párrafo, señor Noel, bajo las líneas que me legan las cinco mil libras.

La señora Lecount dictó la última sentencia trascendental del testamento (del borrador que obraba en su poder) con las siguientes palabras:

Nombro heredero universal del resto de mis bienes, tras el pago de los gastos de mi entierro y de mis deudas legales, al contraalmirante Arthur Everard Bartram, mi albacea antes mencionado, para que él les dé el uso que crea conveniente.

Firmado, sellado y entregado en el día de hoy, tres de noviembre de mil ochocientos cuarenta y siete, por Noel Vanstone, testador antes mencionado, como y para su última voluntad y testamento, en presencia de nosotros.

—¿Eso es todo? —preguntó Noel Vanstone, atónito.

—Es bastante, señor, para legar su fortuna al almirante y, por tanto, es todo. Ahora volvamos al caso que ya hemos supuesto. Su viuda paga el penique y ve este testamento, en el que se dice que el dinero de Combe-Raven ha pasado al almirante y se manifiesta claramente que puede hacer con él lo quiera. Cuando ella lo lea, ¿qué hará? Tenderá su trampa al almirante. Es soltero y es viejo. ¿Quién le protegerá contra las artes de esa mujer desesperada? Protéjalo usted mismo, señor, con unos cuantos trazos más de esa pluma que ya ha hecho maravillas. Le ha nombrado heredero en el testamento que verá su mujer. Desherédele en una carta que sea un absoluto secreto entre el almirante y usted. Meta el testamento y la carta en un sobre y hágaselo llegar al almirante indicándole por escrito que debe romper el sello el día en que usted muera. Que el testamento quede tal como está ahora y que la carta (que es un secreto entre usted y él) le diga la verdad. Explíquele que le lega usted su fortuna con la petición de que la reciba con una mano y se la entregue con la otra a su sobrino George. Dígale que las esperanzas de usted en este asunto descansan únicamente en la confianza que tiene en su honor y en la convicción de que recuerda con afecto al padre de usted y a usted mismo. Usted conoce al almirante desde que era niño. Tiene sus manías y caprichos, pero es un caballero de la cabeza a los pies y es totalmente incapaz de traicionar la confianza depositada en su honor por un amigo muerto. Aborde la dificultad audazmente con esta estratagema y salvará a esos dos hombres desamparados de las trampas de su mujer, a uno por medio del otro. Aquí, a un lado, está su testamento que nombra heredero al almirante y motivará una nueva conspiración de su mujer. Y aquí, al otro lado, está su carta, ¡qué pone el dinero secretamente en manos del sobrino!

La rencorosa destreza de esta combinación era exactamente del género que Noel Vanstone podía apreciar mejor. Intentó manifestar su aprobación y su admiración con palabras. La señora Lecount alzó la mano para silenciarle.

—Aguarde, señor, antes de expresar su opinión —prosiguió—. Todavía no hemos vencido la dificultad más que a medias. Supongamos que el almirante ha dado a su herencia el uso que usted le había solicitado confidencialmente que le diera. Tarde o temprano, por muy bien que se guarde el secreto, su esposa descubrirá la verdad. ¿Qué consecuencia se deriva de ese descubrimiento? Su esposa pone cerco al señor George. Todo lo que ha conseguido usted es legarle el dinero de un modo indirecto. Ahí está, después de un intervalo de tiempo, tan a merced de su esposa como si le hubiera nombrado usted heredero universal en este testamento. ¿Cuál es el remedio? El remedio consiste en engañarla por segunda vez, interponer un obstáculo entre ella y el dinero para proteger a su primo George. ¿Adivina usted, señor Noel, cuál es el obstáculo más prometedor que podemos poner en el camino de su mujer?

Él meneó la cabeza. La señora Lecount sonrió y le sobresaltó poniéndole la mano sobre el brazo, lo que le obligó a prestarle toda su atención.

—¡Ponga una mujer en su camino, señor! —susurró con su tono más astuto—. Nosotras las mujeres no creemos en esa fascinadora belleza, diga usted lo que diga. Nuestros labios no arden en deseos de besar sus suaves mejillas. Nuestros brazos no ansían rodear esa cintura flexible. Nosotras vemos claramente sus intenciones pese a sus sonrisas y sus favores y su corsé y sus rellenos; ¡a nosotras no puede embrujarnos! ¡Ponga una mujer en su camino, señor Noel! Pero no una mujer como yo, una sirvienta en una situación de impotencia, sino una mujer con la autoridad y los celos de una esposa. En la carta al almirante, ponga como condición para que el señor George reciba la herencia que se case en un determinado período, si todavía es soltero cuando muera el almirante. Supongamos que permanece soltero pese a su condición, ¿quién recibirá entonces el dinero? Una vez más, ponga a una mujer en el camino de su esposa, y deje su fortuna a la hermana casada de su primo George.

La señora Lecount hizo una pausa. Noel Vanstone intentó de nuevo expresar su opinión y de nuevo la mano de la señora Lecount le hizo enmudecer.

—Si lo aprueba, señor Noel —dijo—, daré su aprobación por supuesta. Si tiene algo que objetar, responderé a su objeción antes de que salga de su boca. Podría usted decirme: si esa condición servirá ya a nuestros propósitos, ¿por qué ocultarla en una carta confidencial para el almirante? ¿Por qué no hacer heredero a mi primo y ponerle esa condición en el mismo testamento? Por una única razón, señor. Porque hacerlo en secreto es el único modo seguro con una mujer como su esposa. Cuanto más secretas sean las intenciones de usted, más tiempo la obligará a perder en descubrirlas por sí misma. Ese tiempo que ella pierde es tiempo ganado en proteger al almirante de sus supercherías, tiempo ganado por el señor George (si sigue soltero) para elegir a su dama sin ser molestado y tiempo ganado para la seguridad de la mujer elegida, que de lo contrario podría convertirse en el primer objetivo de las sospechas y la hostilidad de la señora de Noel Vanstone. Recuerde el frasco que hemos descubierto arriba y mantenga a esa desesperada mujer en la ignorancia, e inofensiva por tanto, el mayor tiempo posible. Ese es mi consejo, señor Noel, en pocas palabras. ¿Qué opina, señor? ¿Soy casi tan inteligente a mi manera, como su amigo el señor Bygrave? ¿Puedo conspirar yo también un poquito cuando el propósito de mi conspiración es ayudarle a cumplir con sus deseos y proteger a sus amigos?

Haciendo uso por fin del permiso para usar la lengua, Noel Vanstone expresó su admiración por la señora Lecount exactamente con las mismas palabras pronunciadas en una ocasión anterior para hacer sus cumplidos al capitán Wragge. «¡Qué cerebro tiene usted!» fueron esas agradecidas palabras otrora dirigidas al enemigo más acérrimo de la señora Lecount. Esas mismas utilizó ahora para darle las gracias a la propia señora Lecount. Los extremos se tocan, ¡y tal es a veces la aprobación de un tonto, que todo lo abarca!

—Permita a mi cerebro que se haga merecedor del cumplido que acaba de hacerle, señor —dijo la señora Lecount—. La carta al almirante aún no está escrita. Este testamento que tenemos aquí es como un cuerpo sin alma, un Adán sin Eva, hasta que se haya redactado la carta y colocado junto a él. Un poco más de dictado por mi parte y un poco más de escritura por la suya, y nuestra tarea habrá concluido. Discúlpeme. La carta será más larga que el testamento, necesitamos hojas más grandes.

Se buscó el estuche de papel de cartas y se hallaron en él hojas del tamaño adecuado. La señora Lecount reanudó el dictado y Noel Vanstone volvió a empuñar la pluma.

Baliol Cottage, Dumfries,

3 de noviembre de 1847

Confidencial

Querido almirante Bartram:

Cuando abra usted mi testamento (en el que se le nombra mi único albacea), descubrirá que también le he nombrado a usted heredero universal de todos mis bienes tras el pago de un legado de cinco mil libras. El propósito de esta carta es comunicarle confidencialmente el objetivo con el que he depositado mi fortuna en sus manos.

Le ruego que tome nota de que es mi intención que entregue este gran legado a su sobrino George con ciertas condiciones. Si su sobrino está casado en el momento de mi muerte y su mujer vive, le pido que le haga entrega inmediata de la herencia, al tiempo que le transmita mi deseo (que considerará un deber sagrado, estoy convencido) de que ceda ese dinero a su mujer y a sus hijos, si los tiene. Si, por el contrario, no está casado en el momento de mi muerte o es viudo, en ambos casos pongo como condición para que reciba la herencia que se case en un período de…

La señora Lecount dejó el borrador de la carta que había estado dictando e informó con un gesto a Noel Vanstone de que podía dejar descansar la pluma.

—Hemos llegado a la cuestión del tiempo, señor —señaló—. ¿Cuánto tiempo le concederá a su primo para casarse si es soltero o viudo cuando usted muera?

—¿Le doy un año? —preguntó Noel Vanstone.

—Si no tuviéramos ninguna otra consideración más que la del debido decoro —dijo la señora Lecount—, también yo propondría un año, señor, especialmente si se diera el caso de que el señor George fuera viudo. Pero tenemos que pensar en su mujer, además de prestar atención al decoro. Un año de demora entre la muerte de usted y el matrimonio de su primo es un intervalo de tiempo peligrosamente largo para dejar la posesión de su fortuna en el aire. Déle a una mujer resuelta un año para conspirar y maquinar, y es imposible decir lo que no podrá hacer.

—¿Seis meses? —sugirió Noel Vanstone.

—Seis meses, señor —replicó la señora Lecount—, es un intervalo preferible. Un intervalo de seis meses desde el día de su muerte bastará para que el señor George… Parece usted alterado, señor. ¿Qué le ocurre?

—Desearía que no mencionara mi muerte a cada momento —espetó él con irritación—. ¡No me gusta! ¡Detesto oír esa palabra!

La señora Lecount sonrió resignadamente y consultó su borrador.

—Veo aquí escrita la palabra «fallecimiento» —señaló—. ¿Quizá la prefiera usted, señor Noel?

—Sí —respondió él—. Prefiero «fallecimiento». No suena tan horrible como «muerte».

—Sigamos con la carta, señor.

La señora Lecount reemprendió el dictado como sigue:

… en ambos casos pongo como condición para que reciba la herencia que se case en un período de seis meses civiles desde el día de mi fallecimiento, que la mujer con la que se case no sea viuda, que se lean las amonestaciones y que el enlace matrimonial se celebre públicamente en la parroquia de Ossory, donde es conocido desde la infancia y donde es probable que la familia y las circunstancias de su futura esposa sean objeto del interés y la curiosidad públicos.

—Esto, señor —dijo la señora Lecount, alzando la vista del borrador—, servirá para proteger al señor George en el caso de que le tiendan la misma trampa en la que ha caído usted. La próxima vez su esposa no podrá asumir una personalidad y un nombre falsos con tanta facilidad, no, ¡ni siquiera con ayuda del señor Bygrave! Vuelva a mojar la pluma, señor Noel; escribamos el siguiente párrafo. ¿Listo?

—Sí.

La señora Lecount prosiguió:

Si su sobrino no cumple estas condiciones, es decir, si siendo soltero o viudo en el momento de mi fallecimiento, no se casa siguiendo al pie de la letra mis instrucciones dentro de los seis meses civiles siguientes, es mi deseo que no reciba la herencia ni parte de ella. En ese supuesto caso, le pido que lo descarte completamente y legue la fortuna que le dejo en mi testamento a la hermana casada de su sobrina, la señora Girdlestone.

Tras haberle hecho partícipe de mis motivos e intenciones, llego al siguiente punto que es preciso considerar. Si cuando usted abra esta carta, su sobrino es un hombre soltero, evidentemente es indispensable que conozca las condiciones impuestas tan pronto como las conozca usted mismo, a ser posible. En tales circunstancias, es usted libre de comunicarle lo que le escribo aquí, o bien habrá usted de darle la impresión de que no existe tal manifestación escrita y confidencial de mis deseos, estableciendo todas las condiciones referentes a su matrimonio como si procedieran enteramente de usted mismo.

Si adopta usted esta última alternativa, añadirá uno más a los muchos motivos de agradecimiento que deberé a su amistad.

Tengo serias razones para creer que la posesión de mi dinero y el descubrimiento de cualquier disposición especial concerniente a su cesión serían objeto (tras mi fallecimiento) del fraude y la conspiración de una persona sin escrúpulos. Es mi mayor preocupación, por tanto (por el bien de usted en primer lugar), que no se suscite la menor sospecha sobre la existencia de esta carta en la persona a la que aludo. Y de la misma forma deseo (en bien de la señora Girdlestone en segundo lugar) que esa misma persona ignore por completo que la herencia pasará a manos de la señora Girdlestone si su sobrino no se casa en el plazo dado. Conozco el carácter afable y dócil de George, temo las intrigas que puedan intentarse contra él, y estoy seguro de que lo más prudente será abstenerse de confiarle secretos que podría revelar imprudentemente, lo cual tendría graves e incluso peligrosos resultados.

Comunique las condiciones a su sobrino, por tanto, como si fueran personales. Déjele creer que se las han sugerido sus nuevas responsabilidades como hombre de fortuna, como albacea de mi testamento y como resultado de una lógica preocupación por asegurar la perpetuación del apellido familiar. Si estas razones no bastan para contentarle, nada podrá objetar a que le remita al mismo día de su boda para cualquier otra explicación que desee.

He terminado. Le he transmitido mis últimos deseos con una confianza implícita en su honor y en el afectuoso respeto que siente por la memoria de su amigo. Nada diré de las deplorables circunstancias que me han impelido a escribir esta carta. Las oirá usted, si conservo la vida, de mis propios labios, pues será el primer amigo al que consultaré en estos difíciles momentos de aflicción. Mantenga esta carta en el más absoluto secreto y en su poder hasta que se cumplan mis exigencias. Que ningún otro ser humano salvo usted conozca el lugar en que se oculta bajo ningún pretexto.

Afectuosamente suyo,

NOEL VANSTONE

—¿Ha firmado, señor? —preguntó la señora Lecount—. Déjeme repasar la carta, por favor, antes de sellarla.

El ama de llaves leyó la carta detenidamente. La letra apretada de Noel Vanstone llenaba dos páginas de papel grande y terminaba al empezar la tercera página. En lugar de usar un sobre, la señora Lecount la dobló con pulcra eficiencia, al modo antiguo. Encendió la vela del tintero y devolvió la carta al que la había escrito.

—Séllela, señor Noel —dijo—, con su propia mano y su propio sello. —La señora Lecount apagó la vela y ofreció de nuevo la pluma a su amo—. Dirija la carta —prosiguió— a «Almirante Bartram, St. Crux-in-the-Marsh, Essex». Ahora añada estas palabras encima de la dirección y fírmelas: «Para guardar en su poder y ser abierta únicamente por usted el día de mi muerte (o fallecimiento, si lo prefiere). Noel Vanstone». ¿Lo ha hecho? Déjeme verlo otra vez. Totalmente correcto. Le felicito, señor. Si no hemos conseguido que hayan terminado los días de conspiradora de su esposa para hacerse con el dinero de Combe-Raven, no será por culpa suya, señor Noel, ¡ni mía tampoco!

Relajada su atención tras haber terminado la carta, Noel Vanstone volvió de inmediato a consideraciones puramente personales.

—Ahora hay que pensar en mi equipaje —dijo—. No puedo irme sin mi ropa de abrigo.

—Discúlpeme, señor —replicó la señora Lecount—, primero hay que firmar el testamento y hay que encontrar a dos personas que actúen como testigos en el momento de la firma. —Miró por la ventana delantera y vio el carruaje aguardando a la puerta—. El cochero servirá —dijo—. Realiza un servicio respetable y se le localiza con facilidad en caso necesario. Supongo que tendremos que aceptar a una de sus criadas como segundo testigo. Son todas mujeres detestables, pero la cocinera es la que parece más inofensiva de las tres. Mande llamar a la cocinera, señor, mientras yo salgo a llamar al cochero. Cuando tengamos aquí a los testigos, solo tiene que decirles estas palabras: «Tengo que firmar un documento y deseo que escribáis en él vuestros nombres como testigos de mi firma». ¡Nada más, señor Noel! Diga esas pocas palabras hablando con normalidad y, cuando haya firmado, yo personalmente me ocuparé del equipaje y de su ropa de abrigo.

La señora Lecount se dirigió a la puerta principal y llamó al cochero a la salita. A su regreso, halló a la cocinera en la habitación. La cocinera parecía ofendida por alguna misteriosa razón y no dejaba de mirar a la señora Lecount. Instantes después entraba el cochero, un hombre ya mayor. Le precedía un fuerte olor a whisky, pero tenía la cabeza de un escocés, y no había nada que lo delatara salvo el olor.

—Tengo que firmar un documento —dijo Noel Vanstone, repitiendo la lección— y deseo que escribáis en él vuestros nombres como testigos de mi firma.

El cochero miró el testamento. La cocinera no le quitaba los ojos de encima a la señora Lecount.

—No le molestará, señor… —dijo el cochero[31]. La cautela autóctona se manifestaba en cada una de las arrugas de su rostro—. ¿No le molestará, señor, decirme primero qué documento es ese?

La señora Lecount intervino antes de que la indignación de Noel Vanstone se expresara con palabras.

—Debe decirle usted a este hombre que se trata de su testamento —dijo—. Cuando firme como testigo podrá verlo por sí mismo si observa el principio de la página.

—Sí, sí —dijo el cochero, mirando el principio de la página inmediatamente—. Su última voluntad y testamento. ¡Mal asunto, señores! ¡Es un terrible desafío a la Muerte un documento como ese! Polvo somos —continuó, exhalando una nueva bocanada de whisky y alzando la vista devotamente hacia el techo—. Considere estas palabras en relación con ese otro pasaje de las Escrituras: Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos. Considere de nuevo esas palabras en relación con el Apocalipsis, capítulo primero, versículos uno al quince. Medítenlo todo bien. ¿Qué son entonces todas sus riquezas? ¡Escoria, señores! ¿Y su cuerpo? (volvemos a las Escrituras). ¡Arcilla para el alfarero! ¿Y su vida? (las Escrituras una vez más) ¡El aire que respiran!

La cocinera escuchaba como si estuviera en la iglesia, pero sin apartar la vista de la señora Lecount.

—Será mejor que firme, señor. Al parecer esta es una costumbre que impera en Dumfries durante las transacciones —dijo la señora Lecount resignadamente—. Creo que el hombre tiene buena intención.

Añadió estas últimas palabras en tono apaciguador, pues percibía que la indignación de Noel Vanstone se estaba convirtiendo rápidamente en alarma. Las exhortaciones del cochero parecían inspirarle miedo además de repugnancia.

Noel Vanstone mojó la pluma en tinta y firmó el testamento sin pronunciar una palabra. El cochero (descendiendo instantáneamente de la teología a los asuntos terrenales) contempló la firma con escrupulosa atención y firmó después como testigo con un comentario implícito sobre aquel proceder en forma de bocanada de whisky exhalada por medio de un hondo suspiro. La cocinera apartó la vista de la señora Lecount con esfuerzo, firmó con colérica premura y volvió a mirarla con un respingo, como si esperara ver una pistola en las manos del ama de llaves (que pudiera haber sacado en el intervalo de la firma).

—Gracias —dijo la señora Lecount con gran amabilidad. La cocinera apretó los labios agresivamente y miró a su amo.

—¡Puedes irte! —dijo él. La cocinera tosió despectivamente y salió.

—No le haremos esperar mucho —dijo la señora Lecount al despedir al cochero—. Dentro de media hora, más o menos, estaremos listos para emprender el viaje de vuelta.

El austero semblante del cochero se relajó por primera vez. Sonrió enigmáticamente y se acercó a la señora Lecount de puntillas.

—No olvide una cosa, milady —dijo con meliflua cortesía—. ¡No olvide la firma además del trayecto, cuando me pague por el trabajo del día! —Se echó a reír con gravedad gutural y, dejando su atmósfera tras de sí, salió con paso majestuoso de la habitación.

—Lecount —dijo Noel Vanstone, tan pronto como el cochero cerró la puerta—. ¿He oído que le decía a ese hombre que estaremos listos dentro de media hora?

—Sí, señor.

—¿Está usted ciega?

Acompañó la pregunta de un airado golpe en el suelo con el pie. La señora Lecount lo miró con asombro.

—¿Es que no ve que ese animal esta borracho? —prosiguió él cada vez más irritado—. ¿No vale nada mi vida? ¿Ha de quedar a merced de un cochero borracho? ¡No pienso confiar mi seguridad a ese hombre bajo ningún concepto! Me sorprende que haya podido pensar lo contrario, Lecount.

—El hombre ha estado bebiendo, señor —dijo el ama de llaves—. Eso es fácil de ver y de oler. Pero es evidente que está acostumbrado a beber. Y si está lo bastante sereno para caminar derecho (lo que ciertamente hace) y para estampar su firma con letra clara (lo cual puede ver por usted mismo en el testamento), me atrevo a pensar que está lo bastante sereno para llevarnos a Dumfries.

—¡Ni hablar! Usted es extranjera, Lecount; no comprende a esta gente. Beben whisky de la mañana a la noche. El whisky es el alcohol más fuerte que se hace, el whisky es notorio por su efecto sobre el cerebro. Le digo que no pienso correr riesgos. Nunca me ha llevado y nunca me llevará un cochero que no esté sobrio.

—¿Debo volver sola a Dumfries, señor?

—¿Y dejarme aquí? ¿Dejarme solo en esta casa después de lo que ha ocurrido? ¿Cómo sé que mi mujer no volverá esta noche? ¿Cómo sé que su viaje no es un pretexto para engañarme? ¿Es que no tiene sentimientos, Lecount? ¿Me dejará solo en mi lamentable situación…? —Se desplomó en una silla y rompió a llorar ante la idea antes de haber terminado de expresarla—. ¡Qué pena! —dijo, tapándose la cara con el pañuelo—. ¡Qué pena!

Era imposible no compadecerlo. No podía haber otro mortal más digno de lástima. El conflicto entre las violentas emociones que se habían despertado en él desde la mañana, así como el esfuerzo de seguir a la señora Lecount por laberínticas e intrincadas combinaciones, había causado al fin su desmoronamiento. Ella le había conducido con firmeza, sosteniéndole mientras ese esfuerzo duraba; en el momento en que llegó a su fin, Noel Vanstone cayó. El cochero había acelerado un resultado del que estaba lejos de ser la causa.

—Me sorprende y me aflige usted, señor —dijo la señora Lecount—. Cálmese, se lo ruego. Me quedaré aquí con gusto si lo desea. Me quedaré esta noche por su bien. Necesita descanso y quietud después de este horrible día. Despediré al cochero inmediatamente, señor Noel. Le daré una nota para el dueño del hotel y el carruaje volverá a buscarnos mañana con un nuevo cochero a las riendas.

La perspectiva que ofrecían estas palabras animó a Noel Vanstone. Se enjugó los ojos y besó la mano de la señora Lecount.

—¡Sí! —dijo débilmente—, despache al cochero y quédese usted aquí. ¡Qué buena es usted! ¡Excelente Lecount! Despache a ese animal borracho y vuelva en seguida. Nos sentaremos cómodamente ante el fuego, Lecount, y tomaremos una agradable cena ligera, e intentaremos que sea como en los viejos tiempos. —Su débil voz se quebró; regresó junto al fuego y volvió a deshacerse en lágrimas bajo la patética influencia de sus propias ideas.

La señora Lecount lo dejó solo un momento para despedir al cochero. Cuando regresó a la salita, encontró a su amo con la mano en la campanilla.

—¿Qué quiere, señor? —preguntó.

—Quiero decirles a las criadas que preparen su habitación —respondió él—. Quiero mostrarle todo tipo de atenciones, Lecount.

—Es usted todo bondad, señor Noel, pero espere un momento. Sería mejor que guardáramos todos estos papeles antes de que entre la sirvienta. Si mete usted el testamento y la carta sellada en un sobre y lo dirige al almirante, me ocuparé personalmente de que el sobre llegue intacto a sus manos. ¿Quiere usted venir a la mesa solo unos minutos más, señor Noel?

¡No! Noel Vanstone se mostró obstinado, se negó a alejarse de la chimenea, estaba harto y cansado de escribir, deseaba no haber nacido y aborrecía la visión de la pluma y la tinta. La señora Lecount precisó de toda su paciencia y toda su persuasión para convencerle de que escribiera la dirección del almirante por segunda vez. Solo lo consiguió llevándole el sobre en blanco sobre el estuche de papel de cartas y poniéndolo con mucha zalamería sobre su regazo. Noel Vanstone gruñó, llegó a jurar incluso, pero escribió al fin en el sobre: «Para el almirante Bartram, St. Crux-in-the-Marsh. Entregado por la señora Lecount». Con este último acto de obediencia, se extinguió su docilidad. Se negó rotundamente a sellar el sobre.

No había necesidad de apremiarle para que lo hiciera. Su sello se hallaba sobre la mesa y poco importaba que lo usara él o una persona de su confianza. La señora Lecount selló el sobre con los dos importantes documentos seguros en su interior.

Abrió su bolsa de viaje por última vez y, haciendo una breve pausa antes de guardar el sobre sellado, lo miró con una indescriptible sensación de triunfo. Sonrió al dejarlo caer al interior de la bolsa. Nada turbó sus pensamientos, ni la sombra de sospecha de que el testamento pudiera contener frases superfluas y expresiones que ningún abogado de profesión hubiera utilizado, ni el vestigio de una duda sobre si la carta era un documento tan completo como el que hubiera redactado un abogado de profesión. Cegada por una confianza nacida de su odio hacia Magdalen y de su ansia vengativa, cegada por la confianza en sus propias habilidades y en los conocimientos legales de su amigo, depositaba todo el futuro en la promesa del trabajo realizado por la mañana.

Noel Vanstone tocó la campanilla cuando ella cerró la bolsa de viaje. En esta ocasión fue Louisa quien acudió a la llamada.

—Prepara la habitación libre —ordenó su amo—; esta señora dormirá aquí esta noche. Y airea mi ropa de abrigo; esta señora y yo nos vamos mañana por la mañana.

La educada y dócil Louisa recibió las órdenes en hosco silencio, lanzó una mirada furiosa a la impenetrable invitada y salió de la estancia. Era evidente que las tres sirvientas estaban a favor de su señora y de que su opinión era unánime sobre la señora Lecount.

—¡Hecho! —dijo Noel Vanstone, con un suspiro de infinito alivio—. Venga y siéntese, Lecount. Pongámonos cómodos, charlemos junto al fuego.

La señora Lecount aceptó la invitación y acercó un butacón para sentarse junto a él. Noel Vanstone le cogió la mano con ternura y la sostuvo así mientras charlaban. Un extraño que mirara por la ventana podría haberlos tomado por madre e hijo y hubiera pensado: «¡Qué hogar tan feliz!».

La charla, conducida por Noel Vanstone, consistió como de costumbre en una interminable sucesión de preguntas y estaba enteramente dedicada al tema de sí mismo y de sus perspectivas futuras. ¿Adónde le llevaría Lecount cuando se fueran a la mañana siguiente? ¿Por qué a Londres? ¿Por qué había de quedarse él en Londres mientras ella iba a St. Crux para entregarle al almirante la carta y el testamento? ¿Porque su esposa podía seguirle si iba a casa del almirante? Bueno, había algo de cierto en eso. ¿Y porque debería ocultarse de ella en algún alojamiento cómodo y seguro cerca del señor Loscombe? Pero ¿por qué cerca del señor Loscombe? Ah, sí, claro, para saber qué podía hacer la ley para ayudarle. ¿Le libraría la ley de la pérfida miserable que lo había engañado? ¡Qué molesto que Lecount no lo supiera! ¿Diría la ley que se había casado una segunda vez porque él y aquella pérfida miserable habían estado viviendo juntos en Escocia? Había oído decir que en Escocia cualquier cosa que tuviera públicamente apariencia de matrimonio era un matrimonio. ¡Qué sumamente molesto, por parte de Lecount, quedarse allí sentada diciendo que no tenía la menor idea! ¿Tendría que quedarse mucho tiempo solo en Londres sin nadie con quien hablar más que con el señor Loscombe? ¿Se reuniría Lecount con él tan pronto como hubiera entregado en mano aquellos importantes documentos al almirante? ¿Se consideraría Lecount todavía a su servicio? ¡La buena de Lecount! ¡Excelente Lecount! Y cuando acabara todo aquel asunto legal, ¿qué? ¿Por qué no abandonar esta horrorosa Inglaterra y marcharse de nuevo al extranjero? ¿Por qué no ir a Francia, a algún lugar barato cerca de París? ¿Digamos, Versalles? ¿Digamos, St. Germain? ¿En una bonita y pequeña casa francesa, barata? ¿Con una agradable bonne francesa que cocinara sin malgastar su fortuna en grasas? ¿Con un pequeño y bonito jardín donde él pudiera hacer ejercicio y recobrar la salud y ahorrarse el gasto de tener jardinero? No era una mala idea. Y parecía prometer mucho, ¿verdad, Lecount?

¡Así continuó el pobre! ¡Hombrecillo débil, abyecto y miserable!

Cuando empezó a anochecer al término del corto día de noviembre, Noel Vanstone empezó a sentir somnolencia, sus incesantes preguntas acabaron por fin y se durmió. En el exterior, el viento entonaba su fúnebre melodía invernal. Dejaron de oírse el ruido de pasos y el estrépito de las ruedas sobre la carretera, dando paso a un triste silencio. Noel Vanstone siguió durmiendo pacíficamente. Las llamas se reflejaban en su pequeño rostro marchito y sus manos inertes. La señora Lecount aún no había sentido lástima por él. Empezaba a sentirla ahora. Había logrado sus objetivos, su legado estaba garantizado mediante testamento; él había puesto su vida futura en sus manos maternales por voluntad propia. El fuego era agradable, las circunstancias eran favorables al desarrollo de los sentimientos cristianos. «¡Pobre desgraciado! —pensó la señora Lecount, mirándolo con compasión grave—. ¡Pobre desgraciado!».

Noel Vanstone se despertó a la hora de cenar. Se mostró alegre mientras comía, volvió a la idea de la casita barata en Francia, sonrió bobaliconamente y habló en francés con la señora Lecount mientras la criada y Louisa les atendían por turno y de mala gana. Después de la cena, Noel Vanstone volvió a su cómoda silla delante del fuego y la señora Lecount le imitó. Él reanudó la conversación, lo que en su caso significaba repetir las preguntas. Pero no era tan rápido ni estaba tan bien dispuesto como antes para hacerlas. Empezaron a languidecer, continuaron a intervalos cada vez más largos y cesaron por completo. Hacia las nueve volvió a quedarse dormido.

Esta vez no fue un sueño tranquilo. Mascullaba y hacía rechinar los dientes y volvía la cabeza de un lado a otro en la silla. La señora Lecount hizo ruido expresamente para que despertara. Él se despertó con la mirada perdida y las mejillas coloradas. Se paseó por la habitación con nerviosismo y una nueva idea en la cabeza, la de escribir a su mujer una carta terrible, de eterna despedida. ¿Cómo escribirla? ¿Qué lenguaje usaría para expresar sus sentimientos? ¡Ni el mismo Shakespeare con todo su talento daría la talla en esta emergencia! Había sido víctima de un ultraje sin parangón. ¡Una miserable se había adueñado de su corazón traidoramente! ¡Una víbora se había ocultado en su hogar! ¿Dónde hallar las palabras infamantes con que poder calificarla? Se interrumpió, con una sensación de sofoco producida por la rabia impotente, y blandió el puño trémulo en el aire.

La señora Lecount intervino con una energía y una decisión inspiradas por una seria alarma. Después de la fuerte tensión a la que había sido sometido el débil carácter de su amo, un arrebato de cólera como aquel podía arruinar su reposo aquella noche y sus fuerzas para viajar al día siguiente. Con infinitas dificultades e interminables promesas de que podría volver a hablar de ello por la mañana y recibir sus consejos, la señora Lecount consiguió persuadirle de que subiera a su dormitorio y se calmara para poder dormir. Le ofreció el brazo para sostenerle. De camino hacia el dormitorio y con gran alivio por parte de ella, una nueva idea absorbió su atención de repente. Recordó cierta combinación caliente y agradable de vino, huevo, azúcar y especias que el ama de llaves acostumbraba hacerle en otros tiempos y que le parecía que sería una delicia tomar antes de acostarse. La señora Lecount le ayudó a ponerse la bata y luego volvió a bajar para hacerle la bebida caliente junto al fuego de la salita.

El ama de llaves hizo sonar la campanilla y pidió en nombre de Noel Vanstone los ingredientes necesarios para la mezcla. Con el humilde ingenio malicioso de su casta, las criadas le llevaron los ingredientes uno a uno haciéndola esperar el máximo tiempo posible entre uno y otro. La señora Lecount disponía del cazo, la cuchara, el vaso y el rallador de nuez moscada, y del vino, pero no del huevo ni el azúcar ni las especies, cuando oyó a su amo paseándose airadamente de un lado a otro de su dormitorio, sin duda enardeciéndose de nuevo con la idea de la carta.

La señora Lecount subió una vez más, pero él fue más rápido, la oyó llegar y, cuando ella abrió la puerta, lo encontró astutamente sentado de espaldas. El ama de llaves lo conocía demasiado bien para intentar echarle una reprimenda, se limitó a anunciar la inminente llegada de la bebida caliente y se dio la vuelta para abandonar la habitación. Cuando salía se fijó en la mesa de un rincón, donde había tintero y estuche de papel de cartas, e intentó llevárselos sin atraer la atención de su amo; pero él fue más rápido una vez más. Preguntó con enojo si dudaba de su promesa. Ella volvió a poner el recado de escribir sobre la mesa por miedo a ofenderle y abandonó la habitación.

Media hora más tarde la mezcla estaba preparada. La señora Lecount se la subió a su amo en un gran vaso humeante y aromático. «Después de tomarse esto se dormirá —pensó, al abrir la puerta—. Lo he hecho más fuerte de lo habitual a propósito».

Noel Vanstone había cambiado de lugar. Estaba sentado a la mesa del rincón, todavía de espaldas, escribiendo. Esta vez su fino oído no le había ayudado. Esta vez la señora Lecount lo había pillado con las manos en la masa.

—¡Oh, señor Noel, señor Noel! —le dijo con tono de reproche—. ¿En qué han quedado sus promesas?

Él no respondió. Estaba sentado con el codo izquierdo apoyado en la mesa y la cabeza sobre la mano izquierda. La mano derecha se apoyaba en el papel con la pluma suelta entre los dedos.

—Su bebida, señor Noel —dijo el ama de llaves suavizando su tono, pues no quería ofenderle. Él no le hizo caso.

La señora Lecount se acercó a la mesa para despertarlo. ¿O estaba sumido en honda reflexión?

Estaba muerto.

FIN DE LA QUINTA ESCENA