CAPÍTULO XIII
¿Qué había ocurrido en Aldborough en ausencia del capitán Wragge?
Se habían producido sucesos que el capitán, con toda su habilidad, hubiera hallado difícil remediar.
Tan pronto como el tílburi hubo abandonado North Shingles, la señora Wragge recibió el mensaje que su marido había encargado a la criada que le transmitiera. Se dirigió a la salita apresuradamente, perpleja por la acalorada entrevista con su marido y con el aire arrepentido de quien es consciente de haber obrado mal sin saber cómo. Si los pensamientos de Magdalen no hubieran estado enteramente ocupados por la sola idea de la boda, si hubiera estado lo bastante serena para escuchar el relato incoherente de la señora Wragge sobre lo que había ocurrido durante la entrevista con el ama de llaves, tarde o temprano la visita de la señora Lecount al guardarropa de Magdalen habría formado parte del descubrimiento; y aunque quizá ella no hubiera adivinado nunca la verdad, al menos hubiera advertido que había un elemento de peligro traicioneramente al acecho en el vestido de alpaca. Tal como estaban las cosas, la aparición de la señora Wragge en la salita no tuvo tal consecuencia, pues esta no era entonces posible.
Sucesos que habían ocurrido esa misma mañana, sucesos que habían ocurrido en los días y semanas anteriores se habían desvanecido del pensamiento de Magdalen como si no se hubieran producido nunca. El horror del lunes siguiente, la cruel certidumbre implícita en la designación del día y la hora, petrificaron todos sus sentimientos y aniquilaron completamente su capacidad de pensar. La señora Wragge hizo tres intentos por separado de abordar el tema de la visita del ama de llaves. La primera vez hubiera dado lo mismo que se dirigiera al viento o al mar. El segundo intento pareció tener más posibilidades de éxito. Magdalen suspiró, escuchó un momento con indiferencia y luego declinó seguir con el tema.
—No importa —dijo—. El objetivo se ha cumplido igualmente. No estoy enfadada con usted. No diga nada más. —Pasadas unas horas y no teniendo nada más de que hablar, la señora Wragge volvió a intentarlo. Esta vez Magdalen se volvió hacia ella con impaciencia—. ¡Por amor de Dios, no me moleste con pequeñeces! No puedo soportarlo. —La señora Wragge enmudeció en el acto y no volvió a sacar el tema. Magdalen, que siempre había sido tan amable con ella en todas las demás ocasiones, se lo había prohibido airadamente. El capitán, que ignoraba por completo el interés de la señora Lecount en los secretos del guardarropa, ni siquiera se había acercado a la verdad. Toda la información que había extraído de la confusión mental de su mujer, la había conseguido mediante preguntas directas que surgían exclusivamente de lo que le era conocido. Había insistido en que quería respuestas claras sin excusas de ningún tipo; consiguió lo que quería como de costumbre, y su partida esa misma mañana no le dio posibilidad de volver sobre el asunto, aunque la irritación contra su mujer le hubiera permitido hacerlo. Allí quedó colgado el vestido de alpaca, olvidado en la oscuridad, centro inadvertido e insospechado de peligros venideros.
Hacia la tarde, la señora Wragge se armó de valor para hacer una sugerencia; pidió dar un pequeño paseo para tomar el aire.
Magdalen se puso el sombrero con apatía y apáticamente acompañó a la señora Wragge a lo largo del paseo público hasta que llegaron a su extremo norte. Allí la playa era solitaria; allí se sentaron, la una al lado de la otra, sobre los guijarros. El día era soleado y festivo; por las tranquilas aguas azules navegaban los barcos de recreo; Aldborough disfrutaba ociosamente en mar y tierra. La señora Wragge se animó con la alegre perspectiva; se divertía, como una niña, arrojando guijarros al mar. De vez en cuando lanzaba furtivamente una mirada inquisitiva a Magdalen y no hallaba en su actitud estímulo para hablarle, ni veía que su expresión adquiriera cordialidad. Magdalen estaba sentada en la pendiente de la playa de guijarros sin hablar, con un codo sobre la rodilla y la cabeza apoyada en la mano, mirando el mar, absorta en la contemplación, pero sin que pareciera ver nada. La señora Wragge se cansó de los guijarros y perdió todo interés por mirar los barcos de recreo. Empezó a dar grandes cabezadas y acabó dormitando bajo la cálida y soporífera brisa. Cuando se despertó, los barcos de recreo estaban lejos; sus velas eran puntos blancos en el horizonte. Los ociosos que ocupaban la playa habían disminuido en número, el sol estaba bajo en el cielo, el mar azul tenía un tono más oscuro y la brisa rizaba su superficie. Los cambios en el cielo, la tierra y el océano anunciaban el declinar del día; por todas partes se notaba el cambio, excepto a su lado. Allí estaba Magdalen, sentada en la misma posición, con ojos cansados que seguían mirando el mar sin ver nada.
—¡Oh, hábleme, por favor! —dijo la señora Wragge.
Magdalen se sobresaltó y miró alrededor inexpresivamente.
—Es tarde —dijo estremeciéndose por la primera sensación que le llegaba de una brisa cada vez más fresca—. Vamos a casa; tiene que tomarse su té.
Caminaron hacia casa en silencio.
—No se enfade conmigo por preguntar —dijo la señora Wragge cuando se sentaron juntas para el té—. ¿Tiene usted el ánimo perturbado, querida?
—Sí —respondió Magdalen—. No se preocupe por mí. Pronto pasará.
Magdalen aguardó pacientemente hasta que la señora Wragge terminó de comer y luego subió a su dormitorio.
—¡El lunes! —dijo cuando se sentó frente al tocador—. ¡Algo podría ocurrir antes de que llegara el lunes!
Sus dedos recorrieron maquinalmente cepillos y peines, y los pequeños frascos y estuches colocados sobre el tocador. Los ordenó ahora de un modo, ahora de este otro; luego los empujó de repente, amontonándolos lejos de sí. Sus manos permanecieron inactivas un par de minutos. Pasado ese intervalo, volvieron a impacientarse y se dedicaron a abrir y cerrar los dos pequeños cajones. Entre los objetos que había en el interior de uno de ellos se encontraba un devocionario que tenía en Combe-Raven y que había salvado con las demás reliquias del pasado cuando ella y su hermana se despidieron de la casa. Tras una larga vacilación abrió el devocionario por el oficio matrimonial, lo volvió a cerrar antes de leer una sola línea y lo devolvió precipitadamente a uno de los cajones. Después de darle la vuelta a la llave, se levantó y se acercó a la ventana.
—¡Qué horrible mar! —dijo, dándole la espalda con un escalofrío de repugnancia—. ¡Qué horrible, solitario y monótono mar!
Volvió al cajón y sacó el devocionario por segunda vez, lo abrió a medias por el oficio matrimonial de nuevo, y lo arrojó al cajón con gesto impaciente. Esta vez, después de cerrarlo, se llevó la llave hasta la ventana abierta y la lanzó con todas sus fuerzas al jardín. Cayó sobre un espeso macizo de flores. Se hizo invisible; se había perdido. Esta sensación de pérdida pareció aliviarla.
«Algo podría ocurrir el viernes; algo podría ocurrir el sábado; algo podría ocurrir el domingo. ¡Tres días aún!».
Cerró los verdes postigos y corrió las cortinas para dejar la habitación a oscuras. Tenía la cabeza pesada y le ardían los ojos. Se tiró sobre la cama de mal humor, con el impulso de matar el tiempo durmiendo.
La quietud de la casa y la oscuridad de la habitación acudieron en su ayuda; el estupor en el que había caído hizo efecto sobre sus sentidos: se sumió en un sueño irregular. Sus manos inquietas se agitaban sin descanso; movía la cabeza de un lado a otro de la almohada; aún así, durmió. Al poco empezó a brotar alguna que otra palabra de sus labios; palabras susurradas en sueños, cada vez más seguidas, mejor pronunciadas, cuanto más se prolongaba el sueño; palabras que parecieron calmar sus inquietudes y apaciguarla hasta sumirla en un reposo más profundo. Magdalen sonrió; se hallaba en el feliz país de los sueños; se le escapó el nombre de Frank. «¿Me quieres, Frank? —susurró—. ¡Oh, mi amor, dilo otra vez, dilo otra vez!».
Pasó el tiempo, la habitación se oscureció aún más y Magdalen seguía durmiendo y soñando. Hacia el crepúsculo, sin que ningún ruido del interior ni del exterior de la casa lo justificara, Magdalen se incorporó en la cama, de nuevo despierta. La soporífera oscuridad de la habitación la llenó de terror. Corrió hacia la ventana, abrió los postigos de golpe y se inclinó sobre el alféizar para recibir el aire y la luz del anochecer. Sus ojos devoraron las cosas más triviales que se veían en la playa; sus oídos se embebieron del grato murmullo del mar. ¡Cualquier cosa que la librase de la impresión que le habían dejado los sueños en el despertar! No más oscuridad; no más reposo. El sueño que llegaba compasivamente para otros se había apoderado de ella de forma traicionera. El sueño solo le había cerrado los ojos al futuro para abrírselos al pasado.
Volvió a bajar a la salita, deseosa de hablar, por ociosa que fuera la conversación, por insignificantes que fueran los temas. La estancia estaba vacía. Quizá la señora Wragge estaba ocupada en su labor, quizá estaba demasiado cansada para conversar. Magdalen cogió su sombrero de la mesa y salió. El mar, que hacía unas pocas horas le horrorizaba, ahora parecía amistoso. ¡Qué hermoso era con el frío azul de la noche! ¡Qué divino regocijo en la alegre multitud de las olas que se elevaban hacia la luz del Cielo!
Magdalen permaneció fuera de casa hasta que cayó la noche y aparecieron las estrellas. La noche la tranquilizó.
Poco a poco su mente recobró el equilibrio, y examinó su situación sin pestañear. La vana esperanza de que un accidente malograra el fin por el que ella misma, voluntariamente, se había afanado y había conspirado se desvaneció y la abandonó, disipada por su propia debilidad. Sabía cuál era la auténtica disyuntiva y la afrontó. De un lado se hallaba la repugnante y terrible experiencia del matrimonio; del otro, el abandono de su propósito. ¿Era demasiado tarde para elegir entre sacrificar ese propósito y sacrificarse a sí misma? ¡Sí!, demasiado tarde. El camino de retorno se había cerrado a su espalda. El tiempo, que ningún deseo podía cambiar, el tiempo, que ninguna plegaria podía recuperar, había hecho de su propósito una parte de sí misma; en días pasados ella lo gobernaba, ahora la gobernada era ella. Cuanto más le aterrorizaba, cuanto más se debatía, más cruelmente la obligaba a seguir adelante. No había ningún otro sentimiento en ella que fuera lo bastante fuerte para dominarlo, ni siquiera el horror que la estaba volviendo loca: el horror de su matrimonio.
Volvió a la casa hacia las nueve.
—¡Paseando de nuevo! —dijo la señora Wragge acudiendo a recibirla en la puerta—. Entre y siéntese, querida. ¡Qué cansada debe de estar!
Magdalen sonrió y dio a la señora Wragge una amistosa palmada en el hombro.
—Olvida lo fuerte que soy —dijo—. Nada me hace daño.
Encendió su bujía y volvió a subir a su dormitorio. Cuando regresó junto a su acostumbrado lugar ante el tocador, volvió a ella la vana esperanza de los tres días que quedaban, la vana esperanza de ser liberada por un accidente, esta vez de una forma más tangible que la que había adoptado hasta entonces.
«Viernes, sábado, domingo. Algo podría ocurrirle a él; algo podría ocurrirme a mí. Algo grave, algo fatal. Uno de nosotros podría morir».
Su rostro mostró una súbita alteración. Magdalen se estremeció, aunque no hacía frío. Se sobresaltó, aunque ningún ruido pudo alarmarla.
«Uno de nosotros podría morir. Podría ser yo».
Se sumió en hondas meditaciones, salió de ellas después de un rato y, abriendo la puerta, llamó a la señora Wragge para decirle algo.
—Tenía razón al pensar que me había fatigado —dijo—. El paseo ha sido demasiado para mí. Estoy cansada y voy a acostarme. Buenas noches. —Besó a la señora Wragge y volvió a cerrar la puerta con suavidad.
Tras dar unas cuantas vueltas arriba y abajo por la habitación, abrió de repente su estuche de papel y dio comienzo a una carta para su hermana. La carta fue extendiéndose bajo sus manos, llenando hoja tras hoja. Tenía el corazón oprimido por su historia, la propia historia que relataba a Norah. No derramó lágrima alguna, se hallaba en un estado de serena tristeza. La pluma se deslizaba suavemente sobre el papel. Tras escribir durante más de dos horas, se interrumpió antes de terminar. No puso firma; reservó un espacio en blanco para rellenarlo en algún otro momento. Después de guardar el estuche con las hojas escritas a salvo en su interior, se acercó a la ventana para tomar el aire y miró hacia el exterior.
Sobre el mar se veía la luna menguante. La brisa de unas horas antes se había extinguido. Sobre el océano y la tierra se cernía el espíritu de la noche en medio de una calma profunda y espantosa.
La cabeza le cayó pesadamente sobre el pecho y el paisaje menguó ante sus ojos como la luna. No veía el mar ni el cielo. La muerte tentadora le roía el corazón. La muerte tentadora señalaba hacia el hogar, hacia la tumba de sus difuntos padres en el cementerio de Combe-Raven.
«Diecinueve años en mi último cumpleaños —pensó—. ¡Solo diecinueve!». Se alejó de la ventana, vaciló, y luego volvió a contemplar la vista.
—¡Qué noche tan hermosa! —dijo con agradecimiento—. ¡Oh, qué noche tan hermosa!
Abandonó la ventana y se tumbó en la cama. El sueño que antes llegara traicioneramente llegó compasivo ahora, profundo, sin sueños, con la imagen del último pensamiento que había tenido despierta: la imagen de la Muerte.
A la mañana siguiente temprano, la señora Wragge entró en la habitación de Magdalen y descubrió que se había levantado al alba. Magdalen estaba sentada ante el espejo pasándose lentamente el peine por los cabellos, pensativa y silenciosa.
—¿Qué tal se encuentra esta mañana, querida? —preguntó la señora Wragge—. ¿Bien del todo otra vez?
—Sí. —Tras responder afirmativamente, Magdalen se interrumpió, reflexionó un momento y se contradijo de repente—. No —dijo—, no del todo bien. Tengo un leve dolor de muelas. —Cuando cambió su respuesta, dio un giro al peine de modo que los cabellos le cayeron hacia delante y le taparon la cara.
Durante el desayuno permaneció muy callada y no tomó más que una taza de té.
—Déjeme que vaya a la botica y le traiga algo —dijo la señora Wragge.
—No, gracias.
—¡Déjeme, por favor!
—¡No!
Magdalen se negó por segunda vez con tono áspero y furioso. Como de costumbre, la señora Wragge cedió y dejó que se saliera con la suya. Cuando terminó el desayuno, Magdalen se levantó sin dar explicaciones y salió. La señora Wragge la observó desde la ventana y vio que tomaba la dirección de la botica.
Al llegar a la puerta del boticario, Magdalen se detuvo, hizo una pausa antes de entrar y miró por la ventana al interior; vaciló y se alejó un poco; volvió a vacilar y giró en la primera esquina que conducía de vuelta a la playa.
Sin mirar alrededor, sin importarle el lugar elegido, se sentó en la playa de guijarros. Las únicas personas que tenía cerca en aquel momento eran una niñera y dos niños pequeños. El menor de los dos llevaba un barquito de juguete en la mano. Después de contemplar a Magdalen durante un rato, con gravedad y atención singulares, el niño se acercó de repente y abrió el camino a una conversación colocando tranquilamente su juguete sobre el regazo de Magdalen.
—Mira mi barco —dijo el niño, cruzando las manos sobre la rodilla de Magdalen.
Magdalen no solía tener paciencia con los niños. En días más felices, no habría respondido al acercamiento del niño como respondió en aquel momento. La cruda desesperación de sus ojos los abandonó de repente; sus labios fuertemente apretados se abrieron y temblaron. Volvió a poner el barquito en manos del niño y lo aupó a él sobre su regazo.
—¿Quieres darme un beso? —preguntó débilmente.
El niño miró el barquito como si prefiriera besarlo a él.
Magdalen repitió la pregunta casi con humildad. El niño le puso la mano en el cuello y la besó.
—Si fuera tu hermana, ¿me querrías?
Todo el dolor de su solitaria situación, sin amigos, toda la ternura desperdiciada de su corazón, salieron a borbotones con esas palabras.
—¿Me querrías? —repitió, ocultando su rostro en el pecho del babero del niño.
—Sí —dijo el niño—. Mira mi barco.
Magdalen miró el barco a través de las lágrimas que pugnaban por brotar.
—¿Cómo lo llamas? —preguntó, esforzándose por hallar el modo de interesar a un niño.
—Lo llamo barco del tío Kirke —dijo el niño—. El tío Kirke se ha ido.
El nombre no trajo ningún recuerdo a la memoria de Magdalen. En ella no quedaban más que los recuerdos del pasado.
—¿Se ha ido? —repitió distraídamente, pensando en lo que le diría a su amiguito a continuación.
—Sí —dijo el niño—. Se ha ido a la China.
Aun saliendo de labios de un niño, aquella palabra le llegó directa al corazón. Bajó al pequeño sobrino de Kirke de su regazo y abandonó la playa al instante.
De vuelta a casa, la lucha de la pasada noche se reanudó en su interior; pero la sensación de alivio que le había producido el niño, la ternura revivida que había sentido mientras lo tenía sentado en la rodilla todavía ejercían su influencia sobre ella. Tuvo conciencia de que una esperanza incipiente empezaba a abrirse paso en sus pensamientos, como los ojos inocentes del niño se habían abierto paso hacia su rostro cuando se acercó a ella en la playa. ¿Era demasiado tarde para volver atrás? Una vez más se hizo esta pregunta, y ahora, por primera vez, dudó en responderla.
Corrió escaleras arriba hacia su dormitorio con una vaga desconfianza en su nuevo ser que le aconsejaba actuar sin pensar. Sin quitarse el chal ni el sombrero, abrió su estuche de papel de cartas y dirigió las siguientes líneas al capitán Wragge, tan deprisa como pudo trazarlas su pluma:
Encontrará el dinero que le prometí adjunto a esta. Me ha faltado valor. El horror de casarme con él es más de lo que puedo soportar. He abandonado Aldborough. Compadézcase de mi debilidad y perdóneme. Que no volvamos a encontrarnos jamás.
Con el corazón palpitante, con dedos ávidos y temblorosos, sacó la bolsita blanca de seda de su seno para extraer los billetes de banco que adjuntaría a la carta. Su mano buscaba impetuosamente; su mano había perdido el sentido del tacto. Magdalen agarró todo el contenido de la bolsa en un solo puñado de papeles y los sacó violentamente, rompiendo algunos y desdoblando otros. Cuando los colocó ante ella sobre la mesa, el primer objeto con que tropezó su vista fue su propia letra desvaída ya por el tiempo. La examinó más de cerca y vio las palabras que había copiado de la carta de su difunto padre; vio el breve y terrible comentario del abogado encarándose con ella al pie de la página:
Las hijas del señor Vanstone no son hijas de nadie y la ley las deja desvalidas, a merced de su tío.
Su corazón dejó de latir; sus manos temblorosas se quedaron inmóviles y heladas. El pasado se alzó ante ella con un mudo y abrumador reproche. Magdalen cogió la nota que había escrito apenas hacía un minuto y miró la tinta aún húmeda de las letras con absorta incredulidad.
El color que había tintado sus mejillas huyó de ellas una vez más. La cruda desesperación asomó de nuevo a sus ojos secos, fría y brillante. Dobló los billetes de banco con cuidado y volvió a meterlos en la bolsita. Se llevó la copia de la carta de su padre a los labios y la devolvió a su lugar junto con los billetes. Cuando la bolsita se halló de nuevo en su seno, aguardó un rato con la cara oculta entre las manos; luego rompió lentamente la nota dirigida al capitán Wragge. Antes de que la tinta se hubiera secado, yacía fragmentada en el suelo.
—¡No! —dijo Magdalen, cuando el último trozo de papel cayó de su mano—. Del camino que yo he emprendido, no hay retorno.
Se levantó serenamente y salió de la habitación. Cuando bajaba las escaleras se encontró con la señora Wragge que las subía.
—¿Va a salir otra vez, querida? —preguntó la señora Wragge—. ¿Puedo ir con usted?
La atención de Magdalen se desvió. En lugar de contestar a la pregunta, respondió distraídamente a sus propios pensamientos.
—Miles de mujeres se casan por dinero —dijo—. ¿Por qué no habría de hacerlo yo?
La perplejidad impotente de la expresión de la señora Wragge cuando pronunció esas palabras, devolvió a Magdalen al presente.
—¡Pobrecita mía! —dijo—. No me entiende, ¿verdad? ¡No haga caso de lo que digo, todas las jóvenes dicen tonterías y yo no soy mejor que las demás! ¡Vamos! Le haré un regalo. Va a divertirse mientras no está el capitán. Daremos un largo paseo en coche nosotras solas. Póngase su elegante sombrero y venga conmigo al hotel. Le diré a la patrona que nos prepare una buena comida fría en una cesta. Tendrá todo lo que le gusta, y yo le serviré. Cuando sea una anciana, me recordará con bondad, ¿verdad? Dirá: «No era una mala chica; cientos peores que ella viven y prosperan y nadie las culpa por ello». ¡Vamos, vamos! Vaya a ponerse el sombrero. ¡Oh, Dios mío!, ¿de qué está hecho mi corazón? ¿Por qué sigue y sigue viviendo cuando a otras jóvenes se les hubiera muerto hace tiempo?
Media hora más tarde, Magdalen y la señora Wragge se hallaban sentadas juntas en el carruaje. Uno de los caballos se resistió a la hora de salir.
—Azótele —dijo Magdalen al cochero airadamente—. ¿De qué tiene miedo? ¡Azótele! ¿Y si volcara el carruaje —dijo, volviéndose de repente hacia su compañera— y yo saliera despedida y muriera en el acto? ¡Tonterías! No me mire de ese modo. Soy como su marido; tengo mi pincelada de humor, solo estoy bromeando.
Estuvieron fuera todo el día. Cuándo regresaron a casa había anochecido ya. Las largas horas al aire libre produjo en ambas la misma sensación de fatiga. Una vez más, aquella noche Magdalen durmió profundamente y sin soñar, como la noche anterior. Y así concluyó el viernes.
Su último pensamiento antes de dormir había sido el mismo que la sostuviera durante todo el día. Había reposado la cabeza sobre la almohada con la misma resolución temeraria de someterse a la dura prueba que la aguardaba y que había sido expresada ya con palabras cuando se encontró por casualidad con la señora Wragge en la escalera. Cuando se despertó la mañana del sábado, esa resolución había desaparecido. Los pensamientos del viernes —los acontecimientos incluso de ese día— se habían borrado de su cabeza. Una vez más, deslizándose con un frío helador por sus venas llenas de sangre joven, sintió el lento y devastador acicate de la desesperación que se había adueñado de ella bajo la luna menguante y le había hablado en susurros en medio de la espantosa quietud.
—Vi el fin, tal como debe ser —se dijo a sí misma—, el jueves por la noche. He estado equivocada desde entonces.
Cuando se encontró con su compañera aquella mañana, volvió a quejarse de dolor de muelas, repitió su negativa a permitir que la señora Wragge le procurara un remedio y abandonó la casa después del desayuno en dirección a la botica, exactamente igual que la mañana del día anterior.
Esta vez entró en la botica sin vacilar.
—Tengo dolor de muelas —dijo con brusquedad al hombre de edad que atendía en el mostrador.
—¿Me permite que le examine el diente, señorita?
—No es necesario. Es un diente hueco. Creo que he cogido frío en él.
El boticario recomendó varios remedios que estaban en boga hace quince años. Magdalen rechazó comprar ninguno de ellos.
—Siempre me ha parecido que el láudano alivia el dolor más que cualquier otra cosa —dijo, toqueteando los frascos que había sobre el mostrador y mirándolos mientras hablaba en lugar de mirar al boticario—. Déme un poco de láudano.
—Desde luego, señorita. Disculpe la pregunta, es una mera cuestión formal. ¿Se halla usted residiendo en Aldborough?
—Sí. Soy la señorita Bygrave, de North Shingles.
El boticario asintió y, volviéndose hacia sus estantes, llenó de láudano un frasco ordinario de media onza sin más dilación. Al averiguar de antemano el nombre y la dirección de su clienta, el boticario había obrado como era natural en un hombre precavido, pero su actitud no estaba en modo alguno generalizada, en circunstancias similares, por el estado de la ley en aquel tiempo.
—¿Quiere que le ponga un poco de algodón con el láudano? —preguntó después de colocar una etiqueta en el frasco y escribir en ella una palabra en grandes caracteres.
—Hágame el favor. ¿Qué acaba de escribir en el frasco? —Magdalen formuló la pregunta con aspereza, con desconfianza y curiosidad a la vez en sus modales.
El boticario respondió a la pregunta dándole la vuelta al frasco para mostrarle la etiqueta. Magdalen vio escrito en grandes letras: «VENENO».
—Me gusta andar sobre seguro, señorita —dijo el hombre mayor, sonriente—. Personas muy capaces en otros aspectos son a menudo lamentablemente descuidadas en lo que a venenos se refiere.
Magdalen empezó a toquetear de nuevo los frascos del mostrador y formuló una pregunta con ansiedad mal disimulada por oír la respuesta.
—¿Hay peligro —dijo— en una cantidad de láudano tan pequeña como esta?
—Hay muerte en ella, señorita —respondió el boticario tranquilamente.
—¿Muerte para un niño o una persona de salud delicada?
—Muerte para el hombre más fuerte de Inglaterra, quienquiera que sea.
Después de responder de esta manera, el boticario envolvió el frasco en papel blanco y tendió el láudano a Magdalen. Ella rio al cogerlo y pagar.
—No hay que temer accidentes en North Shingles —dijo—. Guardaré el frasco bajo llave en mi neceser. Si no me alivia el dolor, tendré que venir otra vez y probar algún otro remedio. Buenos días.
—Buenos días señorita.
Magdalen volvió directamente a casa sin alzar la vista una sola vez ni fijarse en ninguna de la personas que pasaron por su lado. En el pasillo pasó rozando a la señora Wragge como hubiera podido rozar un mueble. Subió las escaleras y se pisó dos veces el vestido, sencillamente por descuidar la precaución elemental de levantarlo. Los detalles triviales de la vida cotidiana habían dejado ya de existir para ella.
En la intimidad de su dormitorio, sacó la botella de su envoltorio y arrojó el papel y el algodón a la chimenea. En el momento en que lo hacía llamaron a la puerta. Magdalen ocultó el frasco y alzó los ojos con impaciencia. La señora Wragge entró en la habitación.
—¿Ha comprado algo para el dolor de muelas, querida?
—Sí.
—¿Puedo ayudarla en algo?
—No.
La señora Wragge se demoró con nerviosismo cerca de la puerta. Su actitud delataba claramente que tenía algo más que decir.
—¿Qué quiere? —preguntó Magdalen con aspereza.
—No se enfade —dijo la señora Wragge—. Estoy intranquila por el capitán. Le gusta escribir, y no ha escrito. Es rápido como el rayo, y aún no ha vuelto. Ya estamos a sábado y ni rastro de él. ¿Cree usted que habrá huido? ¿Le habrá ocurrido algo?
—No lo creo. Vaya abajo y yo iré a hablarle de eso en seguida.
Tan pronto como se quedó a solas de nuevo, Magdalen se levantó de la silla, caminó hacia un armarito que había en la habitación y se detuvo un momento, dudando, con la mano en la llave. La aparición de la señora Wragge había perturbado el curso de sus pensamientos. La última pregunta de la señora Wragge, pese a su trivialidad, había detenido a Magdalen al borde del precipicio, había despertado en ella una vez más la antigua y vana esperanza de verse liberada por un accidente.
—¿Por qué? —dijo—. ¿Por qué no podría haberle pasado algo a uno de los dos?
Colocó el láudano en el armarito, lo cerró y se metió la llave en el bolsillo. «Queda tiempo de sobra —pensó—, antes del lunes. Esperaré a que vuelva el capitán».
Después de breves consultas en la planta baja, se acordó que la criada permanecería levantada toda la noche esperando el regreso de su amo. El día transcurrió tranquilamente sin acontecimientos de ningún tipo. Magdalen pasó las horas soñando despierta con un libro en las manos. Una cansada paciencia en la espera era todo lo que sentía ya; por fin, el tormento de sus pensamientos se había embotado y adormecido. Pasó mañana y tarde en la salita, vagamente consciente de un extraño sentimiento de aversión a volver a su dormitorio. A medida que avanzaba la noche y los ruidos se extinguían dentro y fuera de la casa, empezó a notar la inquietud. Se esforzó por calmarse leyendo. No consiguió concentrarse en los libros. El periódico yacía en un rincón de la estancia; Magdalen probó con él.
Miró maquinalmente los titulares de los artículos; volvió página tras página con apatía hasta que el relato de una ejecución en una lejana parte de Inglaterra atrajo su atención. No había nada que atrajera su atención en la historia del crimen, y sin embargo la leyó. Era un acto de derramamiento de sangre vulgar, horriblemente vulgar: el asesinato de una mujer que servía en una granja a manos de un hombre con la misma ocupación y que estaba celoso. Las pruebas que lo habían condenado no tenían nada de extraordinario; lo habían ahorcado en circunstancias que no tenían nada de extraño. Había confesado su crimen al comprender que no había esperanza para él, como otros criminales de su clase, y el periódico incluía la confesión al final del artículo, con las siguientes palabras:
Estuve saliendo con la muerta un año o algo así. Le dije que me casaría con ella cuando tuviera suficiente dinero. Ella dijo que ya tenía suficiente dinero. Nos peleamos. Ella no quiso salir más conmigo; no quería servirme la cerveza; se juntó con mi compañero, David Crouch. Fui a hablar con ella el sábado y le dije que me casaría con ella en cuanto pudieran correr las amonestaciones en la iglesia, si dejaba a Crouch. Ella se rio de mí. Me echó de la lavandería y todos los demás la vieron echarme. Yo no me quedé tranquilo. Me fui a sentar en el portillo, el portillo del prado que llaman Pettit’s Piece. Pensé en pegarle un tiro. Fui y cogí mi escopeta y la cargué. Salí y me fui otra vez a Pettit’s Piece. Una vez puesto a ello, no acababa de decidirme. Pensé en probar mi suerte, quiero decir si la mataba o no. Pensé en lanzar la escarda del arado al aire. Me dije para mis adentros: si cae plana la dejo vivir; si cae con la punta en la tierra, la mataré. Le di impulso y la tiré al aire. Cayó con la punta en la tierra. Fui y la maté. Era un trabajo sucio, pero lo hice. Lo hice como dijeron que lo había hecho en el juicio. Espero que el Señor tendrá compasión de mí. Deseo que le den mi ropa a mi madre. No tengo más que decir.
En la época más feliz de su existencia, Magdalen hubiera pasado por alto el relato de la ejecución y la confesión impresa que lo acompañaba; el asunto no hubiera atraído su atención. Ahora leyó la horrible historia y la leyó con un interés que ni siquiera comprendía. Su atención, que había vagado por regiones mejores y más elevadas, siguió todas y cada una de las frases de la espantosa confesión del asesino de cabo a rabo. Difícilmente habría leído el relato con mayor interés o habría notado que causaba una impresión más clara en ella, de haber conocido a aquel hombre o a aquella mujer, o de haberle sido familiar el sitio. Dejó el periódico, asombrada de sí misma; volvió a cogerlo e intentó leer algún otro fragmento de su contenido. El esfuerzo fue inútil: había vuelto a perder la concentración. Arrojó el periódico lejos de sí y salió al jardín. La noche era cerrada; las estrellas, escasas, y su luz, débil. Apenas veía el sendero de gravilla; solo pudo pasearse de un lado a otro del sendero, entre la puerta de la casa y la verja del jardín.
La confesión del periódico se había adueñado de sus pensamientos de manera espantosa. Mientras recorría el sendero, la negra noche se abrió sobre el mar y le mostró al asesino en el campo, arrojando la escarda al aire. Corrió de vuelta a la casa, temblando. El asesino la siguió a la salita. Magdalen cogió la bujía y subió a su habitación. La visión de su agitada fantasía la siguió hasta el lugar donde estaba escondido el láudano y allí se desvaneció.
Era medianoche y el capitán no había dado señales de vida.
Magdalen sacó la larga carta que había escrito a Norah del estuche de papel y la leyó despacio. La carta la sosegó. Cuando llegó al espacio en blanco del final, volvió apresuradamente al principio y empezó a leerla de nuevo.
El reloj de la iglesia dio la una y el capitán seguía sin aparecer.
Leyó la carta por tercera vez; volvió al principio obstinadamente, con desesperación, y la empezó por cuarta vez. Cuando llegó a la última página una vez más, consultó su reloj. Eran las dos menos cuarto. Acababa de guardarse el reloj en el cinturón del vestido cuando oyó el sonido de unas ruedas, distante en el silencio de la madrugada.
Dejó caer la carta y juntó sus frías manos sobre el regazo, con el oído atento. El sonido se acercaba cada vez más rápido; un sonido trivial para los demás, el sonido del Juicio Final para ella. Pasó junto al costado de la casa, avanzó un poco más, se detuvo. Magdalen oyó fuertes golpes en la puerta principal, luego una ventana que se abría, luego voces, luego un largo silencio, luego las ruedas que volvían, luego la puerta de abajo que se abría y el sonido de la voz del capitán en el pasillo.
No pudo soportarlo más. Abrió una rendija en su puerta y lo llamó.
El capitán corrió escaleras arriba al instante, asombrado de ver que Magdalen no estaba dormida. Magdalen le habló a través de la pequeña rendija manteniéndose oculta tras la puerta, pues le daba miedo que él le viera el rostro.
—¿Ha salido algo mal? —preguntó.
—Puede estar tranquila —respondió él—. Nada ha salido mal.
—¿Hay alguna posibilidad de que ocurra algún accidente entre hoy y el lunes?
—Ninguna en absoluto. La boda es cosa segura.
—¿Cosa segura?
—Sí.
—Buenas noches.
Magdalen sacó la mano a través de la rendija. El capitán la cogió levemente sorprendido; desde que se conocían, Magdalen no le había dado la mano a menudo por voluntad propia.
—Ha estado levantada demasiado tiempo —dijo al notar los dedos fríos—. Me temo que pasará una mala noche; me temo que no dormirá.
Magdalen cerró la puerta con suavidad.
—Mi sueño —dijo— será más profundo de lo que cree.
Pasaban de las dos cuando se encerró sola en su habitación. La silla ocupaba su lugar habitual junto al tocador. Se sentó en ella durante unos minutos para pensar, luego abrió la carta para Norah y buscó el final, donde había un espacio en blanco. Las últimas líneas escritas sobre ese espacio rezaban así: «… He desnudado mi alma ante ti; no he ocultado nada. El resultado es este. El fin por el que he peleado arduamente con tan terrible coste para mí misma. He de alcanzarlo o morir. Es maldad, es locura, lo que tú quieras, pero es así. Tengo ahora ante mí dos caminos a elegir. Si puedo casarme con él, el camino hacia la iglesia. Si la profanación de mí misma es superior a mis fuerzas, ¡el camino a la tumba!».
Bajo esta última frase, escribió las siguientes líneas: «He hecho mi elección. Si la cruel ley te lo permite, entiérrame junto a mi padre y mi madre en el cementerio de casa. ¡Adiós, cariño mío! Sé siempre inocente; sé siempre feliz. Si alguna vez Frank te pregunta por mí, dile que morí perdonándole. No me llores demasiado tiempo, Norah. No lo merezco».
Selló la carta y escribió la dirección de su hermana. Las lágrimas afluyeron a sus ojos cuando la dejó sobre la mesa. Esperó a que se le aclarara de nuevo la vista y luego volvió a sacar los billetes de banco de la bolsita de su seno. Después de envolverlos en una hoja de papel de cartas, escribió el nombre del capitán Wragge y añadió estas palabras: «Cierre con llave la puerta de mi habitación y déjeme ahí hasta que llegue mi hermana. Aquí dentro está el dinero que le prometí. No tiene usted culpa alguna; la culpa es mía y solo mía. Si tiene algún recuerdo amable de mí, sea bueno con su mujer para complacerme».
Tras colocar el paquete junto a la carta para Norah, se levantó y miró en su alrededor. Algunos pequeños objetos no estaban en su sitio. Los ordenó y corrió las cortinas de la cama a ambos lados de la cabecera. A continuación examinó la ropa que llevaba puesta. Estaba todo tan limpio, pulcro y bien arreglado como siempre. No había nada desordenado en ella, salvo los cabellos. Algunas trenzas se habían soltado de un lado de la cabeza; cuidadosamente volvió a ponerlas en su lugar con ayuda del espejo. «¡Qué pálida estoy! —pensó con una leve sonrisa—. ¿Estaré más pálida aún cuando me encuentren por la mañana?».
Se dirigió directamente al lugar donde había escondido el láudano y lo sacó. El frasco era tan pequeño que cabía perfectamente en la palma de su mano. Dejó que se quedara allí y lo miró durante un rato.
—¡Muerte! —dijo—. En esta pizca de líquido marrón, ¡muerte!
Cuando pronunció estas palabras, en un instante se apoderó de ella la agonía de un horror indescriptible. Cruzó la habitación tambaleándose con una confusión enloquecedora en la cabeza y una angustia sofocante en el corazón. Se cogió a la mesa para sostenerse. El débil tintineo de la botella cuando le cayó de la mano y rodó sobre la mesa hasta un objeto de porcelana le atravesó el cerebro como un cuchillo. El sonido de su propia voz —su voz pronunciando esa única palabra, Muerte—, que se había atenuado hasta convertirse en un susurro, se le metió en los oídos como un viento impetuoso. Se arrastró hasta la cama y apoyó en ella la cabeza, sentándose en el suelo. «¡Oh, mi vida, mi vida! —pensó—. ¿Qué vale mi vida que me aferró a ella de esta manera?».
Transcurrido un intervalo, notó que recobraba las fuerzas. Se levantó de rodillas y hundió el rostro en la cama. Intentó rezar, rezar para que le fuera perdonada su búsqueda de refugio en la Muerte. De sus labios brotaron palabras frenéticas, palabras que se habrían alzado como gritos si no las hubiera ahogado en las sábanas. Se puso en pie; la desesperación le dio fuerzas con una furia desatada contra sí misma. En un momento había vuelto a la mesa; en otro, el veneno volvía a estar en su mano. Quitó el corcho y se llevó el frasco a la boca.
Al primer frío roce del cristal en los labios, su vida joven y fuerte se alzó en su sangre ardiente y luchó con todo el frenesí de su aborrecimiento contra el cercano terror a la Muerte. Todos los poderes activos de su exuberante energía vital se rebelaron contra la destrucción que su propia voluntad estaba dispuesta a infligirle a su propia vida. Se detuvo; por segunda vez, se detuvo a su pesar. Allí permaneció en la gloriosa perfección de su juventud y su salud; allí, temblando al borde de la existencia humana, permaneció, con el beso del Destructor cerca de los labios, y la Naturaleza, fiel a su sagrado deber, luchando por su salvación hasta el último momento.
De sus labios no surgió ninguna palabra. Sus mejillas enrojecieron intensamente, su respiración se hizo entrecortada. Con el veneno aún en la mano, con la sensación de que podía desmayarse en cualquier momento, Magdalen se dirigió a la ventana y descorrió la cortina.
Había amanecido un nuevo día. La aurora gris derramó su luz sobre ella, sobre el tranquilo mar del este.
Vio las aguas balanceándose en grandes olas silenciosas en medio de la calma brumosa; sintió en el rostro el aire fresco de la mañana. Recobró las fuerzas, su cabeza se despejó. La visión del mar le hizo recordar el paseo nocturno por el jardín y la imagen que su desbocada fantasía había pintado sobre el negro vacío. Volvió a ver mentalmente aquella imagen, la del asesino lanzando al aire la escarda del arado, dejando que el azar de donde cayera la punta decidiera la vida o la muerte de la mujer que lo había abandonado. Su ánimo se contagió de aquella terrible superstición tan repentinamente como el nuevo día había aparecido ante sus ojos. La promesa de liberación que vio en ella después del horror de su propia duda reavivó las últimas energías de su desesperanza. Decidió poner fin a la lucha poniendo su vida o su muerte en manos de la casualidad. ¿Qué casualidad?
El mar se la ofreció. Apenas distinguible entre la bruma, vio una pequeña flota de barcos de cabotaje que, arrastrados por la corriente, navegaban hacia la casa, siguiendo todos la misma dirección a favor de la marea. Media hora más tarde, quizá menos, la flota habría pasado frente a su ventana. Las manecillas de su reloj señalaban las cuatro. Magdalen se sentó pegada a la ventana dando la espalda a los barcos, con el veneno sobre el alféizar y el reloj en el regazo. Decidió esperar así media hora y contar los barcos a medida que fueran pasando. Si en ese tiempo contaba un número par, lo interpretaría como una señal de vida. Si triunfaba un número impar, el final sería la Muerte.
Tras tomar esta resolución, apoyó la cabeza en la ventana y aguardó a que pasaran los barcos.
Llegó el primero, grande, oscuro y cercano entre la bruma, deslizándose silenciosamente sobre el silencioso mar. Un intervalo, y le siguió el segundo, con el tercero pegado a él. Otro intervalo, mucho más largo, y no pasó nada. Magdalen miró el reloj. Doce minutos y tres barcos. Tres.
Llegó el cuarto, más lento que los demás, más grande que los demás, más lejos que los otros en la bruma. Le siguió un intervalo, de nuevo un largo intervalo. Luego pasó el siguiente barco, el más oscuro y cercano de todos. Cinco. El siguiente número impar: cinco.
Magdalen volvió a mirar el reloj. Diecinueve minutos y cinco barcos. Veinte minutos. Veintiuno, veintidós, veintitrés, y el sexto no llegaba. Veinticuatro, y el sexto apareció. Veinticinco, veintiséis, veintisiete, veintiocho; y el siguiente número impar, el fatídico siete, se deslizó ante su vista. Dos minutos para la media hora, y siete barcos.
Veintinueve y nada se vio tras la estela del séptimo barco. El minutero del reloj se movió hasta el medio minuto para la media, y todavía el blanco mar era un vacío brumoso. Sin apartar la vista de la ventana, cogió el veneno con una mano y alzó el reloj con la otra. A medida que corrían los segundos, sus ojos, igualmente rápidos, se movían del reloj al mar, del mar al reloj; miraron el mar por última vez y vieron el octavo barco.
Magdalen no se movió, no habló. La muerte de los pensamientos, la muerte de los sentimientos parecía haberla alcanzado ya. De forma mecánica volvió a poner el veneno en el alféizar de la ventana y contempló, como en un sueño, el barco que se deslizaba suavemente en su silenciosa ruta hasta fundirse en las sombras, hasta perderse entre la bruma.
La tensión a que estaba sometida se relajó cuando el mensajero de la vida desapareció de su vista.
—¿La Providencia? —susurró débilmente para sí—. ¿O la casualidad?
Cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás. Cuando recobró la sensación de la vida, el sol de la mañana calentaba su rostro, el cielo azul dominaba la vista y el mar era de oro.
Magdalen cayó de rodillas junto a la ventana y rompió a llorar.
Hacia el mediodía, el capitán, que aguardaba abajo y no oía ruido alguno en el dormitorio de Magdalen, empezó a inquietarse por el prolongado silencio. Pidió a la nueva doncella que le siguiera arriba y, señalando la puerta, le dijo que entrara con sigilo para ver si su señora estaba despierta.
La doncella entró en la habitación, permaneció un momento en el interior, salió y cerró la puerta suavemente.
—Está muy hermosa, señor —dijo la chica—, y duerme en paz como un recién nacido.