CAPÍTULO VI
La perspicacia humana tiene sus límites. Pese al acierto con que el capitán Wragge había dirigido sus pasos hasta entonces, ni siquiera su agudeza era ahora suficiente. Terminó el cigarro con la convicción mortificante de que el siguiente paso de la señora Lecount le pillaría totalmente desprevenido.
En tales circunstancias, su experiencia le aconsejaba que solo había un camino seguro que seguir. Decidió probar el efecto desorientador de un cambio completo de táctica sobre el ama de llaves, antes de que esta tuviera tiempo para atacarle en la oscuridad aprovechándose de su ventaja. Con este fin envió a la criada arriba para solicitar a la señorita Bygrave que bajara a hablar con él.
—Espero no molestarla —dijo el capitán cuando Magdalen entró en la salita—. Permítame que me disculpe por el olor a tabaco y que le diga un par de cosas sobre nuestro proceder a partir de ahora. Hablando con la franqueza que me caracteriza, la señora Lecount me tiene desconcertado y propongo que le devolvamos el detalle desconcertándola a ella. El plan que voy a sugerir es muy simple. Ya he tenido el honor de darle a usted una grave neuralgia, y le pido permiso (cuando el señor Noel Vanstone envíe a alguien a preguntar por usted mañana por la mañana) para tomarme la libertad de meterla en la cama definitivamente. Pregunta de Sea-View Cottage: «¿Qué tal se encuentra la señorita Bygrave esta mañana?». Respuesta de North Shingles: «Mucho peor. La señorita Bygrave tiene que guardar cama». Pregunta repetida día tras día, pongamos que durante una quincena: «¿Qué tal se encuentra la señorita Bygrave?». Respuesta repetida durante el mismo tiempo, si es necesario: «Igual». ¿Podrá soportar el encierro? No veo objeción a que salga a tomar el aire a primera hora de la mañana o a última hora, por la noche. Pero el resto del día, no queda otro remedio, tendrá que colocarse en la misma categoría que la señora Wragge y permanecer en su habitación.
—¿Con qué fin desea que haga eso? —inquirió Magdalen.
—Con un doble fin —respondió el capitán—. Mi propia estupidez me hace sonrojar, pero el hecho es que no acierto a adivinar cuál pueda ser el siguiente movimiento de la señora Lecount. Lo único de lo que estoy seguro es de que volverá a intentar abrirle los ojos a su amo. Sean cuales sean los medios que emplee para descubrir su identidad, es necesario que exista una comunicación personal con usted para alcanzar sus objetivos. Muy bien. Si impido esa comunicación, pongo un obstáculo en su camino desde el principio, o, como decimos jugando a las cartas, fuerzo su mano. ¿Ve adónde quiero ir a parar?
Magdalen lo veía perfectamente. El capitán prosiguió.
—La segunda razón que tengo para encerrarla —dijo— tiene relación exclusivamente con el amo de la señora Lecount. El crecimiento del amor, mi querida niña, es, en un aspecto, diferente de los demás crecimientos; el amor florece en circunstancias adversas. Nuestro primer plan era hacer sentir al señor Noel Vanstone el placer de su compañía. La siguiente consiste en volverle loco con su pérdida. Yo hubiera propuesto unos cuantos encuentros más para favorecer nuestros fines de no ser por nuestra crítica posición actual con respecto a la señora Lecount. Sea como fuere, habremos de confiar en el efecto que produjo usted ayer y probar el experimento de una súbita separación antes de lo que yo hubiera deseado. Yo veré al señor Noel Vanstone, en cambio, ¡y si hay algún lugar en carne viva situado en los alrededores del corazón de ese caballero, puede dar por seguro que me lanzaré sobre él! Le he hecho saber a usted todas mis opiniones. Tómese su tiempo para reflexionar y déme una respuesta: sí o no.
—Cualquier cambio será para mejor —dijo Magdalen—, ¡si me aleja de la compañía de la señora Lecount y de su amo! Que sea como usted quiere.
Magdalen había hablado hasta entonces con voz ahogada y cansina, pero estas últimas palabras las pronunció elevando el tono de voz y enrojeciendo, síntomas que advirtieron al capitán de que no debía seguir presionándola.
—Muy bien —dijo el capitán—. Como de costumbre, nos hemos entendido. Veo que está cansada y no la entretendré más.
Se levantó para abrir la puerta, se detuvo a medio camino y volvió.
—Déjeme a mí que arregle las cosas con la criada —prosiguió—. Usted no puede permanecer en cama todo el tiempo y tendremos que comprar la discreción de la chica cuando responda a la puerta, sin contarle nada, claro está. Le haré comprender que ha de decir que está usted enferma igual que podría decir que no está en casa, como forma de evitar visitas no deseadas. Permítame que le abra la puerta. Perdone, pero se dirige usted a la habitación donde trabaja la señora Wragge en lugar de subir a su dormitorio.
—Ya lo sé —dijo Magdalen—. Deseo sacar a la señora Wragge de la mísera habitación en la que se halla ahora y llevarla arriba conmigo.
—¿Para pasar la tarde?
—Para pasar toda la quincena.
El capitán entró en el comedor detrás de Magdalen y cerró la puerta cautamente antes de volver a hablar.
—¿Piensa en serio imponerse a sí misma la presencia de mi mujer durante una quincena? —preguntó con gran sorpresa por su parte.
—Su mujer es la única criatura inocente en esta casa culpable —espetó Magdalen con vehemencia—. ¡Ha de estar y estará conmigo!
—Por favor, no se altere —dijo el capitán—. Llévese a la señora Wragge, por supuesto. Yo no la quiero. —Tras haber cedido a la compañera de su existencia en estos términos, regresó a la salita discretamente—. «¡La debilidad de su sexo! —pensó el capitán, dándose unos golpecitos en su sagaz cabeza—. Pon a prueba el intelecto femenino y se dejará llevar de inmediato por el temperamento femenino».
La prueba a la que aludía el capitán no se limitó esa noche al intelecto femenino de North Shingles, sino que se extendió al intelecto femenino de Sea-View. La señora Lecount permaneció sentada en su escritorio durante casi dos horas, escribiendo, corrigiendo y volviendo a escribir, antes de obtener una carta para la mayor de las señoritas Vanstone que cumpliera exactamente el objetivo requerido. Por fin terminó el borrador a su entera satisfacción y lo pasó a limpio en seguida para mandarlo por correo al día siguiente.
La carta así redactada era una obra maestra del ingenio. Después de unas cuantas frases preliminares, el ama de llaves informaba a Norah con toda claridad de la aparición de la visitante disfrazada en Vauxhall Walk, de la conversación mantenida durante la entrevista y de su sospecha de que la persona que afirmaba ser la señorita Garth era, con toda probabilidad, la menor de las señoritas Vanstone en persona. Una vez contada la verdad, la señora Lecount continuaba diciendo que su amo tenía pruebas que justificarían plenamente la aplicación de la ley, que estaba enterado de que la conspiración con que le habían amenazado se había puesto en marcha en Aldborough, y que únicamente vacilaba en protegerse a sí mismo por respeto a consideraciones familiares y con la esperanza de que la mayor de las señoritas Vanstone pudiera influir en su hermana hasta el punto de hacer innecesario recurrir a medidas extremas.
En tales circunstancias (continuaba la carta) se imponía sin duda poder identificar debidamente a la visitante disfrazada de Vauxhall Walk, pues si la conjetura de la señora Lecount resultaba ser falsa y si la persona en cuestión era una desconocida, el señor Noel Vanstone estaba resuelto a entablar acciones legales para defenderse. Ciertos sucesos en Aldborough sobre los que no era necesario hablar permitirían a la señora Lecount ver a la persona sospechosa con su apariencia auténtica en unos pocos días, pero dado que el ama de llaves desconocía por completo el aspecto de la menor de las señoritas Vanstone, obviamente era deseable que alguna otra persona mejor informada pudiera tomar el asunto en sus manos sobre ese particular. Si la mayor de las señoritas Vanstone estaba casualmente en libertad de ir a Aldborough en persona, ¿tendría la amabilidad de confirmárselo por carta?; la señora Lecount volvería a escribirle para fijar un día. Si, por otro lado, a la señorita Vanstone le era imposible emprender el viaje, la señora Lecount sugería que respondiera con una descripción física de su hermana lo más completa posible, mencionando cualquier peculiaridad que pudiera existir en forma de marcas en la cara o las manos y comunicándole (en el caso de que le hubiera escrito recientemente) cuál era la dirección de su última carta, y si no llevaba, de dónde era el matasellos. Con la ayuda de esta información, la señora Lecount aceptaría la responsabilidad de identificarla discretamente, en bien de la propia y desafortunada señorita, y volvería a escribir a su hermana mayor para hacerla partícipe del resultado.
La señora Lecount resolvió con facilidad el problema de saber adónde enviar su carta. Recordaba el nombre del abogado que había defendido la causa de las dos hermanas en la época de Michael Vanstone, por lo que dirigió la carta a «Señor Pendril, para entregar a la señorita Vanstone, Londres». Esta carta la metió en un segundo sobre dirigido al abogado del señor Noel Vanstone con una nota para pedir al citado caballero que la enviara inmediatamente al despacho del señor Pendril.
«Ahora —pensó la señora Lecount cuando guardó la carta bajo llave en su escritorio con miras a echarla al correo por su propia mano al día siguiente—, ¡ahora ya la tengo!».
A la mañana siguiente, la sirvienta de Sea-View se presentó con los saludos de su amo para interesarse por la salud de la señorita Bygrave. El capitán Wragge anunció su boletín debidamente: la señorita Bygrave estaba tan enferma que se veía obligada a guardar cama.
Al recibir esta noticia, la preocupación de Noel Vanstone le llevó a visitar North Shingles en persona cuando salió a dar su paseo vespertino. La señorita Bygrave no había mejorado. Noel Vanstone pidió ver al señor Bygrave. El digno capitán había previsto tal contingencia. Pensó que un poco de irritante incertidumbre no haría ningún daño a Noel Vanstone y encargó cuidadosamente a la criada que diera la siguiente respuesta en caso de necesidad: «El señor Bygrave rogaba que lo excusara; no podía atender a nadie».
El segundo día se formuló la misma pregunta mediante un mensaje por la mañana y a través del propio Noel Vanstone por la tarde. La respuesta de la mañana (con respecto a Magdalen) fue: «Una pizca mejor». La respuesta de la tarde (con respecto al capitán Wragge) fue: «El señor Bygrave acaba de salir». Esa noche, el humor de Noel Vanstone era muy inestable y la paciencia y el tacto de la señora Lecount sufrieron una dura prueba en su esfuerzo por evitar ofenderle.
La tercera mañana, el informe sobre la señorita enferma fue menos favorable. «La señorita Bygrave seguía muy mal y no podía levantarse». La sirvienta que regresaba a Sea-View con este mensaje se encontró con el cartero y entró en el comedor con dos cartas dirigidas a la señora Lecount.
La letra de la primera carta era familiar al ama de llaves. Se la enviaba el médico que atendía a su hermano enfermo en Zurich y le anunciaba que el paciente había evolucionado de manera tan favorable que existían las mayores posibilidades de que salvara la vida.
La dirección de la segunda carta estaba escrita con una letra desconocida. La señora Lecount dedujo que se trataba de la respuesta de la señorita Vanstone y se la guardó para leerla después del desayuno, momento en que pudo retirarse a su habitación.
Abrió la carta, miró de inmediato el nombre al pie y se sorprendió un poco al leerlo. La firma no era «Norah Vanstone», sino «Harriet Garth».
La señorita Garth anunciaba que la mayor de las señoritas Vanstone había aceptado, hacía una semana, un empleo de institutriz sujeto a la condición de que se reuniera con la familia que la contrataba en su residencia temporal del sur de Francia y que regresaría con ellos cuando volvieran a Inglaterra, seguramente al cabo de un mes o seis semanas. Durante el intervalo de aquella inevitable ausencia, la señorita Vanstone había pedido a la señorita Garth que abriera todas sus cartas; tal disposición tenía el fin principal de procurar una respuesta rápida a cualquier comunicación que pudiera llegarle de su hermana. La señorita Magdalen Vanstone no había escrito desde mediados de julio —ocasión en la que el matasellos del sobre indicaba que la carta había sido enviada desde Londres, distrito de Lambeth— y su hermana mayor había abandonado Inglaterra en un estado de grandísima angustia por su causa.
Tras dar estas explicaciones, la señorita Garth pasaba a señalar que circunstancias familiares le impedían viajar personalmente hasta Aldborough para ayudar a la señora Lecount, pero podía proporcionarle un sustituto mucho más capacitado para el caso en todos los aspectos, en la persona del señor Pendril. Este caballero conocía bien a la señorita Magdalen Vanstone y su experiencia profesional y su discreción harían su ayuda doblemente valiosa. El señor Pendril había accedido con toda amabilidad a viajar hasta Aldborough cuando se considerara necesario, pero, dado que su tiempo era muy valioso, la señorita Garth solicitaba encarecidamente que no le hicieran viajar hasta que la señora Lecount estuviera completamente segura del día en que podían requerirse sus servicios.
Al tiempo que proponía este plan, la señorita Garth añadía que le parecía correcto proporcionarle también una descripción escrita de la menor de las señoritas Vanstone. Podía producirse una emergencia que no diera tiempo a la señora Lecount de aprovechar los servicios del señor Pendril, y la ejecución de las intenciones del señor Noel Vanstone hacia la desdichada joven que era objeto de su indulgencia podría verse fatalmente retrasada por alguna imprevista dificultad para establecer su identidad. En tales circunstancias, le transmitía a continuación la descripción personal, que no omitía ninguna peculiaridad que pudiera hacer reconocible a Magdalen, incluyendo los «dos lunares pequeños, muy juntos, en el lado izquierdo del cuello» que se habían mencionado anteriormente en los carteles impresos enviados a York.
Por último, la señorita Garth expresaba el temor de que probablemente las sospechas de la señora Lecount resultaran ser ciertas. Sin embargo, mientras existiera la más mínima posibilidad de que se descubriera que era una desconocida quien dirigía la conspiración, la señorita Garth se sentía obligada por su gratitud hacia el señor Noel Vanstone a ayudarle en el proceso legal que, en ese caso, se entablaría. Adjuntaba, por tanto, la negativa formal —que repetiría en persona si era necesario— de que existiera relación alguna entre ella y la persona disfrazada que había hecho uso de su nombre. Ella era la señorita Garth que había ejercido de institutriz del difunto señor Andrew Vanstone y jamás había estado en Vauxhall Walk ni en sus cercanías.
Con esta negación, y las fervorosas promesas por parte de la remitente de que haría en favor de Magdalen cuanto hubiera hecho su hermana de hallarse en Inglaterra, concluía la carta. Llevaba la firma con todas sus letras y estaba fechada con la metódica precisión que para tales cuestiones siempre había caracterizado a la señorita Garth.
Esta carta colocó un arma formidable en las manos del ama de llaves.
Le proporcionaba los medios para establecer la identidad de Magdalen mediante la intervención de un abogado profesional. Contenía una descripción personal lo bastante minuciosa para ser utilizada ventajosamente si era necesario antes de la aparición del señor Pendril. Ofrecía una denuncia contra la falsa señorita Garth firmada por la auténtica y establecía el hecho de que la última carta recibida por la mayor de las señoritas Vanstone de su hermana menor había sido echada al correo (y por lo tanto seguramente escrita) en las cercanías de Vauxhall Walk. Si se hubiera recibido alguna otra carta con el matasellos de Aldborough, la cadena de pruebas en lo referente a los lugares habría sido más completa, indudablemente; pero, de todas formas, tenía testimonios suficientes (a los que podía añadirse el pedazo de vestido marrón de alpaca que aún tenía la señora Lecount en su poder) para alzar el velo que ocultaba la conspiración y colocar al señor Noel Vanstone frente a la sencilla y abrumadora verdad.
El único obstáculo que se interponía en el plan de acción inmediata de la señora Lecount era la reclusión de la señorita Bygrave en aquellos momentos. Tenía que decidir la cuestión de cómo acceder a ella en persona antes de que pudiera comunicarse con el señor Pendril. La señora Lecount se puso un sombrero inmediatamente y se fue de visita a North Shingles para probar qué descubrimientos podía hacer por sí misma antes de que llegara la hora en que salía el correo.
En aquella ocasión, el señor Bygrave se hallaba en casa y la señora Lecount pudo entrar sin dificultad.
Tras prudentes reflexiones durante la mañana, el capitán Wragge había decidido llevar las cosas un poco más cerca del punto decisivo. Los medios por los cuales se proponía lograr este resultado exigían que viera al ama de llaves y a su amo por separado, para sembrar la discordia produciendo en ellos dos impresiones completamente opuestas sobre sí mismo. Por consiguiente, en lugar de causarle el menor embarazo, la visita de la señora Lecount fue el acontecimiento más grato que podía haber deseado. La recibió en la salita con unos modales acusadamente secos para los que ella no estaba preparada en absoluto. La sonrisa zalamera del capitán había desaparecido y en su lugar mostraba un semblante solemne e impenetrable.
—Me he atrevido a molestarle, señor —dijo la señora Lecount—, para expresarle el pesar con el que mi amo y yo recibimos las noticias de la enfermedad de la señorita Bygrave. ¿No ha mejorado?
—No, señora —respondió el capitán lo más sucintamente posible—. Mi sobrina no está mejor.
—Yo tengo cierta experiencia como enfermera, señor Bygrave. Si pudiera ser de utilidad…
—Gracias, señora Lecount. No hay necesidad de que abusemos de su amabilidad.
Esta sencilla respuesta fue seguida de un momento de silencio. El ama de llaves estaba algo perpleja. ¿Qué se había hecho de la rebuscada cortesía del señor Bygrave y de su verbosidad? ¿Acaso quería ofenderla? Si era así, la señora Lecount resolvió en aquel momento que no conseguiría su objetivo.
—¿Puedo preguntar por la naturaleza de la enfermedad? —insistió—. Espero que no esté relacionada con nuestra excursión a Dunwich.
—Lamento decir, señora —respondió el capitán—, que empezó con aquel ataque de neuralgia en el carruaje.
«¡Vaya, vaya! —pensó la señora Lecount—. Ni siquiera intenta hacerme creer que la enfermedad es real; se ha quitado la máscara desde el principio».
—¿Es una dolencia nerviosa, señor? —añadió en voz alta.
El capitán respondió asintiendo solemnemente con la cabeza.
—¿Entonces tiene usted a dos enfermas de los nervios en la casa, señor Bygrave?
—Sí, señora, a dos. Mi mujer y mi sobrina.
—Qué extraña coincidencia de desgracias.
—Ciertamente, señora. Muy extraña.
Pese a que la señora Lecount estaba decidida a no ofenderse, la exasperante insensibilidad del capitán Wragge a cada uno de los ataques que le lanzaba empezó a causarle enojo. Fue consciente de cierta pequeña dificultad para conservar la sangre fría antes de poder seguir hablando.
—¿No hay posibilidad —continuó— de que la señorita Bygrave pueda abandonar su habitación próximamente?
—Ninguna en absoluto, señora.
—Supongo que está usted satisfecho con la asistencia médica que recibe.
—No recibe asistencia médica —dijo el capitán tranquilamente—. Yo mismo llevo este caso.
El veneno que acumulaba la señora Lecount se desbordó ante aquella respuesta y afloró a sus labios.
—¿Debo suponer que sus superficiales conocimientos científicos —dijo con una sonrisa malévola— incluyen también algo de medicina, señor?
—Efectivamente, señora —respondió el capitán, impertérrito—. Sé tanto de una cosa como de la otra.
El tono con que pronunció estas palabras no dejó más que una alternativa digna a la señora Lecount: se levantó para dar por concluida la entrevista. En aquel momento la tentación fue demasiado fuerte y no pudo resistirse a proyectar una sombra de amenaza sobre el capitán Wragge al despedirse.
—No le daré las gracias, señor, por el modo en que me ha recibido —dijo— hasta que pueda pagar provechosamente mi deuda de gratitud. Mientras tanto, me alegra deducir, por la ausencia de asistencia médica en la casa, que la enfermedad de la señorita Bygrave es mucho menos grave de lo que suponía antes de venir a esta casa.
—Jamás contradigo a una dama, señora —replicó el incorregible capitán—. Si le complace creer, cuando volvamos a encontrarnos, que mi sobrina está completamente sana, me someteré resignadamente a la expresión de su parecer. —Con estas palabras siguió al ama de llaves hasta el pasillo y le abrió cortésmente la puerta—. «¡He visto el truco, señora! —se dijo cuando volvió a cerrarla—. ¡La baza que tiene en la mano es ver a mi sobrina, y yo me ocuparé de que no pueda jugarla!».
Regresó a la salita y aguardó tranquilamente el suceso que había de producirse con toda probabilidad: la visita del amo de la señora Lecount. En menos de una hora se confirmó la predicción del capitán Wragge y Noel Vanstone entró en la casa.
—¡Mi querido señor! —exclamó el capitán, estrechando cordialmente la mano reacia de su visitante—. Sé a qué ha venido. La señora Lecount le ha hablado de su visita y sin duda ha afirmado que la enfermedad de mi sobrina es un mero subterfugio. Está usted sorprendido, se siente herido, sospecha que estoy jugando con su amable interés; en resumen, exige una explicación. Pues bien, la tendrá. Tome asiento, señor Vanstone. Estoy a punto de confiarme a su sentido común y a su buen juicio como hombre de mundo. Reconozco que nos hallamos en una posición falsa, señor, y he de decirle con toda franqueza desde un principio que su ama de llaves es la causa.
Por una vez en la vida, Noel Vanstone abrió los ojos.
—¡Lecount! —exclamó, absolutamente atónito.
—La misma, señor —dijo el capitán Wragge—. Me temo que he ofendido a la señora Lecount cuando ha venido esta mañana por una falta de cordialidad en mis modales. Soy un hombre sencillo y no puedo fingir lo que no siento. Lejos de mi ánimo pronunciar una sola palabra en contra del carácter de su ama de llaves. Sin duda es una excelente mujer digna de toda confianza, pero adolece de un grave defecto común a las personas de su edad y posición: es celosa de la influencia que tiene sobre su amo, aunque quizá usted no lo haya observado.
—Disculpe —le interrumpió Noel Vanstone—, pero soy un gran observador. No se me escapa nada.
—En ese caso, señor —prosiguió el capitán—, sin duda habrá notado que la señora Lecount ha permitido que sus celos influyeran en la conducta de usted hacia mi sobrina.
Noel Vanstone pensó en su duelo doméstico con la señora Lecount cuando sus invitados abandonaron Sea-View, y no supo dar con una respuesta directa. Expresó una grandísima sorpresa y también su pesar; pensaba que Lecount se había esforzado por mostrarse agradable durante la excursión a Dunwich; esperaba y confiaba en que se tratara de un desafortunado error.
—¿Quiere usted decir, señor —continuó el capitán con tono severo—, que no se ha fijado usted en esa circunstancia? ¡Cómo hombre de honor y buen observador no puede decirme que no! La cortesía superficial de su ama de llaves no ha ocultado sus auténticos sentimientos. Mi sobrina lo ha visto, como lo ha visto usted y lo he visto yo. Mi sobrina, señor Vanstone, es una joven sensible y animosa, y se ha negado rotundamente a cultivar la compañía de la señora Lecount en el futuro. ¡No me interprete mal! Para mi sobrina, al igual que para mí, la atracción de su compañía, señor Vanstone, sigue siendo la misma. La señorita Bygrave se niega simplemente a ser la manzana de la discordia (si me permite usted la alusión clásica) en su casa. Creo que por ahora tiene razón, y le confieso que he exagerado una indisposición nerviosa, que padece realmente, convirtiéndola en enfermedad grave, con el único propósito de impedir por el momento que las dos señoras se encuentren cada día en el paseo y que nos llevemos impresiones desagradables los unos de los otros a nuestras respectivas moradas.
—Yo no admito nada desagradable en mi morada —señaló Noel Vanstone—. Yo soy el que manda. Usted lo habrá notado sin duda, señor Bygrave. Yo soy el que manda.
—No me cabe la menor duda, mi querido señor. Pero vivir mañana, tarde y noche en el ejercicio perpetuo de su autoridad se parece más a la vida del gobernador de una prisión que a la del amo de una casa. El desgaste, piense en el desgaste.
—Es así como lo ve usted, ¿no es cierto? —dijo Noel Vanstone, aplacado por la prontitud con que el capitán había reconocido su autoridad—. No sé si tiene razón, pero he de tomar medidas inmediatamente. No toleraré que me pongan en ridículo. Despediré a Lecount antes que dejar que me pongan en ridículo. —Con el rostro encendido, cruzó sus pequeños brazos con gesto fiero. La explicación del capitán Wragge, hábilmente irritante, había despertado la sospecha latente de la influencia que ejercía sobre él su ama de llaves, que no se hallaba presente para devolverla con halagos al lugar donde solía permanecer, arrinconada y en reposo—. ¡Qué debe de pensar de mí la señorita Bygrave! —exclamó, manifestando súbitamente su disgusto—. Despediré a Lecount. ¡Maldición, despediré a Lecount en el acto!
—¡No, no, no! —dijo el capitán, a quien no le interesaba que la señora Lecount se viera empujada a tomar medidas extremas y desesperadas—. ¿Por qué tomar medidas tan duras cuando bastaría con otras más suaves? La señora Lecount es una antigua sirvienta; la señora Lecount es útil y le tiene apego a usted. Presenta ese pequeño inconveniente de los celos, celos de su posición en la casa de su amo soltero. Ve que usted dedica sus atenciones a una joven y hermosa señorita; ve que esa señorita se muestra debidamente receptiva y, pobrecilla, ¡pierde los estribos! ¿Cuál es el remedio obvio? Complacerla, realizar una concesión masculina al sexo débil. Si la señora Lecount le acompaña la próxima vez que nos encontremos en el paseo, váyase por el otro lado. Si la señora Lecount no se halla con usted, concédanos el placer de su compañía, se lo ruego. En resumidas cuentas, mi querido señor, ¡pruebe el suaviter in modo (como decimos los estudiosos de los clásicos), antes de encomendarse al fortiter in re![26]
Noel Vanstone tenía una excelente razón para seguir el consejo conciliador del capitán Wragge. Una ruptura abierta con la señora Lecount —aun cuando hubiera podido armarse de valor para encararse con ella— hubiera supuesto el reconocimiento implícito del derecho de la señora Lecount a una suma de dinero en agradecimiento por los servicios prestados a su padre y a él. La sórdida naturaleza de Noel Vanstone temblaba en su interior ante la mera perspectiva de expresar en forma pecuniaria la emoción de la gratitud, así que, tras mirar por las apariencias fingiendo vacilación, consintió en adoptar la sugerencia del capitán y complacer a la señora Lecount.
—Pero se ha de pensar en mí en este asunto —añadió Noel Vanstone—. Mi concesión a la debilidad de Lecount no debe ser interpretada de manera errónea. No debe permitirse que la señorita Bygrave suponga que tengo miedo de mi ama de llaves.
El capitán afirmó que tal idea no le había pasado ni podría pasarle jamás por la cabeza a la señorita Bygrave. No obstante, Noel Vanstone volvió al mismo tema una y otra vez con su acostumbrada pertinacia. ¿Sería una indiscreción si pidiera permiso para aclarárselo personalmente a la señorita Bygrave? ¿Existía alguna posibilidad de que pudiera tener la dicha de verla ese mismo día, o, si no, al día siguiente, o, si no, al otro? El capitán Wragge respondió con cautela comprendiendo la importancia de no despertar el recelo de Noel Vanstone con una excesiva celeridad en satisfacer sus deseos.
—Hoy una entrevista, mi querido señor, es imposible —dijo—. Todavía no se encuentra del todo bien; necesita reposo. Mañana me propongo sacarla a pasear antes de que empiece a hacer calor, no solo para evitar situaciones embarazosas después de lo que ha pasado con la señora Lecount, sino también porque el aire y la tranquilidad matutinos son esenciales en estos casos nerviosos. Aquí somos gente madrugadora, saldremos a las siete. Si también usted madruga y desea acompañarnos, no necesito decirle que no tenemos objeción alguna que hacer a su compañía durante nuestro paseo matinal. Soy consciente de que la hora es un tanto insólita, pero más tarde quizá mi sobrina se eche en el sofá a descansar y no reciba visitas.
Tras efectuar esta propuesta con la simple intención de permitir a Noel Vanstone escaparse a North Shingles a una hora en que seguramente su ama de llaves aún estaría en la cama, el capitán Wragge esperó a que se diera por aludido, si era capaz de captar la indirecta. Noel Vanstone demostró la perspicacia suficiente (tratándose de un caso en el que estaban mezclados sus propios intereses) para aceptar la propuesta de inmediato. Manifestó cortésmente que siempre madrugaba cuando la mañana le ofrecía algún atractivo especial, aceptó la cita a las siete y se levantó al poco para despedirse.
—Unas palabras antes de separarnos —dijo el capitán Wragge—. Esta conversación ha de quedar entre nosotros. La señora Lecount no debe enterarse de la impresión que ha producido en mi sobrina. Se lo he comentado a usted únicamente para justificar mi conducta en apariencia grosera y para tranquilizarle a usted. En confianza, señor Vanstone, estrictamente en confianza. ¡Buenos días!
Tras estas palabras, el capitán despidió a su visitante con una inclinación de cabeza. A menos que ocurriera algún desastre inesperado, veía por fin el camino franco hacia el término de la empresa. Había avanzado dos importantes pasos esa mañana. Había sembrado la semilla de la discordia entre el ama de llaves y su amo, y había dado a Noel Vanstone un interés común con Magdalen y con él mismo ocultando un secreto a la señora Lecount. «Hemos cazado a nuestro hombre —pensó el capitán Wragge frotándose alegremente las manos—. ¡Por fin lo hemos cazado!».
Después de abandonar North Shingles, Noel Vanstone se encaminó directamente a su casa, habiendo recobrado el amor propio y con la firme resolución de llevar las riendas con mano dura si entraba en conflicto con la señora Lecount.
El ama de llaves recibió a su amo en la puerta con sus modales más suaves y su sonrisa más amable. Se dirigió a él con los ojos bajos, oponiendo una barrera de impenetrable respeto a la reivindicación de independencia que esperaba su amo.
—¿Me permitiría preguntarle, señor —empezó el ama de llaves—, si su visita a North Shingles le ha llevado a extraer la misma conclusión que a mí con respecto a la enfermedad de la señorita Bygrave?
—Desde luego que no, Lecount. Considero que su conclusión fue precipitada, además de parcial.
—Lamento oírselo decir, señor. La grosera recepción del señor Bygrave me ha ofendido, pero no era consciente de que mi juicio no fuera imparcial por esa causa. ¿Acaso le ha recibido a usted, señor, con una bienvenida más cordial?
—Me ha recibido como un caballero. No considero necesario decir nada más, Lecount; me ha recibido como un caballero.
Esta respuesta satisfizo a la señora Lecount en el único punto dudoso que la tenía perpleja. Fuera cual fuese el significado de la súbita frialdad del señor Bygrave hacia ella, el cortés recibimiento dispensado a su amo implicaba que el riesgo de ser descubierto no le había desalentado y que la conspiración seguía su curso. Los ojos del ama de llaves chispearon; era exactamente el resultado que había calculado. Tras un momento de reflexión, formuló a su amo una nueva pregunta:
—¿Volverá usted a visitar al señor Bygrave, señor?
—Por supuesto que iré a visitarle, si me apetece.
—¿Y quizá verá a la señorita Bygrave, si mejora?
—¿Por qué no? Me gustaría saber por qué no. ¿Acaso es necesario pedirle permiso primero, Lecount?
—En absoluto, señor. Como usted dice a menudo (y yo he convenido a menudo con usted), usted manda. Puede que le sorprenda oír esto, señor Noel, pero tengo mis razones para desear que vuelva usted a ver a la señorita Bygrave.
El señor Noel se sorprendió un tanto y miró a su ama de llaves con cierta curiosidad.
—Tengo un extraño capricho relacionado con esa señorita, señor —prosiguió el ama de llaves—. Si me disculpa el capricho y me lo concede, me hará un favor por el que le estaré sumamente agradecida.
—¿Un capricho? —repitió su amo con sorpresa creciente—. ¿Qué capricho?
—Solo esto, señor —dijo la señora Lecount.
De uno de los pulcros bolsillos de su delantal sacó un trozo de papel de cartas doblado cuidadosamente hasta la mínima expresión y lo depositó respetuosamente en manos de Noel Vanstone.
—Si está usted dispuesto a complacer a una antigua y fiel sirvienta, señor Noel —dijo con expresión muy serena e impresionante—, tendrá usted la amabilidad de meterse este trozo de papel en el bolsillo del chaleco, de abrirlo y leerlo, por primera vez, en la próxima ocasión en que se encuentre en compañía de la señorita Bygrave, y de no decir nada de lo que hemos hablado a ningún ser viviente desde ahora hasta ese momento. Le prometo explicarle mi extraña petición, señor, cuando haya hecho usted lo que le pido y cuando su próxima entrevista con la señorita Bygrave haya concluido.
Hizo una reverencia con su mejor disposición y abandonó la estancia silenciosamente.
Noel Vanstone miró el papel y miró la puerta, y de nuevo miró el papel con indescriptible asombro. ¡Un misterio en su propia casa, en sus propias narices! ¿Qué significaba?
Significaba que la señora Lecount no había perdido el tiempo aquella mañana. Mientras el capitán arrojaba su red sobre su visitante en North Shingles, el ama de llaves se dedicaba a socavar tenazmente la tierra que él pisaba. El papel doblado no contenía otra cosa más que un extracto cuidadosamente escrito de la descripción personal de Magdalen en la carta de la señorita Garth. Con audaz ingenio que incluso el capitán Wragge hubiera envidiado, la señora Lecount había hallado el instrumento para desenmascarar la conspiración, ¡en la propia y confiada víctima!