CAPÍTULO XV

Dos días después, por la mañana, se recibieron noticias del señor Pendril. Había averiguado el lugar del Continente en el que residía Michael Vanstone. Vivía en Zurich, adonde le había enviado una carta el mismo día en que se obtuvo la información. Se esperaba respuesta en el curso de la semana; su contenido se comunicaría inmediatamente a las señoras de Combe-Raven.

Pese a su brevedad, el intervalo de tiempo se hizo aburrido. Diez días pasaron antes de recibir la esperada respuesta y, cuando por fin llegó, resultó no ser una respuesta en el sentido estricto. Indicaba meramente al señor Pendril un agente en Londres que tenía instrucciones de Michael Vanstone. Se habían descubierto ciertas dificultades en relación con esas instrucciones, por lo que había sido necesario volver a escribir a Zurich. Y ahí se habían detenido una vez más, de momento, «las negociaciones». Un segundo párrafo de la carta del señor Pendril transmitía una información totalmente nueva. El hijo del señor Michael Vanstone (hijo único), el señor Noel Vanstone, había llegado a Londres recientemente y se había instalado en casa de su primo, el señor George Bartram. Consideraciones profesionales habían inducido al señor Pendril a visitarle. El señor Bartram le había recibido con gran amabilidad, pero el mismo caballero le comunicó que su primo no se hallaba en condiciones de recibir visitas. Hacía unos cuantos años que el señor Noel Vanstone padecía una fastidiosa y pertinaz enfermedad; había vuelto a Inglaterra expresamente para consultar a los mejores médicos y el viaje lo había fatigado hasta el punto de tener que guardar cama. En tales circunstancias, el señor Pendril no tuvo más remedio que marcharse. Una entrevista con el señor Noel Vanstone podría haber resuelto parte de las dificultades que presentaban las instrucciones de su padre. Tal como se presentaban las cosas, no quedaba sino esperar unos cuantos días más.

Los días pasaron, días vacíos de soledad e incertidumbre. Por fin una tercera carta del abogado anunció la tan demorada conclusión de la correspondencia. Había recibido la respuesta final de Zurich, que el señor Pendril comunicaría personalmente en Combe-Raven el día siguiente por la tarde.

El día siguiente era miércoles, doce de agosto. El tiempo había cambiado por la noche; amaneció un sol pálido entre nubes y brumas. Al mediodía el cielo estaba completamente cubierto, la temperatura había bajado sensiblemente y caía una fina cortina de lluvia sobre la tierra sedienta. Hacia las tres de la tarde, la señorita Garth y Norah entraron en la salita para esperar la llegada del señor Pendril. Poco después se unió a ellas Magdalen. Media hora más tarde llegó a sus oídos, desde la cerca de la arboleda, el golpe familiar del pestillo de hierro en su cajetín. El señor Pendril y el señor Clare aparecieron por el sendero del jardín caminando bajo la lluvia, cogidos del brazo y protegidos por el mismo paraguas. El abogado inclinó la cabeza cuando pasaron junto a las ventanas; el señor Clare siguió caminando derecho, sumido en sus propios pensamientos, sin reparar en nada.

Tras una espera que pareció interminable, tras frotar cansinamente los pies mojados en la alfombrilla del vestíbulo, tras un enigmático y murmurante intercambio de pregunta y respuesta en el umbral de la puerta, los dos entraron en la casa con el señor Clare al frente. El anciano se dirigió directamente a la mesa sin saludar y miró a las tres mujeres que se hallaban al otro lado con una compasión grave pintada en su rostro arrugado y de duras facciones.

—Malas noticias —dijo—. Soy enemigo de prolongar la incertidumbre innecesariamente. La franqueza es bondad en un caso como este. Quiero ser amable con ustedes y se lo digo francamente: malas noticias.

El señor Pendril se acercó. Estrechó la mano de la señorita Garth y de las dos hermanas en silencio y se sentó a su lado. El señor Clare se instaló en una silla junto a la ventana. La luz gris del día lluvioso caía con suavidad y tristeza sobre los rostros de Norah y Magdalen, que estaban sentadas juntas frente a él. La señorita Garth se había sentado un poco atrás, sumida parcialmente en las sombras, y la faz serena del abogado se veía de perfil desde allí. Así se mostraban los cuatro ocupantes de la habitación al señor Clare desde su apartado rincón; los largos dedos semejantes a garras entrelazados alrededor de la rodilla; sus negros y vigilantes ojos escudriñando, ora un rostro, ora otro. El goteo susurrante de la lluvia entre las hojas y el claro e incesante tictac del reloj sobre la repisa de la chimenea hicieron indescriptiblemente opresivo el minuto de silencio que siguió al acomodo de cada cual. Fue un alivio para todos que el señor Pendril hablara.

—El señor Clare les ha dicho ya —empezó— que soy portador de malas noticias. Lamento tener que decirle, señorita Garth, que las dudas que expresó en nuestra anterior entrevista estaban mejor fundadas que mis esperanzas. Tal como era aquel despiadado hermano mayor en su juventud, continúa siéndolo ahora en la vejez. En toda mi desafortunada experiencia sobre el lado más oscuro de la naturaleza humana, jamás había conocido a un hombre tan cerrado a toda idea de piedad como Michael Vanstone.

—¿Quiere usted decir que se quedará con el total de la fortuna de su hermano y no asegurará en modo alguno el porvenir de sus hijas? —preguntó la señorita Garth.

—Ofrece una suma de dinero para emergencias inmediatas —respondió el señor Pendril— tan mezquina y vergonzosamente insuficiente que me avergonzaría mencionarla.

—¿Y nada para el futuro?

—Nada en absoluto.

Al oír esta respuesta, la señorita Garth y Norah tuvieron un mismo pensamiento. Aquella decisión, que privaba a ambas hermanas por igual de los recursos de la fortuna, no acababa ahí, sin embargo, para la más joven, la cruel resolución de Michael Vanstone había dictado prácticamente la sentencia que exiliaba a Frank a la China y que destruía la esperanza inmediata de boda para Magdalen. Cuando aquellas palabras salieron de los labios del abogado, la señorita Garth y Norah miraron a Magdalen con inquietud. El rostro de esta palideció un tanto, pero no movió un solo músculo ni pronunció una sola palabra. Norah, que aferraba la mano de su hermana, notó que le temblaba un momento y que luego se volvía fría; eso fue todo.

—Permítanme que les explique claramente los pasos que he dado —prosiguió el señor Pendril—. Mi anhelo es que no crean que he escatimado esfuerzos. Cuando escribí a Michael Vanstone en primera instancia, no me limité a la acostumbrada exposición formal. Sometí a su consideración con toda franqueza y seriedad todas y cada una de las circunstancias que le han llevado a entrar en posesión de la fortuna de su hermano. Cuando me llegó su respuesta, remitiéndome a las instrucciones escritas que obraban en poder de su abogado de Londres, y cuando depositaron en mis manos una copia de dichas instrucciones, me negué tajantemente, al conocerlas, a considerar que la decisión del que las había escrito fuera definitiva. Induje al abogado de la otra parte a concedernos un aplazamiento, intenté ver al señor Noel Vanstone en Londres con el propósito de obtener su intercesión y, al no conseguirlo, escribí personalmente a su padre por segunda vez. La respuesta me remitía de forma breve e insolente a las instrucciones ya transmitidas, manifestaba que tales instrucciones eran definitivas y se negaba a seguir manteniendo correspondencia conmigo. Ese fue el principio y el final de la negociación. Si he pasado por alto algún modo de conmover a ese hombre despiadado, díganmelo y lo probaré.

Miró a Norah. Esta apretó la mano de su hermana para darle ánimos y respondió por ambas.

—Hablo por mi hermana y por mí —dijo con un leve rubor y una tristeza serena y resignada que empañaba apenas la natural gentileza de sus maneras—. Ha hecho usted cuanto podía hacerse, señor Pendril. Hemos intentado no confiar demasiado en nuestras esperanzas. Le estamos inmensamente agradecidas por su bondad en unos momentos en que ambas estamos muy necesitadas de ella.

La mano de Magdalen devolvió la presión a la de su hermana, se retiró, se entretuvo un momento en arreglar el vestido con impaciencia, luego acercó la silla a la mesa. Apoyando un brazo en ella (con el puño apretado), Magdalen miró al señor Pendril. Su rostro, siempre destacable por su ausencia de color, causaba ahora asombro al mirarlo por su extrema palidez. Pero la luz brillaba con la fuerza de siempre en sus grandes ojos grises y su voz, aunque en tono bajo, tenía un acento claro y decidido cuando se dirigió al abogado en los siguientes términos:

—Entiendo por lo que usted dice, señor Pendril, que el hermano de mi padre había enviado sus órdenes escritas a Londres y que usted recibió una copia. ¿La ha conservado?

—Desde luego.

—¿La lleva consigo?

—Sí.

—¿Puedo verla?

El señor Pendril vaciló y miró con inquietud a Magdalen y a la señorita Garth y de nuevo a Magdalen.

—Le ruego que me haga el favor de no insistir en su petición —dijo—. Sin duda es suficiente con que conozca el resultado de dichas instrucciones. ¿Para qué alterarse sin necesidad leyéndolas? Están expresadas con tanta crueldad, muestran una carencia de sentimientos tan abominable, que realmente no creo que deba permitirle leerlas.

—Aprecio su bondad, señor Pendril, al desear ahorrarme sufrimiento, pero puedo soportarlo. Prometo no afligir a nadie. ¿Me perdonará si repito mi petición?

Extendió la mano, la suave y blanca mano virginal que aún no había tocado nada que la manchara o endureciera.

—¡Oh, Magdalen, piénsalo bien! —dijo Norah.

—Afliges al señor Pendril —añadió la señorita Garth—, nos afliges a todos.

—No conseguirá nada —siguió rogando el abogado—, perdóneme por decírselo. Realmente no servirá a ningún propósito útil que le muestre las instrucciones.

(«¡Estúpidos! —dijo el señor Clare para sí—. ¿Es que no ven que está decidida a salirse con la suya?».)

—Algo me dice que existe un propósito —insistió Magdalen—. Esta es una decisión muy seria. Es más seria para mí… —Miró hacia atrás al señor Clare, que la observaba detenidamente, y de inmediato volvió a mirar hacia delante con la primera muestra de emoción externa que se le escapaba—. Es aún más seria para mí —prosiguió—, por razones personales, que para mi hermana. Nada sé todavía sino que el hermano de nuestro padre nos ha despojado de nuestra fortuna. Debe de tener algún motivo para semejante conducta. No es justo para él ni para nosotras que se mantenga oculto ese motivo. Deliberadamente ha robado a Norah y me ha robado a mí; creo que tenemos derecho, si así lo deseamos, a saber por qué.

—Yo no lo deseo —dijo Norah.

—Yo sí —dijo Magdalen, y una vez más extendió la mano.

En ese momento, el señor Clare reaccionó e intervino por primera vez.

—Usted ya ha aliviado su conciencia —dijo, dirigiéndose al abogado—. Concédale el derecho que reclama. Está en su derecho, si así lo desea.

Lentamente, el señor Pendril se sacó las instrucciones escritas del bolsillo.

—Ya le he advertido —dijo, y alargó los papeles a Magdalen sin decir nada más. Una de las páginas tenía una esquina doblada y por esa página doblada empezaba el manuscrito cuando Magdalen dio la vuelta a las hojas.

—¿Es este el lugar en el que se refiere a mi hermana y a mí? —preguntó.

El señor Pendril afirmó con la cabeza y Magdalen alisó el manuscrito sobre la mesa.

—¿Te decides, Norah? —preguntó, volviéndose hacia su hermana—. ¿Lo leo en voz alta o para mí sola?

—Para ti sola —dijo la señorita Garth respondiendo por Norah, que la miraba con muda perplejidad y consternación.

—Será como quieres —dijo Magdalen. Volvió entonces su atención al manuscrito y leyó las siguientes líneas:

… Conoce usted ahora mis deseos en relación con los bienes en metálico y con la venta del mobiliario, los carruajes, los caballos y demás. El último punto pendiente sobre el que debo darle instrucciones se refiere a las personas que habitan la casa y a ciertas reclamaciones absurdas que ha presentado en su favor un abogado llamado Pendril, quien sin duda tiene sus propios motivos para dirigírmelas a mí.

Tengo entendido que mi difunto hermano ha dejado dos hijas ilegítimas, ambas jóvenes y en edad de ganarse el sustento. El abogado que las representa ha alegado diversas consideraciones, todas irregulares, con respecto a dichas personas. Tenga la amabilidad de decirle que ni usted ni yo atendemos cuestiones puramente sentimentales y luego explíquele claramente, para su información, que mis motivos son los mismos que regulan mi conducta y que la ayuda es la que considero justificada para esas dos jovencitas. Hallará instrucciones detalladas con respecto a estos dos puntos en el siguiente párrafo.

Deseo que las personas mencionadas conozcan de una vez para siempre qué opino de las circunstancias que han hecho llegar a mis manos la fortuna de mi difunto hermano. Hágales saber que considero esas circunstancias como una intervención de la Providencia que me ha devuelto la herencia que siempre debió ser mía. Recibo el dinero no solo como un derecho, sino también como adecuada compensación por la injusticia a que me sometió mi padre y como adecuado castigo a mi hermano menor por las viles intrigas mediante las cuales consiguió desheredarme. Su conducta de joven fue indigna en todos los aspectos de la vida, y lo que entonces fue continuó siéndolo (según palabras de su propio representante legal) después de que yo interrumpiera toda comunicación con él. Al parecer presentó sistemáticamente en sociedad a una mujer como esposa suya, cuando no lo era, y redondeó ese insulto a la moral casándose después con ella. Semejante conducta ha hecho caer la justicia divina sobre él y sobre sus hijas. No me arriesgaré a ser castigado yo mismo ayudando a esas hijas a continuar con la impostura practicada por sus padres y a ocupar un lugar en el mundo al que no tienen derecho. Que se ganen el pan trabajando, como corresponde a su nacimiento. Si se muestran dispuestas a aceptar su auténtica posición, las ayudaré a iniciar su vida virtuosamente regalándoles cien libras a cada una. Esta es la suma que le autorizo a pagarles si la solicitan personalmente, con el debido acuse de recibo y con la aceptación expresa de que esa transacción, una vez completada, será el principio y el final de toda conexión entre ellas y yo. Dejo a su discreción las disposiciones pertinentes para que abandonen la casa. Solo me queda por añadir que mi decisión en este asunto, como en todos los demás, es tajante y definitiva.

Línea a línea —sin alzar la vista de las páginas ni una sola vez— leyó Magdalen esas frases atroces sin dejarse una coma. Las otras personas presentes en la habitación, todas pendientes de ella, vieron cómo se alzaba la pechera de su vestido cada vez con mayor rapidez, vieron la mano que al principio sostenía levemente el manuscrito cerrándose inconscientemente sobre el papel y estrujándolo a medida que avanzaba hacia el final, pero no detectaron ningún otro signo externo de lo que pasaba en su interior. En cuanto terminó, Magdalen apartó en silencio el manuscrito y se tapó de repente el rostro con las manos. Cuando las retiró, las otras cuatro personas de la habitación notaron un cambio en ella. Algo se había alterado en su expresión de un modo sutil y silencioso, algo que hizo que aquellas facciones familiares parecieran extrañas de repente, incluso a los ojos de su hermana y de la señorita Garth, algo que no se olvidaría en los años posteriores en relación con ese día y que jamás sería descrito. Sus primeras palabras se dirigieron al señor Pendril.

—¿Puedo pedirle un favor más —preguntó— antes de que pase a las disposiciones?

El señor Pendril respondió ceremoniosamente asintiendo con la cabeza. La resolución de Magdalen de leer las instrucciones no parecía haber producido una impresión favorable en el abogado.

—Acaba de mencionar lo que ha sido tan amable de hacer en nuestro beneficio cuando escribió por primera vez al señor Michael Vanstone —continuó Magdalen—. Ha dicho que le hizo partícipe de todas las circunstancias. Quiero, si usted me lo permite, cerciorarme de que conocía realmente todos los hechos cuando envió estas órdenes a su abogado. ¿Sabía que mi padre había hecho testamento y que dejaba en él su fortuna a mi hermana y a mí?

—Lo sabía —dijo el señor Pendril.

—¿Le explicó usted a qué se debe que nos hallemos en esta situación de desamparo?

—Le conté que su padre ignoraba por completo la necesidad de redactar un nuevo testamento cuando se casó.

—¿Y que ese otro testamento hubiera sido redactado después de que hablara con el señor Clare de no haber sido por el horrible infortunio de su muerte?

—También eso lo sabía.

—¿Conocía la infatigable bondad que para con nosotras dos…?

Su voz se quebró por primera vez; suspiró y se llevó la mano a la cabeza con gesto cansado. Norah le rogó encarecidamente; la señorita Garth le rogó encarecidamente; el señor Clare guardaba silencio observándola cada vez con mayor seriedad. Ella respondió a la amonestación de su hermana con una débil sonrisa.

—Mantendré mi promesa —dijo—. No afligiré a nadie. —Volviéndose de nuevo hacia el señor Pendril, reiteró su pregunta, pero con otras palabras—. ¿Sabía el señor Michael Vanstone que la mayor preocupación de mi padre era asegurar el porvenir de mi hermana y el mío?

—Lo sabía en palabras textuales de su padre. Le envié un extracto de la última carta que recibí de él.

—¿La carta en que le pedía que viniera por amor de Dios y disipara la espantosa idea de que sus hijas estaban desprotegidas? ¿La carta en la que decía que no descansaría en su tumba si nos dejaba desheredadas?

—Esa carta y esas palabras.

Magdalen hizo una pausa con la vista clavada aún en el rostro del abogado.

—Quiero grabarlo todo en mi cabeza —dijo—, antes de continuar. El señor Vanstone conocía el primer testamento, sabía qué impidió que se redactara el segundo, conocía la existencia de la carta y la leyó. ¿Qué más sabía? ¿Le habló usted de la enfermedad mortal de mi madre? ¿Le dijo que su parte de la herencia habría pasado a nosotras si hubiera sido capaz de levantar su mano de moribunda en su presencia? ¿Intentó usted hacer que se avergonzara de la cruel ley que llama hijas de nadie a las jóvenes en nuestra situación y que le permite aprovecharse de nosotras como lo está haciendo?

—Todo eso le dije. No dejé resquicio a la duda. No dejé nada en el tintero.

Lentamente Magdalen extendió la mano hacia la copia de las instrucciones y lentamente volvió a doblarla tal como se la habían entregado.

—Le estoy sumamente agradecida, señor Pendril. —Tras estas palabras, inclinó la cabeza y suavemente empujó las hojas dobladas hacia el otro lado de la mesa, luego se volvió hacia su hermana.

—Norah —dijo—, si llegamos ambas a hacernos viejas, y si alguna vez olvidas todo lo que le debemos a Michael Vanstone, acude a mí y yo te lo recordaré.

Se levantó y se dirigió a la ventana. Al pasar junto al señor Clare, el anciano extendió sus dedos como garras y la cogió con fuerza por el brazo antes de que ella se diera cuenta de su presencia.

—¿Qué oculta esa máscara? —preguntó el señor Clare obligándola a inclinarse hacia él y mirándola de cerca a la cara—. ¿De qué extremo de la temperatura humana surge tu valor, del frío glacial o del fuego al rojo?

Ella se echó hacia atrás y volvió la cabeza en silencio. Cualquier hombre la hubiera ofendido con una intrusión tan poco escrupulosa en sus propios pensamientos salvo el padre de Frank. El señor Clare dejó caer su brazo tan de repente como lo había aferrado dejando que se acercara a la ventana.

«No —se dijo—. Sea lo que sea, no es el frío glacial. Tanto peor para ella y para cuantos la quieren».

Se hizo una pausa momentánea. Una vez más el susurro de las gotas de lluvia y el tictac regular del reloj llenaron el silencioso vacío. El señor Pendril se guardó de nuevo las instrucciones en el bolsillo, reflexionó unos instantes y, volviéndose hacia Norah y la señorita Garth, llamó su atención nuevamente sobre el perentorio y acuciante asunto del tiempo.

—Nuestra consulta se ha prolongado innecesariamente —dijo— debido a dolorosas referencias al pasado. Haríamos bien en trazar nuestras disposiciones para el futuro. Me veo obligado a regresar a la ciudad esta noche. Les ruego que me hagan saber de qué modo puedo serles de mayor utilidad. Les ruego que me digan de qué dificultades y responsabilidades puedo aliviarlas.

En un principio ni Norah ni la señorita Garth parecieron capaces de responder. La reacción de Magdalen ante la noticia que aniquilaba las perspectivas de matrimonio que había oído de labios de su propio padre apenas hacía un mes las habían dejado perplejas y consternadas por igual. Se habían armado de valor para enfrentarse a la conmoción de un dolor apasionado, o para afrontar la prueba aún más penosa de verla sumida en una desesperación muda; pero no estaban preparadas para su inquebrantable decisión de leer las instrucciones, ni para las terribles preguntas que había dirigido al abogado, ni para su inamovible determinación de grabar en su memoria las circunstancias en las que Michael Vanstone había pronunciado su decisión. Allí estaba, junto a la ventana, como un misterio insondable para la hermana de la que jamás la habían separado y para la institutriz que la había educado desde su infancia. La señorita Garth recordaba las negras dudas que la acecharon el día en que Magdalen y ella se encontraron en el jardín. Norah aguardaba con ansiedad el tiempo por venir, sintiendo el primer temor grave por su hermana. Ambas habían permanecido pasivas hasta entonces, con la desesperación de no saber qué hacer. Ambas guardaban ahora silencio con la desesperación de no saber qué decir.

El señor Pendril las ayudó con paciencia y bondad, volviendo al tema de sus planes futuros por segunda vez.

—Lamento tener que acuciarlas con asuntos prosaicos —dijo— cuando menos dispuestas están para tratarlos, pero debo regresar a Londres esta noche con sus instrucciones. En primer lugar me referiré a la vergonzosa oferta pecuniaria a la que antes he aludido. Habiendo leído las instrucciones, la menor de las señoritas Vanstone no necesita que yo le informe. La mayor me disculpará, espero, si le digo (lo que debería avergonzarme, pero es necesario) que la disposición del señor Michael Vanstone para las hijas de su hermano empieza y termina con un ofrecimiento de cien libras a cada una.

El rostro de Norah enrojeció de indignación. Se puso en pie como si Michael Vanstone estuviera presente en la habitación y la hubiera insultado en persona.

—Comprendo —dijo el abogado, deseoso de ahorrarle molestias—. Puedo decirle al señor Michael Vanstone que rechaza usted el dinero.

—Dígale —espetó ella con vehemencia—, ¡qué no tocaría ni un cuarto de penique de ese dinero aunque me muriera de hambre en una cuneta!

—¿Debo notificarle también su negativa? —preguntó el señor Pendril a Magdalen.

Ella se dio la vuelta, pero mantuvo el rostro en la sombra quedándose pegada a la ventana, de espaldas a la luz.

—Dígale de mi parte —dijo—, que lo piense dos veces antes de darme cien libras para empezar mi vida. Le daré tiempo para pensarlo. —Pronunció estas extrañas palabras con un marcado énfasis y, volviendo rápidamente el rostro hacia la ventana, lo ocultó a las miradas de cuantos se hallaban en la habitación.

—Ambas rechazan el ofrecimiento —dijo el señor Pendril sacando su lápiz para tomar nota profesionalmente de la decisión. Al cerrar su libreta miró a Magdalen con recelo. Magdalen había despertado en él una desconfianza latente, que es una segunda naturaleza en un abogado. Sospechaba de su actitud; sospechaba de su manera de hablar. La hermana parecía ejercer una mayor influencia sobre Magdalen que la señorita Garth. Decidió hablar con ella en privado antes de marcharse.

Mientras pensaba en ello, una nueva pregunta de Magdalen reclamó su atención.

—¿Es viejo? —preguntó de repente sin volverse.

—Si se refiere al señor Michael Vanstone, tiene setenta y cinco o setenta y seis años de edad.

—Hace un rato ha mencionado a su hijo. ¿Tiene otros hijos, o hijas?

—No.

—¿Sabe usted algo de su mujer?

—Hace muchos años que murió.

Hubo una pausa.

—¿Por qué quieres saberlo? —preguntó Norah.

—Perdonadme —respondió Magdalen en voz baja—. No preguntaré nada más.

Por tercera vez, el señor Pendril volvió al motivo más prosaico de la entrevista.

—No debemos olvidar a los criados —dijo—. Se han de liquidar cuentas y despedirlos. Yo les daré las explicaciones necesarias antes de irme. En cuanto a la casa, no tienen de qué preocuparse. Carruajes y caballos, muebles, plata y demás se dejarán simplemente en la propiedad en espera de nuevas órdenes del señor Michael Vanstone. Pero cualquier pertenencia personal de usted o de su hermana, señorita Vanstone, sus joyas y vestidos y cualquier pequeño regalo que les hayan hecho, están enteramente a su disposición. Con respecto a la fecha de su partida, tengo entendido que pasará un mes o más antes de que el señor Michael Vanstone pueda abandonar Zurich, y estoy seguro de que hago justicia a su abogado al decir…

—Perdóneme, señor Pendril —intervino Norah—. Creo comprender, por lo que usted acaba de decir, que nuestra casa y todo lo que hay en ella pertenece a… —Se interrumpió como si aborreciera el mero hecho de pronunciar el nombre de su tío.

—A Michael Vanstone —dijo el señor Pendril—. La casa pasa a ser de su propiedad con el resto de los bienes.

—¡Entonces yo, personalmente, estoy dispuesta a abandonarla mañana mismo!

Magdalen dio un respingo cuando habló su hermana y miró al señor Clare con los primeros signos evidentes de inquietud y alarma que había mostrado hasta el momento.

—No se enfade conmigo —susurró, inclinándose hacia el anciano con una súbita actitud de humildad y un repentino nerviosismo en sus maneras—. ¡No puedo irme sin ver primero a Frank!

—Lo verás —dijo el señor Clare—. Estoy aquí para hablar contigo sobre eso cuando termine este asunto.

—Es totalmente innecesario que apresure la partida como propone —continuó el señor Pendril dirigiéndose a Norah—. Puedo asegurarle sin temor a equivocarme que con una semana a partir de hoy será suficiente.

—Si esta es la casa de Michael Vanstone —repitió Norah—, estoy dispuesta a abandonarla mañana.

Dejó su silla con un gesto de impaciencia y se sentó más lejos, en el sofá. Al poner la mano sobre el respaldo, su rostro se alteró. Allí, en la cabecera del sofá, estaban los cojines que habían sostenido a su madre cuando se echó por última vez a descansar. Allí, a los pies del sofá, se hallaba la anticuada y voluminosa butaca que había sido el asiento predilecto de su padre en días lluviosos, cuando su hermana y ella solían entretenerlo tocando sus melodías favoritas en el piano que había frente a él. Un hondo suspiro que en vano intentó contener escapó de sus labios. Oh, pensó, ¡había olvidado a estos viejos amigos! ¿Cómo voy a separarme de ellos cuando llegue el momento?

—¿Puedo preguntarle, señorita Vanstone, si su hermana y usted han trazado algún plan definido para el futuro? —inquirió el señor Pendril—. ¿Han pensado en algún lugar de residencia?

—Yo puedo responder a su pregunta por ellas, señor —dijo la señorita Garth—. Cuando abandonen esta casa, la abandonarán conmigo. Mi hogar será su hogar y mi pan será su pan. Sus padres me honraron, confiaron en mí y me mostraron su afecto. Durante doce felices años no me permitieron jamás recordar que era una institutriz, sino que hicieron que me considerara su compañera y amiga. El recuerdo que de ellos tengo es el de una amabilidad y generosidad sin límites y mi vida estará dedicada a pagar esta deuda de gratitud a sus hijas huérfanas.

Norah se levantó presurosa del sofá; Magdalen abandonó impetuosamente la ventana. Por una vez no hubo contraste en el comportamiento de las hermanas. Por una vez el mismo impulso movió sus corazones, el mismo grave sentimiento inspiró sus palabras. La señorita Garth esperó a que pasara el primer estallido de emoción, luego se levantó y tomando a Norah y Magdalen de la mano, se dirigió al señor Pendril y al señor Clare. Habló con un total dominio de sí misma, con la fortaleza de una bondad inconsciente y sin artificio.

—Incluso una historia tan insignificante como la mía —dijo— adquiere cierta importancia en momentos como este. Deseo que ustedes dos, caballeros, entiendan que no prometo más a las hijas de su viejo amigo de lo que puedo ofrecerles. Cuando llegué a esta casa, entré a su servicio en una situación de independencia económica poco común entre las institutrices. En mi juventud me dedicaba a la enseñanza junto con mi hermana mayor. Fundamos una escuela en Londres que creció y prosperó. La dejé para convertirme en institutriz únicamente porque la pesada responsabilidad de la escuela era más de lo que mis fuerzas alcanzaban a soportar. Mi parte de los beneficios está intacta y sigo percibiendo un interés pecuniario de nuestra institución. Esta es mi historia en pocas palabras. Cuando abandonemos esta casa, propongo que vayamos a la escuela de Londres, que mi hermana mayor sigue dirigiendo con fortuna. Podemos vivir allí con la mayor tranquilidad hasta que el tiempo nos ayude a soportar nuestra pena mejor de lo que la soportamos ahora. Si el cambio en las perspectivas futuras de Norah y Magdalen las obliga a ganarse el sustento, yo puedo ayudarlas a ganárselo como corresponde a las hijas de un caballero. Las mejores familias del país se alegran de pedir consejo a mi hermana en lo tocante a la educación de sus hijos, y yo respondo de antemano de su sincero deseo de servir a las hijas del señor Vanstone tanto como respondo del mío. Ese es el futuro que mi gratitud hacia sus padres y mi afecto por ellas les ofrece. Si consideran, caballeros, que mi propuesta es conveniente y justa, y veo en sus caras que así es, no hagamos más penosas las necesidades de nuestra posición demorándonos inútilmente en enfrentarnos a ellas. Cumplamos con nuestra obligación, actuemos conforme a la decisión de Norah y abandonemos la casa mañana. Acaba usted de mencionar a los criados, señor Pendril; estoy dispuesta a convocarlos a todos en la habitación contigua y a ayudarle a resolver sus reclamaciones cuando usted guste.

Sin esperar la respuesta del abogado, sin dar tiempo a las hermanas para darse cuenta de su terrible situación, se dirigió al punto hacia la puerta. Había tomado la sabia resolución de afrontar la dura prueba que las aguardaba haciendo mucho y hablando poco. Antes de que pudiera salir de la habitación, el señor Clare la siguió y la detuvo en el umbral de la puerta.

—Jamás había envidiado los sentimientos de una mujer hasta ahora —dijo el anciano—. Quizá le sorprenda oírlo, pero envidio los suyos. ¡Espere! Tengo algo más que decirle. Aún existe un obstáculo, el impenitente obstáculo de Frank. Ayúdeme a barrerlo. Llévese a la hermana mayor y al abogado con usted y déjeme aquí para poner las cosas en claro con la menor. Quiero ver de qué metal está hecha en realidad.

Mientras el señor Clare dirigía estas frases a la señorita Garth, el señor Pendril había aprovechado la oportunidad para hablar con Norah.

—Antes de volver a la ciudad —dijo—, me gustaría hablar con usted en privado. Después de lo ocurrido hoy, señorita Vanstone, me he formado un muy elevado concepto de su discreción y, como viejo amigo de su padre, quiero tomarme la libertad de hablarle sobre su hermana.

Antes de que Norah pudiera contestar, la invitaron a participar, de acuerdo con la petición del señor Clare, en la entrevista con los criados. Naturalmente el señor Pendril siguió a la señorita Garth. Cuando los tres salieron al vestíbulo, el señor Clare volvió a entrar en la habitación, cerró la puerta e indicó a Magdalen con gesto autoritario que se sentara.

Ella le obedeció en silencio. El señor Clare se paseó de un lado a otro de la habitación y volvió con las manos en los bolsillos laterales de la larga chaqueta suelta y sin forma que solía llevar.

—¿Qué edad tienes? —preguntó deteniéndose de repente para hablar en el otro extremo de la habitación.

—He cumplido los dieciocho —respondió Magdalen humildemente, sin mirarlo.

—Has demostrado un valor extraordinario para una joven de tu edad. ¿Te queda algo de ese valor?

Ella enlazó las manos y las retorció con fuerza. Unas cuantas lágrimas afluyeron a sus ojos y rodaron lentamente por sus mejillas.

—No puedo renunciar a Frank —dijo débilmente—. Yo no le importo a usted, lo sé, pero mi padre sí le importaba. ¿Intentará ser bueno conmigo por la amistad que le tenía?

Sus últimas palabras se extinguieron en un susurro; no pudo decir nada más. Hasta entonces no había sentido la capacidad ilimitada del amor de una mujer para absorber cualquier otro suceso, cualquier otra alegría o pesar de su vida. Jamás había asociado a Frank con el recuerdo de sus padres tan cariñosamente como en aquel momento. Nunca la impenetrable atmósfera de engaño a través de la cual contemplan las mujeres al hombre elegido —la atmósfera que la había cegado a todo lo que Frank tenía de débil, mezquino y egoísta— había rodeado a Frank con un halo más brillante que entonces, cuando suplicaba al padre la posesión del hijo.

—¡Oh, no me pida que renuncie! —dijo, intentando armarse de valor, pero temblando de pies a cabeza. En el instante siguiente volaba hacia el otro extremo de la habitación con la inusitada rapidez de un rayo—. ¡No renunciaré a él! —estalló con fervor—. ¡No! ¡Ni aunque mil padres me lo pidieran!

—Soy solo un padre —dijo el señor Clare—, y no te lo pido.

Asombrada y encantada de oír aquellas palabras inesperadas, se puso en pie, cruzó la habitación e intentó rodearle el cuello con los brazos. Fue como si intentara arrancar una casa de sus cimientos. Él la cogió por los hombros y la hizo sentarse de nuevo en su silla. Su mirada inexorable la sometió y su delgado dedo índice se movió admonitorio ante ella como si hiciera callar a un niño rebelde.

—Abraza a Frank —dijo—, no a mí. Aún no he terminado contigo; cuando lo haya hecho, podrás darme la mano si te apetece. Espera y serénate.

Se separó de ella. Volvió a meter las manos en los bolsillos y reanudó su monótona marcha de un lado a otro.

—¿Lista? —preguntó, deteniéndose después de un rato. Ella intentó contestar—. Tómate dos minutos más —dijo él y reemprendió sus paseos con la regularidad de un reloj. Estas son las criaturas, pensó, en las que hombres, por lo demás sensatos, depositan la felicidad de su vida. ¿Hay algún otro objeto en la creación, me pregunto, que sirva peor a su propósito que una mujer?

Se detuvo ante ella una vez más. Magdalen respiraba con mayor facilidad; el intenso rubor de sus mejillas empezaba a disiparse.

—¿Lista? —repitió él—. Sí, lista por fin. Escúchame y terminemos con esto. No te pido que renuncies a Frank. Te pido que esperes.

—Esperaré —dijo ella—. Pacientemente, de buena gana.

—¿Harás esperar a Frank?

—Sí.

—¿Lo enviarás a la China?

La cabeza de Magdalen cayó sobre su pecho; sus manos volvieron a enlazarse en silencio. El señor Clare comprendió dónde estaba la dificultad y la abordó directamente sin más rodeos.

—No pretendo entrar en tus sentimientos hacia Frank, ni en los de Frank hacia ti —dijo—. Eso no me interesa. Lo que sí pretendo es establecer dos sencillas verdades. Es la pura verdad que no podéis casaros hasta que tengáis dinero suficiente para pagar el techo que os cobije, las ropas que os cubran y las vituallas que comáis. Es otra verdad que no tenéis ese dinero, que yo no tengo ese dinero y que la única posibilidad de que Frank lo tenga depende de que se vaya a la China. Si yo le digo que vaya, se sentará en un rincón a llorar. Si insisto, dirá que sí y me engañará. Si voy más allá y le acompaño personalmente hasta que se embarque, se escabullirá en el bote del práctico y volverá a escondidas a ti. Es su carácter.

—¡No! —exclamó Magdalen—. No es su carácter, es su amor hacia mí.

—Llámalo como quieras —replicó el señor Clare—. Sea por cobardía o por cariño, es demasiado escurridizo para que lo retengan mis dedos. Que yo le cierre la puerta no le impedirá volver. Que lo hagas tú, sí. ¿Tienes valor para cerrarla? ¿Le quieres lo suficiente para no impedir su fortuna?

—¡Si le quiero! ¡Moriría por él!

—¿Lo enviarás a la China?

Ella suspiró con amargura.

—Tenga piedad de mí —dijo—. He perdido a mi padre, he perdido a mi madre, he perdido mi fortuna, y ahora voy a perder a Frank. A usted no le gustan las mujeres, lo sé, pero intente ayudarme con un poco de piedad. No digo que no sea beneficioso para él enviarlo a la China, solo digo que es duro, muy, muy duro para mí.

El señor Clare había hecho oídos sordos al ardor de Magdalen, había sido insensible a sus caricias, ciego a sus lágrimas, pero bajo el duro integumento de su filosofía tenía un corazón que reaccionó ante aquella súplica desesperanzada, que se conmovió ante aquellas palabras.

—No niego la dureza de tu caso —dijo—. No quiero hacerlo aún más duro, solo te pido que por el bien de Frank hagas lo que él es demasiado débil para hacer por sí mismo. No es culpa tuya, no es culpa mía, pero no es menos cierto que la fortuna que tú deberías haberle proporcionado ha cambiado de dueño.

Ella alzó la vista de repente con un brillo furtivo en los ojos, con una mirada amenazadora en los labios.

—Podría volver a cambiar de dueño —dijo.

El señor Clare vio alterarse su fisonomía y oyó el tono de su voz, pero Magdalen había pronunciado estas palabras en voz baja, como si las dijera para sí, y no llegaron al otro extremo de la habitación. El señor Clare dejó de pasearse inmediatamente y le preguntó qué había dicho.

—Nada —respondió Magdalen, volviendo la cabeza hacia la ventana para mirar la lluvia como una autómata—. Solo mis propios pensamientos.

El señor Clare reemprendió su paseo y volvió a su tema.

—Debe irse —prosiguió—, no solo en beneficio suyo, sino también en el tuyo. En la China podría ganar dinero suficiente para casarse contigo; aquí no puede. Si se queda aquí, será la ruina de ambos. Cerrará los ojos a toda prudencia y te acosará hasta que te cases con él, y cuando haya conseguido su objetivo, será el primero en arrepentirse y en quejarse de que eres una carga para él. ¡Escúchame bien! Tú estás enamorada de Frank, yo no, y le conozco. Juntaos el tiempo suficiente, dale el tiempo suficiente para abrazar, lloriquear, acosar y suplicar, y te diré cuál será el resultado: te casarás con él.

Por fin había pulsado la tecla correcta, que sonó antes de que pudiera añadir una palabra más.

—Usted no me conoce —dijo Magdalen con firmeza—. No sabe lo que puedo llegar a sufrir por el bien de Frank. Jamás me casaré con él hasta que sea para él lo que mi padre dijo que debería ser: su fortuna. No recibirá ninguna carga cuando me tome a mí, ¡se lo prometo! Seré su ángel de la guarda; no me casaré con él sin aportar un penique para arrastrarle a la ruina. —Dejó su asiento de pronto, avanzó unos cuantos pasos hacia el señor Clare y se detuvo en medio de la habitación. Los brazos le cayeron con impotencia a los lados y rompió a llorar—. Se irá —dijo—. ¡Aunque se me rompa el corazón al hacerlo, mañana le diré que debemos decirnos adiós!

El señor Clare se acercó a ella inmediatamente y le tendió la mano.

—Yo te ayudaré —dijo—. Frank sabrá todo lo que se ha dicho aquí. Cuando venga mañana, sabrá de antemano que viene para decirte adiós.

Magdalen cogió su mano entre las suyas, vaciló, lo miró, y la apretó contra su pecho.

—¿Puedo pedirle un favor antes de que se vaya? —preguntó tímidamente. Él intentó desasirse, pero ella conocía sus ventajas y la sujetó con fuerza—. Suponga que se produce un cambio para mejor —prosiguió—. Suponga que pudiera ser para Frank lo que mi padre dijo que debería ser…

Antes de que pudiera completar la frase, el señor Clare hizo un segundo esfuerzo y retiró su mano.

—¿Lo que tu padre dijo que debería ser? —repitió, mirándola atentamente.

—Sí —respondió ella—. A veces ocurren cosas extrañas. Si esas cosas extrañas me ocurren a mí, ¿dejará usted que Frank vuelva antes de que se cumplan los cinco años?

¿Qué quería decir? ¿Se aferraba acaso desesperadamente a la esperanza de ablandar el corazón de Michael Vanstone? El señor Clare no consiguió sacar ninguna otra conclusión de lo que acababa de oír. Al principio de la entrevista la hubiera desengañado con rudeza. Al final de esta, dejó compasivamente que siguiera engañada.

—Tu esperanza es en vano —dijo—, pero si eso te da valor, sigue esperando. Si esa imposible buena fortuna te llegara, dímelo y Frank volverá. Mientras tanto…

—Mientras tanto —le interrumpió ella con tristeza—, tiene usted mi promesa.

Una vez más los penetrantes ojos del señor Clare examinaron su rostro atentamente.

—Confiaré en tu promesa —dijo—. Verás a Frank mañana.

Ella volvió a su silla pensativamente y se sentó de nuevo en silencio. El señor Clare se dirigió a la puerta antes de que pudieran intercambiar una despedida formal. «¡Impenetrable! —pensó, volviéndose a mirarla antes de salir—. ¡Solo tiene dieciocho años y es impenetrable para mí!».

En el vestíbulo encontró a Norah, que aguardaba con impaciencia para enterarse de lo ocurrido.

—¿Ha terminado todo? —preguntó—. ¿Se irá Frank a la China?

—Ten cuidado en cómo diriges a esa hermana tuya —dijo el señor Clare sin prestar atención a la pregunta—. Tiene una gran desgracia contra la que luchar: no está hecha para la rutina ordinaria de la vida de una mujer. No alcanzo a ver el fondo de su bondad o su maldad. Tan solo te aviso de que su futuro será fuera de lo común.

Una hora después, el señor Pendril abandonó la casa; con el correo de esa noche, la señorita Garth despachó una carta a su hermana de Londres.

FIN DE LA PRIMERA ESCENA